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El Camino de Santiago (IV)

viernes, 13 de febrero de 2009
LA PEREGRINACION JACOBEA Y EL ROMANICO
Transcurría el siglo X, mientras en Occidente se guerreaba para fijar las fronteras de las nuevas naciones en un entramado geopolítico de estructuras feudales o dinásticas, al este de Francia se consolidaba el ducado de Borgoña, aupado por la fuerza noble y eclesiástica de la Orden Benedictina de Cluny, que el abad Berno y el duque Guillermo de Aquitania habían fundado en el año 910.

Clero, nobleza y campesinado constituían la base de un mundo agrario agobiado por las proféticas amenazas del Milenio y los conflictos bélicos cercanos y si, hasta entonces, el monacato y el poder político eran la misma cosa, la nueva Orden religiosa desencadena con su reforma monacal, y en el dominio eclesiástico, un movimiento espiritual y revolucionario que desvirtuará el ordenamiento preexistente.

Al mismo tiempo, en el extremo más occidental de Europa, en Galicia, brotaba y se desenvolvía imparable el culto a Santiago Apóstol, tras el descubrimiento de su sepulcro en Iria Flavia. Culto que da pie con rapidez a una peregrinación regional muy activa, empujada por el fervor popular y que, no sin sorpresa para los gallegos, fue tomada como algo propio por esa Orden de Cluny que promueve, desde su notable autoridad, la vertiente transpirenaica de dicha movilización peregrina: construcción de albergues, hospicios e iglesias -sus prioratos y fundaciones (más de mil)- a lo largo del trayecto. Contribuye así a promocionar la llamada Pasión o Fiebre de las Peregrinaciones: Roma, Santiago, Jerusalén, y aún de las movilizaciones armadas, como las Cruzadas, que con la veneración paralela de las reliquias iban a fortalecer a toda la Cristiandad (a la vez que aportan nuevas rutas comerciales, contactos con el mundo bizantino y con Oriente, y favorecen la aparición de las Ordenes Religiosas de Caballería, defensoras de los bienes de la Iglesia, y de los fieles): y todo, bajo una consigna voluntarista y global de Paz o Tregua de Dios.

La Abadía de Cluny representa en aquellas centurias el centro de la Cristiandad y más aún cuando el Papado de Roma que le protegía directamente se inclina por ser sólo italiano. En tan favorables circunstancias Cluny determina la disciplina eclesiástica ecuménica en la Alta Edad Media, alaba a un Dios bondadoso y asequible en su justicia, y se convierte en la capital de un imperio monástico dominante: centro cultural, docente e intelectual, impulsor de las invenciones y prácticas del mundo agrario -en sus célebres granjas- y, libre de imperativos políticos por su carta de fundación, se convierte en un verdadero Señorío independiente y todopoderoso, en inmediata relación con los Papas de Roma. Famosos fueron sus abades Berno, Odón y Hugo, por su constante línea de santidad y buen gobierno, y por su inusual longevidad (Hugo, -pariente de Raimundo de Borgoña, “gobernador” de Galicia y esposo de Dª Urraca- que, por cierto, peregrina a Compostela, llegó a tratar con ocho Papas, dos de su propia congregación).

Cluny nace libre, como apuntan los franceses, y el mantenimiento férreo de esa libertad le confiere su notoria grandeza. Pero lucha, con la Iglesia, y las directrices de San Benito (de Montecassino) por la renovación monástica y del clero: por la vivificación de la vida espiritual, enfocada hacia “el más allá”, a la salvación eterna. Hasta los poderes públicos y regios de aquella época se alcanzan y perviven “por la gracia de Dios”. Y la Iglesia marca con sus nuevas pautas el Occidente de los siglos XI y XII.

La iglesia abacial -Cluny III-: 181 metros de largo, cinco naves, siete torres, 15 capillas radiales, dominadora, inmensa, sin par, era el modelo de un románico internacional y el complemento necesario como cúspide de la organización cluniacense” (J. Pijoan).

Mientras tanto, la incipiente Hispania se alzaba en las regiones del Norte contra los musulmanes, y desde las montañas de Asturias lucha con bravura, a lo largo del siglo VIII y siguientes, obligando a retroceder a los invasores hacia las riberas del río Duero.

Al consolidarse los Reinos de Castilla, León, Navarra y Aragón se logra, por fin, la accesibilidad de los itinerarios utilizados para el paso de los peregrinos, en concreto del llamado Camino Francés al que nos referimos, con preferencia, en estas consideraciones. Por Roncesvalles, Pamplona o por Somport, Jaca, hasta coincidir en Puente la Reina, y desde allí: Logroño, Nájera, Sto Domingo de la Calzada, Burgos, Frómista, Carrión de los Condes, Sahagún, León, Astorga, Ponferrada, Villafranca del Bierzo, el Cebrero, Triacastela, Sarria.

