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A vueltas por el Río Tea y su condado (I)

jueves, 30 de octubre de 2008
A vueltas por el Ro Tea y su condado (I) Les adelanto que no haré una simple descripción geográfica del río a la manera de un maestro a sus discípulos -que ya me gustaría- sino un recorrido por la comarca del Condado que tiene al Tea de eje topográfico y raíz de cierto estilo de vida, y que el río y su entorno me sirvan para hilvanar leyendas comunes y reflexiones personales.

El Teina, como decían los antiguos, comienza y termina en la misma provincia: Pontevedra. Es, pues, un río provinciano, rural y campesino. No es un río para el olvido, como lo fué el Limia para los atemorizados legionarios romanos, por el contrario a los que lo habitamos nos parece apacible y familiar. Acoge su mirada valles recoletos, montañas, cientos de caminos y un enjambre de casales y pueblos hermanados. Hoy se nos ofrece limpio y luminoso como siempre ha sido y, por razones a explicar luego, me gustaría calificar sus aguas -con cierta exageración- de casi sagradas y al río más que de natural, de cuasi sobrenatural.

Nace el Tea al pié de la Sierra del Suido, límite norte con la región orensana, en una de las explanadas del Faro de Avión. Emerge a unos mil metros de altitud, se hace pronto riachuelo y desciende a rápidos impulsos monte abajo hasta convertirse, en el semillano, en verdadero río. Fluye por saltos, cascadas, meandros y alamedas a lo largo de cincuenta kilómetros y termina desvaneciéndose en el Miño que poco después también muere, por la Guardia, en el obscuro y wagneriano océano.

No esperen, por lo aquí escrito, una guía o muestrario al uso para turistas distraídos; más que un viaje por las riberas fluviales intentaré ofrecerles una fragmentada y peculiar crónica de la comarca y, en ocasiones, recuerdos de mi propio entorno. No daré consejos, ni viene al caso: les mostraré las tierras y el paisaje que amo y que conozco fermentados de vivencias y lecturas, procurando aproximarme a sus hombres y mujeres de ahora y de cualquier época, a sus hábitos y maneras.

Sirvan estas líneas iniciales como justificación de las cavilaciones y relatos que van a seguir. No les extrañe, por lo demás, si me tomo la libertad de intercalar algún viaje lejano ó la licencia de evocar hechos del pasado, por descabellados que parezcan, si ganas tuviere ó fuera ese mi deseo. Pero no quiero alargar esta digresión y tras un punto y aparte, prosigo.

He de reconocer que no caminé los márgenes del Tea de comienzo a fin, con bastón y mochila -de una vez-, pero lo he vivido a lo largo de los años, y ya son muchos, desde las fuentes primigenias hasta su término. Me he sumergido en las aguas, conozco sus cuentos y refranes, he respirado y aún respiro la bocanada de sus nieblas y convivo con el afecto y el gozo de sus habitantes. Se fueron con la corriente muchas de mis horas felices, y acodado en el pretil de sus puentes se me curó en pocas horas la melancolía. Lo he peregrinado en sus demoras y sequías y enrabietado en las crecidas de febrero; tal vez, como sueño, me haya bautizado en sus aguas don Jacinto y quizá, un día no lejano, mis cenizas se confundan con el limo que se arrastra por su fondo desde hace miles de años.

En las campas donde nacen y se acunan los vientos y semiocultos en los aguazales están sus fuentes he visto pacer a los caballos salvajes: a los potros asustadizos y a las yeguas retozonas que se dejan preñar legendariamente por las brisas marinas. Por donde agonizan sus aguas, en Salvatierra, subí una vez al tren que me llevó por esos mundos de Dios a sufrir su lejanía. Pero siempre me reclama el Tea, y vuelvo siempre para sentirlo como si fuera el origen y el límite natural de mi existencia.

Me apresuro a pedir disculpas, porque no es de mí de quién deseo escribir -y ya he caído en pecado biográfico- sino del río y de sus pobladores, de las villas próximas y de la flor de la piedra, del oro de los tojos y del cuco y de los mirlos, del orujo y de la lamprea, y les ruego tengan paciencia si en adelante se me escapa una opinión irregular, menciono una membranza histórica ó la dudosa versión de un incidente.

