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Volcanes de la Hoya

miércoles, 22 de noviembre de 2023
Dedicado a mi buen amigo Isidoro Falcón, acérrimo defensor del barranco de los Cernícalos,
con quien comparto la pasión por un espacio tan singular, único gracias a la conservación y pureza
del agua que discurre por su cauce. Entusiasmado productor independiente, capaz de poner a los
pastores canarios, guardines del garrote -técnica ancestral utilizada para desplazarse por riscaderas
y barrancos tras sus ganados-, en decenas de festivales cinematográficos de todo el mundo.

Es este un curioso conjunto vulcanológico situado en la proximidad de la montaña de los Barros, surgido justo al lado del barranco de los Cernícalos cuyo cauce cerró en el momento de la erupción y los consiguientes derrames lávicos. Cuestión de tiempo que el agua se encargara de recuperar la salida natural de las aguas permaneciendo, como muestra fehaciente de dicho proceso erosivo, unos paredones verticales donde puede leerse la historia geológica de este proceso vulcanológico en la cara desmantelada del edificio orientado al sur de la isla.
Desde la carretera de acceso al barrio de los Arenales, atrae nuestra mirada el volcán en proceso de desmoronamiento. Capas sucesivas de escorias y lapillis forman gran parte de la estructura observada y, a sus pies, estrechándose, discurre el cauce del barranco de los Cernícalos, próxima ya su confluencia con el barranco de San Miguel.
Estos volcanes pertenecen, administrativamente, al municipio de Valsequillo y, al igual que traté en su día, la montaña de Malfú -perteneciente a Ingenio-, y la montaña de Jinámar -perteneciente a Las Palmas de Gran Canaria-, su proximidad al barranco de los Cernícalos, cauce divisorio que separa ambos municipios, me animó a dedicarles un artículo. A fin de cuentas la geomorfología de un lugar nada tiene que ver con artificiosas delimitaciones municipales.
Saben de mi curiosidad a la hora de indagar sobre el origen de su toponimia. Para ello busco en primer lugar en el diccionario de la RAE y en él encontramos dos acepciones muy esclarecedoras. La segunda nos presenta La Hoya como una llanura extensa rodeada de montañas y en su primer significado leeemos: cavidad o hondura grande formada en la tierra.
Ante estas definiciones, no es descabellado sacar la conclusión de que el topónimo de estos dos conos volcánicos obedece a la llanura formada entre ellos y los terrenos colindantes pues una especie de caldera -hoya-, se oferta a la vista del caminante cuando nos aproximamos a estos volcanes accediendo desde la carretera que, procedente del barrio de los Arenales, trepa por la ladera mostrando a la vista las hoyas cultivadas que se extienden por el barranco de San Miguel y que se continúan por el Rincón de Tenteniguada, Tenteniguada y Valsequillo.
Como volcanes de El Hoyo los reconoce nuestro estimado vulcanólogo Alex Hansen -gracias, amigo mío, por conocimientos tan claros y precisos en un mundo geológico ajeno a mi temprana formación académica pues en mi tierra natal, las rocas que predominan son granitos, pizarras, esquistos, cuarcitas y se hablaba más de rocas plutónicas y metamórficas que de volcánicas, a las cuales apenas se nominaban en las clases con dos ejemplos clásicos de rocas: el basalto y la obsidiana-, fijando la altura máxima, en el cono más próximo al barranco, en 489 metros.
De estos dos edificios volcánicos registro textualmente las palabras del experto, en su obra "Los volcanes recientes de Gran Canaria": "En el borde de una loma divisoria de los barrancos de Telde y El Castillo (o los Cernícalos), se desarrolló una erupción de escasa duración temporal, que construyó dos aparatos de pequeñas dimensiones, imbricados el uno con el otro".
