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El Camino de Santiago (IX)

miércoles, 25 de marzo de 2009
DE SARRIA A SANTIAGO, EN OCTUBRE

Pasado el puerto de Piedrafita, dejamos la autovía A1 a la altura de Becerreá, y al preguntar por el estado de la carretera a Sarria -30 kms.- un paisano nos dice que no está mal que, cuando menos, un autocar de línea la recorre cada día. Los primeros tramos son de continuada ascensión y cerradas curvas, por una zona boscosa: robles y castaños, erikas y tojales, lucen otoñales colores: oros, verdes y rojos. No nos cruzaba ningún coche, y ninguno nos acompañaba, nuestra inquietud creciente se vio confirmada en el solitario descenso: la calzada en reparación con interrupciones continuas y sobresaltos de tierra pedregosa que limitan la velocidad, vuelven penosa la conducción y nos hacen olvidar el ya ralo y escaso bosque. De noche llegamos a Sarria. Llueve. Nos situábamos en pleno Camino de Santiago.

Al día siguiente no nos despertaron los gallos alegres ni las sonoras campanas del Monasterio de las Mercedarias, sino el violento repiquetear de la lluvia sobre los cristales de la ventana. Tras el desayuno, subimos hasta el otrora poderoso castillo que domina la ciudad, abatido siglos atrás por la fuerza feroz e incontrolada de los irmandiños -clero, villanos y campesinos- contra la injusticia y prepotencia de los nobles, que culminó en la destrucción masiva de pazos y fortalezas, y en su triunfo transitorio y breve.

Casi a sus pies nos encontramos con una iglesia románica, la de San Salvador, datada en el siglo XII, cuya portada norte nos ofrece un sorprendente tímpano: un Pantocrator erguido que alza sus dos brazos, rodeado por dos árboles iguales de los que penden seis hojas, y rematados por sendas cruces griegas. Llama la atención el primitivismo de su relieve, así como “la actitud de Cristo que más que bendecir lo que hace, con los brazos alzados, la mano izquierda abierta y la derecha semiabierta, es mostrar sus anchos dedos: el ocho que representa la Resurrección” (J. Cobreros). Los árboles y frutos hablan de la fertilidad, y el seis, del mundo, de su renovación por la llegada de Cristo.

Abandonamos Sarria, disfrutando de la hermosura de sus valles próximos y la feracidad de sus tierras, de siempre alabadas. Y nos dirigimos por el Camino Jacobeo -las huellas de la venera- hasta la aldea cercana de Barbadelo por un desvío guarnecido de prados, castaños centenarios y manzanos (cuyos frutos, por cierto, los peregrinos desdeñan), casas de labor, perros y gallinas, agua por doquier, hasta encontrar la románica iglesia de Santiago, apartada y solitaria. La desdice, de entrada, un cementerio adosado con nichos y modernas sepulturas. Trátase de un antiguo monasterio, priorato después de la Abadía de Samos, que con la ruinosa desamortización perdió su vigencia monástica y se quedó en rural parroquia. Recogida sobre sí misma, es de una sola nave, con una torre cuadrada y campanario de piedras ennegrecidas por las lluvias y los años, que hay que contemplar desde la perspectiva de unos labrantíos próximos.

Lo más interesante -nos parece- es la fachada occidental y, en concreto, un curioso tímpano con cruz y rosetas, figura con los brazos extendidos flanqueada por dos estrellas, otras seis rosetas, en círculos entrelazados, alrededor de una cabeza de animal, de enigmático simbolismo.

Nos dirigimos, en coche, entre castañares y con el cómplice saludo de los peregrinos, por San Juan de Loyos -antiguo solar de los Caballeros de Santiago- hacia Portomarín, hasta divisar, no lejos, las aguas del embalse de Belesar; y el Miño, en la mente y en el corazón. Cuando llegamos, con la memoria abierta a los deliciosos relatos de A.Cunqueiro, advertimos lo que queda de las casas en el viejo cauce del río, fantasmal y visible a la vez por la escasez de agua, obscuras, lamentables ruinas, los restos de las arcadas del románico puente. Desasosiega pensar en la población ida, nómada a la fuerza, ahora instalada, al otro lado del nuevo puente, sobre un erguido cerro, en un renacido pueblo: los antiguos vecinos acogidos, con cuánto sacrificio, en nuevas casas; los nuevos soportales, la plaza, el Ayuntamiento, la hospedería y, gracias a Dios, la iglesia románica de San Juan (Encomienda de los Caballeros, de la Orden de Malta) trasladada, piedra a piedra, desde su original emplazamiento.

