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Operación: Cuñada (28)

martes, 25 de octubre de 2022
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-¿A ver, Lerchán, envenenador de medio Lugo..., aún no te jubilaste? Deja quedar esa botella, que esta sí que es de Portomarín, ¡y no aquellas de cando éramos estudiantes!
El Tabernero, cogido de sorpresa en aquel bombardeo de improperios, atrincherado por detrás de aquel mostrador, alto, corto y maloliente, bramaba. ¡Si no fuese por las consecuencias, en un día de tanta concurrencia..., se le tiraría a las solapas, por de caqui que fuesen! No obstante, para empezar con diplomacia, se encaró con el milite, con el africano, con aquel tipo de la capa blanca, que así, de uniforme, le costó reconocerlo. ¡Tantos mozuelos que iniciara, que se le iniciaran, en el alcoholismo!
-Señor teniente, mi nombre es, sigue siendo, Apolinar, y creo que no se le olvidó, que así me llamó siempre...
Lanzado el guante, de parte a parte del mostrador, el duelo ya era inevitable:
-¡Yo no te retraté, yo no te puse ese apellido...!
-Cuando le apuntaba los fiados, digamos que, a diario..., ¡hasta que venía su madre para darle la teta, y de paso, a traerle cuartos!, usted siempre me dijo "señor Apolinar", ¡con estas letras, y ninguna más!
Orlando, que no estaba para razones, le sostuvo la mirada, de gallo a gallo, provocadores ambos:
-¡Me salió así, machito, que bien me acuerdo de cuando nos apuntabas el doble de lo consumido! ¿Y tú, conejo de monte, con esos antecedentes, te vas a molestar por lo que dije? Este billete, ¿lo ves?, es de mil pesetas; y estas cosas relucientes que llevo en la manga, ¡son estrellas!
-¡Pues, enhorabuena! Goce de esta consumición, y después pague, y váyase, ¡que por aquí sólo viene gente de paz!
Nuestro "milite" no precisaba ni la mitad de aquella invitación para quedarse. ¡Faltaría más!
-¡Has de saber, Lerchán, que no olvidé que atendías con preferencia a los estrellados del Cuartel de San Fernando! Entonces cagabas mixtos por complacerles, ¡del miedo que les tenías!
El tabernero iba a retirarles la botella, que la dejara en el propio mostrador, pero Orlando se le anticipó y la agarró con firmeza. Al ver esto, Felpeto apartó el vaso de su amigo, mediando:
-¡Por favor, contente, que estamos llamando la atención! Hazme caso y calma tus nervios; ¡no desahogues donde no debes!
Fuese que el teniente estuviese mejor de fuerzas, o por la prudencia del Apolinar, la botella de Portomarín quedó en manos del cliente; ¡botella y vaso!
-Bebe y calla, rapaz, que esta es buena, y no aquel vinagre que nos servía..., ¡a precio de Oporto! ¡Ahora cambiaron las tornas! ¿No sí, Apolíneo! De presente, conmigo, con dos estrellas, tienes que joderte; ¿no sí, trapacero?
El tabernero de malas pulgas era, y de buenas palabras tampoco; en canto a las intenciones, siempre supo a quien tenía que darle mercancía de la buena, o licor avinagrado, así que el duelo se presentaba interesante..., ¡para el resto de la clientela!
-¡Señor teniente: Estoy aquí para servir, pero a mí, los señoritos de aldea subidos al trono, hace tiempo que me la rechiflan! Si les apetece, beban, a reventar, pero paguen...!
El milite, en aquella postura, desafiante, arrogante, volvió a poner en la barra aquel billete de mil pesetas con el que comenzara su incordio, pero el Tabernero rehusó aquel trapo.
-Paguen o no paguen, más prefiero que no armen guerra, que ya estuve en la de España, y ahora tengo la licencia, ¡absoluta!
-¿Ves, Felpeto? ¡Unos dándole gloria a la Patria, sangre, sudor y lágrimas, si tal fuese necesario, y los otros tirando de la teta, aprovechándose de esta paz de Franco para su medro! Este es un badulaque, que ni respeta al Ejército de África, la flor de todos los Ejércitos, ¡habidos y por haber!
El abogado, Felpeto, hizo los posibles por abogar, una vez más; por calmar, por atemperar.
