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De viaje por caminos y lecturas (III)

miércoles, 08 de octubre de 2008
IX. VIAJE HACIA LAS COCINAS GALLEGAS
Con prisas, alcanzo la estación de Chamartín y acomodado en mi asiento observo pronto, desde la ventanilla del tren en progresiva marcha, los arrabales de la capital, restos de chabolas y eriales, y las urbanizaciones y los pueblos diseminados por la sierra. En el periódico encuentro un reportaje sobre el Bulli “Una cena en el mejor restaurante del mundo”, de Carlos Maribona. Un relato que nos sitúa en el feudo de Ferrán Adriá, en la Costa Brava gerundense. “Sorpresa tras sorpresa, asombro tras asombro, nada es lo que parece. Aparecen creaciones de Adriá acompañadas, cada una, de la imprescindible explicación del camarero”. Tras los snacks, una docena, las cosas serias: un brioche al vapor de mozarela con espuma de rosas; un fino won-tom de pollo servido en caldo que da un toque asiático al menú; unas bolitas de oro que son cápsulas de aceite de oliva… un aire de parmesano helado, puro sabor, con una bolsita de muesli salado por encima. ¿Es o no un juego?.

“Y vuelven los juegos: un risotto en el que los granos de arroz se han sustituído por semillas de calabacín; las algas, con sabor a mar... Los platos, tapas en realidad, alrededor de treinta: aires, espumas, nitrógenos… todas las técnicas de vanguardia”.

Perdonen la larga cita, pero, casualmente, viajo hacia Galicia con unos amigos y, además de motivos profesionales, nos motiva un itinerario gastronómico por el interior de la provincia lucense y por las cocinas finistérricas y pontevedresas.

A la hora de dormir, cuando el tren prosigue con su persistente y veloz marcha, en la duermevela, me pregunto por esa manía, tan gallega, de hablar sobre comidas: la variedad y cuantía de los menús, las recetas, los comentarios a “proezas” gastronómicas. Quién no recuerda ser testigo de apuestas entre convecinos: ingerir 30 huevos cocidos en un corto tiempo, o las 150 ostras a tomar en Arcade (cuando las rituales cinco docenas eran cosa natural). Desde luego, acepto que eran otros tiempos, y que ya no se prodigan estas absurdas hazañas, bien por razones económicas, bien por la liberadora variedad del ocio.

Recordaba, al sesgo del sueño, como estando en Vigo, bajaba del Castro dónde “servía” como militar, al mediodía, para degustar una docenita de ostras al pie del bar La Marina, en la Piedra. Y casi dormido, viajaba a mi infancia, en torno a las filloas de sangre -en los días de matanza del cerdo- dulces, finas, delicadas, sabrosísimas; o a mi juventud: un inolvidable rodaballo en Chapela o aquella empanada de lamprea en Caldas de Reyes.

¿A qué se debe este asiduo recorrer, en nuestras conversas y hasta en las ensoñaciones, por acontecimientos culinarios? El doctor García Sabell en su ensayo “Notas en col da fame galega”, de 1962, nos decía: “Lo que se come, cuando se come, es un hecho de índole antropológico de primera magnitud. Cuando ya podemos comer, nos obsesionamos. No hay tema más duradero ni de mayor vigencia, entre nosotros, que el de la manutención”. Y sigo traduciendo: “Semejamos antiguos hambrientos. Hacemos de la comida un rito complicado, exuberante y barroco. Comemos sin tino ni compás. Y del comer pausado, degustando demoradamente lo que tenemos en el plato, saboreando los finos matices gustativos, pasamos al devorar frenético de la cantidad por la cantidad… La obsesión de la comida en Galicia no es porque abunde sino porque faltó. Lo que hace la abundancia es, simplemente, facilitar la actitud obsesiva”.

No se puede decir mejor. Persiste la memoria colectiva del hambre antigua, de carencias nutricionales prolongadas, de muchos años, que condujo a la gradual aparición de individuos flacos y de estatura baja, a miserias fisiológicas no genéticas sino consecuencia de precariedades socio-económicas: malnutriciones y carencias específicas (distrofias hipoproteicas, pelagra, anemias, desviaciones raquitógenas) que se tradujeron, a lo largo de los siglos, en sujetos con caracteres psicológicos de baja autoestima, escepticismo, desconfianza, melancolía, en apariencia inherentes a la raza céltica.

