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A vueltas por el Río Tea y su condado (II)

martes, 04 de noviembre de 2008
EL TEA MEDIO

El Tea, cuyas aguas han descendido varios centenares de metros, se convierte en verdadero río cuando su cauce ahondado por los milenios configura el tramo medio, en los valles de Mondariz y Ponteareas. Confortado con serviciales afluentes (Ameixeiras, Riofrío, Xabriña, Fozara) se desliza dibujando semicírculos y espirales, protegido en sus márgenes de chopos, fresnos y abedules, con el arropamiento de hierbazales en la intimidad de las gándaras y verde vegetación en las largas avenidas. En su fondo brillan los inquietos peces sobre las pulimentadas piedras multicolores. Por veces, pequeñas presas condicionan el salto de las aguas hacia la muela de los pocos molinos que aún sobreviven, y la salida (controlada por los campesinos) de “las levadas” que riegan huertos y prados, y los sedientos maizales en el estío.

Algunos de sus extensos arenales han servido para conformar lugares de ocio y diversión: playas, zonas de juego, merenderos, al lado de frescas arboledas. Ejemplos hay en Maceira, el Val ó la Freixa. Mientras, y en todo momento, persiste el rumiar alegre de las aguas y el sonoro espacio que vuelve melancólicos a los ribereños, e inclina a dormir blandamente a las vecinas tierras de labor.

A JUEGOS CON EL AGUA

La veraniega vida del río deviene lenta en el valle hasta parecer, por instantes, quieta. Las aguas sestean sí, pero bullen y no dejan de correr. Nos bañamos siempre en el mismo Tea, pero son otras cada vez las aguas que nos identifican. Aceptamos jugar con los remolinos, iguales a si mismos y a la vez otros y distintos, presentes y ya pasados, en una indefinida sucesión de tiempos que nosotros gestamos y vivimos, en tanto que Alguien escribe el tiempo de todos y el de cada uno.

El Tea es prudente y despacioso, y cuando uno dispone de un caballo ó de una bicicleta sí es posible bañarse dos veces y hasta tres, de acuerdo con su habilidad y las necesidades higiénicas de cada quién, en las mismas aguas (Monterroso dixit).

La aparente monotonía de la corriente, el rito de sus acordes y palabrerías debe ser el secreto de la terapia que el río ofrece a los más afligidos, y el motivo por el que regresamos sin remedio a su vieja terapéutica y una y otra vez alcanzamos su orilla, escuchamos la terca campanilla de sus aguas e incluso reflexionamos sobre si el tiempo discurre encerrado en su rumor incesante, si su reiterativa voz es una fuga o una cantiga, o más simples y realistas degustamos unas truchas en una taberna cercana, o el placer de una siesta sobre la arena, hasta que, a veces, el estrépito de un motor nos interrumpe: es el helicóptero que recoge agua en Fixaco para sofocar un incendio forestal en Toutón o ,quizá, en Gargamala. Y ya inmersos en la realidad, contemplamos el vuelo de unas gaviotas que desde el lejano mar de Vigo acuden a emporcarse y graznar de dicha en un próximo estercolero.

Por fortuna, el río sigue iluminado y parlanchín, y si en un tiempo contribuyó a cristianizar el habla de los celtas y más tarde aprendió romance y latín vulgar, hoy no deja de expresarse en un gallego popular y cadencioso.

PUENTE DE URXEIRA

D. Jacinto, el párroco de Mondariz, hombre bueno donde los haya, disponía la gran cocina de la rectoral como refugio de invierno para feligreses que al amor de la lumbre conversaban de lo humano y lo divino, ó se quedaban traspuestos frente a las llamas hasta que les despertaba el ladrido de Ton o el estallido de una castaña en las brasas de la chimenea. Era un narrador ameno y sin olvidar las retóricas reglas del período largo y ampuloso que prodigaba en sus homilías dominicales, cual uso del clero llano a mediados del siglo pasado, en las tertulias se tomaba licencias intimistas y confidenciales, reglas y licencias que pausaba con sorbos del vino rojo y caliente de la taza en cuyo fondo yacía una manzana asada.

