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miércoles, 21 de junio de 2023
En el milagro de la vida no existe principio ni final, sólo camino

Dedicado a las compañeras y compañeros del departamento de Biología del IES El Calero Telde
por los años compartidos. Al resto de profesorado, personal de administración,
mantenimiento y limpieza. Al alumnado por todo aquello aprendido con ellos y enseñado,
por tantos momentos disfrutados en su compañía durante mi período de docencia.

La vida de cualquier ser vivo se escribe un instante tras otro. Como seres humanos elucubramos sobre el futuro, trazamos planes de futuro y hasta hipotecamos el dinero no ganado con el pensamiento puesto en futuro.
Y así la vida, los seres humanos la escriben a diario con perpectiva de futuro.
Tal vez deba ser así, ni soy filósofo ni creo que la respuesta admita una trivialidad manifiesta, pero en esta hipótesis sólo encontraría una justificación razonable, si no perdemos de vista otra perspectiva, la realidad del presente.
Y es que el presente no es perspectiva, es real, está sucediendo ahora. Yo puedo pensar que dentro de media hora estaré disfrutando de un buen vino -no puedo sustraerme a pensar en un Mencía de la Ribeira Sacra que he puesto a enfriar, mecánicamente, sin pensar que estaba obrando en futuro al adelantar el momento de degustarlo-, acompañado con unas cuñas de queso de los altos de Guía -esos manjares semicurados procedentes de cualquiera de esos rebaños de ovejas que observamos en los pastizales por donde transcurre el Camino jacobeo insular y a los que reconozco veneración gastronómica-, unas aceitunas de Temisas aliñadas como se ha hecho siempre en este bellísimo pago que acerca a nuestra memoria imágenes de oasis y palmeras, y un pan bizcochado de la Aldea -¡qué placer se siente al escacharlo con un golpe suave y seco dado con el puño y abrir luego la bolsita que lo contiene para embriagarse con el aroma a pan horneada-, pero es sólo eso en este momento, un pensamiento predecible que puede suceder o no.
Lo real es que estoy tecleando en el ordenador, disfrutando de mi reciente paseo matutino, esta vez por la lengua de lava que desde montaña de Malfú, en Ingenio, se dirigió en dirección sudeste, buscando la costa, sin llegar a ella.
Puedo hablar ahora de esta montaña pues son recuerdos recientes, de hace apenas un par de horas, una experiencia vivida, pero no puedo hablar del vino y su buquet, del aroma del queso y su untuosidad, de la exquisitez de las aceitunas cogidas a mano y aliñadas con la experiencia de viejos olivareros de Temisas, personas que siempre han mimado sus olivos.
Y no puedo hacerlo porque no ha sucedido aún.
Traigo esto a modo de reflexión porque a lo largo de la vida de una persona, múltiples hechos y circunstancias nos acercan a la realidad del presente con una fuerza devastadora, con una intensidad extrema.
Unos son desgarradores, muchas veces incomprensibles desde una mente cerrada a la realidad biológica, y causan mucho dolor. Otras son de una alegría tal que el corazon no cabe en el pecho y el rostro se ilumina mostrando una eterna sonrisa. Es así como asistimos a la muerte de unos y al nacimiento de otros. Las personas nacen y mueren. Nada extraño en el mundo biológico. Es el ciclo de la vida que, muchas veces, nos parece lógico y entendible cuando sucede en el mundo animal restante -a veces nos cuesta sentirnos pertenecientes a ese Reino-, pero que nos sorprende siempre en el mundo animal humano.
Es por ello que una década despues, tal vez algún año más -desde la distancia que proporciona la jubilación los años se convierten en décadas sin apenas darnos cuenta-, deseo rescatar una poesía personal -de las escasas poesías que he sido capaz de escribir pues me sobran los dedos de una mano para contarlas-, dedicada a una compañera del trabajo, a una amiga del departamento de Biología, de nombre Dolores. No es necesario añadir apellido alguno. Era Dolo para sus compañeras, para sus compañeros, y así será ahora para quienes me están leyendo.
Quedaba apenas,
la trémula llama encendida
de un corazón enorme.
Se agotaban sus pulmones,
aunque jamás estuvieran cansados de vivir.
Aquellos que tantas veces,
habían insuflado aire a sus cuerdas vocales
para verbalizar anatomía humana a sus alumnos.
Apenas, sí, pero... fuera del aula,
en el jardin de la entrada,
la vida golpeaba con fuerza
en el corazón del drago.
Transcurría el mes de julio
de un tórrido verano.
¡Ya toca! -gritó un código genético,
con voz silenciosa.
¡Es el momento! -afirmaron los gametos,
igual de enmudecidos.
Y mientras se extinguía la llama,
callando para siempre tantos relatos de la vida,
florecía en el jardín el árbol milenario.
Cientos de flores, ahora ya semillas,
surgieron aquellos días de dolor y ausencia,
trocóndolos así en futuro y esperanza.
Era su primera floración,
tras quincde años de espera adormecida.
Ahora, en este preciso instante,
junto al drago,
esperando todos que maduren
las semillas del árbol de la vida
para plantarlas luego,
en el corazón de los recuerdos,
tus colegas de siempre, te despiden
con el saludo habitual, ya una quimera:
Hasta mañana Dolo, compañera.

