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El Camino de Santiago (X)

viernes, 03 de abril de 2009
SANTIAGO DE COMPOSTELA, LA CIUDAD

Sin poder obviar una visión personal, pues no es gratuito haberla vivido durante seis cursos de Universidad, y no dejar de visitarla un par de veces al año, no estará de más, y a partir de su apogeo medieval, recordar sus líneas románicas, góticas después, renacentistas, barrocas, para situarnos en la Compostela de hoy cuyo caparazón nuclear y visible fue levantado en la segunda mitad del siglo XVII y en el XVIII, quedando escaso quehacer, ciertamente, al siglo XIX (en apreciación de Torrente Ballester).

En esta hora actual habrá que citar las grandes instalaciones y edificios, y los más modernistas de célebres arquitectos, entre cuyos méritos, y no el menor, es haber evitado la edificación de rascacielos invocados por cierta paganía mística. Posibilitarían el referirnos a un Santiago contemporáneo, espléndido, futurista, propio del siglo XXI, pero no es éste el momento, ni cumple nuestra intención.

Admitamos, y perdón por la cita, que si los griegos descubren la urbe, abandonan la soledad del campo y nos educan en la convivencia de la ciudad -y difunden esto por el mundo- Compostela que brota en sus raíces de agro (y cementerio), se urbaniza en piedra, en torno al Sepulcro del Apóstol y se constituye en paradoja volandera de estrellas y rutas difusoras de la Cristiandad Occidental: principio (y fin) del Camino, originario y permanente manantial de una Europa bien comunicada y, hoy, comunitaria y convivencial.

Desde la apostólica cripta románica -base religiosa, sólida, indeleble- emergen sus torres con parsimonia barroca, mientras la virtuosa sonoridad de las campanas vuela sobre el burgo antiguo y, más allá, sobre las piedras más modernas.

Admitamos también un espacio para el dinamismo comercial de la ciudad desde la Edad Media: cambistas, banqueros, financieros, plateros, azabacheros, canteros, traductores. Es la fuerza cultural, eclesial y universitaria, de ciudad abierta, la que contribuye a la civilización de sus gentes y a su compromiso político, a favor de su condición religiosa singular, del arte cristiano y civil, y a su proyección universalista a través del Camino Jacobeo.

Atrás quedaron su encerramiento y límites medievales; desaparecidas las murallas y la mayoría de sus puertas, hoy la ciudad se expande, orgullosamente, sin demasiadas delimitaciones, pero nosotros preferimos, en esta ocasión, situarnos en el alma de Santiago, en el centro urbano, unitario por su belleza (como si estuviéramos en pleno siglo XVII) que iniciamos, por ejemplo, en la Plaza del Obradoiro delante del edificio de Rajoy, con su frontispicio del Santiago Patrón de España; dejamos a un lado el Hostal de los Reyes Católicos, antiguo Hospital de Peregrinos, el Palacio de Gelmírez, el Colegio de San Jerónimo(Románico, gótico, plateresco, barroco, neoclásico. Toda una lección de la historia del arte y de la arquitectura en pocos metros cuadrados, resume César A. Molina); y contemplar la maravillosa Catedral que alumbra esas dos torres, los “mellizos lirios de osadía” de Gerardo Diego, en tanto la Berenguela, no sabemos si celosa, porfía en su vuelo de piedras y desgrana (ay, desgranaba) sonoridades de relojes y campanas que hacen vivir y soñar el tiempo, los rezos y los descansos de los santiagueses, y el júbilo ó el asombro de los forasteros; cuando no asume el sacrificio de amortiguar los rayos de las tormentas que, personalmente y con asombro, en varias ocasiones he presenciado de cerca.
Nos acercamos a la fachada de Platerías, para admirar la primorosa escultura monumental célebre en Occidente, y, a los pocos pasos, la magna Plaza de la Quintana (de Mortos) que da entrada a la Puerta Santa. La piedra -siempre la piedra renacida- se vuelve colosal o sutil y delicada, en los monasterios grandes o diminutos, palacios, hospitales, iglesias; más doméstica y bulliciosa en las rúas y soportales, dónde se siente la plenitud del convivir y la melancolía de la lluvia; amena y familiar en el silencio de la noche; piedras ilustradas por el sabio orballo, casi universitario, y animadas por las flores silvestres que se adueñan de sus resquicios. Y así, por siempre, hasta la eternidad.

Calles hay, más allá de la piedra y de la familiar lluvia, llenas de rumores, de sabores, de sonidos y olores, que se tornan vida e iluminan el espíritu.

Y rodeando este corazón de la urbe (33 iglesias, 28 torres) hay jardines, y flores, bosques y una magnífica y extensa Alameda, propicia para el paseo, los juegos y, naturalmente, para el amor. En medio, en el robledal, si mal no recuerdo, una ermita románica, dedicada a Sta Susana.

Concluyamos: Compostela una ciudad religiosa, artística, universitaria, comercial, incluso centro político regional y autonómico. Una ciudad universal, Patrimonio de la Humanidad, digna para visitar o para vivir en ella, gozosamente.


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Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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