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Montaña de La Atalaya: Conocida como montaña de Taliarte

miércoles, 05 de julio de 2023
Dedico este artículo a una planta: la piña de mar que, a pesar de la presión humana sobre su exiguo territorio, hace lo imposible por sobrevivir.
Tras recorrer de un modo sosegado los pequeños barrancos de Telde durante el último año y medio, opté por dejar a un lado estas interesantes depresiones en el terreno -consecuencia inequívoca del fuerte proceso erosivo del agua de arrollada y el tiempo transcurrido-, y subir al cielo.
Paso a paso, montaña tras montaña, mi intención es disfrutar de estas atalayas naturales que me ofertan desde su cima excepcionales panorámicas. Es eso, precisamente, lo que encontramos en cada montañón, montaña o montañeta pues con todas estas denominaciones registra la cartografía cada una de las elevaciones presentes en el territorio municipal teldense.
Como es lógico en estos casos, analicé previamente la cartografía existente para conocer el número de conos volcánicos al que me iba a enfrentar. Entiéndanme que no se trata de enfrentamiento como término pugilístico o de confrontación, sino que se trata de encuentro, disfrute, pasión y respeto por cada montaña donde mis pies quieran llevarme.
Mi sorpresa fue grande cuando constaté más de una treintena de elevaciones montañosas dispersas por el centenar de kilómetros cuadrados que tiene de superficie el municipio.
Repasé mentalmente aquellas que conocía y reconocí, sorprendido, que ni siquiera había subido a muchas ellas. Cerca de una decena fui capaz de nombrar: Montaña las Huesas, Montaña de la Atalaya, El Gallego, Montaña Pelada, Cuatro Puertas, El Melosal, Topino, Santidad… Existía otra media docena a las cuales apenas había llegado a sus estribaciones o, si lo había hecho, no conservaba recuerdos de las mismas o éstos eran vagos o difusos. Se trataba de La Caldereta, la montaña de El Plato, Montañeta de Cubas, las Triguerillas, El Montañón. Lo curioso era que más de la mitad de las registradas cartográficamente, cerca de una veintena era la primera vez que leía su nombre y la curiosidad por subir a cada una de ellas, recorrerlas con calma, observar sus laderas y el discurrir del tiempo sobre las mismas, me apasionó en extremo.
Eran nombres que nunca había escuchado en nuestro municipio: montaña Herrero, montaña de Ruano, montaña de Lagulete, montaña de La Solana, El Montañón, montañeta de El Callejón, montaña del Palmital, montaña de La Matanza...
Sonreí. Si las piernas me ayudaban, me esperaba otro año y medio de interesantes periplos pues, para la confección de cada artículo, el número de visitas a realizar a cada cono volcánico era raro que fuera inferior a la media docena.
A mi cabeza acudieron varias reflexiones, citas o frases famosas que había escuchado o leído alguna vez, todas referentes a las montañas.
Había una en especial que escuché de boca de un montañero amigo mío, hace muchísimos años -es posible que más de cuarenta-, tras hablar largo y tendido sobre interesantes ascensiones que habíamos realizado en Galicia. Recuerdo que preparábamos en aquel tiempo la subida al pico Aneto, ascensión que nunca llegamos a realizar.
"Los que sienten la montaña la viven como tú, no necesitan explicación alguna y los que no la sienten, no intentes que lo hagan". El amigo, un sarriano del que, cosas de la vida, no supe más en todo el tiempo transcurrido hasta la fecha, había prestado servicio militar en una unidad de montaña del Ejército de Tierra en el Alto Aragón y amaba la montaña con una pasión desmedida.
Dice un proverbio tibetano que quien ha escuchado alguna vez la voz de las montañas, nunca la podrá olvidar. Lo corroboro.
Hay una sugerente frase de Haroum Tazieff, vulcanólogo, espeleólogo y geólogo francés: "Las montañas ayudan a los hombres a despertar sueños dormidos". Totalmente de acuerdo.
Harold V. Melchert nos trae con sus palabras una reflexión filosófica que va más allá de alcanzar una cima. Transcribo su cita, tal cual, pues el mismo espíritu me mueve a la hora de recomendarles el modo de disfrutar de estas pequeñas montañas pues, al fin y al cabo, en nuestro municipio, se trata de subir pequeños conos volcánicos, alguno con mayor dificultad que otros, pero todos asequibles. Lo importante, no lo olviden, es el camino recorrido:
"Vive tu vida como si subieras una montaña. De vez en cuando mira la cumbre, pero más importante es admirar las cosas bellas del camino. Sube despacio, firme, y disfruta cada momento. Las vistas desde la cima serán el regalo perfecto tras el viaje"
No sé si la pandemia fue la excusa perfecta para valorar el hecho de caminar sólo.
Siempre, en los Caminos de Santiago que hice con amigos, encontrábamos personas que hacían la ruta en solitario. No dejó de llamarme siempre la atención, pero tampoco los envidiaba. Fue ahora, en los dos últimos años, con las restricciones de movilidad y el inicio de la serie de artículos: "Los barrancos olvidados de Telde", cuando fui consciente de las bondades de estos periplos en solitario. Los espacios se abren para ti, los pájaros salen a tu encuentro, percibes el silencio, pero nunca estás solo, te acompañan las plantas del camino, los animales, las rocas, el aire, el agua, la vida que se expresa de mil modos diferentes en cada rincón del mismo.
No albergo duda alguna en que me gusta salir con senderistas y caminantes y eso lo sabe la gente del Camino, mis compañeros de rutas de barrancos al golpito, los amigos de las sendas de los miércoles, mis amigos Álvaro Monzón, Jaime Checa, Sergio, Isidoro, Fran..., pero estos espacios en solitario enriquecen mi periplo vital hasta niveles insospechados.
