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Operación: Cuñada (19)

martes, 23 de agosto de 2022
Al día siguiente: de presentado en el Grupo, fueron invitados por el sargento López, su cuñado, a comer en la Casa de España, centro que los del Casino preferían nombrar Club de Suboficiales, para mejor diferenciación. Los militares, como siempre, bajaron en guaguas diferentes, ¡por aquello de la separación de clases!, y sus mujeres acudieron con los niños, una pareja, Miguel y Berta, que así se llamaban los de la hermana de Felisa.
Después de pasar juntos aquella tarde, entrega de los regalos traídos, menudencias del viaje y demás intercambios, Felisa no tuvo otra opción que no fuese la de cenar en el Casino, con su marido, distanciados de los huevos, de las patatas, de la salsa de tomate, de los chumbos y de los plátanos, tan habituales en el Suerte Loca. Entraron al comedor por el vestíbulo de la mesa de billar, y fueron directos para una mesa aislada, en un ángulo del comedor, con Felisa delante, de fuerza tractora, lanzada que iba para eludir conversaciones que excediesen a un simple saludo. También rechazó toda ocasión de iniciarse en aquellas tertulias de sobremesa, que en el Casino venían a ser preceptivas; preceptivas e incluso indiscretas, pues daban ocasión para que las mulleres, por veces, influyesen en las decisiones y en las operaciones de sus hombres, a la vez que estos se soltaban en confidencias no siempre oportunas, sin apreciar que los camareros, que por aquellos tiempos alguno de ellos era nativo, estaban ávidos de transmitir secretos de estado, ¡de Estado Mayor!
El dilema de la comida, para días sucesivos, provocó nuevas desavenencias matrimoniales; que si Suerte Loca era poco para un hidalgo, el Club aún lo era menos, ¡sin estrellas, que en Ifni era igual que decir, bajo cero!
-Como no quieres entrar en el Club para recogerme, me vine para el Casino, y mira por donde esa lercha del Valerio, ¡ni que me oliese!, vino directa a mi mesa para verme las manos... -¿A ver, mujer; enséñamelas? –Me dijo, así, de súbito- ¡Ya las tienes algo mejor, que se nota que te aplicaste alguna crema...! -¡Esto que te digo, Orlando, tal cual, y por todo saludo! ¡Pero la crema se la voy a pasar yo, yo misma, por sus narices, en la mismísima terraza!
-¿Y qué..., que más? ¡Esto que me cuentas no es bastante para declararle la guerra...!
-También me dijo no sé qué de disculpas, que si tal me decía era porque quería ayudarme... ¡Boh, pamplinas de esa vanidosa!
-¡Pero se disculpó! ¡Tú no hubieses hecho otro tanto! ¿O sí?
-¡Una mierda! Dicho así, lo parece, pero arrastró las palabras, como quien arremeda a un niño! Entonces, yo, sin mediar otra palabra, le di mi culo, y como lo tengo ancho..., fue como si le cerrase una puerta en sus propias narices.
Orlando, entre divertido y dolido, aprovechó la ocasión para avanzarle una noticia:
-Estos incidentes, estas suspicacias tuyas, pronto tendrán remedio, que me ceden una casa, con muebles y todo, de par del Casino, en la calle Teniente Coronel Portillo. Es de un oficial del Banco, que ya cumplió las cuatro campañas que les exigen, y ahora se marchan para España... ¡Quiero decir, para la Península, que en España ya estamos!
-¡Mira qué bien, con lo que me tardaba un acomodo! Y luego que así puedo tener a mi hermana y a los niños con nosotros, de cuando en vez! ¡Eso, si no le estorban al señor marqués...!
-¡En absoluto, que me entiendo bien con ellos; y también con Pascual! Distinto es en el cuartel, que allí cada cual en su sitio! Pero esta independencia que vamos a tener, al poner casa, en modo alguno significa que rehúses el Casino, que además de quedarte casi enfrente, lo precisamos para hacer vida social, que ya no estás en tu aldea, en aquello de Riós!
-¿Vida social? ¿Le llamas así a eso de jugarse los cuartos al póquer, dejando que ganen los superiores, o pimplarse de whisky, o desnudar a la prójima del prójimo? Por cierto, que de eso de desnudarme contaron una que, de ser verídico…; ¡lo que sois los militares!
-¿Que te contaron, qué, y quién? Mira, Felisa, tienes que controlar la lengua, para que no te noten tu rusticidad... ¡Ya me entiendes!