Juan Francisco Padrón, admirable docente, persona de una honestidad y valía extrema, con una exquisita sensibilidad ante la vida y sus momentos, diseñó una tarjeta plastificada para darle un último adiós junto al drago.
La tarjeta, de forma rectangular, presentaba, sujeta a ella, un minúsculo saquito de tela color crema, casi blanquecina, portando en su interior una semilla de drago, de ese drago florecido por primera vez en los jardines del centro. El pequeño hatillo estaba cerrado con una fina tira de platanera -homenaje a todo un pueblo de agricultores que ha reciclado siempre los productos del campo, sin necesidad de reconocimiento alguno como activista medioambiental, ni saber de una máxima esencial a la hora de enfrentarse a la problemática de los residuos: reducir, recuperar, reciclar, reutilizar-, porque, para ellos, ningún material era desechable, todo material tenía un segundo uso y un tercero, y un cuarto, en suma, todo era reutilizable.
La tarjeta, en su cara frontal, reproducía fotográficamente una hermosa flor con la inflorescencia del drago. Una multitud de flores blanquecinas con su corazón rosado simbolizando la generosidad de la fecundación, la imparable fortaleza de la planta ante el milagro de la vida.
En el dorso de la tarjeta, bajo el título que aparece como subtítulo en este artículo: “En el milagro de la vida no existe principio ni final, sólo camino”, los sentidas palabras, los sentidos versos de un caminante más por la vida, éste quien les escribe.
Sea este un pequeño homenaje de gratitud a todos aquellos que me acompañaron en el camino de la vida y que, por razones diversas nos han dejado y transitan ahora un Camino nuevo. Todo el abanico posible de razones tratan de justificar una verdad irrefutable: la muerte es inherente a todo ser vivo. Son tantos los nombres que a duras penas recuerdo algunos de ellos. José Luis, Jaime, David, Elena, Ignacio, Atilano, Ángela, Salvador, Magdalena, Jesús, Obdulia...
Justo en este preciso instante considero que el artículo está ultimado, guardo el archivo y apago la pantalla del ordenador. Cierro los ojos, respiro hondo y espero, son muchos los recuerdos.
Me levantaré luego y, sin pausa alguna, ante un mar plato y un cielo sereno, descolgaré la piragua del garaje y, con mucha calma y mayor sosiego, puesta la mirada en el horizonte, me dirigiré a mar abierto.
Sé que es futuro, eso no lo niego, pero presente lo haré si no hay contratiempos y veré entonces la costa desde aquel oteadero. Las Palmas al norte, Arinaga al sur, más lejos, y dejando la pala en reposo, la piragua en suspenso, respiraré hondo el salitre de este útero materno que es para la vida de todos nosotros, el maltratado oceano.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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