No viene mal recordar, a propósito de esta reflexión, esta frase de Alessandro Gogna, un italiano genovés, histórico del alpinismo: "El camino hacia la cima es, como la marcha hacia uno mismo, una ruta en solitario".
Sin más preámbulos, comenzaré esta serie con el primer cono. Cómo aperitivo no está nada mal. Alterado como está, pues no podemos olvidar que se encuentra en plena zona costera de Telde y por lo tanto es el más urbanizado, conserva en su cima una interesantísima joya botánica.
No trataré en este periplo de conos volcánicos aquellas pequeñas elevaciones que ni siquiera tienen un nombre específico y que, debido a su poca entidad y acusada transformación antrópica, carecen de relevancia para mí. Me refiero, claro está, a pequeñas elevaciones como la Montañeta donde se alza el centro comercial El Mirador que con sus 22 metros de altitud apenas recuerda actualmente la forma que tuvo de montaña baja, o la pequeña elevación surgida en la ladera derecha del barranco de Telde, justo en su desembocadura conocida como Bocabarranco. Sus 14 metros de altitud apenas descollan entre la pertinaz erosión marina y la vieja escombrera que han permitido formarse sobre ella y que aún se mantiene afeando el paisaje y dejando caer sus residuos sobre el litoral. Tampoco los morros, como el de Tufia con sus 23 metros de altitud, serán objeto de estos artículos.
Así pues, comenzaremos por la montaña de la Atalaya que presenta una altitud de 69, 77 metros. Si bien no es la más baja presente en territorio municipal, pues hay una, la montaña del Ámbar que sus 54 metros sobre el nivel del mar la convierten en la más baja del municipio, es un buen modo de comenzar la serie, pues tanto la montaña del Ámbar como la montaña de Gando con sus 104 metros, se encuentran en terrenos militares, prohibido por lo tanto el acceso a las mismas y tendré que solicitar los permisos necesarios a lo largo del año para efectuar una visita sosegada y relatarles luego mis impresiones sobre las mismas.
- ¿La Atalaya? ¿Pero eso no está en Santa Brígida? -dirán ustedes.
Pues no, estimados lectores. No se trata de la Atalaya de Santa Brígida, ni del Pico de la Atalaya, la montaña divisoria de los municipios de Gáldar y Guía. Se trata del nombre original y registrado cartográficamente de la conocida popularmente como montaña de Taliarte.
La Montaña de Taliarte -como la reconocen los habitantes de las urbanizaciones que la rodean-, es la montaña de la Atalaya. Tiene sentido tal denominación si tenemos en cuenta que tanto para el mundo aborigen, que tenía un poblado en su cima, como para el mundo militar, la montaña fue una atalaya de primer orden, un espacio elevado privilegiado para el control de una amplia zona del litoral -es posible que esta fuera la zona que más les preocupaba por la llegada de posibles invasores-, y por extensión de todas las direcciones posibles pues se eleva en el borde de una enorme llanura. Una elevación costera cuya cota más alta roza los setenta metros sobre el nivel del mar.
Urbanizada en gran medida, como veremos luego, sus laderas bajan hasta el mar, formándose en su encuentro con el océano, famosas playas y rincones: Playa del Hombre -paraíso de surferos-, playa de Melenara -tal vez la playa más popular de este municipio-, Hoya del Pozo, El Rincón del Castellano y una serie de pequeñas puntas o salientes marinos, charcones y cuevas que hacen de este espacio costero uno de los litorales más bellos del municipio, forjando con sus derrames lávicos un litoral rocoso que hace las delicias de los pescadores de caña.
Un pasado volcánico de oscuros basaltos que ponen a prueba su fortaleza continuamente, en un duro enfrentamiento con el océano, adentrándose en el mar en la Punta de Taliarte, justo donde se ubica su faro, siendo testimonio de tal intrusión las bajas marinas que observamos desde la costa.
Antes de exponerles mis observaciones sobre la montaña, quiero acercarles algunas páginas y artículos que tratan de una forma u otra, peculiaridades sobre su pasado y sobre su estado actual. Es muy interesante el hecho de que podamos hacerlo, pues tal singularidad sólo se la podré ofrecer en muy pocas montañas.
Sobre la mayoría de los conos que vamos a visitar hay muy poco escrito y sobre algunos nada, bien porque no se les ha prestado atención alguna, bien porque para mucha gente son irrelevantes, bien porque están aislados -un estímulo para mí de lo más atractivo- o bien porque sólo han sido importantes para nominarlos dentro del conjunto vulcanológico al que pertenecen: conjunto vulcanológico de Jinámar, conjunto vulcanológico de Lomo Magullo.
Hay un blog de Humberto Pérez www.toponimograncanaria.blogspot.com -: "Mi Gran Canaria", donde hace un estudio histórico bastante detallado sobre el devenir de esta montaña, desde el momento en que fue dedicada a cultivos diversos acabada la conquista, hasta llegar a los tomateros -última explotación agrícola en la montaña-. Nos habla del yacimiento arqueológico, del talayón de Taliarte, de la existencia a principios del siglo XX de cuatro antenas metálicas que eran la razón de ser de la estación radiotelegráfica, trata también las estructuras defensivas ubicadas en su cima a mediados del pasado siglo y del estado actual de estas estructuras. La defensa que hace de la toponimia de la montaña, tanto del término atalaya como del vocablo taliarte, relacionando ambas palabras como similares, acaso idénticas, pues su significado es semejante, me animan en definitiva a recomendarles dicho blog si, tras la lectura de este artículo, sienten curiosidad y un deseo mayor por profundizar en el conocimiento de la montaña.
Hace un poco más de veinte años, año 2001, miembros del colectivo Turcón localizaban un reducto poblacional de piña de mar en los lomos de Taliarte. Es importantísimo este dato pues la población que existía en el Rincón del Castellano había sido arrasada por las obras del Paseo Marítimo y la población de Melenara había sido denunciada anteriormente en 1983 por el biólogo e investigador Víctor Montelongo pues estaba a punto de desaparecer -actualmente ha desaparecido-, por sepultamiento con escombros y residuos varios de los escasos ejemplares existentes.
