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El Camino de Santiago (II)

miércoles, 21 de enero de 2009
EL CAMINO DE SANTIAGO: APROXIMACIONES Y DESVÍOS (I)

I. EL APÓSTOL SANTIAGO

Es apreciable que a un Santiago realista, deseoso de aposentarse con Jesús en una “celestial” tienda en el episodio de la Transfiguración, suceda al término de su vida un Santiago decapitado por orden de Herodes, el protomártir de aquel grupo selecto de discípulos; martirio que será, para siempre, una de sus definitorias divisas. Entre ambos sucesos, otra de sus banderas, el Santiago misionero que recorre la Península Ibérica con el mensaje de Cristo (que perdura a lo largo de los siglos).

Durante el Medievo, como consecuencia de la contienda entre mahometanos y cristianos, su figura se convertirá en el “Soldado de Cristo”, en el protector de los ejércitos hispanos, lo cual servirá de fundamento a su otra insignia: el patronazgo de la Cruzada en que vino a convertirse, por designio del Papa Inocencio VIII, la Reconquista.

Si hoy nos choca, y hasta a muchos molesta, esta invocación guerrera que se sitúa en los virtuales brazos de la leyenda, debiéramos ubicarnos a la hora de una sana interpretación, en aquella época -la Edad Media- de lucha religiosas y conflictos fronterizos, en los que Papas y Obispos desempeñaban misiones políticas y aún bélicas. Disponemos de un buen ejemplo en Galicia: el arzobispo Gelmírez era un auténtico poder fáctico; amigo del Papado Romano, se hace cargo de las Sedes de Mérida y Braga, además de la propia de Compostela, y conseguirá por doquier valiosas reliquias y el Jubileo Compostelano. Más allá de lo eclesiástico, será decisivo en las luchas entre nobles y villanos gallegos, y en la implantación de mayorazgos y aún de reinados (el de Alfonso VII ); incluso promueve una Armada para defender las costas gallegas.

Constituían pues una triste realidad las Cruzadas, la Guerra Santa (que, por momentos, reverdece). Entre aquellos islamistas, Abu Jakub, sueña con la irrupción de un níveo caballo delante de sus huestes y, tras asediar Cáceres, en efecto, arrasa a los Caballeros de Santiago. De modo similar, montado sobre un caballo blanco, el propio Santiago sobrevolará el campo de batalla y conducirá a los cristianos a la victoria en las Navas de Tolosa.

Este simbolismo nacional-religioso que ahora nos parece banal y retórico, entonces era un evidente supuesto, y frente al moro Santiago cristaliza como símbolo hispánico; llevará siglos después el cristianismo europeo (occidental) con la Cruz y los brazos abiertos a las Indias ¿Hasta qué punto existió esa percepción de un Santiago de la Hispanidad que vuelca por el mundo la cosmovisión de la Universitas Christiana, en un tiempo en el que se comenzaba a forjar la actual España en lo geográfico y lo espiritual (N.S.Morales)?

Quedémonos, al día de hoy, en que a un Santiago realista que se duerme cuando Jesús reza angustiado pocas horas antes de su Pasión, sigue un Santiago trascendente, iluminado ya por el Cristo resucitado, que se encargará de propagar la doctrina de la Resurrección hasta el último rincón del mundo conocido: la Galicia finistérrica.

Cuenta la historia eclesiástica que los discípulos Teodosio y Anastasio recogieron su cuerpo decapitado y lo ocultaron para que no cayese en manos de los judíos; abandonan Judea y en barco se trasladan, en feliz travesía, hasta las costas de Galicia (siguiendo, al parecer, la ruta que utilizaban los fenicios, de modo regular, hasta las islas Casitérides en busca, y comercialización, del estaño). Por la ría de Arosa arribaron en Padrón, e Iria Flavia, dónde depositan los restos “quebrados” del Apóstol en una sepultura que ocultan bajo las piedras. Toda precaución era poca en esta zona marítima invadida repetidamente por gentes del Norte, los normandos, y que también es alcanzada por los no menos belicosos árabes.