Han bastado, sin embargo, unas décadas de mejoría económica y, consiguientemente, nutricional y sanitaria, para conseguir un notable aumento de la talla de los jóvenes y su mejor aspecto psíquico y emocional. Así se combate, pues, esa memoria histórica del hambre, tan arraigada y tan unida a componentes culturales insatisfactorios: consolidando una dieta alimenticia suficiente y variada, adornada de minerales y vitaminas.

Las circunstancias han cambiado tanto que, al día de hoy, ya debemos preocuparnos por la tendencia a la obesidad de los niños y adultos gallegos, y por estilos de vida que por exceso o desvío conducen a esa patología nutricional.

En Galicia ahora, se come con suficiencia y, tal vez, el miedo a pasar hambre -“a fame sempre retrunca”-, aunque sea en el inconsciente colectivo, nos hace caer, de tarde en tarde, en legendarios banquetes -no sólo de clérigos- en comilonas exageradas que pretenden enfatizar ante la sociedad esta desmesura. Es hora de dejar de ser comilones y de convertirnos, más bien, en civilizados ciudadanos y discretos gastrónomos.

Dejemos aparte, el pánico habitual de las gentes a la ingestión de setas, o la curiosidad de que, no hace muchos años, las angulas del Miño, en Tuy, eran utilizadas como abono de las huertas; o la copiosa comida, ya casi inexistente, con motivo de los entierros. Hablamos de la cocina gallega: densa y recia en las zonas del interior, con el máximo aprecio por las carnes nobles, cocina simple y, a la vez, suculenta: desde las empanadas, ya exhibidas en los capiteles románicos del Palacio de Gelmírez, o la armoniosa conjunción del lacón y los grelos, hasta la repostería barroca de filloas, almendras y hojaldres. Y hay otra cocina, la marinera, delicada, de pescados en sazón: jureles y sardinas, xardas y robalizas, congrios, pulpos, calamares, besugos y merluzas, cocinados con sencillez, en caldeirada, a la parrilla, o cocidos y con ajada, fritos, ó en sopas, arroces o fideos: pescados de sabores a descubrir en cada toma, deliciosos y llenos de mar. Y, naturalmente, con el lujo añadido de los mariscos: camarones, nécoras, percebes, centollos…

Figuran entre los postres: filloas, tartas de almendra, leche frita, arroz con leche, requesones con miel, y diferentes quesos.

Vinos. Tenemos los blancos: albariños, gloriosos los del Salnés y del Rosal; excelentes los godellos de Valdeorras, y los “riberos”. Y abundan los tintos, domésticos y campechanos: del Condado,“amantis”, de Ribadavia… Que exigen, por si solos, otro discurso.

Vayamos en este punto, y ya va siendo hora, a nuestro seleccionado itinerario gastronómico. Cuatro fueron los restaurantes apalabrados por nuestro experto: dos, en el litoral de Coruña y Pontevedra, los otros dos en las cercanías de Lugo. Haré una descripción abreviada de los menús, como curiosidad, y algún ligero comentario:

1. En Finisterre:
Centollos (“pateiros”)
Xoubas fritas.
Revuelto de erizos de mar
Chipirones en su tinta
Navajas
Filloas (rellenas de cocido)
Lubina al horno.
Arroz con leche.

Comentario: Todo el pescado, sabrosísimo. Y sobresaliente la lubina (aquí, robaliza). Inesperado el toque de las filloas, con carne, chorizo y grelos.

2. Próximo a Lugo. Casa M.:
Caldo
“Cacheira”, costillas salpresas.
Lacón, xarrete de ternera, gallina.
Chorizos, tocino.
Grelos, patatas, garbanzos.
Botelo (Botillo).
Tarta de almendra.

Comentario: espectacular cocido, en su variante luguesa. Asombra la llegada humeante de las fuentes llenas de carnes diversas, y las de grelos y patatas. Para mí fue una sorpresa el botillo, desconocido en la Galicia meridional. Cada comensal dispone de una fuente propia, elige a su gusto, y va saboreando la comida a lo largo de la tarde, y con la satisfacción de no sentirse al final agobiado, sino feliz y satisfecho. Ah, la sopa de sustancia, de fideo fino, se toma al principio del xantar y predispone para el discernimiento de los sabores, o bien, antes de los postres, según gustos. Lo que no cabe es olvidarse de ella.
El cocido, y desde luego éste "es capaz de reconciliar enemigos y devolver la pasión a las almas más cansadas”. Más aún: Isabel Allende, tan experta, lo sitúa entre los afrodisíacos más poderosos, y no es de extrañar.

