Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

La metamorfosis de Hyles euphorbiae

miércoles, 19 de abril de 2023
Una versión original del cuento del patito feo

Dedicado a Jean-Henry Fabre, maestro naturalista francés que me enamoró con sus
observaciones y estudios entomológicas, cautivándome para siempre su visión de la vida invertebrada.

Este año se celebra el centenario del nacimiento de una de las personas más relevantes en el mundo de la etología de los insectos, considerado por muchos como el padre de la entomología moderna: Jean-Henry Fabre.
Era muy joven yo cuando cayó en mis manos un libro de este extraordinario maestro francés, naturalista, humanista, físico, botánico, micólogo, entomólogo, escritor, poeta. Tenía catorce años, tal vez quince, y su obra "La vie des insectes" -La vida de los insectos-, cogida en préstamo en la biblioteca provincial de Lugo, una edición de pequeño formato, tapas color granate y serigrafías de su título y autor, me cautivó en extremo. No puedo precisar si la obra consultada y leída con tanta pasión como devoción se encontraba escrita en español o francés. Estudiaba francés en aquel entonces y los obras de Antoine de Saint-Exupéry, Zola, Mallarmé, Verlaine, Guy de Maupassant desfilaban de la biblioteca a mi casa, aunque algunos párrafos y muchas expresiones supusieran para mí, una barrera infranqueable para su traducción y entendimiento. Así pues, La vie des insectes escrita por un docente con un alto nivel de pedagogía en sus textos, no debía suponer una dificultad mayor.
Jean-Henry había escrito aquella obra en 1910, sesenta años antes de surgir en mí aquella pasión irracional por el mundo de los terrarios, de esa curiosidad -algunas veces estimo que insana pues me convertía en una persona ajena al mundo familiar- que me llevaba a pasar varias horas al día observando qué sucedía dentro de cada terrario, experimentando y anotando los cambios acaecidos en el comportamiento de cada uno de aquellos minúsculos seres invertebrados que poblaban mis jaulas de cristal.
El estudio de depredadores crepusculares y nocturnos como diversas especies de carábidos y estafilínidos me obligaba a vigilarlos durante la noche. Sus técnicas de caza, la manera de devorar sus presas así como elucubrar sobre las razones que les llevaban a abandonar los restos de las presas capturadas me animaban a registrar en un cuaderno de apuntes cada detalle observado por nimio que pareciese.
Recupero ahora, en el año de su centenario, una vieja libreta de apuntes de amarillentas hojas escritas a mano en un principio y, aporreando luego las teclas de una vieja pero entrañable maquina de escribir de mi padre, pasadas a limpio después, donde yo, hace poco más de medio siglo, anotaba con la pasión de un adolescente enamorado del mundo de los insectos, cada detalle de aquellas observaciones.
Me permitirá el lector, bien por deferencia hacia una nostalgia sentida, bien por una bondadosa tolerancia hacia la persona que durante varias decenas de artículos ha tratado de ser su confidente, su guía naturalista por los espacios naturales recorridos, que rescate algunos apuntes que, aunque se nos antojen pueriles en esta segunda década del siglo XXI, son el reflejo claro de la pasión desmedida de un joven y de su extrema candidez.
Será luego cuando les hable del milagro del patito feo, en su versión invertebrada. Será entonces cuando la oruga de la esfinge de las tabaibas se convierta en una hermosa mariposa, gracias a la magia de la metamorfosis.
"6 de agosto de 1971.
He cogido tres cárabos, una mantis y un estafilínido. Los sitúo en terrarios diferentes. En cada terrario introduzco media docena de saltamontes.
Son las siete y veinte de la tarde. Acabo de terminar un trabajo de clase y observo uno de los terrarios. Hay un saltamontes muerto y un cárabo está vaciándole la cabeza. La operación dura cuatro minutos y medio. El saltamontes es de un tamanño semejante al cárabo y yo llego en el momento en que ya lo tiene muerto. Observo como lo va abriendo, del mismo modo que lo pudiera hacer un degollador. Momentos después, introduce su cabeza y con sus grandes mandíbulas va vaciando la del saltamontes. No quiero perder nada de lo que pasa y me propongo viligarlo continuamente. Pasan los minutos y el cárabo deja la presa y da vueltas y más vueltas dentro del terrario. Pienso si estará buscando una nueva presa pues hay varios saltamontes vivos en el interior del mismo o, simplemente, busca una salida. A los dieciocho minutos vuelve. A pesar de las numerosas vueltas dadas por todo el terrario, recuerda perfectamente el lugar donde acabó con la vida del saltamontes ¿puede ser una casualidad? No lo sé. Lo cierto es que está ahí, de vuelta. Esta vez abre más el anterior agujero y termina de devorar el contenido de la cabeza para continuar devorandor el abdomen del saltamontes. Prefiero verlo más cómodamente, sin la tapa de cristal, y la levanto. Mi falta de experiencia hace que el cristal roce con el terrario y haga ruido. El cárabo, sorprendido, se detiene. Para de comer pero sin alejarse de la presa. Silencio. Ni me muevo ni respiro. Al no sentir peligro alguno sigue comiendo como si allí no hubiese pasado nada".