Comentario al paso, continúo con otra divagación innecesaria: ¿El insistente correr de las aguas del río expresa sus incontenidas ansias por contar fábulas al mar, ó el vehemente deseo de conseguir la felicidad marina como algunos escritores propagan? Creo, con modestia, que a los ribereños el respirar dulce y sosegado de las aguas del Tea en el estío su fluir amansado por las brétemas invernales no nos sugiere prisas, ni especial apremio por narrar historias al océano; si acaso, murmurará canciones ó habladurías vecinales al padre Miño, pero que manifieste urgencia por referir otro tipo de leyendas al tenebroso mar no parece serio para un Tea musical y humilde, perezoso de día, dejándose llevar por las noches, y siempre sujeto a la prudencia de sus riberas. Quizá, por eso, dijo un día Iglesias Alvariño: “Los ríos ya no corren hacia ninguna parte. No existen la lejanía, ni el mar. Todo está a la orilla y claro”.

EL TEA ALTO O SUPERIOR

Las primerizas aguas bajan por las declinaciones del terreno tanteando hendiduras y agrietando la montaña; ya adolescentes, saltan por los desniveles y con la aportación de las escorrentías fluviales y los deshielos se convierten en torrentes ruidosos y, sin tardanza, en hermoso río. Es el Tea alto, tramo que corresponde a las laderas meridionales de la sierra y a las tierras montaraces de Covelo, de aguas bravas y curso levemente alborotado. Cerca, y al borde de uno de sus afluentes, el Tielas -disculpen la autocita- transcurrió mi primera infancia, inmersa en la vida rural y en plena naturaleza (Circunstancia que, sin duda, ha debido inmunizar mi alma aldeana contra cualquier posterior exceso ó presunción urbanos).

La Graña es un lugar con caseríos cerrados y densos, de monte agreste y solitario, asentado en las proximidades del nacimiento del Tea. Aquí se le menciona por ser un peculiar ejemplo de la Galicia dispersa. Sus habitantes, de manera tradicional, eran vendedores de telas y ropas que con sus reatas de mulas, nómadas del comercio y el trueque, iban más allá del Padornelo y Piedrafita hasta la Castilla mesetaria, y sólo regresaban para pasar la Navidad y lo más crudo del invierno con los familiares, los cuales a falta de vides y maíz cultivaban el centeno en las tierras frías de los socalcos, y cuidaban de unos pocos animales.

(No menos singular muestra de la Galicia itinerante y migratoria es otra localidad cercana, Avión, al otro lado de la frontera natural que es la Sierra y ya de Orense, del que me contaba hace ya bastantes años un amigo de Maceira: “Mire, D. Antonio, es el pueblo que tiene más coches Mercedes por habitante, de toda España; tan próspero, que la mayoría de sus vecinos cuenta con espléndidas villas y residencias, y hasta disponen de helipuerto”. Al parecer, constituyen clanes familiares que poseen negocios de la vida nocturna en Caracas, pero que nunca han llegado a distinguir -me temo- al Ángel que sí reconoció nuestro poeta J.A. Valente arrimado a la pared de un rascacielos en el centro de la ciudad, tal que un cromo de alas replegadas, capaz de transformarse y custodiar a las cálidas almas de la noche caraqueña).

El Lobo que tanto valor tiene en la mitología popular gallega -equiparable al de las brujas o el diablo- no es un desconocido por estos altos parajes y era hace años tan descarado, ó sobrevivía tan hambriento que se acercaba a las carreteras que transitaban los lugareños. El mulo negrizo, de orejas levantadas y erguida estampa que montaba mi padre -él me contó el suceso- una noche invernal yendo hacia Fofe a visitar un enfermo, se alzó de manos y presa de un miedo visceral, sudoroso y erizadas las crines, relinchó angustiado ante la presencia desafiante de la fiera plantada en medio del puente, los ojos relucientes como brasas, el cual, sólo ante el ruido y el fogonazo de un disparo, se alejó al trote lento hacia el cubil de las tinieblas. (No debe sorprendernos que en el maletín de un médico rural de entonces -décadas de los años veinte y treinta- junto a los digitálicos, el piramidón ó la morfina y un mínimo material quirúrgico, figurase una pistola).