Para mí estos edificios volcánicos eran los grandes olvidados. Durante los últimos años he pateado -sigo haciéndolo pues aún me quedan una veintena de ellos-, volcán tras volcán, todas las elevaciones existentes en los campos de volcanes de Rosiana y Jinámar. Reconozco que una vez iniciada la exploración de uno de ellos, la visita diaria a estos fenómenos geológicos que tranformaron gran parte del suelo municipal teldense, se convirtieron en una costumbre, un saludable hábito capaz de mostrarme en cada periplo el enorme valor patromonial, biológico y etnográfico que atesora este campo de volcanes recientes. El esfuerzo que exigen algunos en su ascensión y el deambular por paredes complicadas, siempre se encuentra compensado con el ejercicio realizado y el disfrute de las panorámicas observadas desde sus cimas.
En este caso, en cada incursión realizada durante cuatro décadas al barranco de los Cernícalos -barranco de cuyo cauce y ladera orientada al sur, en las proximidades de estos conos volcánicos nos llegan en los primeros meses del año los aromas de cientos de retamas blancas-, al paso por el barrio de los Arenales mi vista giraba a la izquierda, atraída como un imán por las paredes de color rojizo y negruzco, consecuencia de la oxidación de los materiales piroclásticos o de diferencias en su composición química, desmanteladas por la erosión. Mi mente, aunque mis periplos iban dirigidos al cauce y laderas del barranco siguiendo la senda del agua, mantenía firme la voluntad de acceder a los conos, pues ahí me esperaban los restos de unos edificios volcánicos que se me antojaba escondían un verdadero Sangri-La.
Asumía que el más alto había perdido buena parte de su estructura volcánica, pero el que se vislumbraba tras él, más pequeño, intuía que ocultaba un conservado derrame lávico en el que, cosas de la imaginación, esperaba encontrar un interesante registro botánico. Se trataba de un espacio bastante limitado pues tal derrame de escorias y cenizas desaparecía por completo en su traumática confluencia con el cauce del barranco, pero eso, en aquel momento, lo volvía más atractivo.
Y llegó el momento de iniciar las rutas por estos volcanes. Para acceder a ellos nada mejor que dejar el vehículo aparcado en la zona recreativa de asaderos y ocio que se diseñó y ejecutó al borde del cauce del barranco, justo antes de tomar el desvío que se dirige al Rincón deTenteniguada, y ascender por la calle Solana del Fregenal -verán un panel en cerámica con el nombre de la calle y la imagen a color de un almendro en flor-, hasta la altura de una cruz que se convierte en una referencia visual donde tomar la desviación por la pista que nos llevará a ambos conos volcánicos.
Aunque prohibido el paso a los vehículos -una cadena lo impide-, nunca tuve problemas para transitar a pie por la zona, tal vez debido a que, una vez finalizada la pista en una propiedad privada, se inicia una senda muy marcada que discurre por la crestería del barranco de San Miguel en dirección a Valsequillo, ofertándonos extraordinarias vistas de las hoyas que en el cauce del barranco observamos cultivadas, muchas de ellas en cultivos bajo plástico.
Así, se suceden las hoyas de San Gregorio, Hoyas de Abajo, Hoya de Zurita, Hoya de la Coja, Hoyas de Arriba...
Frente a nosotros, Valsequillo extiende su territorio urbano en dirección a la montaña Las Palmas, sienda el núcleo urbano de lo Barrera donde se detiene esta amplia zona de suelo urbanizado. El territorio disponible es ocupado por completo hasta observar como las urbanizaciones asoman sus casas y muros perimetrales hasta el borde mismo del barranco de San Miguel.
La Barrera, Los Llanos del Conde, la urbanización industrial Las Carreñas, Los Llanetes de Arriba, los Llanetes de Abajo, Las Vueltas, Las Casas, Luis Verde... se suceden hasta entroncar con el casco histórico de Valsequillo.
