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Árboles

domingo, 03 de septiembre de 2023
Dedicado a Honorio Galindo Rocha, activista medioambiental y acérrimo defensor de la vida
de los árboles. Pocas personas conozco con tan firme y férrea convicción en la defensa a ultranza
de cualquier árbol. Con admiración y sincero reconocimiento ante tan loable labor.

El árbol es una planta perenne, de tronco leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo. Así lo define el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Pero el árbol es mucho más que eso. Es vida y soporte vital. Es emoción y sentimiento. Es equilibrio y fortaleza. Es poesía y prosa. Es medicina y placer. Abrazar un árbol es una extendida práctica que la ciencia ha demostrado beneficiosa para los seres humanos.
Árboles
Ya nadie duda que ayuda a mejorar la concentración, que reduce los niveles de estrés y de ansiedad, que aporta paz y calma, que posee efectos relajantes. No es de extrañar entonces que clínicas de todo el mundo, especializadas en el tratamiento de enfermedades de muy diversa índole, busquen entornos boscosos o utilizan los bosques para procurar la mejora de sus pacientes, haciéndoles partícipes en la curación de los mismos.
Sin árboles no existiría la silvoterapia, conocida popularmente como baño de bosque, una técnica curativa japonesa que, poco a poco, ha ido teniendo eco en nuestra cultura occidental.
¿Acaso existe la energía vibracional? Permítanme que les cuente algo:
Un investigador, Mattheu Silverstone en su libro “Cegados por la ciencia” defiende que los árboles poseen una energía capaz de conectarlos con otros árboles y relacionarse con ellos. Esta energía, que denomina vibracional, influye en la salud física y mental de las personas que la reciben, mejorándola. No está alejado este conocimiento contrastado por la ciencia, con el reflejado en la teoría del maestro taoísta Mantak Chia, quien aboga por la práctica de la meditación bajo los árboles como una forma de liberación de energías negativas al ser los árboles procesadores naturales, capaces de transformar la energía enferma o negativa de los seres humanos en energía vital.
En ambos casos está demostrado que a medida que el ser humano conecta con la energía del árbol, la recuperación física y emocional es manifiesta.
Al parecer, son sus vibraciones las que provocan efectos beneficiosos sobre los cuerpos de los seres humanos, sobre sus emociones, sobre su mente.
Hace un tiempo, mi querida sobrina Marieta Placeres me regaló un libro que se convertiría en un libro de cabecera durante mucho tiempo. Se trataba de: "La vida secreta de los árboles" escrita por el guardabosques -jubilado actualmente-, y silvicultor alemán, Peter Wohlleben.
Sinceramente, debería ser éste un libro de obligada lectura para todos los que a lo largo de su vida tienen o vayan a tener una relación directa con los árboles. La tala, la poda, la gestión de los mismos las abordarán desde otra perspectiva, establecerán una relación mucho más respetuosa, más reflexiva, menos tajante a la hora de incidir sobre ellos, menos intervencionista, más benévola. Sin duda se trata de un libro recomendable para cualquier persona que ame la vida y la de los seres vivos que comparten con nosotros este planeta.
Yo sí sé de los efectos que los árboles provocan en mí. Sé del valor salutífero de los bosques -es esa la razón de buscarlos allí donde me encuentre-. En mi isla la sauceda y el bosque termófilo del barranco de los Cernícalos son reclamos habituales a los que respondo y acudo, pues busco en ellos su belleza intrínseca y su efecto sanador. ÁrbolesMismas virtudes encuentro en los bosques de pinar canario o en los relictuales bosques de lauráceas y fayal-brezal en las zonas umbrófilas de los barrancos que, orientados al norte, se encuentran bajo la influencia de los alisios.
Aquí, donde me encuentro ahora, reciben el nombre de fragas -así denominan los gallegos a aquellos bosques autóctonos donde la luz apenas penetra, velada por su denso ramaje-. En concreto, estoy caminado por las fragas del río Eume-, consideradas una de las formaciones boscosas más antiguas y mejor conservadas de Europa, representativas de los bosques atlánticos europeos. Ni más ni menos. Hay quien habla de una naturaleza antiquísima y les denominan por ello bosques primarios, para algunos tienen siglos de existencia, para otros milenios. En cualquier caso se trata de un hermoso paisaje en evolución continua que mantiene inalterable su esencia de bosque ancestral.