Subimos la empinada cuesta para tropezar con un mercadillo alegre y bien surtido (ropas, jamones, quesos y, todavía, aguardientes) alrededor del impresionante templo-fortaleza. La villa que visitamos está viva, bulle el gentío, sobresalen los peregrinos, y los comerciantes parecen satisfechos.

Entramos en una tienda de material fotográfico y en ella se puede contemplar, sobre las paredes, múltiples fotos, en blanco y negro, de la antigua villa: el caserío a la vera del Miño, el río con abundantes aguas, los socalcos repletos de viñas, las laderas con huertas y frutales; el retrato de los vecinos, las bodas, las primeras comuniones. La propietaria nos refiere, con melancolía, la vida de sus años pasados, y menciona las vendimias, los vinos ácidos y frescos, el aguardiente recio y duro, “desayuno de muchos, consolador para todos”, la vida de los pescadores de truchas y anguilas; un recuerdo referido con deje de resignación.

En la calle, sin embargo, los vendedores ofrecen permeables y abrigos, zapatos y chaquetas, bebidas, quesos y miel, no se les nota quejumbrosos, antes bien alborozados y prestos a las ganancias.

Ya hemos mencionado, en páginas anteriores, las características de la iglesia, pero nos gustaría resaltar el tímpano de la portada norte: una enigmática Anunciación, con el relieve de un San Gabriel de alas extendidas y la Virgen con las manos en actitud receptiva, y entre ambos, un árbol de tres hojas y dos frutos cuyo descifrado teológico acaso corresponda a la doble naturaleza de Cristo, y a la Santísima Trinidad; una permanente lección doctrinal, válida como una homilía, a la vista y consideración de cuanto peregrino o visitante por allí asomen.

VILAR DE DONAS

Viajando hacia Palas de Rey, nos sumergimos en un espeso río de niebla: un extendido brazo del océano de Belesar. La visibilidad es muy reducida y el transitar en coche tan peligroso que obliga a una marcha lenta pues toda cautela es poca.

No tardamos en encontrar el desvío -por Ferradal- que nos lleva, saliendo del neblinoso río, por una carreterita (poco más que un camino de carro) a Vilar de Donas, entre alisos, robles y prados, en la fría soledad de la mañana: hasta la aldea que preside la iglesia románica de San Salvador (hoy, de Santiago).

La rodeamos, primero, para apreciar la pureza de su perfil; mojándome los zapatos en la húmeda hierba, contemplo la pétrea cabecera de tres ábsides, el transepto y la nave longitudinal bien erguida, sillería granítica y ventanas rasgadas de medio punto y cubierta con un tejado de madera vista, a dos aguas.

Veo, con tristeza, un pobre murillo adosado a un lateral que, quizá, oculte parte de las tumbas de los Caballeros Santiaguistas, de los freires o cambeadores gallegos que aquí fueron enterrados, en el otrora monasterio. Aquellos monjes-caballeros que combatieron al moro entre el Tajo y el Duero y aún más allá, en tierras extremeñas. Justamente, en Cáceres, se fundó esta Orden de Santiago por Fernando II, en 1170, con la principal misión de proteger a los peregrinos en el Camino Jacobeo, y para luchar contra los musulmanes.

La vida de la Orden Santiaguista en Vilar de Donas, según Novo Cazón, transcurre entre 1194, fecha de la donación de la casa patrimonial de los Arias Pérez, de Monterroso, y 1476, la de su agregación al priorato de San Marcos bajo el Reino de León (Córdoba era su otra casa matriz). En Vilar se reunía el capítulo anual de estos Caballeros, lo que testifica su notoria importancia en la sociedad gallega.