Los Reyes Alfonso II, Alfonso III, Alfonso VI, Sancho, propiciarán en el entorno del Camino, el asentamiento de colonos extranjeros, de norteños y de mozárabes, gracias a la donación de privilegios, y a la construcción consiguiente y mejora de vías, puentes, posadas, hospitales y burgos, priorizando la seguridad de las ciudades con murallas y fortificaciones.

En esta época medieval si el latín garantizaba cierta unidad europea, no se percibía, en cambio, una línea homogénea a la hora de construir: es el momento de aceptar, con prontitud, tendencias y fragmentaciones artísticas que se van yuxtaponiendo e intercambiando: romanas, carolingias, bizantinas, árabes, visigóticas, y como consecuencia de tal asimilación, justo en Cluny, se origina y desenvuelve una poderosa corriente arquitectónica que determina las bases para la construcción de monasterios e iglesias, a favor de la necesaria funcionalidad de sus fines: la acogida de los creyentes, por muchos que fueren, y la exaltación litúrgica y ceremonial que los monjes propician.

Así se va a definir un nuevo movimiento artístico, un estilo intencionadamente unitario e internacional -reflejo de una cultura y de unas creencias religiosas, y simultáneo con la renovación monástica- que cristaliza en el llamado arte románico que se expande, con prontitud, por todo Occidente.

De modo paralelo a las transformaciones de la sociedad occidental, desde la segunda mitad del siglo X, un románico primerizo, de iniciación, que podemos situar primero en un neovisigotismo asturiano y, después, en Cataluña, en su románico lombardo, se sucede, con etapas de superación, un notable florecimiento del arte sacro cristiano en los siglos XI y XII, que culmina en el designado “románico pleno”, que, junto al definidor arco de medio punto, se identifica por la presencia sencilla o espectacular de su escultura policromada.

Trátase de un románico exultante, con desmedido afán por transmitir a los creyentes el mensaje teofánico que le desborda; que sale del interior de las iglesias para impartir en las portadas, en tímpanos y capiteles, gozosamente, una impresionante manifestación iconográfica de didáctica catequesis.

Vendrá, por último, a principios del siglo XIII, el románico “tardío” o “tardorrománico” que delimitará la discutida cronología de tan significativo arte.

Pero volvamos a la maravillosa basílica de Cluny (arrasada durante la Revolución Francesa) cuyas innovaciones modélicas va a seguir el resto de Occidente, un tipo de edificio de gran unidad estructural.

Resultaba decisivo para dominar el espacio interior del templo la seguridad en la técnica del abovedado de los techos, en piedra; las amplias naves que, con el deambulatorio alrededor de la gran cabecera (con el prebisterio, el coro, el altar: el llamado núcleo divino) permitan la movilidad de los peregrinos, y el paso hacia las capillas, para el culto simultáneo de las reliquias o los ritos funerarios; las fachadas armónicas con escultura fecunda y creativa flanqueadas por una o dos torres, paradigmas de las iglesias cristianas, con los campanarios; ventanas y pórticos de medio punto, capiteles y tímpanos con relieves de escenas sagradas para el adoctrinamiento de los fieles.

Todo ello, reiteramos, adaptado a las exigencias de la liturgia romana (que sustituía a la visigoda) y con la función preeminente de la omnímoda presencia de Dios: la visión del Dios Todopoderoso o la glorificación del Cristo evangélico (Propio también de las obligadas pinturas murales del interior).

Se logra así una conjunción arquitectónica armoniosa: de bóveda, naves y torre, y siempre con el complemento imprescindible de la piedra que da solidez a la construcción, evita los incendios y simboliza la inmutabilidad de la Iglesia.

En Santiago de Compostela, otro lugar santo a cientos de kilómetros, sustituyendo a templos de perfil asturiano y visigótico, construída sobre el sepulcro del Apóstol -gracias a los Prelados santiagueses Diego Peláez, que pone la primera piedra en el 1075, y Diego Gelmírez que la termina en 1128- surge impactante y magnífica la Catedral. Su construcción obedece, en parte, a las pautas del románico francés que acabamos de enumerar (tal en Francia, y construídas a la vez, Cluny, San Martín de Tours, ya desaparecidas o, como las que todavía permanecen: San Saturnino de Toulouse y Santa Fe de Conques).