-Señor Apolinar, por favor, que usted es un hombre que se debe al público, ¡vengan como vengan! Le pido una consideración con mi amigo, que acaba de tener un penoso incidente, pues..., ¡perdió un pleito! ¿Sabe? Y tú, Orlando, hazme un favor, siquiera uno, que con estas copas vas que ardes... ¡Anda, salgamos en busca de ese taxi...!
Pero el Neira, obstinado en aquella ofuscación, e invencible en su propia derrota, se zafó de un tirón y se apegó a la barra, de nuevo, tal que una lapa. Las vueltas no las recogió, y eso que Apolinar acabara por aceptarle aquel billete verde, inofensivo en sí mismo pero ofensivo por la forma chulesca en que le fue presentado.
-¡A ver, Apolíneo...; porque te llamas Apolíneo, no? Basta de matarratas, y saca un Wat...
El tabernero, que a estas alturas ya le importaba menos aquello de los motes que atiborrar de alcohol al cliente para que cayese tumbado, que alguien se ocuparía de sacárselo de la taberna, echó mano de un coñac fuerte, rasposo, pero Neira le desplazó la botella.
-¡Whisky, animal!
El otro, tal y como le convenía, impasible:
-¡Lo siento, pero de eso no tengo! Le traeré otra marca, ¡a escoger!
El abogado siguió abogando en lo único que le era posible:
-¡Te pido por última vez que salgas conmigo..., o te dejo quedar solo, con todas las consecuencias! -Pero ni con esas, así que adujo otros argumentos: -Repara en cómo te observan esos chicos...! ¡Esto es ridículo, en ti, un oficial; aparte de que igual me conocen! ¡Saldremos en la prensa…!
Fue peor, que así se le ocurrió imprecar a los mozos:
-¿Que miráis, quintiños? A alguno poco le falta para caerse por África, en mi Campamento, en el Ronson, en el de las piedras... ¿Os suena...? ¡Entonces va a ser la mía...! –Y se frotó las manos, como gozándose en aquel martirio anunciado.
Los chicos contemplaban la escena sin entender cosa; lo único que se les alcanzaba es que tenían delante un teniente matón, embriagado. El tabernero aprovechó aquel paréntesis de los mozos para ir a la trastienda, al teléfono... Felpeto, en aquella impotencia, optó por sentarse, dejando al amigo en la inestabilidad más absoluta: ¡que si me tengo, que si me caigo…! Los rapaces del otro ángulo siguieron en animada conversación, un par de rondas más, pero...! ¡En la mismísima puerta, taponándola, se paró un jeep de la P.M.! Felpeto se puso en pie, sobresaltado:
-¡Orlando, la hiciste buena: este Lerchán hizo honor o su mote, y avisó a la Policía Militar...! ¡Aquí no hay puerta trasera!
-¿Que avisó a quien...? ¿Estos? ¡Que pasen, coño, que son los míos! ¡Estáis invitados, que aún me queda dinero: barra libre, que tengo flus a granel! ¡Hoy, aquí, en honor mío, todo gratis, de barakalófik!
Se le aproximó el sargento, tan sólo el sargento; y cuadrándosele:
-¡A sus órdenes, teniente! Telefoneó este señor para decirnos que le está alborotando el establecimiento, que por eso entramos..., ¡por si usted precisa de nosotros!
El sargento no era torpe, en absoluto. Saludaba con la derecha pero tenía buena izquierda, ¡mejor que la del oficial, a tal momento con los cables cruzados, tan loco como borracho, y tan borracho como loco!
El eufórico los arengó:
-¡Claro que os preciso, chicos! ¡Preciso que le enseñéis a este paisa a tratar con respeto al Ejército de África; y de paso, que aprenda a ser barman! –Se volvió de cara al tabernero: -¡A ver, tú, cómo coño te llames: Barra libre para todos, y para los imberbes, también, que paga Franco! ¡Pero primero lávate las manos, o ponte guantes para servir al glorioso Ejército Nacional!
Giró otros ciento ochenta, en equilibrio cada vez más inestable:
-¡Sargento, que se acerquen esos infantes!
El tabernero, que seguía enterizo, un eterno inconforme:
-Sargento, haga el favor de atenderme; ¿no oyó eso de "cómo coño te llames"? ¡Antes de venir ustedes, me apodó Lerchán…! ¡Me está injuriando, de mil maneras!