El 12 de abril de 2006, técnicos del Servicio de Patrimonio Histórico del Cabildo de Gran Canaria reconocían que el talayón de Taliarte, catalogado a mediados del siglo XX como referente arqueológico de la zona, estaba sin ubicar hasta que unas obras para la urbanización de toda la ladera deTaliarte, casualmente, dieron con él. Unos investigadores hablaron entonces de restos de un poblado aborigen costero, otras defendieron la tesis de que aquellos vestigios pertenecían a antiguas estructuras de una atalaya de vigilancia sobre el litoral. El caso es que, ahora, en los inicios del año 2022, nada queda de tales estructuras ni de los restos encontrados -ya en ese momento don Francisco Peinado Rodríguez, ante los desmanes cometidos y el interés oculto en minusvalorar los vestigios descubiertos referentes a restos prehispánicos vaticinó el peligro que corrían de desaparecer-, nada queda del poblado que había donde actualmente se asientan las instalaciones militares en la cima, nada queda en la ladera que desciende en orientación sur, nada sobrevive a la vorágine del cemento, el dinero y la especulación.
Ni siquiera observamos un recuerdo escrito, un panel, una señal que nos indique que en esta montaña de la Atalaya, hace quinientos años, la población aborigen disponía de unas estructuras habitacionales, posiblemente un complejo poblacional similar al de Tufia -también esta joya arqueológica ha sufrido varios expolios a lo largo de su historia reciente-, mariscaban en el rico litoral que discurre bajo sus pies y, es probable la existencia de atalayas que les permitieran dar la voz de alarma, prepararse para la defensa o escapar, a sabiendas de las intenciones perversas de los que abordaban la isla desde los barcos: robo, violencia, esclavitud y muerte.
A finales del año 2008, el técnico en restauración arqueológica don Francisco Peinado Rodríguez, daba fe de los restos encontrados, al tiempo que daba por sentado el negro futuro que se cernía sobre ellos: la desaparición de los muros prehispánicos.
El periodista Gaumet Florido, el 7 de octubre de 2018, en el Canarias 7 redactaría un interesante artículo titulado: "La conexión Churchill que agujereó Taliarte". Les recomiendo su búsqueda y lectura, no sólo para entender e interpretar el porqué de las estructuras militares del momento, su evolución con el paso del tiempo y la razón del estado en que se encuentran, sino para disfrutar de la forma y modo de abordar un excelente trabajo periodístico.
Yo sólo daré fe de lo que veo, de lo que siento en la montaña, de mi valoración como espacio malamente protegido, una metodología similar a la que llevaré en cada uno de los restantes conos volcánicos. Abordaré a través de una entrevista rápida a las personas habituales en la zona aún conservada. Los datos obtenidos me permitirán una interesante diagnosis sobre el sentir popular y confirmarán una hipótesis que vengo defendiendo hace mucho tiempo: lo errático que a veces son las decisiones y las estrategias destinadas a la conservación de estos espacios, por parte de las autoridades responsables.
La cara más cómoda para acceder a la montaña es lo orientada al oeste. Yo llego caminando pues apenas son cinco minutos desde la carretera que lleva a Playa del Hombre, pero tengo que reconocer con disgusto que se puede acceder hasta la misma cima con el vehículo. Es este precisamente uno de los problemas asociados a la conservación del escaso territorio sin urbanizar de la montaña. Una pista de tierra lleva hasta la primera pieza de artillería que conformaba esta batería militar. Faltan los cañones de factura alemana pero las estructuras de hormigón siguen ahí.
Me subo sobre ella y sé que ahora supero, en un par de metros, los 70 metros de altitud de la montaña. Junto a la estructura hay un cilindro de hormigón en precario estado, me imagino un vértice geodésico.
Observo el paisaje a mi alrededor. Desolador. A mi izquierda vehículos aparcados en garajes improvisados y zonas ajardinadas que a buen seguro forman parte del suelo público del Ministerio de Defensa, pero aquí nadie deslinda nada. A simple vista, la anomalía de esta intrusión la delata la línea de viviendas que más abajo no ha invadido espacio alguno, pero aquí, en lo alto de la loma han cogido y vallado los metros que les apetecieron pues no hay dos espacios iguales. La llegada de los vehículos ha supuesto la desaparición de toda la flora propia de este lugar. Convertido en una amplia planicie donde pueden girar los vehículos, depositar escombros o como aparcamiento, la primera estructura, justo la más importante pues albergaba el telémetro y la unidad de mando de la batería militar, queda aislada en el centro de este erial -las basuras y los escombros imposibilitan el acceso al túnel de servicio de dicha estructura-, facilitando por su buena accesibilidad la entrada y salida de coches. Esto favorece la presencia habitual nocturna de vehículos en la montaña que vienen, están un tiempo y se van. La presencia de multitud de toallitas higiénicas que alfombran la zona, botellas plásticas de agua, latas de cerveza, alguna prenda íntima y otros residuos, hablan por sí sólo del ardor de sus ocasionales visitantes, de lo "bien" que está protegido este espacio y de cómo se "mima" la población más importante de piñas de mar existente en todo el municipio teldense.
Comienzo el descenso por esta loma, en busca de los escasos centenares de metros que albergan la especie botánica protegida. No hace falta ser un buen augur para saber qué me voy a encontrar: una población vegetal en precarias condiciones.
Paso junto a una segunda estructura militar. Se encuentra alineada con la primera, mirando al naciente y ambas tienen su campo de tiro orientado al sudeste. Al igual que la primera, las basuras presentes en la entrada del túnel desaconsejan su uso. Bordeamos la estructura y observamos como esta segunda plataforma de tiro está dedicada por completo a la alimentación de toda la colonia de gatos no sólo de la zona sino del litoral aledaño, sean los felinos asilvestrados o no. No me he detenido mucho tiempo, pero en mis visitas he contado once gatos diferentes, con seguridad acuden muchos más.