Pero sigamos con la iglesia: a un lado los arcos residuales de un antiguo claustro de un monasterio que junto al couto y tierras aledañas en pleno corazón de Galicia, regían ricas abadesas, las donas fundadoras de la Casa (eran frecuentes, en Galicia, monasterios familiares de miembros femeninos), y que habitaba la familia monástica con el prior, los freires canónigos, los freires seglares o legos, criados, y donantes. En el couto, además de las edificaciones monásticas, había explotaciones agrícolas, bosques, tierras de labor, molinos, hospital para pobres y peregrinos. Eran otros tiempos, ahora sólo queda la iglesia, con un frontal bien ornamentado (salvando el postizo barroco de la espadaña) y una digna portada enmarcada entre dos contrafuertes laterales y un quitalluvias, en la parte superior, sucesión de pequeños arcos sobre canecillos. En la puerta, cinco arquivoltas de medio punto adornadas de motivos geométricos y vegetales de excelente labra, y capiteles fitomórficos e historiados, formas y detalles de talla fina que, con la esbeltez del conjunto, manifiestan ya la irrupción del gótico.

Al entrar en el templo, nos encontramos con la humildad de una iglesia rural (con la desdichada desamortización, de 1835, el anterior monasterio quedó relegado a mera sede parroquial, por más que tal reducción y abandono expliquen su actual sobrevivencia, ¡menos mal!). Nos sorprenden su intimidad y su riqueza. Pisando sobre un desnivelado pavimento se nos va la vista a las pinturas murales que a modo de retablo adornan el cabecero y que son la más importantes de la región. A favor de unos vanos propicios, contemplamos en la bóveda un Pantocrator, en el interior de su mandorla, acompañado de dos ángeles: es un Cristo Salvador cubierto con un manto y, a sus pies, el mundo: líneas inciertas y adivinados volúmenes difuminados por el deterioro, colores simples, desvaídos, tenues ocres y azules, que amortiguan la mayestática solemnidad del Cristo, y le dan una apariencia más asequible, más humana, lejos de la quietud hierática que se le supone, como inquieto por salir al encuentro del visitante.

En el cuerpo central del ábside se muestra lo más importante, una Anunciación de la Virgen y el Arcángel San Gabriel. María no muestra aquí su aceptación con las manos abiertas, sino con la interrupción de la lectura del libro que parece estar leyendo.

“En el registro inferior se sitúa la imagen de Cristo como Varón de Dolores representado sobre el sepulcro, con las llagas sangrantes y rodeado por los atributos de la Pasión” (Singul). Acompañan este escenario principal una serie de personajes que conforman el retablo, además de Sta Catalina y Sta Bárbara, muy populares en el siglo XV, David, Zacarías, Habacuc, Simeón, Ana, San Pedro, San Pablo, San Andrés, Santiago. Todo un adoctrinamiento para el diálogo de los fieles con Dios (Novo).

Pero son las pinturas al lado del Varón de Dolores, las que más llaman la atención, sobre todo la maravilla de las dos señoras, las donas, que A. Sicart, sin embargo, estima -como hipótesis-corresponder a los Reyes Juan II y a su esposa, Dª Mª de Aragón, y el joven, en el lado opuesto, a su hijo el Príncipe Don Enrique (después, Enrique IV).

En este retablo de figuras femeninas, no obstante (se habla de las 10 Vírgenes de la parábola evangélica) nos quedamos, dada la belleza y aparente melancolía de los rostros, con la fantástica interpretación de Cunqueiro, más próxima a la de las gentes del común: “las Donas de complicados peinados y grandes velos que dan vueltas y revueltas, ojos negros contemplando una azucena, tal vez una tiene los ojos azules y el cuello fino, y afilado el delicado rostro y la otra, simplemente, los ojos soñando”.

Nos acercamos a su deseo de que fueran las más hermosas damas gallegas del siglo XV, las allí recogidas y pintadas; y a sus admirables versos:
De tódolos amores
o voso amor escollo,
miñas Giocondas: en vos ollo
tódalas donas que foron no país,
unhas brancas camelias, outras flores de lis.