Este “terrible” animal era fuente de temores y sombríos relatos en nuestra infancia y recuerdo a mi abuela Rosa contándonos, en las largas noches de invierno, la historia de una manada de lobos que había cuidado en su guarida a una niña que toparon a la entrada de un robledal cercano y cómo la jóven, ya adolescente y semisalvaje, proporcionaba agua y comida a los viajeros descaminados y los devolvía -con pacto de silencio- a la aldea, protegidos por sus hermanos lobos. Narración que mamá Rosa adobaba cada noche con nuevos detalles hasta convertirla a nuestros ojos (y quizá a los suyos) en un acontecimiento real ocurrido en la sierra próxima. En otras ocasiones, con entrañable pararelismo, nos hablaba de lobihomes, ó de Genoveva de Brabante. Menos veces se refería a la ferocidad de los lobos, ó insistía en su aullido intimidatorio y en su mirada paralizante; ó de cómo podían devorar a los caminantes extraviados que habían custodiado y luego les delataron en el pueblo. No desdeñaba la tradicional fábula del pastor que se divertía alarmando a los campesinos con la falsa llegada del lobo, hasta que un mal día resultó verdadera su presencia, corrió a la aldea en busca de ayuda y nadie le hizo el menor caso, mientras la fiera destrozaba cruelmente algunas de sus ovejas.

Muchos años después, recordé las historias de lobos que nos contaba mi abuela materna al leer los trabajos de Auerbach sobre Gaspar Hauser, y las referencias de nuestro Rof Carballo acerca de la importancia de la tutela afectiva y emocional en la configuración cerebral del niño, a propósito de los niños-lobo de Midnapore.

En la actualidad apenas quedan lobos por los montes gallegos del Condado, pero el mito literario y épico-popular perdura en el imaginario colectivo de esta comarca.

Por este Tea superior que desciende apresurado por la inhóspita montaña de brezos, tojales y carqueixas, se advierten ya los primeros puentes, alguno de traza medieval, rudimentarios molinos y las huellas ancestrales y emotivas de los castros sobre prominentes montículos (en Campo, Godóns, Prado, Maceira, Piñeiro, Covelo...); restos de cerámicas primitivas y, en las cercanías, utensilios y tégulas romanos.

CELSO
A Celso, amigo de la infancia, le gustaba explorar el río Tielas, deslizarse por sus pasadizos sombríos e inquietantes, conocer el secreto de las negras pozas y allí pescar hermosas truchas. En una de estas excursiones y al amanecer -me contaba- escuchó una voz melodiosa que susurraba como una canción de cuna, y sin apenas pausa, la misma voz que, a cierta distancia, le preguntaba: “¿Eres tú el hijo del Rey?”.

“¡Qué va!” respondió avergonzado, y con la sorpresa en los ojos y en sus piernas, mi amigo. Soy un niño de la aldea”.

A Celso le pareció ver una figura femenina, semidesnuda, de cabellera larga y rubia, moviéndose detrás de los helechos, la cual sorprendentemente proseguía: “Espero la visita de un príncipe que resuelva el enigma de mi prolongado hechizo. Si lo acierta se convertirá en mi esposo, recibirá el tesoro que guardo tras el torrente y será el dueño de todas las aguas fluviales de Galicia, de todas sus anguilas, truchas y salmones. Después de un intervalo, muy largo para el estupefacto Celso, sonó un ruido, como de alguien que se zambullera en las aguas, una momentánea agitación de las mismas y, de nuevo, tan sólo el musical rumor de la corriente.

Por más que mi amigo buscó y rebuscó a lo largo del remanso y en las orillas y en el cauce oscuro y apozado, no encontró rastro de mujer alguna. Repuesto de su asombro, se alejó al fin del río preguntándose si era un sueño lo que le había ocurrido, hasta que interrumpió sus dudas el croar de una rana en una charca cercana.

Volvió muchas veces al lugar, de joven y aún de adulto, -yo mismo le acompañé, en ocasiones- y nunca escuchamos más voces que el gregoriano murmullo de las aguas. No encontramos cuevas, ni rubias muchachas, ni tesoros.