Latas de comida fresca, recipientes plásticos llenos de pienso y garrafas de de ocho litros cortadas y llenas de agua se despliegan a la salida de los túneles de la batería. Cuando me ven, algunos salen corriendo, otros se esconden en las entrañas de la estructura militar y otros, confiados, siguen comiendo. El olor a gato es penetrante. Tan penetrante como segura es la inexistencia de ave alguna en este espacio "protegido".
Desviada a su derecha se encuentra la tercera estructura militar. Su entrada lateral, orientada al sur como las restantes, se encuentra limpia. Buena señal pues nos permite el acceso a la batería sin mayores quebrantos. No es necesaria linterna alguna, la del móvil es más que suficiente. Nombres, señalética y números nos dan una idea de cómo funcionaba una estructura de este tipo. Los restos oxidados, tal vez quemados, de un somier y un colchón nos hablan de una antigua ocupación temporal. No es de extrañar que lleven años ahí, pues lejos de las miradas de los ciudadanos, la limpieza de estos espacios, al igual que denunciamos bajo los pequeños puentes de los barranquillos de La Garita, las Huesas y Ojos de Garza, es inexistente. Esta estructura militar la han tratado con mayor respeto y en el exterior, a la salida de las troneras, no han colocado recipientes dedicados a la alimentación de gatos, ni comida ni agua. Parece ser que con un punto de alimentación es suficiente.
Todas tenían como objetivo evitar la entrada por el mar de una hipotética fuerza invasora. Planes existían, pero afortunadamente se quedó en eso, en una simple prevención pues nunca hubo invasión. La mimetización de todas estas estructuras se llevó a cabo recubriendo el hormigón con un mosaico de materiales escoriáceos, volviéndolas invisibles desde el aire. En la última estructura reemplazaron las cenizas soldadas por una cubierta de lajas grisáceas, de mayor dureza y resultado similar.
Las sendas abiertas en la zona donde se asienta la población de piña de mar son varias. Una es perimetral y bordea por el interior la valla metálica que en teoría protege la zona pero que, ante la inexistencia de una valla por la parte superior de la montaña que cierre el recinto, en realidad nada protege.
Esta es la senda más marcada, la que siguen a diario dueños y decenas de perros todos los días, pero hay otras dos que surgen de los pasillos o callejones peatonales, una desde la calle Goya y otra desde la calle Juan de Valera, ambas pertenecientes a la urbanización de Playa del Hombre, que terminan en este espacio protegido, un mero solar para los vecinos como veremos ahora. Estas tres sendas no son las únicas pues hay otras menos definidas pero que afectan de igual modo a la comunidad botánica establecida en este espacio.
Por las tres vías señaladas llegan diariamente los residentes de la zona a pasear sus perros, a soltarlos casi siempre y a entretenerse mientras hacen sus necesidades, con los móviles. Lo cierto es que siempre hay alguien.
En mi primera visita observé, estupefacto. como un perro grande defecaba sobe una Atractilis preauxiana, es decir sobre una piña de mar. El perro no sabía nada, qué va a saber, pero luego veremos como el dueño, un joven despreocupado del animal y atento a su móvil, tampoco. Lo de la deposición sobre la planta no me sorprendió, pues ya había observado otras defecaciones sobre camelleras, saladillos, corazoncillos y pequeños ejemplares de aulagas, todas ellas plantas presentes en el lugar.
En visitas posteriores me asaltó una duda: ¿realmente sabían estas personas que se encontraban en un espacio protegido? ¿Conocían el porqué de la valla? ¿Conocerían el motivo? Y yo me preguntaba también ¿en verdad está protegido este espacio por alguna Ley? Sabía de la protección del faro de Taliarte (F 4) por una Orden FOM 1910/2014 que afectaba exclusivamente al espacio cuadrangular situado alrededor del faro, pero... ¿Y el suelo donde se asientan las piñas de mar que protección tenía más allá de la titularidad pública del suelo? Busqué información y el 13 de diciembre de 2004 el historiador Carmelo Ojeda, actualmente director de este medio donde yo les escribo, recogía en el Canarias 7 la reserva de suelo para proteger la planta, 11.406 metros cuadrados para preservar el espacio natural de la piña de mar. En aquel momento, ante las alegaciones del Colectivo Ecologista Turcón al desarrollo del PAU-7A del Lomo de Taliarte, el Consistorio las encuentra coherentes y adecuadas y apuesta por atender todas las alegaciones del Colectivo en aras de proteger la planta. No es preciso señalar que de la protección correspondiente surgida de tal acuerdo ningún panel informa en el lugar.
Decidí en mis visitas posteriores preguntar a los visitantes habituales, hablar con ellos. Claro está, buscando siempre la tolerancia y el respeto, pues era consciente de que, a pesar de la agresión clara y manifiesta de sus mascotas sobre el medio y las especies que lo habitaban, no me amparaba ley ni justificación alguna para interrogarles.
Sus respuestas fueron clarificadoras de la situación en que se encuentra el reducto más importante de la piña de mar. Todos ellos -tres chicos, una chica y una señora mayor- desconocían que era un espacio vallado para proteger una especie botánica endémica en peligro de extinción. No sabían el porqué de la valla, especularon unos que era para defender de la voracidad urbanística el suelo militar, otros que era para proteger las estructuras militares y otros que era para evitar que los coches de las urbanizaciones colindantes lo utilizasen como aparcamiento.