Estudioso de las supersticiones rurales, de curanderismos y demonología, nos sorprendía de vez en cuando con algún sucedido del concejo. Una noche decembrina, bajo la luz indecisa del candil y mientras el ventarrón del norte golpeaba las ventanas, se refirió a la construcción del puente sobre el Urxeira, afluente del Tea, al que nombraban puente del diablo. El riacho -contaba- henchido por las aguas invernales, se transformaba en caudaloso torrente y la profunda brecha de su cauce excluía a la aldea de Pazos de la propia villa y del concejo durante los meses de invernía, obligando a sus moradores a dar una larga vuelta para acudir al mercado o al ayuntamiento. Reunidos los vecinos representativos de la parroquia en la taberna de Maximino, se enfurecían cada día más al no encontrar los medios para la inexcusable construcción de un pasadizo. No tenían suficiente dinero y las autoridades del pueblo diferían sus promesas. Cierta noche, muy lúgubre, un forastero que vestía de cazador y bebía el aguardiente del país, se les acercó diciendo que él se encargaría de levantar el deseado puente, pero con una condición: que la primera persona o ser vivo que lo cruzara, le pertenecería.

Los desesperados convecinos, después de una corta discusión, aceptaron la propuesta. Fué al cerrar el trato con un apretón de manos, cuando cayeron en la cuenta, por el tacto frío y estremecedor de aquella mano, de lo que habían hecho. Pero eran hombres de palabra. Y la obra urgía.

En ésto, un jóven seminarista de nombre Martín, que jugaba a la brisca en una mesa próxima y que no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo, les dijo que no temieran, que todo se resolvería a favor.

Aquella noche se produjeron ruidos tremendos, no faltaron truenos estrepitosos y relámpagos, y vientos huracanados. Los paisanos, las familias, amedentrados en sus casas, no pudieron dormir, y rezaban llenos de espanto. Pero al amanecer se rehizo la calma y ¡gran sorpresa! un puente de diez metros de altura se alzaba sobre el río.

Martín acudió presto, con tres bolsas. La primera contenía seis ratones, la segunda seis ratas, y la tercera, tres gatos. Raudo soltó los roedores y, a continuación, a los gatos que persiguiendo a los primeros cruzaron velozmente hasta el otro lado del puente dónde se encontraba por cierto el arquitecto, vestido de cazador, el cual al sentirse engañado desató la furia de sus insultos y, lo que es peor, de los elementos y fuerzas naturales: y los montes cercanos desprendieron enormes piedras, pero el crucifijo del seminarista -como era de esperar- alejó el peligro. Un muro de granito, cual gusta a los gallegos, defiende desde entonces las rúas y casas de la aldea. Y el hermoso puente, hoy a la vista de todos, permanece transitable.

Al término de la historia, Don Jacinto comía con la ayuda de los dedos la manzana que reposaba en los restos del vino, ante la mirada sobrecogida de los contertulios.

JULIÁN Y LOS MOLINOS

Si pese a la Modernidad la cultura de la aldea persiste, aunque a duras penas, en la entidad funcional que es la parroquia gallega (comunidad de bienes y de difuntos), algunas de sus costumbres ancestrales han ido desapareciendo y así ha ocurrido, entre otras muchas, con la molienda. Los molinos y los molineros se han desvanecido. Apenas queda en activo alguno de los molinos rústicos, el resto son resignadas ruinas que hieren el recuerdo. Los más abandonados sucumbieron bajo las aguas desbordadas de las crecidas invernales y sólo perdura en pié parte de los muros con la adherencia firme de la hiedra, mientras en el suelo yace abandonada la muela, el corazón que fué del molino entre zarzas y ortigas, indemne frente al desorden fagocitador de la naturaleza.