-Una de Ferrol, con la que me entiendo algo mejor, pero en Verín siempre se dijo que se refiere el pecado pero que nunca se nombra al pecador..., salvo que esté muerto! Pero en este caso...; en este caso le entendí que ya murió, así que te lo voy a referir: La historia esa es que su padre coincidió allá por el Norte, creo que me dijo en Melilla, con un hermano de Franco, y que ese tío, de borracho, se puso en cueros, en un café cantante, o cosa así; y que sus compañeros le tuvieron que agarrar porque... Te lo diré tal cual: ¡pretendió tirarse, allí mismo, en el escenario, a la cantante!
-Felisona, ¿vuelves...? Tengo que encargarle un cerrojo al maestro armero, para ti..., pero bucal, especial!
-¡Si ello es mentira, miento por boca ajena!
-Pues ándate con cuidado, que te tengo avisada...; ¡y luego que no es de señoras semejante difamación!
-¿De señoras...? ¡Que poco las conoces! Están más holgadas y más viciosas que sus maridos, pues vosotros, poco o mucho, por lo menos algo hacéis...; ¡eso, instrucción! Estos días anduve por el Zoco para ir viendo donde se compran los víveres, ¿y sabes lo que he visto?
-¿Vuelves? Felisa, que no estamos para adivinanzas...
-He visto moras, y asistentes moros, y también de los nuestros..., ¡haciendo la compra! Pero, de tenienta para arriba, ¡ni una! ¡Dios, que estúpidas son, que prefieren estar en esa cárcel del Casino, jugando a las damas y dándole a la flauta!
-.-

...
La ordenación del nuevo hogar, mano a mano las dos hermanas, les llevó bastante tiempo, que algunas cosas tuvieron que pedirlas a Canarias. Y ya con la casa presentable, Felisa prefirió inaugurarla en familia, con una buena paella, que era el plato favorito de su teniente, ¡pero...! Su hermana de paellas no entendía, y libros de cocina no tenían. Aunque ya conocía alguna valenciana, a pesar de sus cortas parrafadas en el Casino, optó por consultar con el chef, con Manolo, y allá que se fue, ¡pero no estaba! Aguardó un par de horas a que volviese, y en el entretanto se sentó en un velador de aquellos de la terraza, con una cerveza delante para que aquellas comadres no la atrajesen a sus parlamentos, "de vermut", que así les llamaban. Llegó por fin aquel Manolo y, tan amable como siempre, le propuso que le llevase la materia prima, que mejor aprendería una receta ejercitándola. Dicho y hecho; por supuesto que muy agradecida. Pero algo pasara en el tiempo de aquella espera, que entrar en el Casino sin incidentes era una ventura y una aventura, inéditas para nuestra Felisa. Se lo contó a su marido, de noche, a solas, más bien para confirmarle su lealtad, su sinceridad, ¡por grande que fuese la penitencia!
-Hoy vino para junto de mí una que también estaba sola, en otra mesa, que me dijo que aguardaba por su marido, que vinieron de colonial, y él estaba presentándose... Tenía ganas de hablar, y yo..., ¡yo también, que me parece que hago el ridículo con mi aislamiento, que llamo la atención precisamente tratando de no llamarla!
-¿Entonces, que te dijo, de qué hablasteis?
-Pues, mira, ¡del Ogino!, que ni sé cómo salió esa conversación. También tienen ese libro, que lo compraron en Madrid. Habla que te hablarás, que bien te digo que he caído en la tentación de lo que repudio, se me escapó que tú eres hombre de tres seguidos, cosa que atribuyo a la gimnasia que haces...
-¿Y ella, ellos...?
-¡Me dijo que hacía falta ser muy puta para conseguir tres..., de un sólo hombre! ¡Algunas son así, unas cerdas en sus hablares, aún peor que yo, que se pueden decir ciertas cosas sin nombrarlas por su nombre! ¡Y luego se hacen tan finas...!
-Va ser cierto que estáis holgadas... Pero déjame dormir, que estos quintos son cada vez más torpes, más torpes y más frescos, así que entiendo que las mujeres os creáis en paralelo. Y después están los indígenas, que de esos ya no sé si son tarugos o frescos... ¡Dios me diera aquí aquellos caseros de la Olga, que esos sí que son trabajadores y sumisos!
-¿Tarugos, ellos; ellos también? En este caso no me extraña que me lo llames a mí, una mocita de aldea, que todo su mérito, según tú, estriba en ser la cuñada del sargento López!
-¿Cómo es que le soltaste esa faroleada a una desconocida, eso de que yo, nosotros..., tres..., y menos para decírselo a una desconocida?
-¡Faroles son los de ellas! Mira, estoy harta de tanto oír de eso de sus baremos, ¡que no son los de ellas, que son de sus maridos! Que si el mío tiene tantos méritos, tantas cruces, tantos cursos, abonos dobles, servicios de aquí y de allí..., ¡qué sé yo, la intemerata!