Nadie habló de la planta. Y nadie habló de la planta porque no hay letrero alguno que informe sobre ello, visible desde el interior. Sólo una placa colocada sobre la valla y que se lee desde el exterior, desde la acera que bordea el yacimiento informando a los que no están dentro y que no tienen interés alguno en entrar: "Vallados de poblaciones de especies amenazadas en la provincia de Las Palmas". Al pie del mismo, los sellos de las instituciones que han puesto los fondos económicos necesarios para ejecutar la obra: Gobierno de Canarias, Canarias avanza con Europa, la Unión Europea y el Fondo europeo de desarrollo regional.
Es sintomático que este vallado apenas lleve un par de años colocado y se encuentre oxidado por completo, la puerta de entradas al recinto y el candado que la cierra inutilizados por el óxido y el letrero interior perdido toda la información registrada en él, por los efectos del sol. Esta realidad lo dice todo: una vez llevada a cabo la ejecución del vallado nadie se preocupó de valorar la idoneidad en la ubicación del mismo y mucho menos dedicarle un mínimo mantenimiento.
Existe un letrero, próximo a la valla, del que no se habían percatado los dueños de los perros pues de cara a ellos solo se observa un panel metálico viejo y oxidado. Hacia la calle informó en su día -cuando se leía, pues ahora fotos y textos están quemados por el sol-, de la especie botánica existente en este lugar, de su amenaza real y de su endemicidad. Acompañaba al texto un par de fotos que la hacían fácilmente identificable. ¿A quién informaba? A los paseantes que iban por la calle y que no incidían con su presencia en el espacio interior a proteger, de hecho, nunca vi a nadie cruzando la calle para leer el letrero. Las personas que bajan por esta calle van camino del Paseo Marítimo a hacer ejercicio y caminar, ningún interés observo en ellos en el terreno vallado.
Y yo me pregunto: si las personas que van con sus perros, desconocen por completo el porqué del vallado y la razón de su singularidad ¿cómo hacerles responsables de sus conductas? Surge entonces la cuestión correspondiente: ¿de quién es la culpa?
Parece lógico que la información a facilitar debería situarse en las tres entradas al recinto. Informar sobre la realidad de este espacio, de su importancia botánica, de su pasado arqueológico y, por qué no, de las sanciones inherentes a la falta de civismo y falta de responsabilidad con la suelta de los animales y el abandono de las deyecciones de sus mascotas.
Está claro que una vez confirmamos que esta es la situación real, llegamos a la conclusión de que la protección de la planta en cuestión -la piña de mar-, no es de interés prioritario para el Gobierno, ya sea autonómico, insular o municipal. Sí lo es que la población humana de ese amplio núcleo urbano consolidado en la montaña de La Atalaya disponga de un lugar concreto donde llevar sus mascotas, de un espacio de ocio. Es triste reconocerlo, pero se trata de votantes y cerrar el espacio por la cara oeste y ambos corredores que parten de la calle Goya, limitar la afluencia de vehículos particulares e inspeccionar la propiedad o apropiación de los aparcamientos y jardines consolidados, significa conflictividad y mala imagen, lo que se traduce en una merma de votos y el rechazo y preocupación de todos aquellos que hacen de la ilegalidad su bandera. En una Comunidad donde desempolvar las leyes existentes para recuperar espacios y especies, respetar el entorno, proteger el suelo rústico, poner en valor la normativa municipal por ejemplo referente a los residuos y a las mascotas, es ofrecer tu yugular a la oposición política que saltará sobre ella sin criterio alguno, con un único objetivo, dañar la imagen del que pretende se cumpla la legalidad vigente y ocupara su sillón, la opción más socorrida es: "Laissez faire, laissez passer", o traducido a nuestro lenguaje más castizo: "Mira para otro lado" o bien: "Déjalo correr".
Sigo con mi paseo por la zona. Aún es relativamente alto el número de ejemplares de piña de mar que observo y cuento. Me preocupa que se encuentren casi todos en un tercio del territorio protegido, justo la franja que discurre paralela a la valla en la vertiente sur de la montaña. En esta zona la piña de mar es la especie dominante. No es difícil encontrar algún agrupamiento donde varios ejemplares cubren una superficie cercana al medio metro cuadrado. Esta abundancia relativa comienza a reducirse según nos aproximamos a la estructura militar más próxima a la verja. En el resto del espacio protegido o bien hay una ausencia total de esta planta o bien identificamos escasos y aislados ejemplares.
Es fácil constatar, desde las diferentes sendas que atraviesan el pequeño espacio vallado, el esfuerzo de la piña de mar por sacar adelante nuevos ejemplares, pero constato de igual modo el daño que produce en estos nuevos retoños el deambular incontrolado de perros y personas fuera de las sendas. Ejemplares pisoteados, piñas de mar desenraizadas...
No sé cómo ni quién tomará la medida necesaria, pero si la L del vallado actual no se convierte en un rectángulo perimetral donde se prohíba el mal uso del territorio protegido, esta población del endemismo en peligro tiene los meses, dudo que los años contados.
Acompañan a las piñas de mar algunos ejemplares de uvilla de mar, corazoncillos, camelleras, nevadillas, saladillos y algunas aulagas. Hay pequeñas herbáceas -Plantagus sp, Launaea sp,...-que no identifico, pero observo. Identifico, junto a las baterías de tiro, algunos ejemplares de incienso canario (Artemisia thuscula) y en la entrada al túnel de servicio de la de menor altitud en la montaña, una pequeña concentración de Cyperus capitatus.
Continúo escrutando cada palmo de terreno. Disfruto. Albergo la ilusión de encontrarme con algún vestigio arqueológico, restos de los muros, restos de una vivienda, alguna señal que transmita una esperanza. Vano es mi deseo. No obstante, soberano ignorante en materia arqueológica, fotografío una alineación de piedras, al lado mismo de la batería más baja en altitud, ya cerca de la valla perimetral que se extiende por el este de la montaña. Las ilusiones como los sueños insuflan esperanzas y deseos, por eso acompaño estas palabras con una foto de ese muro allí presente.
