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En el centenario de Cal Pardo

jueves, 27 de octubre de 2022
D. Enrique Cal Pardo, Hombre de Dios

En la tierna aldea de Galdo, tierra cantada por Dóriga, cuna de mis antepasados, hoy casa de mi familia y vergel donde nació la mejor rosa que me regaló la vida, Maika mi mujer, allí donde viven mis anhelos más solidarios con el sudor de labriegos y ganaderos, en el lugar de los Villegas, nació, hace ahora cien años, D. Enrique Cal Pardo. Popularmente conocido por Enrique de Villegas.

No haré aquí un extenso y exhaustivo curriculum sobre las virtudes que adornaban a tan insigne prelado del Papa, distinción también compartida con nuestro queridísimo profesor D. Uxio García Amor, ni tampoco hablaré de su categoría como autoridad medievalista -¡con qué pasión me lo alababa el hermano de su colega López Alsina este verano!- ni tampoco de los ilustres alumnos que pasaron por sus manos -valga sólo como botón de muestra Arsenio Ginzo y su laureado libro sobre "Hegel y los jóvenes hegelianos"- para enmarcar la personalidad de D. Enrique. Permítaseme sólo decir que recibió la Medalla de Galicia por su enorme capacidad investigadora. Hombre que fue profesor de Teología, canónigo, deán, archivero... y, sobre todo, estudioso infatigable de su especialidad y del Medievo como lo demuestran la cantidad de publicaciones y el testimonio de prestigiosos historiadores que bebieron de sus fuentes.

D. Enrique, a nivel personal, era el cura de la familia, con un parentesco lejano, con el que, sin embargo, había un trato muy cercano e intimo. Fue mi mentor en los años de seminario, mi amigo después, el cura que nos casó, el hombre que visitaba a mis padres en vacaciones, el hombro sobre el que llorábamos a nuestros muertos, el que daba la comunión a los sobrinos... El cura que bendijo mi casa, aquel al que íbamos a visitar a Mondoñedo con cierta frecuencia, sobre todo a raíz de nuestra jubilación, y con el que disfrutábamos con gran alegría mutua. El era nuestro confidente y nosotros también algo suyo.

Siempre recordaremos, Maika y yo, la última visita a Mondoñedo: era habitual esperar que saliese de su trabajo, cerrase la catedral y nos fuéramos a comer, ya al Valeco, ya al Montero, donde charlábamos de todo aquello que nos preocupaba: de la familia, de la salud de unos y otros, de mis antiguos profesores y su estado, del éxito de la revista "Amencer" obra de su director mi excompañero Félíx Villlares, de mis andanzas, literarias o no por Madrid, de Cunqueiro, de Cela... Después lo acompañábamos al Seminario, y subíamos a su habitación, pero en la última, como si supiera que ya no habría más encuentros, al despedirnos, se abrazó, primero a Maika, y después a mí, con un abrazo tan fuerte y profundo que parecía salirle del alma y así vaciar su corazón. Y tuvimos una extraña sensación, como quien acaba de beber en un pozo la sinceridad y el amor paternal que quedó para siempre grabado en nuestras almas. Salimos de allí, mi mujer y yo, abrazados y llorando. Y aquí es cuando conviene evocar aquellos hermosos versos de Tagore: "Si lloras por perder el sol, no podrás ver las estrellas". Y es tan cierto, que si bien aquel sol de D. Enrique voló hacia ese Dios bondadoso y de misericordia, que con tanto ahínco buscó en la Tierra, lo cierto es también que, en ese microcosmos que es el Seminario, todavía permanecen impertérritas aquellas estrellas, antaño profesores y sacerdotes, que alumbran en las nieblas de nuestro camino.

La vida, lo llevan dicho muchos poetas, es un camino, que se hace al andar diría Machado, y todos caminamos en tinieblas, por eso Diógenes caminaba con un candil para hacernos comprender el poco valor de lo material y tampoco nada extraño resultan los versos de Kalil Gibran: "De mi oscuridad nació una luz que me alumbró el camino". Esa luz, que dicen es Dios, al que le llaman también la Palabra, el Amor y la Verdad... esa es la luz que lleva buscando siempre la humanidad y a ella humildemente encaminamos nuestros esfuerzos.

D. Enrique, hombre inteligente, virtuoso y culto, escogió el camino de la Teología para alcanzar esa meta que lo acercase a Dios siguiendo el evangelio de San Juan cuando dice en palabras de Dios: "Yo soy la Luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida".

Otros, sin embargo, caminamos por senderos más turtuosos y peligrosos, más sumergidos en las procelosas aguas de la vida, errando, cayendo y levantándonos con la ayuda de faros o estrellas como D. Enrique. Siempre recordaré su última lección: "Antes de hablar, hay que pensar dos veces lo que se va a decir."