Volviendo a los volcanes. Todo este terreno es privado. No obstante no tengo dificultad alguna en acceder a sus cimas. Sólo una razón de peso nos recomendará evitar el tránsito y poner límites a nuestra observación: la peligrosidad de caminar sobre sus materiales escoriáceos. Sensatez y prudencia son aquí valores esenciales. Así como las laderas orientadas al oeste y noroeste son asequibles, si tenemos paciencia y firmeza en la pisada, el interior de los cráteres presentan verticales paredes que desaniman al más atrevido. La insensatez no es buena compañera si nos acercamos a estos conos.
Una breve consulta a la cartografía de GRAFCAN nos clarifica la toponimia pues el llano existente entre los volcanes recibe el nombre de El Hoyo -una especie de pequeña caldereta rodeada de suaves elevaciones-, de ahí los volcanes de El Hoyo. Aquí, las alturas registradas para los dos conos varían muy poco en altitud: 491 y 487 metros, respectivamente.
A finales del mes de febrero la vegetación se encontraba en todo su esplendor. La floración de los tajinastes blancos destacaba por doquier, aunque acercándonos a la planta, el proceso de floración estaba ya muy avanzado, a punto de culminar. De igual modo se encontraban las retamas blancas. Unas retamas blancas casi convertidas en especie monoespecífica en la ladera del cono que se descuelga hacia la confluencia del barranco de San Miguel, presentando similar orientación a la observada en la población de retamas que, en línea con estos conos volcánicos, encontramos en la montaña de Los Barros. Sobre algunos ejemplares de retama, el venenillo (Bryonia verrucosa), un endemismo canario asociado al cardonal-tabaibal y a los bosques termófilos, extiende sus finos tallos y su follaje, enredándose en la retama hasta cubrirla parcialmente. Es ésta una enredadera anual que perderá su parte aérea con los rigores del verano.
Salpicando el paisaje en esta zona, como preludio de la extensa mancha que se extenderá vistiendo de blanco esta ladera del barranco hasta alcanzar la altura de Tenteniguada, varios almendros se encuentran en flor. En visitas posteriores realizadas a finales de marzo, muchas retamas blancas seguían en plena floración así como los matos de risco. No era el caso de los almendros cuya floración había culminado, a excepción de algún ejemplar rezagado que aromatizaba aún la senda recorrida con su peculiar y agradable registro olfativo.
De la antropización del territorio dan fe los gallos que acompañan el albor de la mañana y los perros que me han olfateado iniciada la senda, y alertan con sus ladridos sobre la presencia de un extraño. Un par de cabras sueltas, sestean al amparo de una pequeña repisa, mientras, plenos de actividad, estridentes mirlos recorren las higueras y los olivos, delatando su presencia y marcando territorio. También nos advierte de ello las dos torretas del alta tensión que se encuentran en las zonas más estables de su cima, con el objeto de salvar la altura de los conos antes de dejar volar su tendido eléctrico en busca de las tres torretas siguientes, situadas en la montaña de Los Barros.
Capaz de disfutar de la sinfonía orquestada con los trinos de un número indeterminando de pequeñas aves canoras, me reconozco incapaz de identificar cada una de las especies. Es éste un lugar idóneo para, acompañado de unos prismáticos, pasar las primeras horas de la mañana o las previas al anochecer observando la abundante y variada avifauna. La belleza del lugar invita a sentarse sobre la generosa capa de picón que cubre por completo las laderas orientadas al nordeste. Las demás vertientes, bien por la erosión y desmantelación del cono, bien por las acusadas pendientes muestran desnudas sus rocas volcánicas, gran parte de ellas formaciones escoriáceas más o menos compactadas. Sobre el sustrato de cenizas, las trebolinas y los relinchones tapizan de verde y amarillo su volcánica coloracion negruzca.
