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Viaje al arte Prerrománico (I)

viernes, 28 de noviembre de 2008
Viaje al arte Prerrománico del noroeste español (I)

Aficionado, tal vez por gallego, a la piedra de trabajada labra, a sus pálidos grises cuando no a sus tonos dorados, y admirador de las iglesias con ella construidas, iré -otra vez de viaje- al encuentro de edificaciones religiosas primitivas, datadas en las honduras del tiempo -entre los siglos VI y X- que de milagro aún perduran en nuestro viejo suelo; una visita al arte designado prerrománico, síntesis creadora de un estilo hispanocristiano a la vez místico y recio, con más de mil años en su trayectoria. Un viaje sin más imperativo que la curiosidad y el placer no sólo emocional y estético, sino también de situarnos en una secuencia histórica virtual y a la vez actualizada: de presencia directa y tangible.

Seguiremos, desde Madrid, el itinerario del Noroeste (en apariencia disperso) por la estela del arte prerrománico que, salvo zigzagueos, discurre a lo largo de la actual autopista A-6 y por alguna de sus vías colaterales. Sobrepasadas las localidades vallisoletanas de Tordesillas y Mota del Marqués accederemos, por una corta desviación a San Cebrián, nuestro primer objetivo, en la franja de los Campos Góticos; en la antigua zona fronteriza, bélica a veces, otrora de largas paces y convivencias, de castillos y atalayas, de yermos o solitarios asentamientos ajardinados. Quizá acierte Jiménez Lozano cuando dice:”los sentires, pensares y vivires de Castilla son ciertamente fronterizos, y para adentrarnos en ellos hay que pasar por un arco de herradura”. Ya veremos de qué manera.

Nos trasladaremos luego a tierras leonesas, al páramo de San Miguel de la Escalada; y ya, desde Ponferrada, a las silenciosas montañas de Santiago de Peñalba, en los Montes de León.

Tras revirado giro la ruta nos llevará a la provincia de Zamora para visitar en Campillo la trasladada iglesia de San Pedro de Nave.

Por último, nos quedará el benéfico paso hacia Galicia desde Puebla de Sanabria, por los puertos, hasta llegar a Verín. A pocos kilómetros alcanzaremos Mixós; después, siempre en la provincia de Orense: Celanova, Bande y Francelos (según horarios y conveniencias pernoctaremos en Benavente, Zamora, Verín o Arnoya).

Este es pues, en resumen, el proyecto de un viaje de fin de semana por las huellas visigodas, mozárabes y asturianas del encomiable arte llamado prerrománico que gracias a su ubicación lejana o recóndita han llegado, suscitando sorpresa y asombro, hasta nuestros días.

Justo es señalar que quedan fuera de nuestra consideración, aún correspondiendo al Noroeste, las muestras incomparables del arte asturiano, comprendidas en nuestra generosa definición del prerrománico: San Miguel de Lillo, Santa María del Naranco, Valdediós, que exigen una dedicación pormenorizada y otros días de viaje.

Antes de emprender esta rápida excursión, parecen convenientes unas estimaciones que nos sitúen en los escenarios de aquella época, en acontecimientos históricos y en lugares por los que podamos transitar con suficiente criterio y mejor provecho (El lector apresurado o erudito puede pasar esta página).

Por más que existan en la actualidad quiénes comenten con favor la conmoción histórica que significó la invasión árabe de 711, aquella tremenda irrupción bélica –una catástrofe en toda regla-, quiero pensar que la admiten a partir de la estabilización de la Resistencia en las montañas asturianas y, subsiguientemente, por la supuesta impregnación islámica que se produce en tanto evoluciona con lentitud de siglos el reflujo de la Reconquista. Serán los que comprendan como benévolo el sojuzgamiento de costumbres y creencias religiosas de los nativos de tal sociedad empobrecida y pasiva, de parte de aquel pueblo moralmente inerme que admitiría, a la larga, la culturización de los invasores árabes. Pero las restricciones graves, los sometimientos humillantes, las torturas y martirios en los territorios de Califato Cordobés -mientras Hispania era una provincia del Islam- obligó a muchos cristianos sometidos de los siglos IX y X, a emigrar hacia zonas fronterizas de la Meseta -la temible tierra de nadie– y a otras liberadas, más al norte.

Tampoco cabe olvidar las destrucciones masivas de los edificios cristianos del arte visigótico, entonces en su plenitud, llevadas a cabo por las hordas musulmanas. Aniquilaron su cuna, y los monumentos de su mayor esplendor, en Toledo, la capital del Reino Visigodo, y en Mérida y en Sevilla. En el 997 Almanzor arrasa, triste recuerdo, la basílica de Santiago de Compostela y cuánta iglesia o monasterio encuentra a su paso. Tan fue así que, a propósito de estos árabes, se preguntaba Sánchez Albornoz: “¿Convivencia? ¿Simbiosis? No. Brutal enfrentamiento. Miles y miles de muertos, miles y miles de cautivos, largos siglos teñidos de sangre”. Y hasta tal punto lo creyó así Don Claudio que define la Reconquista -sociedad en combate- como la clave de la Historia de España.

Tampoco es éste ni el sitio ni el momento para entrar en la controversia de las tres etnias, las tres religiones, las tres culturas, y de su convenida tolerancia; tal en Toledo, que no ha dejado de ser el paradigma del mito gótico (capital del Reino desde el año 554 hasta el 711, y del 1086 a 1560 “con un largo paréntesis islámico de por medio”). Por no referirnos, en cuanto a los reyes godos, al “enigma del porqué una unificación aparentemente tan brillante, jalonada durante casi medio siglo por soberanos de la talla de Leovigildo, Recaredo o Sisebuto, que asientan las bases de la unidad política, jurídica y religiosa de España, pudo sucumbir en la catástrofe del año 711, en que se derrumbó brutalmente el Reino Visigodo” (J. Fontaine).

Me parece que con lo recordado en estas pocas líneas -pasando por la Historia casi de puntillas- ya estoy dispuesto para emprender este viaje histórico-artístico hacia buena parte de los vestigios que aún permanecen en nuestro país de aquel arte visigodo original, homogéneo (con la divisa del arco de herradura y el aparejo de gruesos sillares) y salvado de razias musulmanas e incongruentes reconstrucciones, así como por las huellas del asimilado estilo mozárabe de los cristianos huidos de Córdoba, monjes y constructores, que al encontrarse con la libertad en las zonas reconquistadas promovieron este tipo de arte singular, grácil e indudablemente hispano que alcanza enseguida un notorio auge en Asturias, León y Galicia, hasta que, con inesperadas prisas, se debilita y cede para convertirse en el eslabón al románico que se extenderá con sorprendente rapidez por el norte de la Península, y por toda la Cristiandad europea en torno al Camino de Santiago y de Cluny (procurando evitar, eso sí, cualquier apariencia de contaminación islámica).
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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