Por ello, permítanme exponer algunas pinceladas sobre la figura de D. Enrique, que quedaron plasmadas en el libro Pregón de la Semana Santa de Viveiro del año 1954, titulado "El hombre moderno ante Jesús crucificado". Dicen así: "Quiero ser sincero conmigo mismo... Vengo a hacer confesión pública de mis pecados. Perdón, Jesús, soy soberbio, tremendamente soberbio, la luz de la fe está a punto de extinguirse en mi alma, no quiero doblegar mi cabeza ante ningún poder, ni prestar asentimiento ante magisterio alguno... la soberbia me ha hecho egoísta. He halagado mi vanidad con tanta frecuencia... por eso desprecio a mis hermanos o, cuando menos, los miro con fría indiferencia. Egoísmo, del que brota ese odio viperino que anida en el fondo de mi alma. Odio rencoroso que no sabe perdonar ni disimular."

Para seguir hablando de la lujuria, el hambre insaciable de dinero y la fiebre del placer y la falta de mortificación. Y lo remata con una estrofa de un poeta anónimo amigo suyo:

"Jesús, por el dolor de aquel instante
que dió a tu rostro agonizar de nácar,
por la última palabra de tus labios
con tu sangre de Mártir enjoyada
pon en mis sombras luz con tu presencia
y acaricia mi cruz con tu mirada"

Por supuesto que existen otros magníficos escritos de D. Enrique de singular belleza, por ejemplo, el cuadro con que describe al "Prendimiento" en el año 1953 en el "Libro Pregón" de la citada Semana Santa en 1954, pero aquí sólo resalto algo de los escritos que guardo fruto de su generosidad. Y a mí el primero me parece todavía vigente 48 años después.

Decía más arriba que otros caminamos por senderos más sinuosos que los místicos y no he de olvidar que habido y hay personas que han puesto en solfa la existencia de Dios, son científicos y poetas con afamadas y claras mentes que prefirieron la vía de la ciencia o la propia experiencia personal. Por ejemplo, Stephen Hawking dice: "Lo que he hecho es mostrar que es posible que la forma en que comenzó el Universo esté determinada por las leyes de la ciencia. En este caso, no es necesario apelar a Dios para entender cómo comenzó el universo. Esto no prueba que no exista Dios, sino solamente que no es necesario". Como se ve, no lo niega, sólo expone una teoría sobre la formación del universo. Por su parte, Saramago, más drástico, afirma: "En ningún momento de la historia, en ningún planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen los unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar. No creo en dios, no lo necesito y además soy buena persona". Respetando muchísimo su opinión y siendo un verdadero admirador suyo -nos enseñó mucho de tolerancia- creo que en esta afirmación hay algunas reflexiones que hacer: Siendo quizás ciertas que las religiones han sido muchas veces causas de conflictos y no han contribuido como sería deseable a la la unión de los seres humanos y que en su nombre se han cometido muchas atrocidades, creo que no necesitarlo puede ser un acto de rebelde soberbia. O al menos aparente. Sin embargo, eso no es motivo para negarle a Saramago que haya sido una bellísima persona.

Por su parte el cantante Sting dice: "No tengo problemas con Dios, los tengo con la religión". En este caso, creo interpretar que es la utilización torticera de las distintas religiones la causa de ese desencuentro. Y es Benedetti, bien considerado por el papa Francisco, quien afirma: "Yo no sé si existe Dios o no, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda". Creo que la duda es una constante de muchísima gente- nuestra inteligencia es finita, cuando no escasa-, pero eso no quita que haya millones de personas que creen en Él, no sólo con la fe del carbonero, sino también por caminos profundos de estudio y reflexión de la Mística. Porque quizás, el hecho de no acertar el camino tenga que ver con ese estado de humildad necesario para buscarlo y eso haya sido una barrera para que nos sea permitida su comprensión. Decía Ghandi: "Uno debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad." Y Dios es la Verdad.

Un aficionado a entender la realidad de la vida como yo no tiene argumentos para rebatir o confirmar las ideas de nadie. Sólo me cabe preguntar a mi admirado Saramago si estuvo en otros planetas, pero eso lo considero que son lapsus propios de la vehemencia que pueda sentir un escritor. Mi religiosidad sólo aspira a seguir a Cristo en la humildad, la caridad y la sencillez para ser digno discípulo. Él, que no juega en ningún equipo, es la luz que queremos alcanzar.

Valgan estas palabras paras agradecer a D. Enrique la generosidad que con nosotros ha tenido toda su vida; para darle las gracias a su sobrina Mari Carmen y su marido Toñito por los cuidados que siempre le dedicaron; gratitud extensible, como es obvio su hermano Paco, con cuya amistad siempre hemos contado; a los señores Piñeiro González y Fernández Pacios, por haber mantenido inhiesta la enseña de D. Enrique organizando este y el anterior homenaje; y por último, permitan me recordar con inmenso cariño a todos los sacerdotes que han sido mis profesores y amigos y hoy viven en le Seminario y siguen siendo esas estrellas.
Timiraos, Ricardo
Timiraos, Ricardo


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