¡Qué recuerdos! Se trata de apuntes infantiles de una mente sincera y sencilla, abierta a la emoción y el aprendizaje.
¡Cincuenta años! ¡Medio siglo que se me antoja un santiamén.
Cierro los ojos y allí están, mi padre y mi madre junto a la cocina de leña, disfrutando de ese corto descanso crepuscular, jugando una partida de cartas. Mamá todo el día pendiente de la casa y de los niños. Papá todo el día trabajando. Mi hermana en su habitación, haciendo los deberes y repasando la lección para mañana.
Y de pronto, la mañana es hoy. Ayer me encontraba en 1971, hoy iniciándose 2023. Ayer un adolescente, hoy un adulto en la senectud, esa tercera edad que dicen, comprendida entre los 60 y los 70 años.
Pero volviendo al hilo de lo prometido:
¿Recuerdan el cuento del patito feo que de adulto se convertía en un hernoso cisne? Nada más lejos de la realidad. A nadie se le esconde, el conocimiento así lo manifiesta, que al fin y al cabo, sólo se trataba de un equívoco, un huevo de cisne empollado por una mamá pato. Sólo era cuestión de tiempo que el supuesto "patito feo" se convirtiera en un "hermoso cisne", pero esto que les voy a contar tiene mucho más que ver con ciencia ficción y, sin embargo, es pura realidad. Por increíble que parezca, observaremos como una simple oruga pueda convertirse en una hermosa mariposa con alas.
A mediados de diciembre del pasado año recorría por enésima vez la montaña de Rosiana en busca de una senda que me llevara directamente al yacimiento arqueológico de Calasio, sin tener que acceder por la otra banda del barranco.
Me extrañaba mucho que, una vez planteada una senda peatonal en el entrada de la finca que permite acercarse a las cuevas del pastor Calasio en el pasado, en la ladera de la montaña y conectada con una pequeña red de sendas capaces de acercar a los visitantes a las diferentes zonas de repoblación y miradores, no se hubiera trazado una que, descendiendo al barranco de Silva, condujera directamente al poblado. Hablamos, claro está, de la finca municipal de Calasio. Y así era. Existía y existe una senda muy definida que lleva al cauce del barranco y al poblado en cuestión.
Me sorprendió el tamaño de los hermosos cardones que se encuentran a ambos lados de la senda, una vereda que se antoja fácil a simple vista, pero que presenta una engañosa pendiente. También sorprende el tamaño de las esparregueras arbóreas con sus tallos flexibles, capaces de alcanzar los tres metros de altura, sobresaliendo entre los tallos del cardón como un penacho verde, pero mi alegría se desbordó cuando descubrí la primera oruga de una mariposa nocturna devorando sin compasión las tiernas hojas de una tabaiba amarga.
Al parecer había llegado su momento, aunque diciembre y enero no pertenezcan a la estación primaveral y por lo tanto me pareciera inusual su temprana presencia. Pero los ciclos vitales los marca el agua y, tras las lluvias otoñales, la explosión de vida vegetal en el tabaibal, la desbordante masa foliar de las tabaibas amargas (Euphorbia regis-jubae) habían despertado también a un comensal herbívoro que, acompañado de centenares de congéneres, era capaz de dejar en cuestión de pocos días las tabaibas en su expresión más estoica, sólo los tallos, carentes de hojas, mentenían vivas las plantas y con ello, la esperanza de regenerar nuevamente, tras el paso de la plaga de orugas, su masa foliar. Era cuestión de esperar a que aquellos llamativos y voraces gusanos hubieran completado su ciclo.
Observé no una tabaiba sino decenas de ellas. En las laderas del barranco de Silva, en la montaña de Rosiana y en los llanos de Calasio, era muy difícil encontrar una tabaiba que no tuviera en sus ramas varios ejemplares de la oruga de la mariposa Hyles euphorbiae tithymali.
Esta mariposa nocturna de la familia de los esfíngidos recibe diversos nombres pues su distribución como especie es muy amplia -norte de África, gran parte de Europa y este de Asia-, aunque como subespecie sólo se encuentra en todas las islas del archipiélago canario donde es endémica. La esfinge de las euforbias o esfinge de las lechetreznas se conoce aquí como esfinge de las tabaibas, lógica denominación si es sobre las tabaibas, y más concretamente sobre la tabaiba salvaje o tabaiba amarga, donde observamos que desarrolla su ciclo como oruga. El caso es que dicha tabaiba tiene un latex tóxico e irritante que hace que la planta sea incomestible para el ganado y eso es un punto a favor de la llamativa oruga.
Me detuve un buen rato frente a una de ellas. De buen tamaño, un tamaño que se superaba holgadamente los ocho centímetros, estaba próxima a iniciar el descenso de la tabaiba y buscar en el suelo un sitio tranquilo para su transformación en crisálida.
Observé con mucha paciencia sus colores y constaté que cuanto más grande era la oruga más lucía su llamativa coloración. Era imposible que un depredador alado, algún pájaro curioso no la llegase a detectar.