La Catedral realizada bajo la dirección del maestro Bernardo el Viejo y, sucesivamente, por las fraternidades de Alberto, Bernardo el Joven y Esteban, se convierte en el prototipo de las grandes Basílicas de Peregrinación, en el auténtico modelo del románico pleno: en el ejemplar más representativo del estilo románico en España.

Decía A. Picaud, en su Guía del Peregrino, de 1139: “Catedral maravillosamente trabajada, magna, espaciosa, clara, de amplitud conveniente y longitud y altura adecuadas; no se puede expresar la excelencia de la obra. La belleza del templo es perfecta”.

La Ruta Jacobea que en ella termina, se manifiesta como un cauce común de corrientes y contracorrientes, de idas y venidas de artesanos y artistas, de intercambios estilísticos entre escuelas y talleres tan distantes como Borgoña, Navarra, León o Compostela, que consiguen como excepcional resultado una evidente unidad arquitectónica integrada: la iglesia de Peregrinación, que hemos descrito (por más que se permita la creatividad divergente de unos y otros maestros).

¿Qué ocurre, entretanto, en el ancho escenario de la Meseta Castellana? ¿Qué significa la encrucijada de Castilla y León en la Ruta Peregrina que cruzaba Hispania de este a oeste? ¿ Llega a ser verdadero vector de movimientos artísticos y culturales?

Pasado el temor apocalíptico del Milenio, y muerto en 1002 Almanzor, el gran destructor, que lo mismo incendiaba Barcelona que entraba a caballo en las iglesias compostelanas y arrasaba Orense y Tuy, y en declive el Califato de Córdoba, el valle del Duero se torna seguro para residencia de los cristianos y, mucho más, a partir de 1085, cuando Alfonso VI conquista Toledo y la abandonada zona entre los ríos Duero y Tajo, puede ser ya reconstruída y repoblada.

Será, felizmente, con Sancho el Mayor de Navarra cuando se sobrepasen las fronteras regionales y transpirinaicas y quién promueva el acercamiento de Aragón y la aproximación al abad-obispo Oliba, de Ripoll, y a los Condados Catalanes. De tal modo, que se puede conocer y disfrutar del románico pionero de Jaca y de San Juan de la Peña, y el románico lombardo, traído por los maestros de Como, y el lombardo-catalán. Cataluña, amortiguada por la Marca Hispánica, y encerrada en si misma, tendrá pocos imitadores en el resto de Hispania (Uruñuela, en Valladolid).

Así las cosas, y conocidas estas circunstancias, el escenario mesetario se vuelve paraje céntrico y decisivo para el románico hispano (San Isidoro de León, Carrión de los Condes, Frómista, luego Silos, como magníficos ejemplos).

En la Península, pues, partiendo de orígenes dispares como el prerrománico astur, lo neovisigótico, el refinamiento árabe, lo bizantino y el italianizante romano ó el lombardo-catalán, se fragua un arte fronterizo o de repoblación que va a desembocar, sin remedio y a expensas del Camino de Santiago, en un arte integrado o de Peregrinación, del que venimos hablando, que se identifica con el “románico pleno”. Florece un excelente románico que será más francés, o más autóctono, o jacense, o más compostelano, según su ubicación. De cualquier manera, un románico de caracteres arquitectónicos, iconográficos y pictóricos semejantes, ajustado vehículo para la devoción y la fe de los creyentes.

Se contribuye así desde esta Ruta Peregrina (y otras complementarias: Camino de la Plata, Ruta Portuguesa, Ruta Cantábrica…) a la universalidad de la Iglesia, a través de este primer estilo pancristiano de Occidente, al que se llega gracias a la superación de las fronteras nacionales y a la movilidad extraordinaria de las gentes: clérigos o laicos, monjes, peregrinos, soldados, artistas, maestros, colonos o comerciantes. La restauración de vías, puentes y caminos, y sin duda, la renovación monástica y la reforma del clero secular( debida a los Papas, León IX y Gregorio VII), “coinciden exactamente con la introducción del nuevo estilo” y le dan el impulso definitivo

Nos hemos referido, con insistencia, al románico de las basílicas, admirable y monumental, y hasta tal punto lo fue en algunos lugares que en Alemania se le denominó románico “imperial”: maravilloso el de las Catedrales de Spira y Worms, durante el Sacro Imperio Romano Germánico, a cuyo origen contribuyeron personas poderosas: emperadores, obispos, nobles y magnates. Reiteramos que se trataba de una época en que predominaba una visión religiosa del mundo.”El Universo estaba programado desde una perspectiva sagrada” (R. Tolman). En consecuencia, es explicable que el arte y el pensamiento románicos fuesen cristianos y universales: se soñaba con la Ciudad de Dios, con una Jerusalén Celestial. Eran tiempos hegemónicos de la Iglesia y del poder, incluso temporal, de los Papas de Roma.