-Puedes decirles que yo soy noble, de una casa hidalga, con escudos nobiliarios, etcétera. ¡En eso no te cortes, que además es la verdad!
-¡Si, hombre! Eso sirve en Verín, ¡pero lo que es aquí...! ¡Aquí te son hijos del Rey de España, todos y todas, a hecho, que todos dejaron su auto, y con el auto, su chofer, allá arriba, en eso de las Algeciras!
...
No hay literatura más inédita que la de aquel Ejército africanista del siglo XX, pues, de puertas a dentro, y de soldado para arriba, los que sabían, o entendían, callaban, ¡y si callaban, ascendían! No hubo oficial que ignorase las consecuencias que le trajo al entonces coronel Batet significarse en sus aportaciones al Expediente Picasso sobre aquellas responsabilidades del desastre de Annual; ¡el mayor, pero no el único! En estas circunstancias, hacer una crónica, profunda y verídica, ¡cómo no fuese por telepatía...!
-.-

-...
-¡Teniente Neira!
-¿Que hay, Valerio? ¡Dime!
-¡Será, diga, que yo le dije, teniente!
-¡En ese caso, disculpe! A sus órdenes, pero creo recordar que nos veníamos tratando de tú..., ¡ya de tiempo, y que yo sepa, usted aún no ascendió a Jefe!
Nada más enervante que el espectáculo de un superior poniendo firmes a un inferior, pero la disciplina militar así lo exige:
-Teniente Neira, supongo que no olvidaría, de la propia Academia, que le queda bien reciente, que nuestro comportamiento social, el de la Oficialidad, tiene que ser un vivo retrato, una síntesis de todas las virtudes castrenses!
Orlando se quedó anonadado con la sorpresa de aquel incidente:
-Disculpe, capitán, pero no le entiendo...
-No se puede ser colonizador, conductor de pueblos, si en las relaciones personales, en las nuestras, y también en nuestros comportamientos, no nos situamos por encima de este pueblo raso, elemental, subdesarrollado..., ¡al que, casualmente, estamos protegiendo, particularmente aquí, en este Territorio!
Orlando, que algo barruntaba de cuáles eran las verdaderas circunstancias generatrices de tal filípica, optó por el bizantinismo:
-¡No tan casual, capitán, que bien sabe que estos recortes del Protectorado nos los cedió Francia, en 1912, precisamente para que le royésemos las zonas yermas, las yermas y las incontroladas, pero de eso también sabemos, tanto usted como yo mismo, que es un secreto de Estado! Disculpe, capitán, pero el resto de su lección no lo entiendo; ¡sinceramente, no! ¿Con todos los respetos, puedo preguntarle qué hay, o qué hubo, de indigno, en mi comportamiento?
Su diablo familiar no perdió esta ocasión para soplarle:
Este tío es un cretino; no se entera de que si estoy en el Ejército es por puro patriotismo, por exigencias de mi sentido de la nobleza, mientras que él, sin estos ingresos de la Pagaduría Militar, andaría segando, a mano, por Castilla adelante!
El capitán de la Compañía quería camorra, fastidiándole no encontrar oposición en su teniente, así que retorció aquel incidente, cuanto pudo y supo:
-El comportamiento de la gran familia militar es una órbita en la que también se mueven y actúan nuestras mujeres, ¡au paire!
-¡Ah, era eso! ¡He debido suponérmelo! Capitán Valerio, le sugiero que ponga firmes a la suya..., que de la mía me encargo yo!
De la mía y de la suya, de las dos a la vez..., ¡si me diese por ahí, que a los antecedentes me remito!
El capitán sólo oyó las palabras de Orlando, pero no sus pensamientos, pues, de telepatía, el tal Valerio, poco o nada!
-¿Cómo, qué dice? ¡Mida sus expresiones, que me está faltando!
-Creo que no, ¡en absoluto! Y si no manda otra cosa, por mí, a sus órdenes, capitán, que este incidente, lo que es por mi parte, queda resuelto, definitivamente!
-¡Espero que las cumpla...; eso, mis órdenes!
Nada más divertido que una trifulca militar, de superior a inmediato inferior, en aquellos tiempos coloniales, eufóricos, grandilocuentes, de mística patriotera, pero la literatura es cosa de salón, que no de las salas de banderas! Tan pronto como Orlando se apeó de la guagua, abajo, delante del Casino, en la Plaza de España, se dirigió a grandes zancadas cara a su domicilio, que aquel día ni se le pasó por la cabeza acercarse a la barra, por buen vermut que allí sirviesen y por seco que trajese el gaznate después de haberse tragado aquellos sapos cuarteleros. Entró, cerró de un portazo, y se dirigió iracundo contra su mujer:
-Felisona, baja la braga..., ¡ar!