Sin embargo, ni el tiempo ni los invasores hicieron olvidar a los lugareños el recuerdo de la Santa Reliquia, y en el siglo IX se descubre el sepulcro del Apóstol Santiago que “desde entonces va a ser uno de los protagonistas de la Historia de la Iglesia, tanto en la Península como en el resto de Europa” (G. Costoya).

Lo fundamental es que allí, en torno al sepulcro, se determina el origen y la base del culto a Santiago que, superando fronteras, siembra un camino de espiritualidad, motor y eje de la comunidad cristiana, de la Iglesia Peregrina.

Aquella Cristiandad expandida desde Roma hacia los países francos y germánicos, estaba siendo, durante la Alta Edad Media, constreñida y ahogada en nuestra Península por los árabes en una reducida franja norteña. Se entra así en las turbaciones amenazantes, apocalípticas, del Milenio, en tiempos de revuelta Historia (en Galicia, destrucción de Santiago, Orense y Tuy), mientras se comenzaba a fraguar el Occidente Cristiano. Roma había conseguido, en efecto, la unidad de la fe y de la disciplina eclesiástica e irradiaba nuevos aires civilizadores. Torrente Ballester se pregunta con sutil intención: "¿Porqué el primer momento emocional de la unidad europea no se hizo alrededor del sepulcro de Pedro y sí junto al de Yago?”. Le parece inevitable una hipótesis diferencial entre lo intelectual y lo emotivo, entre la fe vigilada por Roma, y la unidad de sentimiento que Compostela novedosamente representaba, y que centraría las centurias siguientes).

Pero sigamos a la busca de más esclarecimientos. Hoy nos cuesta entender las excelencias del culto a las reliquias de los santos como se comprendía en el mundo cristiano de siglos pretéritos: motivo, a veces, de litigios ingenuos cuando no de contiendas sangrientas, de inauditos robos sacrílegos, de trueques o vil comercio, y confundiendo, en ocasiones, lo sacro con un simple amuleto ó una superstición (de reliquias cuya ubicuidad ya era, de por sí, todo un milagro). Ahora debemos situarnos, razonablemente, en el ámbito de la doctrina y de la fe, más en la invariación de la creencia a lo largo de los tiempos que en la devoción a reliquias específicas (qué también): en la veneración más abstracta que sensorial, en esta caso, a un amigo de Cristo, Santiago, enviado para la prédica del evangelio a los pueblos más remotos de la primigenia Hispania.

Cuesta admitir esta personal venida del Apóstol ¿pero no viajaron profusamente los llamados locos de Cristo, en el siglo VI, como Juan Mosco (autor de gran influjo en la religiosidad de Oriente y Occidente) que nacido en Palestina recorre Siria y Egipto, y llega hasta Roma, dónde muere en el año 634?

¿No hay una tumba relicario de San Lázaro, en Autun (Borgoña), con sus restos traídos desde Betania, en Palestina?, ¿Y no trasladaron a Bari, desde Asia Menor, las reliquias de San Nicolás?

¿Resulta más verosímil que los discípulos de Prisciliano, el consabido hereje gallego, trajeran su cuerpo, a hombros, desde Tréveris -en el sur de Alemania- hasta Galicia?

Nos preguntamos las gentes contemporáneas si estarán los huesos de Santiago Apóstol dentro de la urna de plata, en la cripta situada bajo el prebisterio de la Basílica Compostelana, y a muchos les parece una circunstancia poco probable a sus ojos de una estricta razón laica. Será difícil, bajo tal mentalidad, y desde la moderna historiografía, la criba y verificación de hechos reales, inusuales ocultaciones, metáforas y mitos, pero de lo que no cabe duda es que, históricamente, desde Compostela se expandieron las cartas de Santiago, sus enseñanzas: la noticia evangélica propagada por un testigo ocular de la vida y resurrección de Jesús, que fertiliza la fe de una cristiandad incipiente ¿Cabe mayor legado que éste? ¿Al lado de una creencia tradicional en el Sepulcro y en las reliquias, de más de mil años, puede existir un testamento mejor que su Palabra?

