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Comentarios sobre la lectura (I)

lunes, 13 de julio de 2009
“Leer para vivir” (G. Flaubert)

1. INTRODUCCIÓN
Nos proponen unos amigos que escribamos algo sobre la lectura, y ante tal provocación y a botepronto, nos quedamos dudando al pensar en la magnitud de la empresa: no sabríamos por donde empezar. Los incitadores son gentes de letras y se hallan melancólicamente preocupados por el avasallador avance de los soportes gráficos que por doquier advienen a favor de las nuevas tecnologías. Y eso, a pesar de que la apocalíptica profecía de Mac Luhan sobre el ocaso de la galaxia de Gutemberg, resultó fallida: el libro sigue gozando de buenísima salud y es tal su prestigio histórico que muchos le consideran en pos de la rueda o del fuego en el orden de los grandes descubrimientos que en el mundo han sido. Siguen contándose por cientos de miles los libros que las editoriales lanzan al mercado cada día. Así en España, en el año 2006, según el Gremio de Editores, se publicaron alrededor de 400 millones de ejemplares.

Empero, adentrémonos en el camino de la verdadera cuestión: abundemos más que en los libros por la lectura, sobre la que no cabe excesiva discusión a propósito de su permanencia, y en si se puede considerar placer o castigo, si requiere duro aprendizaje, si es buena o mala costumbre, en qué parte del cerebro se sustancia, si la edad, el clima o el sexo, el ingenio de las tertulias o el alejamiento bíblico de los españoles, la condicionan. (Cuando la población lectora española, según el ministro de Educación César A. Molina, se ha incrementado, en los últimos cinco años, del 55 al 60%).

Es claro que de todo ello se puede escribir y largamente, mas es posible que el requerimiento, en apariencia inocente, al que nos vemos invitados los compañeros letra-aficionados discurra en una dirección predeterminada, y que la respuesta a la proposición deba perseguir una precisa meta: la lectura literaria, en su más amplio ámbito o noble alcance.

Que no se trata sólo, aunque también, de la obligación del Estado de encaminar al niño por la senda de esas primeras letras, como sustrato básico de su devenir futuro, en un país de educación obligatoria y general alfabetización -como es obvio- ni siquiera de leer un texto de una disciplina académica o profesional que convierta al joven en un administrativo, un abogado o un ingeniero de telecomunicaciones. No se trata de aprender a leer, sino de saborear, incluso de “comer” las palabras, como quería Unamuno, o aún de sufrir las primeras lecturas, tal como expresaba nuestra cruel aforística:”la letra con sangre entra”, pero que ningún “progre” se sobresalte, la lectura suave, amena, modernizada en su aprendizaje, la damos aquí por supuesta y benévolamente digerida.

Existe un general acuerdo en que la lectura confiere libertad, “más libros, más libres”, y que los regímenes dictatoriales (y aún los que se tildan de democráticos pero procuran someter las voluntades de los ciudadanos a las líneas de su ideología) pretenden que las lecturas no salgan de los límites de sus consignas políticas. No les gusta que los lectores discurran, piensen por si mismos, puedan discrepar o contradecirles.

Sin embargo, a estas alturas del siglo XXI sólo caben, a la hora de leer, las autolimitaciones. No valen las censuras estatales ni los “nihil obstat” canónicos, ni siquiera las directrices comerciales que se rigen por los criterios de rentabilidad de los editores; de gustos y voluntades sometidos a lógicas de mercado. Debieran decidir la calidad de las obras y la responsabilidad ética de cada lector; por más que el libro sea bueno o malo, sea benéfico o malintencionado, será el ánimo del lector, su arbitrario criterio, su libertad, el conocimiento de sí mismo y de la vida, quiénes decidan.