En la gran piedra redonda, un referente más de la cultura céltica, residía una de las claves: molía el maíz y el centeno para el pan nutricio de la inhabitual abundancia y en las horas, más comunes, de la escasez y la pobreza. El molinero controlaba la molienda (y el maquileo) y se esforzaba en la limpieza del suelo, de la tolva, de las paredes y de aquel polvo de harina que todo lo impregnaba entre el clamor danzante del rodezno y el rugir de las aguas precipitadas desde la repesa por el saetín. El molino conformaba un hipnotizante recinto que exigía constante atención y cuidados, y servía en ocasiones, para encuentros más festivos: no faltaban entonces coplas, panderetas y bullicio; y se volvía lugar, por veces, de citas amorosas bajo el sordo traqueteo del rodicio. Podía hablarse, para algunos jóvenes de tal época, de un aprendizaje sentimental en el barullo polvoriento de los molinos. Una canción popular decía: “Unha noite n’o muiño, unha noite non é nada, unha semaninha enteira esa sí qu’é muiñada”. Nostálgica resulta hoy la pérdida de los tradicionales molinos, y de los molineros que llevaban la harina en las venas y sabían distinguir su origen con los ojos cerrados; y que permitían, distraidos, el solaz de muchachos y no tan chicos.

En uno de estos molinos del Tea todavía luce una mancha rojiza en el granito del suelo, entre hierbas y helechos. Y es que allí mismo resultó herido hasta desangrarse Julián de Savajanes, cuando regresaba de vender una yunta de bueyes en la feria de la Cañiza, y con la bolsa llena de monedas de plata. Tras holgar con los feriantes y con las mozas y abusar del aguardiente se le hizo tarde, y al verse sorprendido por una tormenta se refugió en el molino, dónde el destino le llevó a tropezar con dos ladrones que se repartían el botín de un robo. Al descubrir su dinero, sin compasión le dieron muerte, acuchillándolo.

Por más que ha sido fregada la extensa mancha de sangre nunca se ha conseguido limpiar del todo. Es como si siempre renaciese. Yo mismo lo he comprobado. Por lo demás, los vecinos comentan haber visto de vez en cuando aparecidos en el entorno del lugar y, aún hoy, los caminantes desvían sus pasos por otros itinerarios.

Este sangriento suceso fué difundido por los ciegos en las ferias de la comarca por medio de coplas que recitaban con voces aguardentosas, acompañados por un estridente violín, en tanto una descarada chiquilla señalaba con un puntero la trágica secuencia de los luctuosos hechos: la venta de los animales, la bolsa de la monedas, el molino junto al río, los dos rufianes, el acuchillamiento y Julián de Savajanes muerto sobre un gran charco de sangre. Al final, la moraleja: la captura de los asesinos por la guardia civil y su muerte, a vil garrote.

PASEANDO CON PÁJAROS

Cuando en las primeras horas de la mañana caminaba hacia Paradela tuve la sensación de que aquel día no iba a ser como cualquier otro. Y así fué: a los pocos minutos me conmovía al escuchar en los pinares de Costoya el agridulce canto del cuco, el primero del año, el que anunciaba el inicio de la primavera. Asistía sobrecogido a la señal por la que la expectante Naturaleza destaparía el esperado abril: el pregonero del bosque expandía su alegría sobre el valle y su eco, nítido y terco, sobrepasaba a lo lejos las riberas del Tea.

Me entretenía en estas cavilaciones sobre el enigmático pájaro que proseguía lanzando su ruidoso mensaje de soles y presagios cuando alcancé a una muchacha, ingeniero forestal, rojas las mejillas y célticos los ojos, que apuntaba en un cuaderno de tapas rojas las mediciones de pinos que le realizaban unos auxiliares para una corta programada. Ante mi interés, abundaba la jóven en la idoneidad de aquel terreno para una plantación posterior de roble americano. Satisfecha mi curiosidad, y antes de continuar el paseo, le advertí que el resonante canto del cuco dispensaba felices augurios. No se mostraba crédula Esmeralda, que así se llamaba, ante mis pajaricas premoniciones y riéndose continuó su trabajo y pateando el monte. Escuchamos entonces a unos niños, en el camino, que a coro preguntaban al cuclillo: “Cuco-galán, cuco-rey, ¿cuántos años viviré? Un, dos, tres ¿cuántos años viviré?... No lo sé; un, dos, tres. “El cuco, impertérrito, expandía sus trinos en secuencias de seis en seis, ó de cuarenta en cuarenta y seis. Se alejaron alborotando los chicos, y me despedí a la vez.

