Apareció una mongola sin decir palabra, y al minuto comenzó a derramar agua tibia sobre mi tórax, suave y lentamente; de nuevo lo hizo sobre mi rostro ; y una y otra vez fue vertiéndola por cada parte de mí tendida boca arriba sobre una meseta de mosaico. Me indicó darme la vuelta y comenzó las abluciones de arriba abajo, de la cabeza a los pies: el agua resbalaba sobre cada parte de mi cuerpo y penetraba entre los capilares de mi cabeza, internándose serpenteando sobre mi cuero cabelludo, penetrando entre los dedos de los pies: un relax inédito y extraordinario me inundó.
Al acabar aquel bautismo me indicó sentarme y vertió dos o tres palanganitas más sobre mi cabeza, derramándose el fluido sobre el cráneo y mojando este el rostro, las orejas y el cuello: una sensación remotamente parecida a cuando mi madre me lavaba y enjuagaba en una tina, porque en mi pueblo no había todavía agua corriente, y, tal vez, evocadora de los baños de bebé, cuando se vierte con suavidad el agua sobre la cabeza del infante y se le pasa una esponja por la cara.
Y volvió a tenderme de nuevo comenzando a fregarme de repente muy fuerte con algo de crin el torso, los brazos, las piernas, los pies: la sensación de aspereza me sorprendió tras aquel delicadísimo lavatorio, situándome en el lado opuesto a aquella suavidad haciendo contraste y reanimando mi vitalidad.
Terminado el primitivo peeling, tan antiguo como la humanidad, comenzó a enjabonarme delicadamente, cuando, al poco, cogió un enorme saco lleno de espuma y agua y lo volcó rotundo de una vez sobre todo mi cuerpo: un torrente relajante a tope.Me puso de pie, me secó la cabeza envolviéndola en una toalla de algodón y enjuagó con un gran paño el cuerpo.
Tras un ajetreado tour de low cost corriendo de Estambul a Capadocia, derrengada, tras aquel baño turco en un humilde hammam me sentí como La gran odalisca de Ingres, mirando desnuda el mundo por encima del hombro.