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Fantasmas

miércoles, 08 de marzo de 2023
Dedicado al extraordinario narrador lucense Anxel Fole, autor de la colección de cuentos: "Á lus do candil" y "Contos a carón do lume" ejemplares obras de la narrativa oral tradicional gallega, que plagaron mis sueños juveniles de lobos, dolientes espíritus y procesiones de ánimas de la Santa Compaña.

Siempre me he considerado un hombre cuerdo. Jamás creería que nada ajeno a este mundo llegaría a perturbar mi espíritu. Así había sucedido siempre, hasta ayer.
Siempre es para mí un poco más de seis décadas y media vividas, una cantidad de años incapaz de presagiar una perturbación mental de tamaña consideración. Un tiempo de vida nada desdeñable, no en vano tales años corresponden a un total de setecientos noventa y dos meses o doscientos ochenta y nueve mil noventa y seis días que suponen, si somos meticulosos y rigurosamente estrictos, la nada desdeñable cifra de diecisiete millones trescientos cuarenta y cinco mil setecientos sesenta minutos. Considerándome en extremo puntilloso, otra cantidad acude a mi mente, es la de mil cuarenta millones setecientos cuarenta y cinco mil seiscientos segundos...
Seiscientos uno, seiscientos dos, seiscientos tres... ¿Qué demonios hago contando los segundos? En verdad es para preocuparme.
Lo cierto es que nada extraño había sucedido en mi vida, una vida apacible y serena como la de tantos seres humanos, hasta que se produjo, así de pronto, el suceso de anoche.
Recuerdo levantarme sudoroso e inquieto. La razón, un sueño tan perturbador como descabellado.
En casa todo el mundo seguía dormido. Sin encender la luz me dirigí a una pequeña habitación -acogedora y entrañable para mí, bautizada como "zulu" por mis seres queridos por el tiempo que paso en ella, que hace funciones de biblioteca, sala de lectura y escritorio a un tiempo.
Sin dilación busqué un libro. Su portada presentaba una sucesión de olas rompiendo en los arrecifes norteños de la isla. Esa era la señal de identidad que esperaba para abrirlo. Mientras lo hojeaba nervioso, mis manos temblaban, incapaces de sostener la certeza de las palabras que estaba buscando. Con rapidez de autor, busqué y encontré su nombre: Eva.
Leí con inquietud aquella página:
"- ¿A qué esperas? No pierdas más el tiempo. No te detengas. ¡Regresa con ella! -fueron sus últimas palabras".
Un sudor frío recorrió mi espalda. Así que era cierto, terriblemente cierto.
Como creador literario del personaje no tenía perdón. ¿Cómo era posible? Había escrito y publicado su historia hacía ocho años y, por una negligencia imperdonable de la memoria, ¡la había abandonado allí!
Allí, no era un lugar indefinido, un escenario inventado a medida del personaje. Allí era un paraje natural concreto. Un lugar mágico, con estética de paraíso, que se encontraba oculto en el interior de un macizo montañoso situado en el oeste de una isla. Cierto es que parecía extraído de un sueño, pero existía realmente. Su nombre: Guguy. ¿La isla? Gran Canaria.
La noche había transcurrido tranquila y sosegada, preludio de una noche como cualquier otra que presagiaba un sueño reparador. Y así fue, hasta el momento en que apareció Eva surgiendo de una especie de calima blanquecina. La silueta de su cuerpo apenas se definía entre jirones neblinosos, pero eran sus ojos, dos azabaches brillando en la oscuridad, quienes confirmaban y dotaban de identidad aquella presencia. Unos ojos cuya mirada provocaba lástima y revelaban en su interior un profundo desamparo, Se mostraban huérfanos de cariño, incapaces de esconder la acuciante necesidad de un gesto compasivo y una mano amiga. Había mucha indefensión en su mirada. Unos ojos incapaces de comprender la razón, el porqué de mi imperdonable olvido. Yo, su creador, era el único responsable del abandono de aquella mujer llamada Eva, en aquella desierta playa.
Cerré el libro con violencia, enfadado conmigo mismo, intentando sin éxito, que el personaje quedara atrapado en su interior, que no pudiera escapar de sus páginas para seguir atormentándome. "Ka i ak, una isla, una piragua y unas botas de montaña", recordé el título de la maldita novela.
A mi mente acudió, con la velocidad del rayo, la trama argumental de la misma y la acción en cuestión. ¡Era cierto, terriblemente cierto! A Eva la había abandonado en la playa grande de Guguy. La había dejado allí, con la esperanza perdida y el corazón roto. ¡Sola!
Me había ido tras las aventuras de Albenes, en su piragua, deseoso de seguir el periplo del protagonista. No volví a acordarme de aquella mujer, una mujer llena de ilusión y esperanza, deseosa de sentir nuevamente la pasión por vivir.
Sentí la garganta seca, una extraña sensación de ahogo atenazó mis entrañas provocándome un sordo dolor. En silencio, sin encender luz alguna, abandoné el despacho en busca de agua. Bebí con avidez de la jarra, sin protocolo alguno, sin educación ni norma establecida. Con exagerada ansia, sintiendo un extraño y perturbador deseo de ahogarme en la misma jarra que vaciaba de un largo y axfisiante trago, de un modo febril y compulsivo, comencé a llorar.
- ¡Culpable! ¡Culpable! -reconocí una y otra vez.
Es entonces cuando soy consciente de que hoy es un nuevo día. Salgo al balcón. Aún no ha amanecido. En silencio me visto con una sencilla camiseta holgada y un cómodo pantalón corto.
Siento la firmeza de las botas de montaña sujetando con seguridad mis tobillos, amarro los bastones de caminar a un lateral de la pequeña mochila, lleno la cantimplora de agua y la introduzco en su interior. No necesito más. Salgo a la calle.
Sin informar a nadie sobre la decisión tomada, comienzo a andar. El silencio es mi acompañante, el único amigo que necesito para aliviar mi dolor.
Son muchos kilómetros de senda. Los mismos que Eva recorrió antes de encontrarse perdida en la playa de Guguy.
Aspiro con inusitada vehemencia los aromas a café recién hecho procedentes del único bar abierto a estas horas en una de las callejuelas del barrio de San Cristóbal. Mi castigo comienza con el acto volitivo de vencer la tentación de tomarlo e inicio la marcha.
Fue aquí donde, por primera vez en muchos años, Eva sintió como la vida regresaba a su cuerpo. Fue aquí donde supo que el camino alivia los males del pasado.
Recordé entonces las palabras del poeta: Caminante no hay camino...
y supe que era yo, muerto en vida, quien debía iniciar la senda y acudir en su rescate que, a fin de cuentas, era el mío también. Sólo yo podría salvarla de una muerte segura.
... se hace camino al andar.
- ¡Estúpido! ¡A punto has estado de matarla! -recriminaba, una y otra vez, mi otro yo, una especie de Pepito Grillo que todos llevamos dentro.
- Lo sé -respondí, sintiéndome culpable.
- ¿Qué vas a hacer ahora?
- Salvarla.

José Manuel Espiño Meilán es escritor, autor de la novela: "Ka i ak, una isla, una piragua y unas botas de montaña"
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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