A muchos nos interesa incidir, sin embargo, en un románico local, cercano y familiar, el de las pequeñas iglesias rurales de nave única, torre y cabecero (y pobre cementerio adosado). Es hora de abundar en el mundo románico de las iglesias graníticas, algo toscas, de rudos capiteles y tímpanos con relieves de la historia sagrada, en cuyo interior juegan la luz y las sombras a un misterioso escondite, mientras las vivas piedras adormecen en sus grises obscuros y silenciosos la mudez del románico; iglesias de perfiles autóctonos, simples y unitarios, propios de formas tardías y decadentes que derivan de talleres regionales, realizadas por canteros aldeanos en la órbita de las iglesias de Peregrinación. Aptas para la acogida y el entendimiento del pueblo llano; no dirigidas a críticos de museo ó a diletantes de fin de semana si no a los habituales fieles cristianos que en ellas oran y perciben la espiritualidad del recinto hasta permitirse, en ocasiones, el temblor ó el distanciamiento intemporales, cuando no la distracción momentánea a la vista un capitel gracioso o escatológico de candorosa gestualidad.

Iglesias diseminadas por el paisaje, arraigadas en la tierra, que encontramos a lo largo del Camino Jacobeo ó en sus proximidades -en el Norte de España-, en la intimidad de los valles ó en la cima de las colinas o de un promontorio (a veces, según los vecinos, en ámbitos sometidos a singulares fuerzas telúricas) accesibles a pastores y campesinos y, hoy, a personas que buscan la serenidad dentro de sus paredes o advierten, con emoción, la piedad de sus pórticos. Algunos perciben súbitamente el espíritu medieval de lo sacro, acaso reflexionen sobre la continuidad histórica del granito o el rasgo humorístico de un detalle profano, marginal a la imaginería religiosa y a su utilidad didáctica (y que ya expresaban su abertura a las corrientes seculares).

Todo está en estas iglesias al alcance de cualquier hombre crédulo, ligero de sofismas y de equipaje que ni siquiera atiende a mensajes o simbolismos crípticos. Hay múltiples muestras en Galicia(Barbadelo, Vilar de Donas, Santa María de Mellid ), e innumerables en Segovia, Burgos, Palencia, Huesca o Lérida, en sus acepciones de románico regional.

Antes de finalizar este apartado que comienza a exigir paciencia, comentemos que no todo fue Cluny. Otras Ordenes Religiosas se mostraron esenciales en la imparable evolución del Camino de Santiago. Tanto en la difusión de la fe y de la liturgia romana, como en la construcción colateral de monasterios, iglesias, albergues y hospitales.

La Orden Cisterciense es patrocinada en Francia por San Alberto, en Citeaux y, sobre todo, por San Bernardo que funda el monasterio de Clairveaux (en la misma Borgoña) y se convierte en un personaje principal del siglo XII europeo: “misionero ardiente, predicador de Cruzadas, escritor iluminado, consejero de Reyes y Papas” (J. Cobreros). Disemina sus abadías hasta la lejana Galicia en torno al Camino Jacobeo. Son monjes sometidos a estrictas reglas de pobreza y austeridad, y algunos, “monjes constructores”, realizan una arquitectura sobria, de nueva técnica y expresividad: sin adornos decorativos y superfluos, en busca de la trascendencia, de la utópica Jerusalén Celestial: línea, volúmenes, espacios, configuran unas formas arquitectónicas refinadas, magnas, de naves elevadas, véase el Monasterio de Oseira, en Orense, dónde el granito gallego, con fuerza, parece iluminar y empujarnos el alma. Una muestra más sencilla puede apreciarse en Santa María de Oya, en Pontevedra, que apenas se sobresalta con las olas del Océano que golpean a sus pies. Podríamos añadir las zamoranas ruinas de Moreruela (y fuera del Camino, el esplendor catalán de Poblet, Vallbona y Sta Creus).

A estas construcciones del Císter, seguirían, con peculiaridades internacionales, orientales e islámicas, las propias de las Ordenes Religiosas y Militares, de mitad monjes, mitad soldados, fundadas en tiempos de las Cruzadas para defender el Templo de Jerusalén y el Santo Sepulcro (máxima representación de la Resurrección de Cristo) contra los infieles y, en lo nacional, contra los musulmanes invasores y la protección de los peregrinos, la atención de enfermos y desvalidos.