Observo que muchas de las casas de la Playa del Hombre que delimitan con este terreno protegido, tienen una puerta abierta a dicho espacio. No sé si es legal, pienso que no, pero lo que sí afecta al espacio es que está apertura particular va unida a una intervención arbitraria sobre el terreno limítrofe. Y así se ha llevado, sacho en mano, una limpieza de plantas autóctonas en la cercanía de tales muros con la intención de plantar aloes, uñas de gato, brillantes, tuneras indias, varias cactáceas y un par de eucaliptos. Todas plantas ornamentales, todas plantas introducidas, algunas invasoras. Es el caso del aloe, la tunera india y la uña de gato (Carpobrotus edulis) que se extienden con paciencia, pero sin pausa por el territorio vallado.
La falta de cualquier tipo de vigilancia hace que el atrevimiento de algunos vecinos, habitantes de esta franja que consideran tierra de nadie, sea inconcebible. Y así observamos una intervención sobre el suelo protegido con la colocación de bancos de madera realizados con pales y el ajardinamiento alrededor de los mismos con cactáceas diversas, justo al lado del camino o senda que partiendo del pasillo procedente de la calle Juan de Valera, se dirige sin sonrojo alguno hacia la zona más sensible de la población de piñas de mar. Para más inri, la inexistencia de control alguno sobre este espacio, ha permitido que una Toyota Pick-up lleve meses aparcada junto a una de las casas -desconozco si abandonada o no-, en una zona donde para llegar a ese lugar tubo que transitar sobre ejemplares de piña de mar y ahí está -propiciando una nueva agresión al pequeño espacio sin hollar por vehículos, animando a otras a seguir su ejemplo-, para escarnio del espacio y de su supuesta protección.
La transformación de esta franja de suelo ha supuesto un empobrecimiento de la cubierta vegetal y el hecho de que sólo las barrillas y los coscos surjan tras alguna lluvia esporádica en estos terrenos tan degradados, convertidos en pedregales. Según nos separamos de los muros de las casas hacia el interior del espacio donde se asienta la población de Atractylis preauxiana, sentimos bajo nuestros pies como va recuperándose el sustrato terroso arenoso, fijado por las raíces de los saladillos y las piñas de mar, generando minúsculas dunas. Es prácticamente imposible mantener el frágil equilibrio de un ecosistema tan peculiar si no se lleva a cabo un vallado integral.
La falta de control ha llevado a que, también en esta cara norte, colindante con las casas, alguien iniciara un cementerio animal y las tres cruces observadas sobre sendas elevaciones de tierra hablan de una tendencia y un ejemplo a imitar. Varios montículos vegetales nos revelan restos de podas de viviendas particulares limítrofes. Injerencias ambas que no son compatibles con la conservación de un espacio protegido.
Quiero acercarles el paisaje observado desde la cima de la montaña en todas las direcciones. Es importante de cara a dejar registrado el momento actual de la montaña pensando en una revisión futura, en una posible diagnosis donde se aborde la evolución de la misma a partir de los cambios acaecidos en el uso y abuso de los seres humanos en las próximas décadas.
Si observamos en dirección norte, la urbanización de Playa del Hombre ocupa la ladera deteniéndose sólo a la altura de su cima. Hay que estirar el cuello y subirse a la estructura militar para ver que a esta urbanización le sucede la de Hoya del Pozo y a ésta Los Melones, La Garita y La Estrella. Supone un respiro al urbanismo desaforado de toda la costa, el terreno rústico que se encuentra en la lomada de Malpaso, aunque es ficticio considerarlo así, pues el polígono de industrias y servicios se hizo con ambos márgenes del barranco Real y no tiene perspectiva de detener su crecimiento en la zona. Elevando la mirada y dirigiéndola a lontananza, la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria presenta su avenida marítima totalmente urbanizada hasta alcanzar las estribaciones de los volcanes de la Isleta, espacio que ha escapado a la vorágine urbanística gracias a encontrarse ocupada por instalaciones militares.
Dirección sur, a nuestros pies se extiende la urbanización reciente de La Loma de Taliarte. Desaparecieron así los colores ocre-amarillentos de una falda montañosa que variaba su tonalidad según fuera la incidencia del sol a lo largo del día. Una macrourbanización que sepultó bajo sus cimientos cualquier posibilidad de investigar el pasado aborigen de la montaña. También con el planeamiento urbanístico desaparecieron todos y cada uno de los ejemplares de piña de mar que se extendían por la loma hasta los arenales y riscos de la playa de Melenara (V.Montelongo 1983), como desaparecieron posteriormente, con las obras del Paseo marítimo, las poblaciones que en la ladera norte bajaban hasta la playa del Hombre y de cuya presencia es fiel testigo la media docena de ejemplares redescubiertos hace unos meses en los riscos del Rincón del Castellano.
Permítanme una ironía. Encuentro una salvedad en la notable pérdida de biodiversidad en esta ladera de la montaña. Con las casas fabricadas a lo largo y ancho de la ladera, llegaron al lugar decenas de búhos. No sabría decir si son búhos chicos, pues me despista enormemente sus vivos colores. Todos muy mansos, todos situados en los muros más altos de las viviendas, todos moviendo sus cabezas de un lado a otro a merced del viento. No sé la razón, pues no tengo constancia de que haya habido un aumento sustancial en el número de ratones de campo. La razón a esta última observación es obvia, el campo ha desaparecido. Pienso que obedece más a la obsesiva manía de los seres humanos que habitan estas viviendas de que pájaro alguno ose acercarse a sus refugios dorados. No se puede negar que es eficaz la medida pues no observo palomas ni tórtolas ni aves de pequeño tamaño en mis visitas a la montaña y sus alrededores. Lamentablemente comienzo a creer que algún día las generaciones futuras disfrutarán de aves con sus trinos y peces que se mueven por el océano, pero este elenco de nuevas especies será de plástico.