3. Restaurante cerca de Pontevedra, próximo a Poyo.:
Ostras
Atún semicrudo
Vieiras
Empanadas, costillas, croquetas, jamón…
Lamprea.
Souflé de manzana y chocolate.

Comentario: Singular el postre, y lo demás, excelente. A la lamprea, me referiré luego.

4. Casa rural en Meira, Fontemiña:
Truchas.
Lacón con grelos.
Ternera guisada.
Asado de potro.
Filloas para acompañar, y un pan, extraordinario.
Postre: requesón con miel.

Comentario: Las truchas típicas de este lugar, sabrosas y crujientes, se toman ad libitum. Imponente el lacón y los grelos, y la carne guisada, y no menos el potro, que yo probaba por primera vez.

Los vinos degustados en estas comidas, fueron los albariños y tintos de la Rioja Alta, así como los locales.

Al regreso a Madrid, ya en el tren, y tras estas pruebas gastronómicas, nos encontrábamos fortalecidos como al fin de un viaje: alegres y reconciliados con la vida.

Quisiera mencionar aquí, supuesta la benevolencia del lector, los libros de gastronomía que en los últimos tiempos han adquirido gran relieve. Sus amables “morbosidades” lejos de la gula y la glotonería -cuenta con la permisividad de la Iglesia- y las recetas y viajes gastronómicos, quizá justifiquen su interés en la nostalgia inevitable de los guisos caseros, cuando las amas de casa se alejan de los fogones domésticos. Al margen de los múltiples recetarios que se nos ofrecen cada día, esbocemos aquí, como humilde homenaje personal, la reconfortante obra de cuatro escritores gallegos: la de Dª Emilia Pardo Bazán, siempre generosa en relatos culinarios; la sabrosa e irónica crónica de Julio Camba, y la del singular escritor y gastrónomo José Mª Castroviejo (a quién conocí un día, con su marinera barba, en el barco de Cangas, refiriendo con deleite las comidas de los once platos en las rectorales parroquiales, cuando las fiestas del patrón. E indispensable, por fin, en estas materias culinarias, ha sido y es, don Alvaro Cunqueiro, el máximo exponente de escritor de la buena mesa y, en particular, de la cocina gallega: maestro de xantares reales y de fantasías gastronómicas. Una breve cita: “Los obispos de Metz comían alondras con nabos tiernos, pero también comían jabalí… los obispos de Tour han pasado a la historia por sus perdices; los de Verdún amaban, además del jamón en vino, las becadas rellenas y las percas. Los de Estrasburgo, al igual que mis arzobispos de Compostela se daban a la lamprea y al capón…” Y por no perder el hilo de esta narración, permítanme comentar, justamente ahora, estos dos regios platos.

EL CAPÓN DE VILLALBA
Tengo la suerte de ser cofrade y socio de honor de “la Cofradía del capón de Villalba” que preside, con magnanimidad, el prócer villalbés Domingo Goás; y experimento la alegría de ser frecuente degustador de este manjar.

Villalba, y no Vilalba, núcleo comercial de la Terra Chá lucense, encrucijada de los caminos gallegos del norte, ofrece cada 19 de diciembre, una sensacional “Feria de los Capones”, orgullo de la comarca y de la cocina gallega. Si antes, tiempo ha, se celebraba al pie de la Torre octogonal de los Andrade, o en la plaza de Sta María, hoy, por su auge, debe llevarse a cabo en un recinto más amplio: y allí aparecen, en la fría mañana decembrina, las mesas con las cestas cubiertas de albos manteles y sobre éstos el pintoresco espectáculo de los dorados y llamativos capones, las enjundias sobre el obispillo; tres o cuatro pares por vendedor, con la garantía de estar censados por el Concejo. Los más aparentes estuvieron siempre destinados a pagar rentas y foros, los llamados “de recibo”, hoy terminan en las mesas de las autoridades políticas de la nación (ya decía Cervantes, “Capones, manjar de gobernadores”). Y por estas fechas, es costumbre popular que los vecinos de la zona coman el arroz con menudos, de tan excelentes ejemplares.

¿Cómo son estos capones? Son pollos seleccionados cuando tienen tres meses, por septiembre, y entonces capados. Y, desde la Edad Media, se les considera platos singulares en las mesas más distinguidas y de los gastrónomos más exigentes. Existe todo un ritual desde su elección, para el engorde de estas gallináceas, una dieta de horario preciso, y superabundante: un amasado de harina de maíz o castañas con leche que se le suministra, forzadamente, en forma de bolas, y aligerado el trago con vino dulce. Su estancia tiene lugar, en la obscuridad, dentro de unas jaulas de alambre y madera, las “capoeiras”, al calor de la cocina. Las aves entristecen consecuentemente, pierden el canto “gorgoritan en vez de cantar”, hasta que llega su previsto final. Se sigue una tradicional técnica para que la muerte, sin herida apreciable, no altere su aspecto, lo mismo que un peculiar desplumado, y ofrecer así una decorativa y buena impresión a los compradores y visitantes de la feria.