Para ello, por una senda prácticamente inexistente, situada en la trasera de la única casa que se encuentra en el interior del recinto formado por los dos conos y el cráter de uno de ellos, ascendemos con prudencia. Las cenizas sueltas -picón-, nunca fueron garantía de paso. Aquí se encuentra el punto más alto de los dos volcanes. Es por ello que, una vez en la cima, nos asalta una tentación, la posiblidad de bordear el cráter. Es ésta una tarea compleja por no existir ruta alguna, máxime cuando, nos aventuremos o no, no encontraremos salida pues la senda finaliza en la zona desmantelada del cráter, es decir en la sección del cono volcánico que no ha desaparecido por efecto de las lluvias, la gravedad y el arrastre del barranco y por todo ello una zona inestable que se encuentra en precario equilibrio. Lo cierto es que la curiosidad me puede e inicio el periplo, pero a escasas decenas de metros el tránsito se vuelve peligroso. Grietas en los emplastes lávicos se alternan con fugas y paredes resbaladizas de picón. Si a pesar de las recomendaciones, se aventuran hasta el final, les espera una delgada pared sobre el barranco y un filo de materiales escoriáceos que hacen imposible el tránsito sobre ellos. Les recomiendo que se sienten y disfruten del paisaje, pues desde aquí podemos observar el cráter del volcán más pequeño, cuyo derrame lávico quedo cercenado por el barranco.
Las rapaces, cernícalos y aguilillas, se encuentran en los escarpes de estos conos, anidan en ellos, sobrevuelan el espacio existente entre los barrancos que confluyen y las hoyas.
Da la impresión de que el cono grande circunda al más pequeño, pero ciertamente son dos conos bien diferenciados. El paisaje es de una belleza excepcional. Un manto de cenizas ha generado parte de la riqueza de los suelos agrícolas que observamos desde estos pequeños volcanes. Visitas posteriores me permitieron acceder al interior de los cráteres y deambular entre la vegetación existente. Corroboro pues la existencia de pequeñas sendas que permiten el descenso, así que si lo desean, hagan una sosegada lectura del paisaje y busquen las pequeñas sendas observadas.
Desde esta atalaya observo la flora que crece en el interior del mismo. Toda ella presenta un buen tamaña, consecuencia de la protección que supone el amparo de los vientos norteños, la escasa o nula incidencia de ganados y personas y la riqueza y profundidad del suelo sobre la que se asienta.
Balillos, grandes cornicales, bejeques (Aenium manriqueorum, Aenium percarneum, Aeonioum simsii) vinagreras, tabaibas salvajes, cerrajones, tajinastes blancos, esparregueras en la ladera del cráter orientada al este. Entre las dos elevaciones de cada cono se encuentra una intermedia. Una senda permite alcanzar su cima. Dedico unos minutos a observar los dos cráteres pues la visión de ambos es idónea desde esta atalaya, parte del volcán más alto.
De este modo, sin ser consciente de haberla iniciado, continuo con la lectura del paisaje.
En dirección sur, una pared vertical es todo lo que observamos del volcán, una vez desmantelada una gran parte del mismo. Esta pared, observada desde el caserío de Los Arenales ofrece a la vista el interior del volcán. Capas y más capas de materiales escoriáceos permiten estudiar la estratigrafía de este cono, la dirección de sus nubes ardientes, de sus derrames lávicos, si los hubo, su composición mineral y la oxidación de dichos materiales, los períodos de descanso del volcán... La visión de esta cara confirma la teoría de Alex Hansen como conos de cenizas donde los materiales más profundos se encuentran compactados por efectos del calor y el peso de los superiores, pero que, una vez huérfanos de la protección de los mismos frente a los agentes atmosféricos imperantes, fueron desmoronándose, terminando en el cauce del barranco, siendo éste último un lugar de tránsito pues las periódicas lluvias continúan el arrastre de materiales barranco abajo.
Calculo en una veintena de metros la caída vertical definida por el barranco al pie de lo que queda del cono volcánico. En esta pared vertical observo, en su base, un par de pequeñas cuevas que fueron utlizadas para guardar ganado y un grupo de colmenas.