Atravesé el pinar acompañado por el zureo de las palomas torcaces, y contemplando por momentos el vuelo de los estridentes cuervos e hiladas en el cielo las estelas de un reactor. Caminaba aproximándome al cuclillo, pero apenas pude atisbar su negror de rama en rama; seguí andando y cuando ya abandonaba el bosque sí se me acercó con las notas de la despedida. Y es que si le “cucas”, si le replicas, siempre vuelve y te contesta.

Esmeralda viajó a su tierra natal, Tuy, sede episcopal que como a las de Lugo y Orense santifican las benditas aguas del Miño y, según me contaron después los agentes forestales, tuvo una gran alegría nada más llegar: la esperaba Carlos, su novio, que había regresado con el finiquito del servicio militar y una propuesta en la mano: “Mi niña. ¿quieres matrimoniar?”... La ingeniero, escéptica por educación, no quería dar crédito a las ansias del muchacho y a tan inesperada propuesta. “Espera, le decía, espera, déjame tiempo para que lo piense...”, hasta que le llegó transparente desde un próximo robledal la canción-aviso del cuco, y entonces sí que se puso a soñar.

Mientras con alardes de bastón y a paso rápido volvía al pueblo, pensaba: puede que sea un pájaro de jocoso nombre científico (cuculus carrorus), perezoso y hasta falsificador, pero no deja de ser el ángel que anuncia el sobresalto de la primavera a la paz del campo y del pinar; y deducía, también, que debía apresurarme para degustar la lamprea miñota de las Nieves antes de que “cucase”. Y en estas divagaciones me entretenía cuando la dulce mañana que Dios me había regalado iba a ser truncada. Al pasar junto a la arroyada que los mapas y paisanos coinciden en llamar Xabriña reparé en sus aguas ennegrecidas y en los vegetales chamuscados que arrastraban. Pronto reconocí los rescoldos de los montes quemados días atrás en Mouriscados, en una suerte de reflujo negro.
El mes de marzo nos había sorprendido con temperaturas altas y una atmósfera grávida de vientos del sur que, tal vez, habrían incitado a algún desequilibrado a prender fuego al piñeiral. ¿Qué nos espera para los tórridos meses de julio y agosto? ¿Por qué se había desvanecido el culto al árbol de nuestros antepasados, reflexionaba? ¿Dónde aquel respeto que les hacía descubrirse y rezar cuando talaban un roble centenario?

Me había olvidado de aquellos pinares arrasados en el clamor de las llamas, semanas atrás, que sólo dejaron calveros desérticos y muñones calcinados; y de cómo viera días después los pinos petrificados en su esqueleto y los macabros penachos: el bosque como un espectral entierro. Ahora comprendía por qué el canto detonante del cuco había venido a despertar a la Naturaleza con tanta prisa: para que renovara su ciclo cuanto antes y, quizá, para que pensáramos como nuestros bisabuelos, que las almas y los pájaros se cobijan en las raíces y en las ramas vivas de los árboles.

A los pocos días viajé a Madrid, por razones familiares. Salí, aún de noche, y de camino hacia Orense, cuando los colores vivos de la aurora forcejeaban por engullir la neblina del Avia, recordé los versos de Celso Emilio Ferreiro: “Iré a Ribadavia con los mirlos del amanecer, llegaré todo alegre, en una mañana de miel”. Y la memoria, sin esfuerzo y sin distraerme en la conducción del coche, me acercó a la admiración por estas aves: su canto estridente cuando cruzan las viñas, o desde las zarzas de las veredas se adentran con ruido en el pinar, o cómo se engolosinan con las cerezas y los higos. Su grito me parece desvergonzado en el campo, desquiciado en las huertas, pero después de mi llegada, ya instalado en la ciudad, se me muestra amoroso al alba en el bosquecillo de ailantos que mecen mis ventanas, en sonatas tan dulces que estremecen, y disfruto emocionado de sus trinos barrocos.

