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El Camino de Santiago (III)

martes, 27 de enero de 2009
II. EL SEPULCRO DEL APÓSTOL SANTIAGO Y LAS PEREGRINACIONES.
Digamos ya que los primeros textos que recogen la existencia del sepulcro de Santiago Apóstol corresponden, con fidelidad, a los siglos IX y X (San Floro de Lyon, Beato de Líébana).

A los Reyes Alfonso II el Casto y a Alfonso III pertenecen las iniciativas conducentes a la construcción sucesiva (“uno sobre otro, y otro sobre otro”) de los primeros templos -de influencia mozárabe y asturiano-visigótica- en torno a la tumba, y, ante todo, a convertir las disputas contra los árabes en materia concerniente a toda la Cristiandad; y a favorecer, con entusiasmo, la peregrinación a Santiago predicada al principio como complemento de la cruzada bélica y, después, como trayecto de devoción y penitencia, cultural y económico.

No menor impacto tuvo Carlomagno al promocionar el Camino. Su visita a Compostela no está documentada y sólo nos queda la manifiesta intención -tras su sueño de la Vía Láctea y el hallazgo del sepulcro del Apóstol en Santiago- de realizar tal peregrinación. Es de lamentar que tan imperial personaje no haya sido el primer peregrino de allende los Pirineos y que todo quedase en maravillosa leyenda carolingia. Aunque no hay duda de que conquistara Zaragoza a los muslimes, fundase el más célebre monasterio benedictino, el de Sahagún, y que, desde luego, realizara una heroica cruzada, hasta alcanzar Córdoba, a favor de los cristianos. Nos queda la idea, ya legendaria, de un poderoso caudillo, de un santo o del jefe de un pueblo elegido por Dios, que lleva a cabo la guerra santa contra los infieles; y nos queda el recuerdo de su héroe más afamado, Rolando, que muere junto a mil de sus caballeros en las verdes campas de Roncesvalles a manos de los sarracenos, cuando retornaban a su patria.

La fama de la Ruta Jacobea creció con inesperada rapidez como aventura espiritual y a favor de la inestimable oportunidad de la Reconquista (“Compostela vino a ser para los cristianos la Meca de los musulmanes”, decía Américo Castro), y si sus primeros visitantes fueron gentes acaudaladas y nobles con abundante séquito, así los obispos de Puy, de Maguncia o de Montserrat, o políticos como Guillermo de Aquitania o los citados Reyes asturianos, García, Ordoño II, Fruela, pronto fueron las gentes sencillas del Centro y Norte hispánicos y del resto de Europa (teutones, galos, flamencos) los encargados de difundir el espíritu comunitario de la Peregrinación a la ciudad santa de Compostela (en sana competencia con Jerusalén, de arduo acceso, y con Roma que no dejaba de ser pilar y fundamento de la Iglesia).

El apogeo de la ruta santiaguesa se sitúa en los siglos XI y XII, con Alfonso VII, y por la influencia de la Casa de Borgoña, los monjes benedictinos de Cluny y el Papa Romano (Calixto II). Y, desde luego, bajo el mandato del obispo Gelmírez. Santiago se convierte, por entonces, en el poder dominante de la Cristiandad y, enseguida, será más visitado que San Pedro en Roma (Torrente Ballester se preguntaba: ¿Porqué el primer momento emocional de la unidad europea no se hizo alrededor del sepulcro de Pedro y sí junto al de Yago? Le parece inevitable una hipótesis diferencial entre lo intelectual y lo emotivo, entre la fe vigilada por Roma, y la unidad de sentimiento que Compostela novedosamente representaba, y que centraría las centurias siguientes).

Transcurridos unos pocos siglos, sin embargo, se inicia una decadencia de la Peregrinación que coincide, en parte, con el término de las guerras religiosas de Carlos V y su retirada a Yuste (Las magnificencias del Camino Jacobeo se sitúan, curiosamente, entre Carlomagno, cuya coronación se corresponde con el hallazgo del Sepulcro, y Carlos V, no menos emperador y coronado, según recordó Otero Pedrayo).

Es conocido y notorio que los ingleses, con Drake, invaden Galicia, en 1589, destrozan Compostela y pretenden, con un inaudito afán destructor, aniquilar los restos del Apóstol, pero el arzobispo Don Juan de San Clemente lo impide, ocultándolos oportunamente y evitando así su profanación.

Sería con la Reforma y por la fuerza del protestantismo cuando decaen las peregrinaciones europeas a Galicia. Tampoco los franceses se identifican ya con un Santiago demasiado español; y Lutero y Erasmo ironizan al respecto. La Inquisición, la picaresca, los robos y asaltos a los viajeros, las contiendas políticas, devuelven la Ruta Peregrina a un plano nacional. Logrará sobrevivir, sin embargo, gracias a la creación de nuevas indulgencias, a la instauración de periódicos Jubileos y a una mejor defensa de los peregrinos por las Ordenes Religiosas de los Caballeros de San Juan y de Santiago; sin olvidar el adecuado acondicionamiento de las vías, la construcción de puentes (decisivos en la formación de nuevos núcleos de población), hospederías y hospitales.

Aún así, no faltaron, en toda época, las visitas de peregrinos famosos: San Alberto, Santa Isabel de Portugal (la Raiña Santa), la participación de Santo Domingo y, sobre todo, la concurrencia de San Francisco de Asís, que ejercen una notable repercusión sobre la colectividad cristiana.