La primera, de 1118, fue la de los Caballeros Hospitalarios de San Juan, “los monjes caballeros de hábito negro y cruz blanca”, con casa matriz en Jerusalén, que si desempeñaron una misión guerrera durante las Cruzadas pronto crean, en Hispania, servicios hospitalarios para peregrinos y viajeros y, en general, para la asistencia sanitaria de pobres e indigentes en los núcleos de población de los nuevos asentamientos. Con Carlos V, cambian su sede a Malta. Por ello también se les denomina Caballeros de Malta (léase el excelente trabajo de F. Olaguer-Felíu, “El Arte Románico español”. Ed, Encuentro.

Se cita como ejemplo de sus construcciones, el monasterio de San Juan de Duero, en Soria, pero nos interesa más señalar aquí la iglesia de San Juan de Portomarín(Lugo), situada en el mismo Camino de Santiago, que perteneció a estos Caballeros: una hermosa iglesia rescatada piedra a piedra de su ubicación primera, junto al Miño, la villa sumergida bajo las aguas del embalse de Belesar, y hoy encaramada en lo alto del pueblo.

La hemos visitado, en el otoño, al lado de decenas de peregrinos con multicolores atuendos y animada por los surtidos puestos de un mercadillo. La iglesia pertenece ya al siglo XIII, cuando decaía el románico, pero ilustra muy bien los rasgos funcionales de un templo-fortaleza, con una preciosa portada en cuyo tímpano sobresale un Pantocrator rodeado de los 24 Ancianos del Apocalipsis. El pórtico septentrional ofrece una Anunciación de gran mérito simbólico (sobre la que volveremos). En el interior que sorprende por su luminosidad, gracias a enormes ventanales y al rosetón de la entrada, requieren la atención unos “palios pétreos” en los laterales, cuya función parece haber correspondido a ceremonias iniciáticas o de confirmación de los Caballeros. Al despedirnos, nos quedamos en la retina con la sencillez de los altos muros revestidos de un gris obscuro, firmado por las “grafiteras” lluvias del noroeste.

La segunda gran Orden Religiosa Militar fue la de los Caballeros Templarios, de 1118, sometidos a votos de castidad, obediencia y pobreza, y encargados, también, de la defensa del Templo de Jerusalén (y del Santo Sepulcro), el primer santuario de la Cristiandad, de dónde son originarios y de ahí su nombre: Templarios. Destinados al servicio de Dios y de la Iglesia, luchan en las Cruzadas contra los muslines, y protegen, en los caminos, a los palmeros, romeros y peregrinos.

En la Península, en las zonas de repoblación, erigieron diversas iglesias y monasterios, de indudable estilo románico pero con añadidos de carácter exótico: orientales y árabes, y los implícitos a sus ceremonias caballerescas y monacales (nombramientos, vela de armas). Destacan sus disposiciones poligonales (alusivas a la centralidad del Santo Sepulcro) y el lugar para el enterramiento comunitario de sus miembros.

Señalemos, en Navarra, la iglesia de Sta María de Eunate, por estar situada al borde del Camino Santiagués y ser un modelo excepcional de estos templos sepulcrales del Temple. Situada en pleno campo, ofrece al visitante por su inusual aspecto octogonal( el ocho, símbolo de la eternidad), y la arquería exterior también poligonal, un elevado interés, y más aún cuando se penetra en su interior y se percibe la sensación de pisar un recinto sagrado, hermético, que inclina a buscar con rapidez la iluminación central, cual luz espiritual y trascendente. Una iglesia iniciática, ceremonial, indudablemente funeraria, que exige una ineludible visita.

También en tierras navarras, y en pleno Camino, se encuentra una singular iglesia templaria en la villa de Torres del Río, la del Santo Sepulcro, de planta centralizada y estructura poligonal, prolongada hacia lo alto. Conformada en tres cuerpos y el remate de una pequeña torre octogonal, linterna –faro, que algunos infieren, al igual que en otras iglesitas templarias, con la intención de orientar a los peregrinos durante la noche. Tampoco deja de ser un recinto funerario de estos Caballeros que exigían, en sus reglas, el enterramiento conjunto de los hermanos en lugares eclesiales.

No falta en estas edificaciones el simbolismo, como en el románico, de la Muerte y la Resurrección de Cristo, sobre el Bautismo y la regeneración.

Concluimos (dejando la Orden de Santiago para otro lugar): las Ordenes Caballerescas Religiosas contribuyeron, en gran medida, a la delimitación de un fecundo arte románico ibérico, con esta aportación peculiar que algunos designan como “románico exótico”.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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