Ya no hay remedio, la panorámica que observo oferta un espacio urbanizado que se extiende desde esta cima de la montaña -la valla delimita el terreno urbanizable-, hasta la playa de Melenara -solo rota su voracidad por la presencia del campo de fútbol de Unión Marina y CD Playa del Hombre, zona deportiva que terminará rodeada de viviendas-, Las Clavellinas y playa de Salinetas, continuando con el sector industrial de Salinetas.
El mencionado campo de fútbol supone una bocanada de oxígeno, no precisamente por su césped artificial sino por el bosquete de acacias y pinos marítimos que visten de color verde la ladera. No obstante, hay que señalar que ya no conservan el esplendor ni la belleza de hace unos años pues muchos de estos árboles foráneos se han perdido o están en trance de secarse, empiezo a pensar que la razón no es otra que la falta de cuidados y mantenimiento al que estaban acostumbrados.
A ambos lados del recinto deportivo, unas incipientes barranqueras recogen las esporádicas aguas de lluvia canalizándolas a través de las vías asfaltadas situadas en el barrio de viviendas de Melenara, al pie de la montaña, hasta llevarlas a su confluencia con el barranco del Negro, para su desagüe en la playa de Melenara.
Queda aquí, en estas vaguadas, testigos botánicos que nos recuerdan el esplendor de la montaña cuando era vegetal su cobertura. Una veintena de tabaibas dulces (Euphorbia balsamifera) de buen tamaño caracolean por las vaguadas del barranquillo. Junto a ellas varios ejemplares de un salado (Schizogyne glaberrima) habitual en la costa y endemismo grancanario.
Pero esta imagen verde desarrollada sobre cenizas volcánicas soldadas tiene fecha de caducidad pues por su parte superior, escombros generados en la infraestructura viaria de la zona urbanizada y otros propios de los desmontes necesarios para la construcción de las viviendas van rellenando estas vaguadas y sepultando la vegetación superviviente con el objetivo claro y manifiesto de convertir la zona en lo que es, un solar urbanizable. Sobre estas sorribas, sólo las aulagas son capaces de prosperar. Desde la cima, fuera de la valla protectora, una escalera de hormigón discurre entre los chalets hasta alcanzar el paseo marítimo y la playa. Hay que cruzar las carreteras interiores pero el premio de vivir en este lugar privilegiado está ahí abajo.
Extiendo mi mirada más allá. Los llanos de El Goro, cada vez más escasos, pues al igual que en Malpaso, la zona industrial de El Goro no para de crecer y lo hace en dirección al acantilado. El promontorio de Tufia y su poblado aborigen, la península de Gando y su roque y, semioculto por un bosquete de pinos marinos, se extiende el espacio aeroportuario de Gran Canaria. Sobre él, el fondo se eleva la montaña de Arinaga. Desplazamos nuestra mirada isla adentro. Ingenio se vislumbra en la lejana vaguada y descollando en su extensión urbana, la montaña de Malfú y la montaña de Ortega. En territorio teldense es Cuatro Puertas y su inconfundible cueva en la cima quien sobresale sobre la llanura aluvial urbanizada. Le siguen hacia el interior la montaña de Topino, la Montaña del Gallego y los conos alineados surgidos a derecha e izquierda del barranco de Silva.
No podemos obviar el reciente aerogenerador que, en dirección sur-suroeste surge en suelo rústico en una finca que ve cómo van mermándose sus cultivos, cambiando su interés -de cultivo de cítricos, sus naranjas tenían fama y sello de calidad, al cultivo de plataneras a cielo abierto y bajo invernaderos-, según los vaivenes de la economía. Esta economía ha llevado a la reconversión e inversión muy reciente en un enorme aerogenerador y una planta solar.
Vuelvo la vista al naciente. Dentro del recinto vallado una pequeña barranquera se abre paso. Las esporádicas aguas de lluvia se han llevado el escalo suelo fértil y la erosión consiguiente muestra ya una superficie rocosa, donde la piedra encalichada es la nota dominante.
En esta dirección se encuentra el último solar sin obrar. Tras él, se eleva el muro perimetral de la residencia mixta de pensionistas o Residencia de Mayores de Taliarte. Un enorme edificio capaz de alberga trescientos internos y que cuenta con una buena superficie perimetral de espacio libre que luego visitaremos.
Recorro este solar. Sé que en esta loma se inventariaron en su día ejemplares de la piña de mar. ¡Nada! La labor de allanamiento del terreno y de depósito de escombros de las obras colindantes han borrado toda huella de la planta. Sólo algunas herbáceas propias de terrenos muy degradados o transformados: patillas, barrillas, camelleras, la picuda planta rastrera Fagonia cretica, un par de saladillos y una aulaga.
Me dirijo ahora ladera abajo en busca de El Rincón del Castellano. Para ello utilizo uno de los callejones que desde el terreno protegido bajan a la calle Goya. Giro a mi derecha en dirección a la calle Ercilla, calle que cierra por su vertiente sur el núcleo urbano de Playa del Hombre. Ante mí se extiende un espacio libre de construcciones que llega hasta el océano, sólo cortado su discurrir por el Paseo marítimo de Telde. El espacio en cuestión se extiende entre Punta Comisaría y Morro Batista a lo largo de toda la zona costera conocida como EL Castellano. Es una pena que la intervención sobre este espacio libre de uso ciudadano, no respetara la vegetación original existente en el mismo y optara en cambio por perfilar el terreno con suaves líneas y cubrirlo luego, en algunas zonas, con una delgada capa de picón, tal vez buscando evitar el polvo resultante del nuevo perfil creado o, es posible también, los efectos de una fuerte erosión que sufriría este espacio, una vez el suelo quedara desprovisto de la cubierta vegetal de protección. Fuera una u otra la razón, el resultado fue el mismo: un erial donde nada queda de la vegetación original primigenia y donde la facilidad de acceso y la llanada correspondiente ha favorecido la entrada de coches particulares que, más allá de los propios de los pescadores que utilizan esta zona para dejar sus vehículos -ya hemos dicho que esta franja costera es muy apetecible y frecuentada por los pescadores de caña- se convierte en un mirador extraordinario para observar el cielo, el horizonte marino y dar alas al amor, los escarceos y las confidencias. Esto se traduce en que, en lugar de plantas observemos toallitas higiénicas, servilletas de papel, botellas de plástico, alguna que otra lata y un rosario de restos que retratan con enorme frialdad la falta de civismo, la poca educación y el mal uso que de la zona hacen estos ocasionales visitantes.