A la hora de cocinar estos capones, varían las recetas. Si bien prevalece el asado en el horno, con o sin relleno (uvas o ciruelas pasas, ó el de ostras). Lo habitual es el asado simple, en su propia enjundia, con sal y un toque de limón y ajo; acompañamiento de cebollitas, patatas o setas, allá el gusto de cada cual, y guarnecido con su grasa y jugo, o con puré de manzanas. El sabor resultante de esta carne aviar, lo confirmo, es de una exquisita delicadeza, y explica el fervor de sus adictos.

Los más apreciados capones pertenecen a Villalba y a las parroquias de su entorno. Son propios de la cocina navideña de esta comarca. Nosotros, los cofrades, solemos saborearlos entonces, por el Nadal, y en ocasiones, meses después, convenientemente conservados, y continúan siendo una delicia.

LA LAMPREA
Hemos acudido a este antiguo restaurante de Poyo, ahora muy modernizado, a degustar la lamprea ahora cuando empieza la sazón, y resultó muy sabrosa y suculenta, guisada a la bordelesa, cual recomendaba Montaigne desde su torre de Burdeos: elaborada con su sangre y con el vino tinto del país, que tal es, a nuestro parecer, el secreto de este plato; y el que se sigue a orillas del Miño, en Las Nieves y en Salvatierra, y en las cocinas del Condado del Tea. En Pontevedra, nos la ofrecieron acompañada de pan frito y arroz blanco, al modo portugués de Monzón y Valença.

La lamprea, ese pez de aspecto ambiguo y escurridizo, piel grisácea y moteado negro y cuyo nombre científico -petromyzon fluviastilis- no es menos desabrido, repelente para muchos, resulta para otros, no muchos, delicado agasajo. Se pesca ya en muy pocos ríos gallegos y, sobre todo, en el Ulla y en el Miño.

Conocida era la lamprea, según las crónicas, por los romanos, que la tenían en mucha estima y de cuyo abuso -entonces era muy abundante- les aliviaban las aguas bicarbonatadas de Mondariz. Su complemento ideal, cuando se la come en justos términos, es el vino tinto de la comarca, alcanzándose así una excelsa combinación en la cocina penitencial de la cuaresma: consolaba entonces de toda abstinencia y hoy, de cualquier disgusto. No me resisto a transcribir la conocida cita de Risco: ”La lamprea es plato de reyes y de grandes, es plato de verdaderos sabios; es plato de tragones, y está dicho todo”.

Abundan las fórmulas culinarias para prepararla: al queso, al ajo, y se acomoda bien a la salsa tártara y a las setas, y resultan excepcionales las empanadas que he probado en Caldas y Padrón. Se la puede aderezar en escabeche, y son deliciosas las conservadas secas y que suelen tomarse durante la Navidad (las recuerdo en casa de mis abuelos maternos, en el cocido, abrazadas a un gran trozo de jamón y asentadas sobre un suave lecho de repollo. Lamprea seca que cada año, en fechas decembrinas, nos enviaba el chocolatero de la Cañiza). En el Condado prevalece el gusto por la lamprea guisada o estofada, según la receta de Picadillo, a la que se aplicaban nuestras madres, y siguen todavía en las tabernas ribereñas.

Y termino. Estamos convencidos de que el progreso de los Pueblos reside, primero, en su alimentación, y que todas las ayudas individuales y colectivas para luchar contra la hambruna en el mundo deben tener la máxima prioridad. Otra cosa sería que alabásemos la frugalidad y el hambre indeseada como bienaventuranzas; o que admitamos como normal que muchos hombres estén destinados a vivir muriendo, pues el estómago vacío lleva a la resignación, a la locura e incluso a la muerte, mientras otros se mueren del mucho comer (la obesidad y otras patologías derivadas, verdaderas plagas de las sociedades modernas).