Los mirlos, enigma lírico y político, alejan el frío del invierno con su pico amarillo de setos y arbustos, de vides y malezas. ¿Qué pensaría aquel madrugador mirlo madrileño cuando de súbito interrumpió sus notas el estruendo de una bomba que explotó, a pocos metros de su rama de apoyo, arrojando por los aires -en la caja blindada de su automóvil- al presidente del partido de la oposición, y al suelo miles de cristales de las ventanas próximas? ¿Podría observar, aún aturdido, que aquel señor bajito y con bigote era atendido de su espanto en la Maternidad contigua, cómo si hubiera nacido de nuevo? ¿Qué afiliación política tendría aquel mirlo desplazado a las alturas por la onda expansiva? ¿Sería de derechas, como el levitado presidente, ó descenderia de aquel pariente enjaulado que cantaba el himno de Riego a Julio Camba?… Tengo para mí, por el descaro de su flauta y el largo vuelo, que el mirlo es socialista en la aldea, y su canción sosegada y retórica -más propia de conservadores- en la ciudad, dónde vuela corto y suele degustar lombrices en las jardineras amantilladas de la terrazas domésticas.

No importa tal distingo, pienso ahora, lo emocionante es que nos llenan el corazón con sus silbidos, que raudos y vivaces, de negro y oro, alegran el ritmo de nuestras vidas en las madrugadas ciudadanas, o nos sobresaltan la siesta al cruzar las viñas aldeanas con vertiginosas geometrías.

Si tuviera tiempo les hablaría de de la leyenda del mirlo tartamudo que tras posarse en la imagen de la Virgen en una iglesia gallega, cantaba jubiloso, desde entonces, el milagro de sus ininterrumpidos trinos. Pero es tarde, y debo atender la recomendación de mi médico que me aconseja caminar, cuando menos, media hora cada día. Y ahora que lo pienso, no me ha dicho que deba tener la cabeza a pájaros..., sólo que camine.

VALLES DE MONDARIZ Y MONDARIZ BALNEARIO

Dejadas las prisas de rápidos y cascadas y las violentas espumas del cauce alto, el Tea fluye alegre por Barciademera y por Lougares, se deja cruzar por los pasos de Tatín y, tras el “eslalon” de Fixaco, más sosegado, goza del valle abierto celebrando que Mondariz ascienda por la ladera entre prados, viñas y huertas, crezca y se componga limpia villa y tutelar concejo (Y es por aquí, perdonen de nuevo la cita, dónde ha transcurrido, después de la primera infancia, parte de mi vida).

En el precioso paraje de ribera: playa, molinos, plátanos, fresnos y alisos que rodea Cernadela, asienta el puente de romano trazado, testigo de la leyenda aún vigente del bautizo prenatal: la gestante que suele perder sus fetos in útero o nada más nacer, con ocasión de un nuevo embarazo demanda un precoz, condicional y sanador bautizo del nonato, y para ello resulta indispensable un padrino que le proporcionará el azar: el primer transeúnte que cruce el puente después de medianoche y consienta en verter el agua recogida del río sobre el vientre. Si nace el niño y sobrevive, el casual padrino ejercitará como tal en el bautizo de la iglesia, y se celebrará la fiesta y el banquete, y felices vivirán el anhelado infante y el singular padrino partícipe ya de la nueva familia.

El celebrado puente siente sobre su lomo el peso de las gastadas piedras, bien visibles, del antiguo camino romano que confluirá, leguas más allá, en la vía portuguesa procedente de Braga que atravesaba Tuy y conducía por Pazos de Borbén a Santiago y ahora se estima como ruta jacobea. Localmente sirvió noticias, trueques y mercados de A Cañiza y Ribadavia, de Puente Caldelas, Arcade y Pontevedra. Puente labriego, sin portazgo, por dónde han pasado más arados, gaitas y panderos, y más entierros, que espadas y refriegas.