Algunas plantas intentan recolonizar la zona. Son las cagaleras, los coscos y las barrillas los primeros que lo consiguen. La presencia de magarzas de costa en el barranquillo que baja hasta El Morro Batista, siemprevivas, algún corazoncillo y, por qué no, piñas de mar pues quedan ejemplares testimoniales en los riscos más expuestos y por ello menos intervenidos, deberían dar pautas para un estudio serio de la vegetación potencial del lugar y proceder luego a labores de restauración paisajística.
Una visita rápida a la ladera que rodea el Centro de Mayores no me depara sorpresa alguna. Albergaba la esperanza de encontrar algún ejemplar de piña de mar, pero vano fue el intento y la observación. Una serie continua de hoyos realizados en el sustrato escoriáceo con maquinaria pesada delata el intento de llevar a cabo una repoblación de la misma. Nada prosperó, los hoyos siguen allí dando la fea imagen de un paisaje lunar abandonado. No obstante, si el objetivo era repoblar con pinos marinos como los que sobreviven al pie de esta ladera dentro del espacio privado del Centro, me alegro que no haya prosperado. ¡Qué le cuesta al ser humano hacer un estudio previo del lugar a intervenir y trabajar luego con la naturaleza en su regeneración y no como obra habitualmente, de espaldas a ella en un intento, vano la mayoría de las veces, de enmendarle la página ubicando plantas y especies botánicas donde no deben ir y que, una vez retirados los primeros cuidados de riego y control, se perderán irremediablemente! Si observáramos aquello que la naturaleza nos manifiesta, veríamos como dentro de este espacio de ladera, al pie del mismo, un manchón verde, cubierto de hermosas flores con pétalos blancos y capítulos amarillos se ha formado de forma espontánea, sin máquinas, desvelos humanos ni riegos continuos. Se trata de media docena de magarzas de costa (Argyranthemum frutescens), endemismo canario que observamos cada vez con mayor rareza en el litoral teldense, siendo una especie muy apropiada para repoblar y recuperar la flora costera, tan necesaria para poner en valor tanto paisaje degradado.
La vista se vuelve ahora al oeste, en busca de las cumbres de la isla. Es, lo decíamos al comienzo del artículo, la dirección que hemos tomado para acceder a la cúspide de La Atalaya. Con escasa pendiente, observo en primer lugar la ocupación de la cima de la montaña con los garajes y aparcamientos antes señalados. Tras ellos se cierra el núcleo urbano de Playa del Hombre. Observo luego una extensión de terrenos rústicos que aún conservan las huellas de su pasado agrícola pero que aspiran a una pronta recalificación en suelo urbano. La proximidad de una urbanización: Costa Jardín y de un centro educativo parecen animar a esta ampliación del núcleo habitado. Tiempo al tiempo.
Mi vista se eleva para ver los terrenos rústicos que separan las urbanizaciones de la costa del polígono industrial de Las Rubiesas. Hasta aquí baja el corazón de Telde, urbanizado en sus periferias, en este caso con Los Picachos, El Calero Alto, El Calero Bajo, Casas Nuevas...
Más arriba los conos volcánicos de Lomo Magullo y montaña Las Palmas. Cierra el horizonte observado las estribaciones montañosas de las cumbres de la isla.
Respiro hondo, estoy satisfecho del análisis realizado. Es ésta mi primera montaña pausada, mi primera montaña sentida y soy consciente y me duele la pérdida patrimonial y biológica en esta montaña. Sé que es el desarrollo económico del lugar quien ha supuesto el empobrecimiento de este espacio, pero ¿era esa la única opción posible en la gestión del territorio? Estoy convencido que no.
Nada va a cambiar para la montaña el alcance de tales reflexiones, pero sí podría ser un punto de inflexión a la hora de actuar sobre otros territorios, otras montañas, cuyo patrimonio aún tiene una posibilidad -no de sobrevivir, pues tal término las hace dependientes de una especie, la humana, que injustamente decide sobre su existencia-, de convertirse en una fortaleza, una luz de esperanza que nos muestre la dimensión y valía del ser humano que las respeta, las habita y las vive. Que las siente como un valor más, dentro del conjunto de espacios y especies que habitan la isla.
Me alejo de la montaña con un sabor agridulce, sé que de no radicalizar la protección de la misma con el cierre total del espacio y una campaña seria de información, concienciación y educación sobre los valores de la misma -esto no es nada nuevo ya que este tipo de cerramientos se ha llevado a cabo en múltiples lugares de la isla: Tufia, Balos, Cuatro Puertas...- la población de piñas de mar tiene los meses contados, acaso algún año, depende del nivel de incidencia que sobre el espacio supuestamente protegido sigan realizando los visitantes asiduos y sus mascotas, perros y gatos, así como la nueva población que se incorpora a la montaña.
Me detengo y vuelvo sobre mis pasos. Me acerco a una piña de mar, me agacho y sonrío.
- Sigues ahí -susurro a sus hojas-. Sé paciente. Eres una especie muy valiente. No albergo mucha confianza, pero espero de mis congéneres protección para vuestras plantas, un poco más de respeto y mayor cordura. Vendré a verte muy pronto, con tu próxima floración.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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