En el siglo XVII se conserva la fe en el Sepulcro del Apóstol merced al pueblo que lo sigue venerando, y al inquebrantable apoyo de la tradición popular (por más que persistan las dudas intelectuales en torno al fundamento histórico-religioso de la ciudad y a la piadosa leyenda). Hasta que el Cardenal Payá ordena, a finales del siglo XIX, realizar las excavaciones pertinentes en busca del Sepulcro, y tiene la prodigiosa suerte de encontrar el lugar y los restos del Apóstol.. Comunica al Papa reinante, León XIII, la gran noticia, el cual tras la realización de las rigurosas pruebas de autenticidad emite la Bula “Deus Omnipotens” (1878) que motiva el resurgimiento de la Ruta Jacobea: es la bella hora de la resurrección del Camino. Y puede hablarse ya de la Peregrinación moderna. Vuelve la “Iglesia Peregrina”. (No menor trascendencia tendrán los hallazgos arqueológicos llevados a cabo por Chamoso Lamas, 1946- 52, en torno al Sepulcro, de una necrópolis romana y una ermita prerrománica).

Si, llegados a este punto, pretendiéramos enumerar las repercusiones aportadas por el Camino Jacobeo y las Peregrinaciones, me atrevo a citar las más significativas:

1. Su carácter político-religioso y supranacional, a partir de la incitación de Carlomagno, y de las directrices propuestas por la Casa de Borgoña, la Orden Benedictina de Cluny y el Papa Urbano II, tal como hemos citado. Las aportaciones y complicidad de los Reyes (y, en especial, de las Reinas) de León, Asturias, Castilla, Navarra y Aragón; y las colaboraciones locales de los Obispos y próceres gallegos, en particular las del Arzobispo Gelmírez, el máximo impulsor en la construcción de la Catedral de Santiago y en la defensa de las Peregrinaciones.

2. El impacto civilizador que favorece el fomento de la arquitectura religiosa y civil, y los movimientos artísticos: se construyen templos, monasterios, catedrales, puentes, calzadas, albergues y hospitales.

La transferencia de la cultura transmitida, oral y escrita, que recorre e irradia de los monasterios y santuarios de Peregrinación (literatura, astronomía, derecho, filosofía, teología, medicina, música).

La movilización de personas, riquezas y capitales; el auge del comercio. El Camino y las ciudades, y Santiago muy en particular, se convierten en lugares abiertos a los cambistas y negociadores, a los comerciantes, prestamistas y banqueros; a la realización de grandes ferias y mercados.

La repoblación demográfica en torno a la Ruta Jacobea (galos, hispanos norteños y mozárabes del sur y de levante) que hace florecer y prosperar a los burgos y al campo: el desarrollo urbano y agrario. De tal mestizaje irá brotando la nueva burguesía, y con la ayuda de nuevas normas jurídicas y administrativas, y la protección sanitaria, se colocan los fundamentos socio- económicos de una nueva Sociedad.

3. La recuperación de lo sagrado. El retorno de los peregrinos a la vida espiritual que vivifica y trasciende. Las vidas ejemplares a seguir propias del Camino, desde el Patrón y mártir Santiago, a San Francisco, pasando por Santo Domingo, San Juan de Ortega, San Genadio de Astorga o Santa Isabel, y de tantos santos, clérigos y eremitas, y a favor de los muchos prodigios extranaturales que se les achacan.

Es de reseñar el fenómeno emotivo que suele producirse en los viajeros, a partir de la fe religiosa, la penitencia o la gracia: el encuentro existencial con uno mismo jubilar y trascendente que supera a cualquier otra experiencia viajera. Bajo el peso de la mochila o entre ruidos de bastones, más allá de una percepción estética o cultural se movilizan las emociones más profundas, hasta conformar algo más que “un bello cuento de hadas”: todos los caminantes admiten que se puede iniciar el Camino de aventurero o turista, pero se termina siempre como peregrino.

Dicho lo anterior, y reconocida la transcedencia civilizadora del Camino, no debiera hablarse, a propósito de la Peregrinación, de deleznables bases tradicionales ni de taumaturgias ingenuas o infantiles, como algunos pretenden; bastaría observar, por ejemplo, y por encima de la fascinación estética la emocionada espiritualidad que brota al situarnos frente al Pórtico de la Gloria -meta del Camino- para autentificar la fe de los peregrinos que, arrobados, lo contemplan. Y no menos válido y autentificador, junto al culto de las reliquias, es “el milagro de la persistencia del Camino, su triunfo sobre el tiempo, su continua invención como tradición europea y universal” (Vázquez de Pargayal.).

Las Peregrinaciones constituyeron pues grandes movilizaciones de gentes que por motivos religiosos, en el Occidente cristiano, caminaron hasta Compostela. Y no todos los peregrinos centroeuropeos, incluso en la peor época del Camino, eran personas que habían perdido la razón, como pretendían los luteranos; ahora, ya lo mencionamos, amigos suizos -cultos, cuerdos y católicos- lo han realizado, a pie, desde Einsiedeln (Schwyz) hasta Santiago, desmintiendo tanto a aquellos protestantes como a tanto intelectual de por aquí, de verbo fácil e insidioso, eruditos falaces, cuando no mal intencionados, que pretenden para el Camino una visión exclusivamente turística que sería suficiente, según ellos, para explicar su alcance universal.

Y va siendo hora de concluir este apartado: La Peregrinación, en el 2004, otra vez un auténtico movimiento de masas, no debiera ser un Camino para la frivolidad, tan sólo recreativo, favorecido por los transportes actuales y los medios de comunicación. A parte de su significado personal, estético o espiritual, nunca ha dejado de ser cuna y crisol de Europa, ruta de perdones y prodigios; un encuentro con la Historia religiosa y política de Occidente, vector cultural y religioso durante siglos: ha sido, y es, el permanente fermento de la unidad de Europa y de la fraternidad cristiana, de convivencia entre sus pueblos.

Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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