Lo inverosímil es que estas pinturas de máxima delicadeza y expresividad puedan ser admiradas en nuestros días. Gracias, como hemos dicho, a su apartamiento de las vías principales y a su relegación parroquial, y a pesar de las humedades que han producido desprendimientos y descomposiciones, y a que las equívocas restauraciones, “la limpieza” de siglos recientes, no le afectaron (por suerte, sólo las reposiciones cuidadosas de Llopart Castels).

Estas pinturas al temple, ya no son románicas; fueron realizadas por Petrus Nuni de Truris, en tiempos artísticos propios del gótico: tiembla su quietud, no hay rigidez en sus líneas, como si habláramos de una perdurabilidad leve (acorde con el escepticismo gallego) las miradas son acogedoras, los adornos asequibles, los colores sencillos y débiles; desproporcionadas, a veces, por su monumentalidad obligada; algunas figuras, esbeltas, ya irradian una admirable y melancólica languidez gótica, casi renacentista.

Apenas recuerdo un mencionado retablo de piedra, que debiera ser románico, dividido en dos, según me dicen, por el relieve de un cáliz: a un lado, un Descendimiento de apacible composición y, en el otro, misa un monje ayudado por un monaguillo. Como añade, don Alvaro, la piedra nos cuenta el relato del milagro -el sacerdote que no cree, y Cristo se le hace presente- con sencillez impresionante. (Por más que, según comenta Francisco Singul, tal relieve corresponde a la Misa de San Gregorio y Jesús Resucitado que se le aparece para llenar con su sangre el cáliz situado a sus pies).

Por fin, reclaman nuestra atención, al salir, diversas laudas y lápidas mortuorias verticales, y las sepulturas de dos caballeros yacentes con sus cascos y armaduras, y a sus pies, animales: lobos, leones, jabalíes, y que pertenecen a Fernán Arias Noguerol y a Diego García de Ulloa (signadas en el siglo XV).

Me resta por mencionar, a expensas de la paciencia de quién me leyere, el contenido de las dos capillas absidiales; una guarda las toscas estatuas pétreas de San Bartolomé, San Miguel Arcángel pesando almas con su balanza, y de una Virgen con el Niño, piezas que anteriormente se asomaban sobre la cornisa exterior. La otra, más doméstica, muestra un modesto sagrario de madera, de empobrecidos tonos rojos y azules, delante un exvoto: una cabeza de niño; a la izquierda, un San Roque con el perro lamiéndole las heridas de la pierna, y un Niño Jesús minúsculo, con túnica roja; a la derecha, una Virgen María con una falda floreada de cuadros negros y blancos.

Esta iglesia, para concluir, es un prodigio del románico tardío, de transición al gótico, cuyo interior propicia el sosiego y la meditación, nos sumerge en la piedad medieval. Y si disponemos de un momento frívolo, nos hace fantasear con los Monjes-Caballeros de Santiago -roja cruz sobre hábito blanco- y las “dóminas” de finas manos.

Al despedirnos, revolotean una pareja de tórtolas cerca del campanario.

“Iba el viajero fingiendo el peregrino”, cuando cruzamos Palas de Rey, observamos, en paralelo, el Camino que pisan decenas y decenas de viajeros. Es el 10 de octubre. Llueve con terquedad, y los viandantes enfundados en sus chubasqueros multicolores alegran los senderos, ayudándose con bastones, y soportando la mochila como joroba doliente con el peso de las promesas o de las históricas culpas, o de las provisiones, y marchan a buen paso. Se ven algunos peregrinos a caballo, y muchos en bicicleta sobrecargada de bultos.

Abandonando la provincia de Lugo, nos vemos en Mellid, y en la calle de entrada, a la derecha, observamos una reducida iglesia flanqueada de palmeras que nos ofrece de bienvenida su precioso pórtico románico como una “perfecta flor de piedra”, un muestrario de granito dulcemente elaborado de adornos y florituras.

Por aquí hubo un importante hospital de peregrinos, otras notables construcciones y hubo y hay -por lo que veo- un comercio pujante.