Son sus ríos, anchos y caudalosos, los verdaderos artífices de estos bosques gallegos. Es el agua el don que permite tal nivel de biodiversidad, tanto en su flora como en su fauna. Son lugares, las fragas, donde la luz raramente llega al suelo y tal singularidad favorece una temperatura y humedad constante en su interior. Por eso bajo mis pies y alrededor de mi cuerpo, líquenes musgos y helechos tapizan el suelo, los arbustos, las piedras, los árboles,
Robles -carballos en gallego-, castaños, nogales, avellanos, acebos, laureles, abedules, espinos -en gallego espiños, ahí tienen la toponimia que justifica la procedencia botánica de mi primer apellido-, son algunas de las especies arbóreas y arbustivas que forman parte de estos bosques autóctonos. Son los aromas de sus hojas, de sus troncos, de su hojarasca tapizando el suelo y transformándose en nutrientes, quienes le dan al bosque su peculiar impronta olfativa. Es su microclima, su entrañable acogida, su luz tamizada, su humedad mantenida y, porque no, su energía vibracional quienes me transportan a una parte de mi infancia inolvidable, donde me encuentro disfrutando con mis padres y mi hermana en las orillas del río Miño, bajo la copa de centenarios árboles ribereños o con entrañables y recordados amigos que, en comunión con los bosques, íbamos tras los cantos de las aves y la belleza de su plumaje, observábamos sus costumbres -imposible negar que, de niño, uno de mis anhelos consistía en lograr algún día ser un reconocido etólogo-, nos sorprendíamos ante el encuentro con sus nidos y admirábamos la exquisita fabricación de cada uno de ellos, estudiando desde una perspectiva inexperta y juvenil el porqué de la ubicación y la forma de los mismos: altura del suelo, árbol o arbusto elegido, forma, tamaño, mimetismo…
De igual modo me atraen los parques -públicos o privados-, donde los árboles son verdaderos protagonistas -es de justicia reconocer la admiración que tengo ante las personas que se acercan a ellos desde el respeto y el cariño, desde el reconocimiento de su valía como ser vivo, aquellas que son responsables de su cuidado y mantenimiento. Son estas personas y los visitantes como yo quienes definen con su actitud, interés y acción la permanencia y prosperidad en el tiempo de cualquier espacio ajardinado.
Por todo ello, el arboricio es del todo incompresible y sin embargo aún supone, en nuestra isla, una práctica más habitual de lo deseable.
El arboricidio se ceba con cualquier árbol, endémico o no. Sólo basta con que, para el ser humano, haya tenido la mala suerte de encontrarse en el trazado de una carretera, de una nueva vivienda o edificio de viviendas, un parque nuevo o en vías de remodelación -asombra observar como se arrasa con la vegetación existente en zonas ya consolidadas como espacios verdes para repoblarlas posteriormente con otras plantas que, para empezar, serán mucho más jóvenes y por consiguiente de porte más bajo y menos desarrollado, pendientes aún de su proceso de adaptación y evolución al medio donde se encuentran ubicadas-, una zona de cultivos o en aceras, parterres o plazas donde un buen día alguien tuvo la feliz idea de plantar un árbol como una buena opción de futuro y otro aciago día en que otra u otras personas consideraron que la mejor opción era talarlo, dejarlo secar, abandonando su mantenimiento y riego o arrancarlo de cuajo y tapar luego el alcorque con un emplaste de cemento.
Con los tiempos que corren, la tala de árboles debería estar prohibida por ley, erradicada en una isla con alarmantes señales que nos indican la tendencia hacia una preocupante desertización. Cualquier proyecto o protocolo de lucha contra el cambio climático debería recoger como obligatoria una urgente y seria campaña de reforestación. Claro que para que esto sucediese, tendría que resaltar la importancia indiscutible de la superficie arbolada y mucho me temo que las perspectivas de futuro que tienen los gobernantes para la isla son otras, menos respetuosas con el medio, con la vida de las plantas y con el paisaje. Son perspectivas puramente economicistas donde priman los beneficios rápidos y el cortoplacismo. Son visiones y actuaciones diametralmente opuestas -aumento sin control del número de turistas, aumento de la superficie urbanizada, aumento, sin análisis previo de la capacidad de carga, de la población residente en las islas, desaforado aumento del parque automovilístico, ampliación sobredimensionada de la red eléctrica con nuevas líneas hipotecando el paisaje, aerogeneradores y campos solares ubicados en cualquier lugar, bajo la anarquía de las empresas y fondos de inversión que los promocionan, aumento del número de potabilizadoras para atender la demanda creciente de una población en franca expansión…-
Los árboles no tienen cabida en este demencial programa de desarrollismo a ultranza, son meros elementos decorativos, una especie de clínex de usar y tirar y por lo tanto carecen de interés y de prioridad, más allá de la estética temporal que proporcionan.
