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El Camino de Santiago (VII)

martes, 10 de marzo de 2009
DESVÍO POR EL ROMÁNICO BURGALÉS

MONASTERIO DE RODILLA

Dejamos el Camino Jacobeo y a un lado, a pocos kilómetros, queda Atapuerca, el célebre yacimiento prehistórico que hoy se estudia y analiza con brillantes resultados: en todo caso otro cementerio de ancestros quizá no tan santos, pero, tal vez, nómadas, incluso peregrinantes de lo sacro, y seguro que luchadores por la dura sobrevivencia.

Pasando por el pueblo de Rodilla, en paralelo a la autovía Burgos–Álava cruzamos el puerto de la Brújula, y por una breve desviación encaramos la cazuela de la Bureba, con el perfil de la Sierra de la Demanda al fondo, cuando nos sorprende la iglesia románica dedicada a Nª Sª del Valle: armoniosa, bien conservada, de una sola nave, crucero y cabecera, fino ábside semicircular, torre en el plano delantero y una portada de arcos ya apuntados, ricamente ornamentada con arpías y centauros, aves unidas por picos y colas, y otros animales, en capiteles y canecillos. Construída, nos comentan, bajo la influencia de la arquitectura del Camino y aún de refinamientos orientales.

Una iglesia de gran encanto por sí misma, en su disposición arquitectónica e iconográfica, enmarcada en un paraje de acogedor sosiego, sobre una explanada en los flancos de la colina, con regatos y huertos en el entorno, que se adorna con caramujos de bermejo fruto, oro en las hojas otoñales y ámbar en los prunos.

La impresión de armonía entre la viva piedra y el paisaje, entre lo natural y lo sagrado, alcanza la sensibilidad de cualquier visitante.

SAN PANTALEON DE LOSA
Bajo el influjo y directrices de las iglesias de Peregrinación y del maestro de Silos, y a favor de la paz conseguida por los Reyes Alfonso VII y Alfonso VIII se construyen numerosas iglesias en las proximidades del Camino, como la magnífica de San Pedro de Tejada, más al norte, que hoy posponemos, para dirigirnos por estas tierras burgalesas de la cuenca del Ebro, hasta el valle del Losa: el caserío disperso, pinedas y robledales, hasta divisar entre praderías el espectacular promontorio que domina la zona, y sobre su torso inclinado y desnudo, abrazada, la pequeña iglesia románica de San Pantaleón.

Cuando la alcanzas, y tras el breve descanso que exigen la empinada ascensión y las sacudidas de un fortísimo viento, se advierte un recinto singular que pronto produce una sensación extraña, como de contacto con lo sublime: notas que allí se fusionan el espacio sagrado del escueto templo y la Naturaleza soberbia, atractiva, que parece irradiar un cierto magnetismo.

La iglesia es sencilla, de una sola nave, cerrada por el ábside semicircular(y con un muro adosado que delimita un leve cementerio); entre el ábside y la nave asciende una espadaña, muy deteriorada, con un claro hueco que denuncia la falta de una campana.

La portada ofrece la escultura de un gigantón que carga con un capitel de una loba amamantando a sus lobeznos. El hombre, con un saco o mochila, asemeja a un viajero, acaso un peregrino. Hay arquivoltas ligeramente apuntadas, ricas en geometrías, preciosos vanos laterales, con la admirable y armónica unidad de arcos y capiteles.
La escultura ruda o natural, a veces torpe, es llamativamente misteriosa y proclive a simbolismos: el atlante, la loba, el león, un hombre a caballo, Jonás y la ballena, dragones, diablos, cabezas y pies de personajes o de ángeles que observan el martirio de los cristianos. A algunos les recuerda el Diluvio Universal, y a todos el periódico milagro de San Pantaleón.

Al contemplar ensimismado esta ingenua ermita, enraizada sobre el dorso de la colosal Peña, piensas en el milagro -ó el prodigio- de la románica Cristiandad igual a sí misma a lo largo de los siglos, inmersa aquí en el asombro mudo de la Naturaleza.

Desde esta altura se divisa, por lo demás, un panorama casi teatral: prados, tierras trabajadas con perfiles laberínticos, un río de curvas apacibles acunado entre arbustos y, a continuación, un tupido bosque. Hacia el norte, se admira la serie paralela de gigantescos promontorios, “peñas” o “losas”, como grandes barcos varados -la proa al cielo- sobre el deleitoso valle.

La sensación que uno tiene al abandonar el lugar, tras una estancia que desearía más prolongada, es difícil de olvidar: paraje e iglesia justifican un viaje, y esta peregrinación a la Edad Media.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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