En las afueras, encontramos otra iglesia románica de igual o mayor prestigio, la de Sta María, lugar dónde sellan los salvaconductos de los peregrinos y labor que aquí realiza una joven que atiende, a la vez, a la música sacra. Hermosas portadas, al sur una y occidental la otra, composiciones armoniosas con ornamentadas arquivoltas apeadas sobre capiteles fitomórficos, y un interior acogedor, propicio al gozo y a la reflexión, que conserva el tesoro de un altar primitivo, de piedra, con escenas en relieve de hombres y animales. Y en la “cima” de la bóveda, pinturas murales más recientes.

En el exterior, disfrutamos de una familiar plazuela, rodeada de enhiestos cipreses, con bancos de madera en los que descansan -y cuidan sus pies- los peregrinos. Entre dos árboles, surge la doméstica figura de un hórreo.

Volvemos al Camino que coincide con la carretera hacia Arzúa. Transcurridos unos kilómetros, cruzamos esta villa comarcal con fama de grandes ferias y de base suministradora de alimentos, cada día, a los compostelanos. Y encaramos, por fin, el último trayecto de nuestro ilusionado itinerario.

Esa misma mañana del día 10 de octubre llegamos a SANTIAGO, sin la emoción de subir al Monte del Gozo, como pretendíamos, mas con el temblor que siempre suscita la entrada en Compostela. Nos acompañaban, cerca, los encapuchados peregrinos bajo la irredenta lluvia, desparramada pronto por un vendaval que la hacía más penosa, más violenta, hasta el punto que no recuerdo otra parecida en mis largos años de vida.

Ya dentro de la ciudad, volaban los paragüas, se daban la vuelta, de súbito se rompían y tan inservibles quedaban que las gentes los abandonaban por cualquier lugar (tal sucedió con los nuestros). Corrimos desde San Francisco hacia la Catedral por unas calles que parecían regatos más que rúas, sometidos a ráfagas de viento cada vez más fuertes y de lluvias no menos virulentas, sin posibilidad de refugio, totalmente calados, hasta atravesar, por fin, la puerta norte de la Basílica ocupada por un mojado y salpicador gentío ataviado de chubasqueros chorreantes.

Nos encaminamos hacia el Pórtico de la Gloria tropezando con la multitud, aquello más parecía una calle mayor en fiestas que la nave de un templo de Dios. Una gente ruidosa, parlanchina, reidora, poco acorde con el respeto que exige un ámbito sacro, hacía cola para golpear con su cabeza la del arrodillado Mateo, sin detenerse muchos, ni fijarse algunos, en aquel Pórtico, uno de los exponentes más gloriosos de la escultura cristiana de todos los tiempos.

Avanzamos, luego, entre colas y empujones, hasta el altar mayor para abrazar al Apóstol, y resultó ser una misión imposible. Me temo que pocas personas, en apariencia no muy piadosas, hayan cumplido los rituales precisos para ganar las indulgencias del Jubileo. Quién lo sabe.

En tal bullicio, de puente festivo, procuramos encontrar un lugar mínimamente tranquilo y un alivio en aquella mansión austera y solemne, y percibir un aliento de su espiritualismo artístico cristiano: nos acercamos a la Corticela, una singular y acogedora capilla románica, pero tal consuelo fue imposible.

Al salir, llovía a mares, tal tenacidad e insistencia enojaban ya al viajero, que hubo de refugiarse en el acomodo de un restaurante. Un día, del Año Santo Jacobeo, que recuerdo como el de los paragüas rotos.

No estaba pues el día, ni era el momento, para reconocer y disfrutar de la Catedral, como en otras ocasiones en que la he visitado y hasta “vivido”: ¿cuántas veces me sirvió de paso -y atajo- para volver a mi casa, en la calle de San Francisco frente a la puerta de la Facultad de Medicina? Volveré para avanzar por su grandiosa nave central hasta el divino recinto que representa el prebisterio, y tras rezar al Apóstol, me acercaré, por detrás del altar, a la escalerilla que lleva a su espalda, para abrazarle de modo que perciba mi aliento en su cogote, mientras la fe y el afecto se deslizan por la plata y esmaltes de su hierática escultura: ese solemne Apóstol Santiago, perennemente quieto, que parece descansar ya de marchas y rutas evangélicas, de tantos viales y martirios, puesta ya su mirada en el más allá del Occidente, en una alcanzada Transfiguración Celestial.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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