En subsiguiente orden de preguntas ¿importa mucho que sea un campo de estrellas al que corresponda la originaria denominación de Compostela, sea un bosque animado, ó un lugar de entierros (compost), como otros proponen? Tal vez, tan enigmático emplazamiento proceda de la aparición de flamígeros fuegos fatuos: el desfile, en el paraje, de luces movedizas propias del gas metano desprendido de sustancias en descomposición de los cadáveres, observadas con asombro en el anochecer por un pastor, o por un bardo extraviado, que, tras el sobresalto del momento, encuentra la luminosa metáfora de una estrella desprendida o el suceso coincidente de una lluvia de estrellas fugaces derramándose sobre el misterioso campo. Y cómo, sin tardanza, un clérigo estudioso y observador mentará la Vía Láctea como camino a seguir.

De cualquier forma, ha permanecido Compostela designación elegida por el uso, cual “campo de estrellas". Y tampoco conviene subvertir la intención y el alma deseada de ciertas palabras.

La Iglesia recogió las significadas cenizas de los muertos allí sepultados, Santiago y sus dos discípulos, de acuerdo con la tradición popular -la creencia firme en un sepulcro sacro- y propagó tal mensaje religioso del amigo del Señor, Santiago, para herencia perdurable; primero, por vía local y, después, por el universal cauce del Camino, a toda la Comunidad Cristiana. Transformará así la iniciada Ruta Peregrina, con el tiempo, en un eje de integración occidental, de fraternidad religiosa, liturgia, fe, arte y sabidurías.

Que parezcan existir otras rutas idénticas, anteriores al Cristianismo, de carácter mágico, pregonada por “adoradores del sol” que apuntan hacia el Occidente último y coincidentes con las latitudes próximas al paralelo 42º 53 de Compostela (Estella, Padrón, Noya), no resta valor a la existencia y perdurabilidad de un culto de conversión y perdonanza, de una devoción a Santiago que llega a nuestros días y que ha conducido hasta este rincón apartado del mundo, durante muchos siglos, a millones de peregrinos en busca de la serenidad de su espíritu.

“La leyenda no nace nunca sin un hecho cierto que adorna luego con fingidos pormenores. La leyenda no crea, si no que se limita a ornamentar con el prestigio de sus vanas hojarascas. Un relato de tan enorme trascendencia no puede nacer de la pura invención de un clérigo, sino que es preciso un acontecimiento que haya impresionado fuertemente a toda una generación” (M. de Lozoya).

De parecido tenor son los comentarios recientes de T. Burckhart, al negar que el símbolo proceda del inconsciente colectivo: "el contenido del símbolo no es irracional, sino suprarracional”.

II. EL SEPULCRO DEL APÓSTOL SANTIAGO Y LAS PEREGRINACIONES
Digamos ya que los primeros textos que recogen la existencia del sepulcro de Santiago Apóstol corresponden, con fidelidad, al siglo X.

A los Reyes Alfonso II el Casto y a Alfonso III pertenecen las iniciativas conducentes a la construcción sucesiva de los primeros templos, de influencia asturiana y visigótica, en torno a la tumba, y a convertir las disputas contra los árabes en materia concerniente a toda la Cristiandad; a favorecer el peregrinaje a Santiago (predicado al principio como complemento de la cruzada bélica y, después, como trayecto de penitencia, económico y cultural).

No menor impacto tuvo Carlomagno al promocionar el Camino. Su visita a Compostela no está documentada y sólo nos queda la manifiesta intención -su sueño- de realizar tal peregrinación. Es lástima que tan imperial personaje no haya sido el primer peregrino de allende los Pirineos.

La fama de la Ruta Jacobea, no obstante, creció con inesperada rapidez como aventura espiritual y a favor de una inestimable oportunidad (“Compostela vino a ser para los cristianos la Meca de los musulmanes”), y si sus primeros visitantes fueron gentes acaudaladas y nobles con abundante séquito, así los obispos de Puy, de Maguncia o de Montserrat, o políticos como Guillermo de Aquitania o los citados Reyes asturianos, pronto se trasladó a las gentes sencillas del Centro y Norte hispánicos y del resto de Europa (teutones, galos, flamencos) la difusión del espíritu comunitario de la Peregrinación a la ciudad santa de Compostela, en sana competencia con Jerusalén, de arduo acceso, y con Roma que no dejaba de ser el pilar y fundamento de la Iglesia.

