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Nadie debe morir solo

viernes, 24 de junio de 2022
Ana y yo, en la inocencia de nuestros diez años, poco más poco menos, conocíamos aquel bosque de Souto de Rey palmo a palmo y en él desarrollamos todas nuestras aventuras infantiles. Sus árboles... los carballos, los castiñeiros, los abedules que daban sombra al regato, las viejas acacias... nos saludaban al paso cuando íbamos camino de las tierras de Vilar das Tres, desde donde la vista alcanza Cudeiro a la izquierda, Ourense al frente y el valle del Miño, camino de Barbantes, a la derecha.
Nadie debe morir solo
Nuestro bosque encantado, donde Ana buscaba la rana que era príncipe y yo hablaba hasta con los lobos, exigía frecuentes visitas para descubrir sus tesoros que no eran otros que las formas vegetales de lo natural, los melódicos arrechouchíos de los pájaros libres o el saludo silencioso de todos los seres que allí habitaban.

En ese lugar fantástico de mi infancia vi por primera vez a la Muerte. Se acababa de llevar el alma de un anciano de Valdorregueiro que vivía solo. El buen hombre perdiera la memoria y trataba de recuperarla a la sombra de los carballos nacidos en el mismo año que él naciera. En su funeral, escuché...

- Morreu de repente.

Porque Pachón, un guardia civil amigo de mi padre, se encargó de que el Estado pagase su entierro en el cementerio de Vilar, en cuya osera debe estar todavía alguno de sus restos mortales.

Desde aquel día todos los días, a las cinco y media en invierno y a las seis y media en verano, Ana y yo visitábamos la humilde morada de la señora Norberta, cerca de Chaín.

Las paredes de la casa estaban hechas con piedras del Camino Real, irregulares y mal colocadas, con las que la constructora consiguió una arquitectura de chabola, con techo de tronquitos entre los que se mezclaba una lona y encima de ella paja.

Los demás niños le tenían miedo, por eso la llamaban bruja; mi madre, que le mandaba comida por Amancio, me contó una vez su corta historia.

Társila era la jovencita más guapa de As Barxas y se fue a servir a Ourense, a una casa de bien de la calle del Paseo.

La casa sí, era de bien, como se decía entonces, pero el amo era un delincuente sexual que nunca pisaría la cárcel por ser primo del jefe provincial del Movimiento.

Aquel cabrón dejó embarazada a la joven Társila a la que obligó a volver al pueblo donde todo el mundo la repudió. Por eso buscó refugio en el monte y el monte fue su hogar desde sus veintipocos años hasta los sesenta y tantos, cuando murió.

A Ana y a mí nos contó mil historias hermosas de hadas madrinas que la cuidaban por las noches, mientras ella soñaba con algún príncipe nacido en Gustei, O Sobral, As Barxas o Cudeiro, que no era muy exigente; no, no lo era.

La señora Norberta murió de vieja, triste y sola en su cama de paja, aquejada por una enfermedad pulmonar. La encontró dos meses más tarde un vecino de El Empalme que poseía un trozo de monte por Chaín.

Ana ya vivía en Barcelona y yo andaba por el mundo buscando otras historias que contar. Sentí no decirle el último adiós... ¡Nadie debería morir en soledad!
Rodríguez, Xerardo
Rodríguez, Xerardo


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