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El Belén de Begonte

jueves, 18 de enero de 2024
El Beln de Begonte Como en una película de Garci, nos vimos en la cola del Belén de Begonte.

Había anochecido hace rato, en estos días más cortos del año, y a la oscuridad de la luz, se sumaba la de la lluvia en la noche, cayendo mansamente sobre nuestros paraguas, también oscuros, mientras hacíamos la cola.

Cada veinte minutos, salían las personas, con la cara iluminada, y pasaba el siguiente turno.

Nos quedamos a las puertas.

Había un silencio extraño, una espera tranquila, bajo el ventimperio ensimismado del frío oscurecido.

Todo era como en una película en blanco y negro.

Vivo en una aldea, pero de las Mariñas, más próxima al océano y menos llana que esta hermosísima comarca de la Terra Chá, tierra llana que conserva sus brañas y sus ríos y sus bosques; y mucho menos aldea que Begonte.

Me encantó el Belén de Begonte.

Hubo un momento, en el que pensamos darnos la vuelta, pero el día había sido tan completo que no quisimos renunciar a la guinda, tras haber contemplado esas cataratas de Niágara de Galicia, pensé, que es la Fervenza de Brañas, en Toques, de la cantidad de agua que caía, toda blanca, como si hirviera; sin dudar se trata de uno de los espectáculos más hermosos que he contemplado en Galicia, no sólo por el río Furelos desplomándose por el desnivel de su cauce, tronando y atronando todo a su alrededor con el constante resonar del agua sobre las piedras, y el trazumar de campanilla de los manantiales por las laderas, sino porque el entorno, el contexto, no estaba destrozado aún, aplastado de eucaliptos y aerogeneradores, sino que persistía el bosque autóctono, y sus grises de hojas doradas sobre el suelo, y sus violetas de ramas entre troncos blancos de bidueiros, entre el fulgor de musgos y de helechos epífitos y de setas doradas que parecían puestas por las hadas a la orilla del camino, de tanta belleza irreal como desprendían.

Era la belleza más pura de Galicia, aún sin marchitar por nuestra mano.

También fuimos a Pambre, al castillo medieval, que merece otro artículo, de la cantidad de cosas que conocimos y de las cuales sabía yo tan poco, y desde luego merece una visita de nuevo no sólo por el castillo en sí, sino por todo lo que le rodeaba, el río, los pastos, las fragas cubiertas de Usneas, líquenes que volaban desde las ramas, las piedras llenas de Xanthorias, tantos líquenes como para hacer una clasificación de criptógamas, aunque al fondo ya aparecían, como enemigos al asalto, los eucaliptos y los aerogeneradores por el interior de un hermosísimo Lugo que, hasta ahora, ha resistido.

El nombre de Lugo proviene de luco, y es un término muy anterior al de bosque, queriendo decir: selva o espesura de árboles.

Enrique de Villena (1384-1434) lo describió así: "Un luco, es a saber una espesura de árvoles, tan grande en que la luz solar entrar non podía por rayo paresçido, muy alegre de sombra".

Un luco es un bosque sagrado.

Esos bosques estaban representados en el Belén de Begonte, al que por fín accedimos.

La sala del Centro Cultural conservaba el calor de los que habían salido, para dejar sitio al último turno, que era el nuestro.

Nos sentamos en unas gradas de madera que recordaban a los bancos de escuela.

No sabíamos muy bien qué íbamos a ver, pero lo que vimos creo que jamás lo olvidaremos.

He visto otros belenes, quizás más grandes y de figuras más historiadas, pero este es el Belén más bonito que he contemplado porque está lleno de inocencia.

¿Y qué es si no un Belén que la inocencia representada en esa estrella que pasa, en los reyes magos avanzando, en el herrero en su fragua, en el paisano con las tareas del ensilado, el pescador de truchas a la orilla del río, el castillo al fondo, la nieve que cae, el firmamento que brilla, las casas de piedra y de lascas de pizarra, en la noche iluminadas?

Inocencia.

Magia pura.

Cariño inmenso e infinito en cada pieza, en cada movimiento de este belén electrónico que en 1972 fundaron José Domínguez Guizán y José Rodríguez Varela.

Un Belén hecho por adultos en los que perviven los niños que fueron.

Y todos nos volvemos niños mirándolo.

Observaba las caras de Berto, Mar, Luis, María José y Lola, quienes, de pronto, eran también niños, llenos de asombro.

Salimos felices.

Sólo por la sensación con la que abandonas la sala, de haber visto algo único, escondido en el corazón de Galicia, mereció la pena.

Necesitamos para Galicia no sólo un nacimiento, sino un renacimiento.

Un entender que lo hermoso no es sólo la figurita del Belén, sino todo lo que le rodea: el bosque, el río, el paisaje.

Necesitamos un milagro.
Fernández-Aceytuno, Mónica
Fernández-Aceytuno, Mónica


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