Continúa este gozoso pasillo natural que a la vida de los ribeiranos brinda el río y nos muestra, sin mucho tardar, un moderno puente en el Val, bajo cuyas aguas ya se vislumbran las sorprendentes burbujas que llevaron un buen día al descubrimiento de las próximas fuentes medicinales (aquellas que los nativos utilizaban desde tiempos remotos para curar los disturbios digestivos y para calmar sus excesos gastronómicos). Prodigio confirmado, río abajo, en el máximo afloramiento de similares aguas salutíferas -feliz fragmentación del suelo la que alumbra estas esencias telúricas- en Troncoso y en Gándara.

Es obligado recordar en este momento a Don Domingo Blanco Lage, el sacerdote que identificó en 1862 las excelsas propiedades de estos manantiales, y a la familia Peinador que promovió la explotación empresarial de las aguas mineromedicinales y construyó en 1898 un Gran Hotel y el Balneario. La fama de las aguas y las bellezas del lugar atrajeron a miles de personas preocupadas por su salud y a buscadores de esparcimiento que pronto propiciaron la edificación de residencias y hoteles para tales agúistas y veraneantes, y la recreación de un pueblo próspero, hijo de las aguas y de las barboteantes lamias: Mondariz Balneario, constituido ayuntamiento en 1924.

El Gran Hotel, Palacio Municipal de las Aguas Medicinales como gustaba decir el Nobel Echegaray, era un “soberbio palacio versallesco”, armonioso, de recios muros de piedra y techumbre de pizarra que destacaba sobre los verdes del parque y los jardines afrancesados (Para recordar: su singular escalera principal que tanto admiraron los arquitectos rusos, el regio comedor, los murales de Castelao, el señorial salón de fiestas). Alcanzó su esplendor en las primeras décadas de la pasada centuria cuando escritores, políticos y aristócratas, se daban cita en sus estancias: Castelar, el General Primo de Rivera, Dª Emilia Pardo Bazán, Murguía, Rubén Darío. Cabanillas, el arquitecto Palacios, el infante Augusto de Braganza, Aleixandre, y muchos otros. Allí se celebraron Consejos de Ministros y sesiones Académicas durante los veranos, y se editaban semanarios y revistas, y hasta se disponía de una moneda de curso legal y restringido al recinto, “los peinadores”.

En Mondariz se reunía la variopinta sociedad de la época, portuguesa y española, y llegaban a cientos los forasteros atraídos por las figuras de la actualidad, ó enviados por los doctores de las escuelas médicas de Coimbra y Santiago de Compostela, y por el sentido común de los médicos rurales convencidos de la eficaz terapéutica de los manantiales y del privilegiado lugar: hasta constituir un ejemplo de promoción turística desenvuelto alrededor de unas aguas minerales y un balneario, de un escenario natural dispuesto a favor del continuo peregrinaje de pacientes y famosos.

No hay que remontarse a Hipócrates, ni a los tratados de hidrología de Limón Ortega, ni mencionar siquiera la anécdota testimonial del agua como remedio universal, para que justipreciemos la importancia sanitaria, a finales del siglo XIX y principios del XX, de la terapéutica hídrica y de los llamados “médicos de baños“. Claro es, que el fenómeno balneario resultó ser mucho más que médico, y se convirtió, no pocas veces, en acontecimiento social y en saneada industria: tal es el caso de Mondariz, transformado en un enclave hotelero y arquitectónico, sanitario y convivencial de notorio relieve; un sitio ideal para las vacaciones de salud, entonces de moda, y destacado destino para los gobernantes de la época. (Así como en Centroeuropa -Vichy, Baden Baden- se identificaba una diplomacia termal, en España podía hablarse ya en aquel tiempo de veraneos políticos).

En consecuencia, no debe extrañar que en algunos balnearios españoles se mitigaran las penas del desastre del 98 y en ellos se refugiaran la decepción y el pesimismo de muchos destacados personajes. Mondariz fue uno de tales cobijos para diplomáticos, políticos y escritores. Bueno es repetir que el Gran Hotel se inauguró precisamente en 1898, y aleccionador repasar el registro de sus egregios visitantes por aquellos años (Sorprende, por cierto, la falta de referencias sobre las Memorias Médicas de este establecimiento, y la escasez de relatos literarios y ensayos sociopolíticos en torno al Mondariz Balneario de los primeros decenios del último siglo. No estaría de más que las autoridades locales y autonómicas fomentasen dichos estudios y concursos, y el repaso de archivos y hemerotecas).