Es por ello que cuando recibí la foto y pie de foto enviados por Honorio Galindo Rocha a mi wasap, donde se explicita con imágenes, los cuidados que, a la hora de llevar a cabo el transplante y traslado en Japón recibe un árbol de ciento sesenta y cinco años de edad con el fin de garantizar su supervivencia, me encontré obligado a escribir el presente artículo.
¡Qué lejos nos encontramos de la profunda cultura de respeto que hacia los árboles tiene el pueblo nipón! Me rebelo a considerar nuestro modelo como digno del ser humano, tanta incultura y desprecio hacia la vida vegetal me enerva y me entristece. Va siendo hora de cambiar nuestro agresivo modo de actuar sobre los árboles.
Aplaudo pues las actuaciones de Honorio Galindo en la defensa a ultranza de cualquier especie de árbol: palmeras canarias, laureles de indias… Su estrategia tiene tanto de efectiva como emocional: trepa a los árboles abrazándose a ellos, o bien se encadena, grita y denuncia..
Su garganta, -¡faltan tantas gargantas!-, no hace otra cosa que poner voz a los gritos desgarradores de los árboles que van a ser talados, sin respeto alguno a sus años, a sus vidas, al paisaje del que forman parte enriqueciéndolo y enriqueciéndose, al suelo que protegen, al oxígeno que proporcionan. Al contrario, son ninguneados pues se enfrentan a seres ignorantes que toman desacertadas decisiones, seres que sólo ven dinero y especulación en el espacio habitado por los árboles y no comprenden que la vida de ellos y de sus descendientes se encuentra unida indefectiblemente a la de los árboles que talan.
Son seres insensibles que jamás comprenderán que un edificio nunca podrá alcanzar la belleza del árbol o de los árboles que sustituyen, no dará sombra saludable ni reconfortante frescura, no proporcionará oxígeno ni esencias saludables, no atrapará el agua de la lluvia para llevarla a sus raíces y favorecer así su absorción por la tierra, erradicará la posibilidad del abrazo sanador que podría proporcionar a un ser humano.
Somos muchos, es necesario que cada vez seamos más, los que estamos hartos de tanta hipocresía y de tantas banalidad con programas de protección y mejora que jamás se cumplen. Estamos hartos de tanto desprecio hacia la vida vegetal.
Es triste que ante actitudes pusilánimes a la hora de tomar decisones a favor de la vida de todos y cada uno de los árboles existentes, tenga que buscar un árbol que permita mitigar mi enojo y calmar mi ánimo a través de un buen abrazo.
Ahora, en este preciso instante, abrazado a un roble centenario -me gusta llamarle carballo- cierro los ojos mientras escucho la sinfonía de las aves dispersas entre sus ramas, ocultas en su follaje.
Lo siento como un abuelo cariñoso que abraza a su nieta o nieto y juraría que en pocos segundos me ha calmado, me ha sosegado, me ha hecho comprender que la vida sigue y la lucha continúa. Juraría de igual modo que escocho en su interior el palpitar de su corazón arbóreo. Es cierto, no es una alucinación, es posible que se trate del discurrir de la savia transportando nutrientes a cada una de las células vegetales del viejo carballo o simplemente fruto de un deseo imposible. Sea de un modo u otro, escucho su pálpito.
Sea como sea, siento más cerca que nunca a mi admirado defensor de los árboles, mi compañero y amigo Honorio y valoro, una vez más, su incansable lucha contra la incompresión y locura del ser humano ante ese ser vivo que nos lo da todo: el árbol.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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