Pero ella, que se estaba secando las manos, se conformó con pararle en seco y darle un beso, a la vez que le recogía el tarbus y su vara de mando.
-Si mi hombre fuese la mitad de hombre que presume ser, me las quitaría él, el mismo, de un tirón, así las rajase!
-¡Baja esa braga, te digo, que te voy azotar, como a un niño, con las dos manos, y dale gracias a Dios que aquí no tengamos ortigas...!
Ella, tomándole a broma, pero desafiante:
-Si te apetece, hazlo, con una o con las dos, que donde recibirlos tengo. O arréstame, tal que en el cuarto de baño... ¿No andas diciendo, a todas horas, que debo adelgazar, que me sobran nalgas? Pues, chico, sin nalgas no puede haber azotes... ¿Qué te hice, de esta vez, para merecer otras amenazas? ¡Y si es una broma, de esta clase no me gustan!
Orlando iba y volvía, a toda marcha, dentro del salón, como un centinela de Puertas:
-¡Algo te pasaría con la mujer de Valerio...; y llueve sobre mojado, que me tomó los piques! Más que Valerio habría que llamarle inútil..., ¡por lo poco y por lo mal que razona! ¡Si lo vieses...! ¡Una furia, que incluso me retiró el tuteo!
-¡Esa soplagaitas...! ¡Si no fuese porque aquí no se anda en zuecas..., y no merece estropearme un zapato!
-Rapaza, deja de lado ese diccionario de la frontera, y no reincidas, que a vuestra sopa si algo le sobra es sal! En cuanto al Valerio no te preocupes, que ya lo puse a caldo. ¡Dios sabe lo que le inventó ella, la cizaña que le molió esa molinera del Manzanares!
En esta ocasión la habitual espontaneidad de Felisa tuvo una cierta contención, que midió bien sus palabras:
-Cariño, estoy meditando que esto tiene solución, que las mujeres de los suboficiales cuidan más de su lengua; ¡y también de la peseta! Es con ellas con quienes tengo que alternar, que también para ti será mejor, que ahí, en el Casino, me desbaratan mi corto diccionario, ¡y me dejan sin defensas! Sólo iré a ese Paço Real cando vaya contigo; en las demás ocasiones, siempre al Club, con mi hermana y con la gente de ellos, que allí hay un respeto, y nadie me provoca. ¡En la Casa de España no hablo mal, que ni me apetece hacerlo!
Orlando aún estaba en su proceso mental:
-¡Ya lo veremos, que aún no estamos derrotados, que tengo otros cañones...!
-Y luego, ¿qué te largó ese capitán?
-¡Mujer, nada que tú entiendas! Me soltó una arenga de las suyas, de aquellas de centurión abintus para medio decirme que el Ejército y el pueblo raso son cosas diferentes, y por tanto, incompatibles!
-En eso tiene razón; ¡como el macho y la hembra!
-¿Cómo, qué dices?
-¡Ajá! ¿Ahora soy yo la torpe, la que no entiende...? ¡Señoritos, señoritos...! Siquiera bien lo subraya ese Páter, ese cura de las guerras, en todas las Misas: "...Por nuestro Jefe de Estado, Francisco; por el pueblo y por el Ejército..." ¿Que, lo hueles? Son dos cosas, dos, que siempre las pone aparte, por separado. Si me apuras, algo así como la Santísima Trinidad: Don Francisco es el padre; el pueblo raso es el Hijo; y por añadidura, tenemos el Ejército, que es el Espíritu Santo, la fraternidad de España, una paloma en vuelo rasante, con una rama de laurel en el pico, husmeando donde hay carnaza, que por algo es el brazo armado de nuestro Patrón, do nuestro Preceptor, ¡que así ni Dios se desmanda!
Orlando no pudo evitar reírse con aquellas filosofías tan peregrinas de su costilla.
-¿Ni Dios...? ¡Felisa, estás pasando de la burrada a la blasfemia!
-¡Quiero decir que no se le desmandan ni siquiera sus embajadores, la clerecía...!
El teniente, más escandalizado aún, se persignó.
-¡Vade retro, satana! ¡Felisiña, eres el mismo diablo, pero con sayas! ¿De la escuela arriana, de la de Arrio, supongo?
-Mira lo que son las cosas, que cuando diste en bajar los ojos para mirarme a la saya, entonces cavilé: ¡Cuanto voy aprender con este profesor! Y resulta que sólo me enseñaste a hacer..., ¡eso, picardías!
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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