Pero el sargento prefirió amainar en el teniente; por vía pacífica, eso sí:
-Teniente, entiendo que aquí nada nos queda sin hacer, que este bar no es de su categoría... Suba con nosotros a Garabolos, y ya verá qué whisky... ¡Pura reserva!
Felpeto dio aquel pleito por perdido; ¡aquel también!
-Neira, lleva contigo esta tarjeta del café Madrid, con su teléfono, que la tengo conmigo porque a veces me envían clientes... ¡Si precisas algo, llámame al café, que estaré por allí, unas horas, aguardando por ti…, y también hablaré con el taxista!
-.-

...
De vuelta a su casa, a Manolita la aguardaba otra sorpresa, una visita habitual, pero en tal ocasión le pareció un fatalismo:
-¡Oh! ¿Usted..., aquí? ¡Pero, doña Marisa...!
-¿Manolita, qué te pasa, que ni que vieses un fantasma? –La reprendió su madre, doña Placeres, interrogativa y desconcertada por aquella exclamación de su hija. –Marisa está, y estará, con nosotros, como tantas veces que viene a Lugo...! Teniéndonos, nunca le consentiré que coma en otro lugar. ¡Discúlpate por esa sorpresa injustificada, impropia de ti!
Pero la disculpa de la hija consistió en que dio en llorar a lágrima viva, y se iba para su cuarto si no llega a retenerla su propia madre.
-Mamá, y Marisa, perdonadme; ¡a tal momento no sé lo que digo, ni lo que hago! Me emocioné, supongo, y he perdido los nervios de esta manera tan estúpida, que no desconsiderada, porque..., ¡acabo de estar con Orlando, en los Soportales!
Se levantaron al unísono, clavándole con la mirada, expectantes, desconcertadas, a cual más.
Habló, cuando lo que realmente deseaba era soltarse a llorar, enroscarse en su cama, volver a ser un feto:
-Le dejé con un amigo suyo..., y piensa coger un taxi que le lleve a la Olga..., que viene de hacer un curso... ¡Comprended mis nervios, y mi pasmo, que vengo ciega, que incluso me pasé dos portales..., buscando mi propia casa!
Doña Marisa fue la primera en reaccionar, y la dio un abrazo fortísimo, entrañable, de conmiseración:
-¡Pobrecita mía! ¡Te entiendo, niña, te entiendo, que si viste a mi hijo fue tanto como ver al diablo, en persona! ¡A lo que llegué, Señor, a tener que avergonzarme de los actos de mi propio hijo!
Después de unos cuantos suspiros, y pestes también, a doña Marisa le entró la inmediata preocupación de toda madre:
-¿Le pasó algo, viene herido, está enfermo?
-No, señora, que ya le dije que estuvo haciendo un curso, supongo que en Madrid. Viene muy guapo, muy moreno, ¡y de uniforme! Ahora imagínense mi reacción, que me cogió de un brazo en el instante en que subía las escaleras de La Nova, para entrar en Misa...
-¡Pobre niña; -doña Marisa más afanada con la chica que interesada en su propio hijo; -no llores más, que ese pillo no te merece, que es un mal hijo, un mal hombre! ¡Perdiéndolo, ganaste!
Con un esfuerzo considerable, la ternura de Manolita se sobrepuso a su propio dolor:
-¡Doña Marisa, nos tenemos que hacer cargo de sus circunstancias, de su aislamiento, que los hombres sólo son duros en la piel, protegidos por sus barbas! Allá abajo, en ese yermo de Ifni, en eses cuarteles tremebundos, oliendo a borra de los jergones, los peroles de la comida... Y en el caso concreto de Orlando, un huérfano prematuro que asumió las glorias de la familia casi desde la cuna, un Oficial brillante en estudios, presumiendo de sus estrellas, que también aquí en Lugo son como imanes para las chicas... ¡No es fácil juzgarle!
Las madres estaban tan atentas y conmovidas que ninguna de las dos se atrevió a interrumpirla, así que continuó exteriorizando sus reflexiones personales:
-En esa tal A.O.E., tan difícil de explicar en las escuelas, jugando a tiranos, o a colonizadores, vaya usted a saber; correas de transmisión de este imperialismo nuestro, trasnochado, de vía estrecha...; ¡miles y miles de hectáreas, todo eriales, como si Castilla no estuviese necesitada de inversiones, y no fuese suficientemente ancha para satisfacer a ese enano de la voz atiplada, a ese pardillo del Pardo, siempre rodeado de esos zaragüelles morunos...! ¿Qué hacen nuestras golondrinas, donde anidan? ¡Sólo les interesa África para librarse de las heladas!