El apogeo de la ruta santiaguesa se sitúa en los siglos XI y XII, con Alfonso VII, y por la influencia de la Casa de Borgoña, los monjes benedictinos de Cluny y el Papado Romano (Calixto II). Y, desde luego, bajo el mandato del obispo Gelmírez.

Santiago se convierte, por entonces, en el poder dominante de la Cristiandad y, enseguida, será más visitado que San Pedro en Roma.

Transcurridos unos pocos siglos, sin embargo, se inicia una decadencia que coincide, en parte, con el término de las guerras religiosas de Carlos V y su retirada a Yuste (Las magnificencias del Camino Jacobeo se sitúan, curiosamente, entre Carlomagno, cuya coronación se corresponde con el hallazgo del Sepulcro, y Carlos V no menos emperador y coronado, según recordaba Otero Pedrayo).

Es notorio, que los ingleses invaden Galicia, en 1589, destrozan Compostela y pretenden, con un inaudito afán destructor, aniquilar los restos del Apóstol, pero el arzobispo Don Juan de San Clemente lo impide, ocultándolos oportunamente y evitando así su profanación.

Sería con la Reforma y la fuerza del protestantismo luterano cuando decaen las peregrinaciones europeas a Galicia. Tampoco los franceses se identifican ya con un Santiago demasiado español. La Inquisición, la picaresca, los robos y asaltos a los viajeros, las contiendas políticas, arrinconan la Ruta Peregrina a un plano nacional. Logrará sobrevivir, sin embargo, gracias a la creación de nuevas indulgencias, a la instauración de periódicos Jubileos y a una mejor defensa de los peregrinos por las Ordenes Religiosas de los Caballeros de San Juan y de Santiago, sin olvidar el acondicionamiento de las vías, la construcción de puentes (decisivos en la formación de núcleos de población), albergues y hospitales.

No faltaron, en toda época, las visitas de peregrinos famosos: San Alberto, Santa Isabel de Portugal (la Raiña Santa), la participación de Santo Domingo y, sobre todo, la concurrencia de San Francisco de Asís fundador de hospicios y conventos, que ejercerán una notable repercusión sobre la colectividad cristiana.

En el siglo XVII se conservó a duras penas la fe en el Sepulcro del Apóstol, con el apoyo de la tradición popular y gracias al pueblo que lo sigue venerando. (Aunque persistieran las dudas en torno al fundamento histórico-religioso de la ciudad y a la piadosa leyenda).

Hasta que el Cardenal Payá ordena, con decisión, a finales del siglo XIX, realizar las excavaciones pertinentes en busca del Sepulcro y tiene la prodigiosa suerte de encontrar el lugar y los restos del Apóstol. Comunica al Papa reinante, León XIII, la gran noticia, el cual tras la realización de las rigurosas pruebas de autenticidad emite la Bula “Deus Omnipotens” (1878) y motiva el resurgimiento de la Ruta Jacobea: Puede hablarse ya de la Peregrinación moderna (G. Costoya). Otra vez se vuelve a la “Iglesia Peregrina”.

Si, llegados a este punto, pretendiéramos enumerar los caracteres y las repercusiones aportadas por el Camino Jacobeo y las Peregrinaciones, me atrevo a citar las siguientes:

1. Su carácter supranacional y político-religioso, a partir de la incitación de Carlomagno, y de las directrices propuestas por la Casa de Borgoña, la Orden Benedictina de Cluny y el Papa Urbano II, tal como hemos citado.
Las aportaciones y complicidad de los Reyes (y, en especial, de las Reinas) de León, Asturias, Castilla, Navarra y Aragón, y las colaboraciones locales de los Obispos y próceres gallegos, en particular las del Arzobispo Gelmírez, el máximo impulsor en la construcción de la Catedral y de la Sede Eclesiática, y en la defensa de las Peregrinaciones.