Aquí, el barranco de los Cernícalos que se había abierto formando un valle amable, salpicado de casas, cultivos, algunas vacas y árboles, se encaja de nuevo -tuvo que hacerlo necesariamente para dar salida a sus aguas estancadas por el cierre forzado provocado por estos volcanes-, formando una especie de estrecho cañón. Sobre la ladera de enfrente, se extiende una parte de la población del barrio de Arenales. La zona precisa que observamos al otro lado del desfiladero, está identificada como Las Vueltecillas, así lo registra un poste informativo indicándonos las dos direcciones del corredor paisajístico Litoral de Telde.
Más allá de las casas, la ladera de umbría del barranco de los Cernícalos cierra cualquier posibilidad de observar un paisaje mas amplio. Sólo la altura del volcán de Los Barros es capaz de sobresalir y recortar con su silueta el horizonte del barranco, ofertándonos su cara más salvaje y agreste, sin vereda alguna apreciable, con cuevas salpicando su ladera y un barranco de acusada pendiente surgiendo de la confluencia de dos de las tres elevaciones, pues esta montaña tricéfala desagüa también en el barranco de la Breña, barranco que a su vez es tributario del que se encuentra a nuestros pies, el barranco de los Cernícalos.
Al sudeste observamos los conos volcánicos de Rosiana, Santidad y la montaña del Plato.
Al sudoeste una buena parte del núcleo rural de Las Breñas.
En dirección norte observo la potente ladera de solana del barranco de San Miguel -y las urbanizaciones que lo coronan-, la curva producida al unirse al barranco de los Cernícalos para formar uno de los ramales principales del barranco Real. Abajo, en su cauce, un mar de cultivos bajo plástico definen una de las zonas agrícolas más productivas de Valsequillo. Elevando la vista en esta dirección nos encontramos con la montaña de Tafira y el pico de Bandama.
En direción nordeste se encuentra la salida del cráter del cono pequeño. Su suelo es un mar de cascajos de mediano y gran tamaño que destacan entre la vegetación que lo coloniza, mayoritariamente vinagreras y balillos. La ladera del mismo, puro material escoriáceo, está colonizada por Aeonium manriqueorum en su mayoría, contrastando con la cubierta vegetal que, en orientación sur del mismo cono, está formada por un manto de Aeonium percarneum.
En dirección noroeste la montaña Las Palmas, el caserío de Tenteniguada y el barranco de San Miguel. A los pies de montaña las Palmas, el núcleo urbano de Tecén.
Me encuentro ahora sobre la arista del cono pequeño pues una senda bien trazada me permite bordearlo por completo. Camino entre nevadillas, ratoneras y esporádicos ejemplares de un pequeño bejeque (Aeonium simsi).
En direción Este todo el desarrollo urbano de Lomo Magullo, Valle de los Nueve, Lomo Bristol, El Roque ocupando las cresterías y laderas posibles del interfluvio existente entre el barranco Real y el barranco de los Pedacillos o de Lomo Magullo, hasta unirse con el casco teldense. En esta dirección, camino del océano se extiende la llanura aluvial del barranco Real oculta en gran parte por el asentamiento capitalino teldense.
Aquí mismo, desde esta atalaya y en esta dirección, observo la perfección del cráter del cono pequeño. Buen ejemplo pedagógico sobre la formación de un joven volcán.
Ya en la costa, la visión del litoral nos permite visualizar desde la urbanización de La Estrella, en la zona de La Garita, hasta la llanura y el roque de Gando. Y más allá, en días despejados, es esta una atalaya perfecta para identificar macizos y costas de la vecina isla majorera.
Al oeste, la vista se pierde en la crestería insular cubierta de pinos canarios. En ese horizonte reconocemos la inconfundible silueta del roque Saucillo con su media montaña cubierta de pinos canarios y la otra mitad, exenta de esta especie arbórea, colonizada por retamas, escobones, salvias, alhelíes de cumbre y otros arbustos propios de ese piso vegetacional.
Poco queda por añadir, si acaso, el enorme placer y la gran satisfacción que me produjo escudriñar cada rincón oculto de estos conos volcánicos. Era un deseo pendiente durante cuatro décadas. Un deseo hecho realidad.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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