La señora de la Olga no la soltaba de sus manos, como ayudándole a soportar aquel peso, aquella angustia tan densa:
-Santiña, bien sé que le sigues queriendo, a pesar de los pesares que te dio, que por eso le disculpas, pero aunque tú lo comprendas, aunque le disculpes, los errores de mi hijo no tienen nombre, ¡que ni se lo sabemos dar! ¿Pero, a todo esto, donde está ese fachendoso? ¿Se marchó para la Olga...?
-Supongo que sí, que esperaba por un taxista, que por eso también me desconcertó encontrarla aquí, y él de viaje, para su casa...
La hidalga sufría lo indecible, pero no se acobardaba. ¡Venía de gente noble, altiva, acostumbrada a mandar!
-Si se marchó para la Olga, allá él; ¡que me avisase! Yo de aquí no me muevo; ¡por lo menos, hasta mañana! Que vaya y que vuelva, que le está bien empleado, a ver si siente algo de lo que es la soledad de las personas cuando le quieren a uno, tantos y tan a fondo, para resultar luego engañadas, abandonadas, olvidadas... ¿Es, o no es así, Darío, que de tan callado ya pareces esa estatua del Parque?
El aludido, que aguantara aquella catarata familiar, imprevista, emotiva, mismo dramática, sentado en un ángulo del salón, en un discreto segundo plano, al ser aludido se acercó a las mujeres:
-Marisa, querida Marisa, estuve callado, sí, pero también participo, ¡cómo no!, de los problemas que nos lleva dado tu hijo; sin embargo, ahora no tienes razón. Piensa que los hombres somos más atolondrados que las mulleres, y podemos hacer daño, incluso mucho, sin otra malicia que nuestra tosquedad, o..., ¡ni sé cómo decirlo! A veces pecamos por omisión, por simple omisión, que después se convierte en actos, en obras, sobrevenidas; quiero decir, ni deseadas ni deseables... Y vuelvo a callar, que con mis palabras, acaso torpes, estoy embarullando las cosas..., ¡en vez de arreglarlas! Lo que tenemos que hacer, lo único que se me ocurre, querida Marisa, es echarnos a la calle, para ver de encontrar a tu hijo antes de que se nos vaya en ese taxi, que ya que quedaba con un amigo, igual demora su salida... Manolita, ¿dónde estaban, donde les dejaste?
-Ahí, en los Soportales, en una terraza... Con un tal Felpeto, que fueron compañeros en los Maristas...
-¿Felpeto...? ¡Va a ser el hijo de un Veterinario del Corgo...! ¡También le conozco! Marisa, si tiene marchado, te llevo yo a la Olga, en el Lancia, que con este coche pronto llegamos... Tú, como madre, bien sabes que no le puedes dar un plantón..., ¡por enojada que estés!
-Darío, en ese caso..., cuanto antes, que te lo estimo, que me estás demostrando que no le guardas rencor..., ¡cosa de la que yo sería incapaz viéndome en tus calzones!
Ya en la terraza del Madrid:
-Camarero, por favor, ¿estuvo aquí un teniente, con un uniforme de...; vaya, con un uniforme muy raro, de esos de África?
-Sí, señor, pero ya se marchó. Iba con el abogado Felpeto, don Lois Felpeto...
-¡Gracias...! Marisa, propongo que vayamos a la parada de los taxis, a esa donde tiene el punto ese Castiñeira, que como le conoce... ¡Lo más a prisa que puedas caminar!
Pero aún bien no le dieran espaldas al Camarero, éste les llamó:
-¡Eh, esperen, que se fueron para abajo! Algo decían de la Rúa Nova...
-¡Gracias otra vez, amigo!
En aquel momento, que estaba visto que era el día de las brujas, o de las coincidencias, en el ágora de Lugo:
-Aguarden, que ahí vuelve el señor Felpeto, pero..., ¡viene solo!
-En este caso ya hablamos con él. ¡Hasta luego, chico, que nos fuiste muy útil!
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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