2. El impacto comercial y civilizador que favorece el fomento de la arquitectura religiosa y civil, y los movimientos artísticos: se construyen templos, monasterios, catedrales, puentes, calzadas y viales, albergues y hospitales.

La transferencia de la cultura transmitida, oral y escrita, que recorre los monasterios y santuarios de Peregrinación (literatura, astronomía, derecho, filosofía, teología, medicina).

La movilización de personas, riquezas y capitales. El Camino y las ciudades, y Santiago muy en particular, se tornan lugares abiertos a los cambistas y negociadores, a los comerciantes, banqueros y prestamistas; a las grandes ferias y mercados.

La repoblación demográfica en torno al Camino (galos, hispanos norteños y mozárabes del sur y de levante) que hacen florecer y prosperar a los burgos y al campo: el desarrollo agrario. Del mestizaje irá brotando la nueva burguesía, y con la ayuda de nuevas normas jurídicas y administrativas, y la protección sanitaria, se colocan los fundamentos sociales y económicos de una nueva Humanidad.

3. La recuperación de lo sagrado. El retorno a la vida espiritual que vivifica y trasciende. Las vidas ejemplares a seguir propias de la Ruta Jacobea, desde el Patrón y mártir Santiago, a San Francisco, pasando por Santo Domingo, San Juan de Ortega o Santa Isabel, y de tantos y tantos santos, clérigos y eremitas, y a través de los prodigios extranaturales que se les achacan.

El fenómeno emotivo que suele producirse en los viajeros, sobre la fe religiosa, la penitencia o la gracia el encuentro existencial con uno mismo devoto, jubilar y trascendente, que supera a cualquier otra experiencia viajera. Bajo el peso de la mochila o con los ruidos del automóvil, más allá de una percepción estética o cultural se movilizan las emociones más profundas, hasta conformar algo más que “un bello cuento de hadas” (se puede iniciar el Camino de aventurero o turista, pero se termina siempre como peregrino).

Por eso no cabe hablar, a propósito de la Peregrinación, de deleznables bases tradicionales ni de taumaturgias ingenuas o infantiles, como algunos pretenden, bastará observar, por encima de la fascinación estética la emocionada espiritualidad que brota al situarnos frente al Pórtico de la Gloria -meta del Camino- para autentificar la fe de esos miles de peregrinos que, arrobados, lo han contemplado. Y no menos autentificador, junto al culto a las reliquias, es “el milagro de la persistencia del Camino, su triunfo sobre el tiempo, su continua invención como tradición europea y universal” (Vázquez de Parga y al.).

Las Peregrinaciones originaron pues grandes movilizaciones de gentes que por motivos religiosos, en el Occidente cristiano, caminaron hasta Compostela. Y no todos los peregrinos centroeuropeos, incluso en la peor época del Camino, eran personas que habían perdido la razón, como pretendían los luteranos; ahora, ya lo mencionamos, amigos suizos -cultos, cuerdos y católicos- lo han realizado, a pie, desde Einsiedeln (Swyz) hasta Santiago, desmintiendo tanto a aquellos protestantes, como a tanto intelectual de por aquí, de verbo fácil e insidioso, eruditos falaces, cuando no mal intencionados, que pretenden para el Camino una visión exclusivamente cultural o turística que sería suficiente, según ellos, para explicar su alcance universal.

Y va siendo hora de concluir este apartado: La Peregrinación, en el 2004, otra vez un movimiento de masas, no debiera ser un Camino para la frivolidad, tan sólo turístico y recreativo, favorecido por los transportes actuales y los medios de comunicación. A parte de su significado personal, estético o espiritual, nunca ha dejado de ser la cuna y crisol de Europa, una ruta de misterios, perdones y prodigios, un encuentro con la Historia religiosa y política de Occidente y máximo vector cultural y religioso durante siglos: el permanente fermento de la unidad de Europa y de la fraternidad cristiana.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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