Pregunté a los ribereños por similares sucedidos, y dos muchachos me contaron que a la vuelta de las romerías, de madrugada, habían escuchado al pasar junto al relanzo un canto fascinante, como el de un ruiseñor. Otro rapaz me contestó que lo único que había visto una noche, con mucho desasosiego, era el bailoteo de los fuegos fatuos al cruzar por delante del cementerio de Santa Marina.

Muchos años más tarde, buceando un sobrino mío en el mismo pozo del remanso, encontró en su fondo un anillo de oro, con gran regocijo, y me ví en la necesidad de contarle la desconcertante historia de Celso y la mujer del río, y cómo ahora -añadía- con tanta civilización y tanta tecnología, ya no se vislumbran doncellas hechizadas al alba, ni ranas en las charcas próximas, ni siquiera alguna marta de las que ocultan -según nos dicen- el espíritu de los celtas, únicamente permanecen las alisadas piedras en el fondo, las sierpes de cristal y las voces alborotadas del torrente.

Por tradición sabemos que Galicia es tierra de tesoros escondidos en ríos y lagunas, enterrados en los castros y bajo los castillos, guardados por lamias y donas, y por serpientes; sabemos, por otra parte, que algunos labriegos se asoman a las magias escritas del Ciprianillo; incluso hay paisanos, muy pocos, que pueden hablar con dichos tesoros, y no faltan mitógrafos -Vicente Risco ó Alvaro Cunqueiro- que historiaron curiosidades de estos secretos, y a ellos remito al interesado por tales magias y misterios, y en lo acaecido a Celso.

Por abreviar, recordaré que en nuestro Condado es común creer en la existencia de un subterráneo extendido desde el castillo Sobroso hasta el río Tea que almacena en su trayecto monedas y objetos de oro. En lo que yo creo, y con tal fe termino, es en el entusiasta y brevísimo relato de mi amigo Celso sobre la mujer rubia del remanso que en la memoria de mi niñez ha quedado como una misteriosa joya.

SERGIO Y MANUEL

Era la media tarde, cuando un grupo de vecinos, frente al ayuntamiento, comenta lo ocurrido; alguno menciona a Caín y Abel, y los demás le recriminan la desafortunada cita. Poco tenía que ver, es cierto, la narración bíblica con lo allí sucedido. Conviene, sin embargo, que conozcamos los precedentes antes de introducirnos en el breve relato de los hechos.

Los protagonistas de la historia, Sergio y Manuel, son adolescentes. Viven en un pequeño pueblo del sur de Galicia, en la provincia lindante con Portugal, si bien lejos de la “raya“, dónde, por entonces, se entremezclaban sorprendentemente las aventuras del contrabando y las sentimentales gracias al permisivo celo de los guardias fronterizos de las dictaduras entonces gobernantes. No. La villa pertenece a la montaña: han empequeñecido los valles, los cerros se yerguen, las laderas pierden las vides y buscan las cimas en las que se cobija el lobo, allí dónde las aves de presa avizoran a sus víctimas desplegando lentos y fascinantes círculos. En el centro del pueblo destaca la triangular plaza, con su fuente-abrevadero, las débiles acacias y un espectacular crucero: el designado Cristo de los Afligidos, del escultor Cerviño, que en una de las caras de su enorme pedestal muestra a la Virgen del Carmen rescatando ánimas del Purgatorio, en desvaídos rojos y azules, y en cuya parte superior asientan figuras alegóricas de buena traza que representan la agricultura, las leyes, la industria y el comercio, y ¡un peregrino!, según puedo recordar; mientras de su centro emerge la columna de piedra que se adorna en sucesivos niveles con las efigies de Adán y Eva, y de la Virgen María, y que culmina con un Cristo en la Cruz. A un lado de la plazuela se sitúa la iglesia y en las afueras la robleda en la que se celebran ferias los días 8 y 21 de cada mes, las cuales atraen a ganapanes y ganaderos, animadores de calles y tabernas a diario semivacías y melancólicas. El pueblo disfruta de un río, afluente del Tea, torrentera en la parte alta y plácido en el valle dónde se adorna de prados en los que las idílicas vacas con ojos resignados, rumian mansamente. Un viejo autobús de línea sirve de enlace con la capital de la provincia y el resto de la comarca.