Estas últimas consideraciones nos llevan de la mano a mencionar el necesario hábito de leer, a la evaluación que estime el aplicado lector, a la selección de los libros, más allá del azar o de la curiosidad, que será ya circular consecuencia de haber leído mucho: no de pasar simplemente los ojos por las palabras que contiene la página, sino percatándose de lo allí escrito, inquietándose o gozando por lo allí dicho. Es decir, a situarse en el camino de lo que solía denominarse “arte de la lectura” (que también comprende saltarse las páginas o párrafos enteros, si fuese deseable, o a no soportar autores como Proust, Joyce o el propio Cervantes, si en un momento no nos apetecen). Punto al que se llega tras un aprendizaje -siempre inacabado- y desde un inicio que como todo comienzo suele ser arduo, en especial para niños y jóvenes, pero que pronto puede ser divertido, fértil y hasta jubiloso si los padres y los maestros facilitan con entusiasmo ese gusto por la lectura, del que tanto se habla y que existe en la realidad cuando se persiste en el rito de las aprehensiones de textos o de autores que se enredan entre sí como las cerezas de un cesto, unidas unas a otras en amables concatenaciones por afición o mera curiosidad, ya desde las lecturas obligadas de la infancia (sí, algunas obligadas pero bien elegidas y dosificadas, hasta los 14-15 años), de lecturas divertidamente presentadas -cuidado con los temarios oficiales y con la elección de los clásicos- de modo que, por gusto ya, sin obligación alguna, se alcance la avidez del adolescente en pos de la aventura o el misterio y se llegue, salvo paréntesis de inapetencia hoy no infrecuentes, a lecturas ociosas, evasivas y liberadoras, o a las más reflexivas del adulto.

Y así ocurre que si la novela nos arrastra por mundos y vidas de personajes, geografías y tiempos diversos, y nos fascina a lo largo de centenares de páginas, de amores, vicisitudes e introspecciones, la poesía nos hará vibrar en el profundo temblor de sus ritmos y en el misterio de las palabras, en tanto el teatro descubre la insondable psicología del alma de los hombres o lo risible de su triste condición.

Por éstos y otros caminos transcurre la Literatura, desde el conocimiento de la propia lengua -de ningún modo expoliado o excluído-: el relato breve de lo sencillo, las fábulas, la intriga policíaca, lo religioso trascendente, la hondura de la mística o la espectacular épica de las hazañas bélicas y de los grandes descubrimientos, la vida de los personajes célebres o del kafkiano funcionario, la historia de los pueblos y de las civilizaciones.

Leemos para saber más y para emocionarnos, para divertirnos y, sobre todo, para darnos vida y ser más felices. Nada le puede producir a uno mayor alegría en un instante o prolongadamente -es el caso de las relecturas- que una interesante lectura: el buen libro que nos llega a satisfacer más que cualquier otra diversión (Care Santos decía a sus alumnos mayores, con cierta provocación, que no leer es como no practicar sexo).

Resulta también natural que los adultos aprovechen el tiempo en el placer de leer, que utilicen tanto como puedan el vital bálsamo de la lectura -poderoso antiestresante- que explica el mundo y engrandece la vida de manera fecunda, útil y amena.

Es, asimismo, para los mayores, los muy mayores, los de la última edad, nuestro mejor consuelo de cada día, incluso cuando lamentamos que la letra pequeña sólo nos sea asequible con la ayuda de una buena lupa. A este respecto recuerdo, con Benítez Reyes, la historia de Erastótenes, bibliotecario de Alejandría, allá por el siglo III antes de Cristo.” Cómo a los 80 años, después de haber convivido con la sabiduría contenida en más de un millón de códices, se dio cuenta de que el vigor escaso de su vista no le permitía leer. No podía ver las letras, esas letras que en combinaciones mágicas son capaces de sostener el pensamiento sucesivo del género humano: sus ideas, sospechas o saberes sobre el amor y sobre la muerte, sobre la geometría y sobre los animales mitológicos. Erastótenes no era ciego, pero no podía leer, lo que para él era el morir y así, a pesar del ruego de sus amigos y discípulos se dejó morir de hambre”, pues la única razón que tenía para permanecer en el mundo era la lectura.

Todo esto está muy bien, dirán ustedes, pero suena a la lectura tradicional, de épocas pasadas. En efecto, si nos fijamos en el lector juvenil de hoy -por cierto, el que más lee- se trata de un consumidor de “narrativas” (Gema Lluch) que circula, de modo simultáneo, por la consola, la televisión, el ordenador, el cine y el libro; que se relaciona con los iguales a través de Internet, y cuya principal característica lectora es el mestizaje, la fusión entre diferentes modelos narrativos. Sus necesidades de lectura, a partir de la obligatoriedad escolar diferida hasta los 16 años, han supuesto un notable incremento de las colecciones para adolescentes e inesperados fenómenos editoriales y sociológicos que la han revolucionado.

Y máxima novedad es el llamativo auge, para cualquier edad, de una lectura digital, discontinua y fragmentada: próxima a un lector, convertido en usuario, partícipe en innumerables experiencias hipertextuales y nexográficas que conducen a unas perspectivas inusitadas, revolucionarias, sobre la cuestión a la que ahora nos referimos, y a la que volveremos, con detenimiento, más adelante.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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