El señor Peinador Vela, desde su sedente estatua mira hoy hacia el río Tea mientras a sus espaldas quedan los restos calcinados del otrora esplendoroso Gran Hotel, y sus vicisitudes posteriores: hospital militar durante la guerra civil, colegio de los jesuitas, largos y mustios años de decadencia balnearia, que terminan, con tristeza, en el catastrófico incendio de 1973, el holocausto absurdo que sólo dejó silencios y ruinas y que el recordado don Enrique, petrificado, no quiso, de ningún modo, ver.

Al día de hoy, se ha recuperado la balneoterapia, surgen nuevos hoteles, la villa se moderniza (campos de golf, cotos trucheros, senderismo, mejora de las carreteras) y de las antiguas fuentes continúa brotando el agua mineral con su inconfundible sabor acidulado. Mencionemos que su análisis químico asemeja a la rancia fórmula del doctor Casares, aunque de menor mineralización y así se especifica en la etiqueta de sus envases, que añaden: “Agua mineromedicinal, declarada de utilidad pública el 16 de junio de 1873”. Seguimos: “Una leyenda de pureza. Mondariz ha simbolizado la máxima pureza del agua mineral desde épocas anteriores al Imperio Romano. Para garantizar y preservar esta pureza mítica embotellamos automáticamente el agua en el momento en que brota y la analizamos diariamente en nuestros laboratorios”. Florilegio que adornaba las botellas y nos exime de más comentarios.

El agua que ahora se distribuye por toda la geografía española es de sabor más anodino, parte de las instalaciones de Fuente del Val en grandes camiones para abastecer la exigencia posmoderna de la dieta sana y la grata imagen. Ha perdido el aura de sus primigenios veneros, aunque tal vez guarde la magia terral de sus alcalinidades, hierros y sulfatos, y de sus efectos postprandiales. Aguas bicarbonatadosódicas, eficaces en dispepsias, colelitiasis, nefropatías, diabetes, útiles según observación (ab usu in morbis), cual comentaban los médicos santiagueses a inicios del último siglo. Curaban las enfermedades físicas y las melancolías; y hasta se podían ahogar, según se dice, las penas de amor con un vaso de agua (sin necesidad de añadirle ginebra). En la actualidad, créanme, no hay mejor remedio para el agobio de las ciudades que una cura hidromineral, ó el simple descanso y el buen comer en un balneario (y los futbolistas profesionales que a ellos acuden, bien lo saben, y los aficionados al golf, no digamos).

Seamos optimistas, resurgirán el Gran Hotel y las terapias hídricas -ya lo están haciendo-, e inalterables permanecen la hospitalidad de las gentes y los bellos parajes naturales: el encanto de sus verdes, las cimas azuladas de las colinas y la cinta plateada del Tea que se empereza en los atardeceres mecidos por los alalás del valle.

Si la ubicación de muchas aguas medicinales en la zona galaicoportuguesa sujetó a los romanos en este finisterre que detestaban, como presumía Castroviejo, no menos de recordar es la función tolerante de estos establecimientos balnearios que cuando funcionaron bien en Europa, Occidente se comportó de modo razonable y aún benéfico. (Cabe pensar, sin reticencia, que en Galicia sucede lo mismo). Y como significativa, entre las concretas alabanzas al Balneario de Mondariz, mencionemos -para concluir este apartado- la muy citada de Castelar, loa que figura en la antología de sus beneficiados ilustres: “De las virtudes de este manantial yo soy ejemplo, que vine muerto y vuelvo resucitado”.

Aquellos pioneros del turismo llegaban a este extremo de España a pesar de las graves incomodidades de los trenes, de las diligencias y de las pésimas carreteras (léase a Dª Emilia Pardo Bazán, una asidua visitante, y a Azorín en su “Veraneo Sentimental”) para encontrar descanso, magníficos hoteles, un paisaje apacible y curativas aguas.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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