Sergio era aprendiz de zapatero y vivía en una casa de piedra, balcón corrido y ventanas verdes, que para nosotros, niños entonces, nos resultaba muy misteriosa; sus puertas casi siempre cerradas, se entreabrían excepcionalmente y con singular sigilo. Muchacho rubio, taciturno, hábil con las manos, ponía unas suelas a los zapatos en un santiamén. Transcurría el año 1938, en plena guerra civil. Le veo en su banqueta, con un cuero protector sobre las rodillas, manejando la lezna y los hilos con rapidez, martilleando los clavos en las tapas recién cortadas en aquel cuchitril con olor a cuero y pegamento. Aficionado a la caza, manipulaba con destreza el lazo y las trampas para atrapar conejos y alimañas. No había escopetas, pero Sergio disponía de un pequeño rifle de balines, de cuya munición carecía y se las ingeniaba utilizando clavos de cabeza ancha de la zapatería que disparaba a las lagartijas cuando éstas salían al sol, en los muros cercanos. Les acertaba, no lo suficiente, y los verdeamarillentos lagartos volvían una y otra vez de sus escondrijos, veloces e imprevisibles, con los clavitos insertos en el lomo ó sobre la cola.

Por su carácter reservado y por ser proclive a discusiones y peleas, Sergio no tenía demasiadas simpatías entre las gentes del pueblo, por más que a los niños nos tratase siempre con notable afecto.

Manuel, moreno, reidor, espigado y zanquilargo, era pastor; llevaba varias vacas y algún caballo, cada madrugada, a un monte llamado Fontefría inhóspito y solitario pero abundante en pastos.
Regresaba al atardecer, cruzando la plaza con su andar desmadejado detrás de los animales. Amigo de los pequeños, nos refería historias de cuevas y tesoros; conocía la virtud de las plantas silvestres, trabajaba la madera y construía, en las largas horas del pastoreo, figuras sencillas e incluso flautas con las que tocaba las jotas y muiñeiras de la región. Cantaba con buena voz y, aficionado a las fiestas, con ocasión de una romería en honor de San Pedro al lanzar un cohete tuvo la mala fortuna de no retirar la mano izquierda con la suficiente presteza y la explosión le hizo perder tres de sus dedos, ante la mirada atónita y el estupor de amigos y paisanos.

Veamos, ahora sí, tras este preámbulo preciso para conocer la villa y los muchachos, qué aconteció en aquella amarga fecha.

Sergio y Manuel, tan distintos, rivales en lances de fuerza y habilidad, y en los altercados, un día muy caluroso de agosto ayudaron a cargar unas mercancías de Enrique -el dueño de la tienda- en la vieja camioneta de Teodoro, una Ford renqueante que ni siquiera había sido requisada para la guerra. En el camino recogieron a una anciana, llamada Matilde, y prestos le cedieron su sitio en la cabina. Alegres y con bromas se acomodaron entre la carga. Cuando se acercaban a Maceira, el reventón de un gastadísimo neumático determinó el vuelco del coche sobre un terraplén. Sergio y Manuel, por desgracia, quedaron debajo del vetusto camión, sepultados en medio de sacos, fardos y cajas de gaseosas. Cuando, tras el accidente, los vecinos consiguieron rescatar los cuerpos de los infortunados jóvenes, con gran sorpresa los encontraron abrazados en plácido gesto, distante de cualquier enemistad o tragedia.

Vuelve mi memoria hacia los atribulados convecinos en la agobiante tarde y observo que siguen en la plaza con sus comentarios y lamentaciones. Y cómo Guzmán, el secretario del concejo, apostilla: “Esta vez la muerte se ha adelantado a la incorporación a filas de estos chicos, y les ha evitado participar en una verdadera lucha fratricida, sin sentido”.

Sonó entonces, en el agobio del atardecer, un ruido seco, un disparo, en la casa del balcón corrido y ventanas verdes. Y recuerdo que hacia allí corrimos todos... Y cómo durante meses no se habló en el pueblo, a parte de la guerra, de otra cosa.

En mi debilitada memoria permanecen, todavía hoy, mis admirados Sergio y Manuel, propios y nítidos, y los conmovidos vecinos, como si fueran personajes reales y no -como es el caso- meros productos de mi imaginación.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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