Sabía no obstante el significado que tenían aquellos colores en el lenguaje de la naturaleza.
Sin palabras advertían: ¡Peligro! ¡Mucho ojo conmigo! ¡Soy extremadamente tóxica! Era esa la razón por la cual devoraba sin preocupaciones, hoja tras hoja, todos los ramilletes foliares que encontraban al final de cada rama. ¡Qué voracidad! Comenzaba por un borde la la hoja desde su base y como una cortadora de césped, la incorporaba al interior de su cuerpo en unos segundos. Una vez llegaba al ápice su mandíbula masticadora recorría la mermada hoja en dirección contraria y según iba aproximándose al pecíolo, la hoja desaparecía como por ensalmo.
Los verduzcos excrementos que excretaba regularmente daban idea del trasiego de tanta materia vegetal. Excrementos que cambiaban de color en poco tiempo, al llegar a la tierra, volviéndose negruzcos y mermando en volumen con el tiempo pues su mayor contenido era agua.
Saqué decenas de fotografías, tomé notas y busqué otras orugas de menor tamaño. Las encontré y corroboré que variaban en su coloración, no sólo sus cuerpos sino sus patas verdaderas, sus falsas patas con las que se sujetaban a los tallos, sus cabezas y su aparato masticador.
Cuando pequeñas, sus colores eran más tenues, el barreado de sus cuerpos en tonos amarilletos, verdoso y negruzcos eran más suaves, confundiéndose con los tallos y los juegos clorooscuros de la luz al incidir sobre la planta. En esta fase de su desarrollo, el mimetismo es esencial para sobrevivir, al contrario que cuando se encuentra bien desarrollada, en ese momento de su desarrollo lo que busca la oruga es alertar a quienes la vean y mostrarles con su llamativo "semáforo" que lo más prudente es que se alejen de ella.
Y es que cuando son grandes, sus colores son muy llamativos. Tonos negros, amarillos y verdes se suceden en franjas longitudinales. En las franjas negras y verdosas apreciamos puntos blancos sobre fondo negro muy brillante, puntos que con el crecimiento se tornan rojos, el mismo color en que se vuelven sus falsas patas y su apéndice terminal. Contabilicé hasta una decena de estas manchas redondeadas de llamativo contraste cromático por cada lado, conocidas como ocelos. Nada mejor que las fotografías que acompañan este artículo para ver la belleza de esta vistosa oruga y animarles a que salgan al campo a obsrvarlas.
Para desplazarse utilizan todas las patas, pero son los cinco pares de patas falsas la que usan para sujetarse con firmeza a la planta. Las tres pares de patas anteriores son las verdaderas patas que corresponden a cualquier insecto y las utilizan cuando están comiendo -que es la mayor parte del tiempo-, para sujetar las hojas que devoran. Como broche final, su cuerpo presenta en el último segmento del mismo, un apéndice de color rojo vivo que alerta más si cabe de su tóxicidad y proporciona a la oruga la falsa imagen de un aguijón.
Si se siente amenazada eleva la parte anterior de su cuerpo, de ahí el nombre que recibe de esfinge, pues dicha posición recuerda las famosas esfinges de la mitología griega. Si el agresor insiste en el ataque o molestia, regurgita parte de su comida predigerida, una especie de papilla acuosa de color verdoso, aspecto repugnante y desagradable olor.
Su amargo sabor la vuelve desagradable para los posibles depredadores, convirtiéndose de tal modo el látex tóxico de las tabaibas en su mejor aliado biológico.
Regresé al campo de tabaibas varias veces en semanas sucesivas. El proceso de desarrollo de las esfinges se completaba y tocaba a su fin. Es difícil encontrar orugas a finales de este mes de enero.
La mayor parte de las tabaibas amargas se encontraban defoliadas, sus tallos eran simples muñones donde era imposible encontrar el vestigio de una hoja.
Pero la naturaleza es sabia y sus ciclos biológicos llevan asentados muchos milenios. Terminado el festín de las orugas, nuevas estructuras foliares surgirán en las tabaibas. Es cuestión de tiempo que las tabaibas salvajes recuperen su esplendor.
Respiro hondo y dejo mi cuaderno de campo. Cierro los ojos y me dejo llevar. Vistos en perspectiva estos cincuenta años, observo como mi cuerpo envejece, como los sentidos van perdiendo la extraordinaria capacidad de concreción, de captar cada detalle observado, aquellas cualidades sensoriales que nos permitían ver, oler, olfatear, palpar, gustar con increible destreza, identificar con unas simples notas de su canto, con una imagen rápida y fugaz cualquier ave, pero si la mente está abierta a nuevas sensaciones, a nuevos descubrimientos, a una renovada ilusión diaria, jamás perderá el ser humano la capacidad de emoción, de disfrutar de la vida como un regalo diario que nos sorprende con nuevas sensaciones, en resumen, con el ansia de vivir.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES