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Un pueblo triste

jueves, 18 de mayo de 2023
No, no se trata de buscar culpables, porque, si bien alguno puede haber, ciertos problemas son coyunturales y evitarlos no es una labor fácil, pero lo cierto es que, si uno se retrotrae en el tiempo cincuenta años, puede observar que aquella alegría, aquel dinamismo, aquel trasiego de personas, aquella esperanza de mejorar que tenían las gentes de nuestros pueblos hoy ha desaparecido y se observa como languidece la vida en un ocaso de tristeza. Y la gente mayor que lo habita, esperando su turno en el reloj de la eternidad, se sumerge en un pozo de nostalgia. Si, esperan entre pequeñas empresas, comercios y bares que cierran; soportando con indescriptible estoicismo, un cada día más precario sistema de salud; siguen echando sus partidas de cartas sólo soñando con exigua pensión que les permita subsistir; pasean con indolencia, después de sus ya tradicionales tertulias de churros y rutinarias labores familiares. Este si que es un País para viejos.

Tres son las causas de este declive de nuestro pueblo: falta de oportunidades laborales, abandono de la administración y pasotismo cívico.

Galicia padece este nefasto conservadurismo de caciques y la maldición, desde tiempo inmemorial, de la única industria que no quiebra: la emigración. Porque aquí no hay posibilidad de desarrollar las capacidades para las que muchos chavales están preparados. Es entonces cuando los padres se quedan solos, es cuando las casas no tienen sentido, es cuando las familias sufren el desarraigo, es cuando las viejas amistades quedan atrás y los sueños se desvanecen para emprender cada cual, con su soledad y sus lágrimas, el camino de la emigración.

Cuando los hombres han perdido, si han tenido, la esperanza de transformar la sociedad y corregir los defectos del clásico y rancio inmovilismo, resulta comprensible, aunque no deseable, el cansancio, la indolencia, el fatalismo y esa tristeza que nos inunda al ver el devenir e imaginando que nuestros pueblos se convertirán en camposantos. Les ocurrió a miles de aldeas, ante la general indiferencia, y hoy sólo sirven para ser morada eterna de sus antiguos vecinos y refugio de soñadores. Y después de las aldeas le toca, desde ya hace tiempo, el turno a los pueblos. La tendencia actual es que las grandes ciudades concentren al personal con sus ventajas y desventajas. Quizás debiéramos replantearnos ese camino y valorar, si es lo deseable, además de sopesar la influencia del ya aquí cambio climático. Que se apiade de nosotros.

El fenómeno del declive de los pueblos, que es general, no es nuevo y no parece tener fácil solución, pero siempre debe haber esperanzas e ilusión para salir adelante. Y lo que es imprescindible es que haya unión y empuje para sacarlos del atolladero.

Ahora que van a ser las elecciones, debiéramos remar todos en la misma dirección. En todos los partidos puede haber gente válida y es necesario aprovecharla y llegar a consensos sensatos por encima de perjuicios ideológicos. La ideología radical es por definición intransigente. Y, después de haberlas sufrido, convendría sacar lecciones de diálogo y acercamiento.

A nivel autonómico no es de recibo utilizar las instituciones para derrocar cualquier gobierno legitimado por las urnas y las tretas usadas demuestran la mezquindad de sus líderes; a nivel nacional, muchos pueblos como los nuestros se parecen a Teruel. Prácticamente no existen. A nadie se le ha ocurrido dinamizar zonas para descongestionar unas urbes que resultan inhóspitas. Veremos que dice el cambio climático.

Desde mi pueblo, América, Europa, las grandes ciudades, la Mercante... eran lugares de promisión para cantidades enormes de desheredados, expulsados de una Tierra donde la cultura es un tradicional enemigo del sistema caciquil. Una Tierra, carente de lo más elemental como son las escuelas, que tuvierron que ser pagadas por los indianos. Allí, ni carreteras, ni industria, ni políticas de fijación de personal, sólo exportación de mano de obra.

Mientras, los pueblos quedan abandonados durmiendo entre la monotonía y la desidia; menguando cada día a mayor velocidad... Y se convierten en colecciones de casas vacías, aburridas, desconchadas... van envejeciendo entre guadañas de entierros, cansancios de esperas, locos incomprendidos, rezos tan fervientes como infructuosos, sumidos en filosofías tétricas de desolación.

Crece el musgo en aquellos tejados, antaño hermanos de la lluvia; impasibles viven ahora esas casas antiguas, reformadas, soñando con el retorno de los que no volverán; allí quedan, cual palomares, con sus galerías de madera que también se mueren; allí hoy moran arañas que comparten abandono con el polvo de los cuadros; ya sólo el romántico evoca las canciones de los besos de amor de las viejas melodías de los días de alegría; o lo saluda en silencio el viejo reloj de pared preguntando qué fue de la mano que acariciaba su péndulo y si tal vez algún día sabrá lo que es la eternidad. Es gratificante la curiosidad.

En la nostalgia deambulan los sueños infantiles entre ratones y murciélagos que huyen; en la cocina, en el trasiego de las ollas, se oyen los ecos de la mejor mamá del mundo, tierna y generosa, dando órdenes; hay ruidos familiares de lluvia y ecos de ausencias; por las escaleras sube el pisar cansado de papá que viene de trabajar; desde la cama se oye también el trajín de la panadería y por algún resquicio entra el olor del pan. Huele ¡tan bien! a pan tierno... y sabe a abundancia. Debajo de la galería todavía está el eterno nido, patrimonio de la humanidad, de las golondrinas que siempre formaron parte de la familia y de... Bécquer.

Por la calle, con más ánimo que fuerza, camina Marcelino con su carrrito de la compra. Descansa muchas veces el hombre. Viene de la fruta para hacerle el zumo a su hermana enferma. Eso es amor y lo demás florituras de la vida. También deambulan por ella la última fauna de ancianos que con su bastón le dan la razón a Machado porque atrás quedan muchos caminos. Ellos siguen subsistiendo, tratando de evitar la caída de cualquier ruina de los tejados, esquivando el frio y ese viento fuerte que arrecia y ahora sustituyó a la lluvia. Ahora la lluvia, más que arte, es necesidad...
Mis queridos ancianos también pasean y descansan por los jardines sin flores, en la antesala del cielo, sonriendo ante la complicidad de los amigos, disculpando el dolor de sus achaques... y se retiran temprano cuando el sol les da la espalda; comen sin gula y con prescripción médica y no les immporta tirar las horas entretenidos ante un televisor inerte. Inerte de contenidos y de objetividad. Ya nada importa demasiado.Es la decrepitud que a nadie interesa.

No dicen nada, pero recuerdan el bullicio de la villa, las rumbosas fiestas, las playas llenas de gente, las romerías y las felices pandillas familiares, aquellos jardines donde había rosas y otras flores y hasta árboles... Un pueblo sin flores es un desierto de sensibilidad. La desidia y la brutalidad son aves carroñeras y, a veces, llegan a los pueblos alcaldes en forma de hormigonera y se cambia belleza por mordida. Es lo que tiene la chulería, la soberbia y la prepotencia que pueden borrar la belleza, el buen gusto y ser padres de otras aberraciones. Decía Víctor Hugo: "Entre el gobierno que gobierna de forma errada y el pueblo que lo permite, hay una solidaridad que da vergüenza". Y en muchos pueblos la indolencia, el pasotismo, la indiferencia y el silencio son muy perniciosos. Para mí, el peor mal de los pueblos.

El mal es esa amalgama de dejadez, pasotismo, desánimo, desconfianza, crítica malsana, indolencia... Convencimiento de que cuanto se haga no vale para nada, pensar que todo el mundo se mete en política para robar, envidias, descalificaciones, inquina contra quien destaca en cualquier faceta, maledicencia... Con una filosofía tan pobre, además de vivir en un infierno, hace falta mucha valentía, mucho optimismo, creer en uno mismo para revertir la situación. Y los pueblos necesitan esa savia nueva, gente dispuesta a superar ese ambiente hostil de negacionismo y desconfianza. Por ello mil gracias a quienes luchan por tan loable meta y sepan que así se labran, en las dificultades y en el ambiente hostil, los grandes hombres. Algunos se lo agradecemos y los animamos a seguir en la brega.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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