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La trucha y las liebres

jueves, 16 de noviembre de 2023
Llegó el invierno y toda la villa y los alrededores su cubrieron de nieve. Los paseos por lo alrededores, los muñecos de nieve y las interminables veladas con los amigos hacían más llevaderos los momentos libres.

Intentando organizar unas sesiones de cine club con otros residentes, algunos pusieron objeciones para determinados horarios, porque ya tenían programadas mesas de bridge. Antonio, con escasa cultura social y despreciando las rígidas normas de un sector elitista, no tuvo mejor idea que comparar el noble juego con una partida de truco, factible de jugarse en cualquier momento y lugar. La esposa de uno de los ingenieros de doble apellido, que en Argentina significa alta cuna, y que tenía la jeta con más surcos que un campo arado (huellas de las numerosas visitas al cirujano plástico), se ofendió por tan ignorante comparación. Fue apoyada por un joven ingeniero aspirante a cheto. De vuelta en la casa, Elena sabiamente razonó:
- Con todo el lío que tenés, ¿cómo se te ocurre abrir un nuevo frente por una tontería? Te creaste dos nuevos enemigos en un ratito.

Como siempre tenía razón. Cuando se encontró con la jeta plástica, le cedió el asiento, le preguntó por los chicos y, como al pasar, le comentó de adaptar el nuevo programa del cine a los horarios de las sagradas ceremonias lúdicas.

La muchacha de servicio, Lidia, una mapuche de edad indefinida tenía, como la mayoría de las mujeres indígenas una hija de soltera cuidada por sus abuelos. Apareció en la villa porque un hermano contratado como peón le avisó de la posibilidad de encontrar trabajo. Durante los veranos estaba empleada en un hotel perdido en el medio de la provincia, propiedad de un alemán, con una clientela germánica fija todos los años. Ofrecía paz, anonimato, paisajes infinitos y caza de avutardas, liebres y algún otro animal exótico. El sueldo del personal indígena uno se lo puede imaginar. Como la mayoría de sus paisanas, era analfabeta. Marta, la amiga arquitecta que vivía en la casa de al lado, se ofreció a enseñarle a escribir utilizando un método sui generis (utilizando malas palabras y noticias del diario) que resultó ser super efectivo. Además la alumna demostró poseer una gran curiosidad y ansia de aprender.

El director tenía un trauma, en el paraíso de la trucha no había pescado ninguna. Por eso cuando atendió al hijo de un peón, que trabajaba en una estancia de la orilla del río Traful, le confesó la cruz que arrastraba. El buen hombre se comprometió a guiarlo el próximo domingo y así liberarlo de esa pena. Ese día, con unos amigos y la pequeña fueron a la cita convenida.

Las mujeres prepararon el transitorio campamento y los hombres recorrieron la orilla hasta que el baquiano señaló con el dedo un remanso cercano. ”Tire aquí”, dijo muy seguro.

El incrédulo pescador tiró la cucharita como lo había hecho tantísimas veces, con la misma esperanza. No había terminado de sumergirse el señuelo, cuando una considerable trucha se tragó el anzuelo. No se puede narrar la emoción de los porteños cuando retiraron el pez con un salabardo improvisado. Recuperado el anzuelo, el director le dio el pescado a su amigo con instrucciones de mostrárselo a las señoras. Le agradeció al autor del milagro, que debía volver a su trabajo, y volvió a bañar la cucharita como tantísimas veces antes, para sacarla siempre sola, triste y mojada.

Resignado a dar por concluida la jornada de pesca, preparó la cámara de fotos y fue a sacar el documento que inmortalizara esa extraordinaria experiencia, con todo el equipo sosteniendo la trucha como un trofeo. No pudo ser. El animal, limpio y partido en dos, se estaba asando en la parrilla sobre el fuego preparado por las chicas. El fotógrafo frustrado intentó pedir una explicación, pero bastó con una mirada de Elena para convencerlo de enfundar la cámara y resignarse. La trucha quedó riquísima, única.

En la villa también existía un destacamento de la policía de Neuquén para velar por el orden público. El oficial encargado invitó al director y sus amigos, Pepe, su cuñado y el ingeniero vecino, a una partida a cazar liebres. Salieron en una fría noche los cuatro en el jeep de la policía, que tenía unos potentes reflectores imprescindibles para encandilar a los pobres animales, que se quedaban paralizados esperando el disparo. Pepe, siempre jovial, chistoso, llevaba una carabina a repetición de cañón corto, ideal para defenderse de un atraco pero pésima para disparar a más de cinco metros. El cuñado, una pistola también veintidós, totalmente inadecuada. Federico portaba una carabina del veintidós, y éste una escopeta del veintiocho. El policía conducía y aconsejaba. Esta pandilla de delincuentes armados, que en cualquier otro escenario serían juzgados y encarcelados, estaban dirigidos por un oficial de policía. Eso no era nada raro en aquellos tiempos y aquellas latitudes.

El cana, cuando encandilaba a una sorprendida liebre a unos veinte o treinta metros, acomodaba el jeep y empezaba el tiroteo. Pim, pim pim, poom. Pepe y su cuñado disparaban al pedo porque no iban a acertar ni soñando. Seguía Federico, con posibilidad pero mala puntería, y finalmente Antonio, con el arma más adecuada y que sonaba como un cañonazo, concretaba la ejecución, si es que daba en el blanco. La mayoría de las veces las liebres, cansadas de tanto ruido, retomaban su camino.

Después de un montón de vueltas, el pelotón de fusilamiento volvió con cuatro presas, cantidad irrisoria comparada con cualquier partida normal de caza. Antonio inmortalizó la aventura con una foto del grupo armado que daba terror. Dicen que la utilizó alguna vez para cobrar una deuda asegurando que eran sus amigos. Le funcionó.
Montesanto, Andrés
Montesanto, Andrés


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