En este relato, sin embargo, sólo merodeamos por el perfil cultural de la buena mesa, gallega en particular, tanto o más que por la buena comida, qué también, pues, pudiendo hacerlo, hay que saber comer: alejarse de aquel buen Sancho “al que le daba igual comer cebollas que capones”; aquí, nos gustaría abogar, en lo posible, como preconizaba B. Savarin, por el placer de la mesa, el que facilita la amistad, regocija la mente y el espíritu, y alivia de fatigas. Y recordar, por último, que tan propicio es atender al gusto de los sentidos como al gusto poético y literario. Aún más, que sería irreflexivo, por parte de las gentes de letras, menospreciar “la literatura de cazuela”, cuándo sabemos que el arte gastronómico está en el origen y en la senda -en el viaje- de la civilización occidental.

DE CAMINOS Y FINISTERRES
A primeros de agosto de este l998, cruzamos los Pirineos por su parte central -desde Vielha- por una aduana fronteriza apenas perceptible. Se iniciaba ya la tarde cuando nos adentramos en Francia por valles abiertos y descansados, que agradecimos después de haber superado tantas montañas y algunas tan desmedidas. Nos habíamos propuesto -mi mujer y yo- aprovechar el viaje veraniego para realizar una parte del Camino de Santiago a la inversa, hacia Centroeuropa, a sabiendas de desvirtuar la finalidad del Camino que es, por definición, Compostela y el finisterre gallego; y de desnaturalizar, por añadidura, la esencia andariega del mismo, haciéndolo en coche. Nos movía, en cualquier caso, cierta adicción a la vieja ruta peregrina que nos incitaba a visitar Moissac, Conques, Puy le Velay, Clermont Ferrand, Cluny, por los Caminos Jacobeos Franceses, y a proseguir por el Camino Suizo, menos conocido, de Ginebra, Friburgo, y por Spiez, cruzando el Brunig, alcanzar la capilla de Saint Jacob, en Ennetmoos, dónde encontraríamos al Santo, y dónde, además, todo hay que decirlo, teníamos parientes que visitar. Era un deseado itinerario por hitos fundamentales en la historia de las peregrinaciones a Compostela, y en la cultura del románico.

Al atardecer estábamos en el célebre monasterio de Moissac, gozando de la armonía de su claustro y de la filigrana de los capiteles, mientras el pétreo abad Durand ordenaba el paseo de los monjes y de los turistas entre las doradas piedras que entonces acariciaba el sol.

Dejamos atrás, no sin emoción, su pórtico apocalíptico, ejemplo mayor de la escultura románica y nos dirigimos con prisas hacia Albi y, en plena noche, a Rodez, dónde teníamos reservada una habitación. Aunque conocíamos la situación del hotel en las afueras de su burgo medieval, nos equivocamos a la entrada de la ciudad y circulamos desatinados por sus arrabales hasta que, desanimados, nos detuvimos en un lateral de la calzada para considerar de nuevo en el plano nuestra situación. Un coche que nos venía siguiendo se detuvo cerca, y su conductora se acercó preguntándonos que a dónde nos dirigíamos. Al explicarle a qué hotel, nos dijo que lo conocía, que estábamos lejos y nos sería complicado alcanzarlo con meras indicaciones, que ella misma nos llevaría, precediéndonos; que había corrido mucho por el mundo y conocía las angustias de los viajeros al desorientarse en una ciudad desconocida, y más de noche. Y así lo hizo: volvió a su auto y ya en marcha, circuló delante de nosotros. Alabamos, sorprendidos, la generosa disposición de la grácil señora de edad indefinida -¿50, 70 años? -, parlanchina, abierta para los idiomas, dulce de cara, que a su paso dejaba un incierto olor a colonia rancia, la cual con su pequeño Peugeot nos dirigía por el intrincado y sinuoso tráfico hasta que avistamos cercanas las luces del hotel, y fue al dirigirnos hacia él, en una rotonda, cuando la abuelita hizo un giro a la derecha que nosotros seguimos, para enfrentarnos de inmediato con los faros de varios coches que venían veloces y nos amenazaban con sus bocinas: Vaya por Dios, ¡habíamos invadido una calle de dirección prohibida! Prestos nos desviamos al arcén, lo mismo que la dama de indeterminada edad y preocupante olor a resina que rauda se bajó de su vehículo y alzó su mano derecha en un gesto extrañamente imperativo ante el cual los coches que bajaban raudos, se detuvieron mansos y dóciles. Dispusimos del tiempo justo para retroceder, y siguiendo, otra vez, a la señora situarnos pocos metros más allá, delante del albergue. Descendió de su automóvil la dama con ágiles movimientos y se disculpó por lo acaecido, explicaciones que agradecidos aceptamos, aunque reconociendo la suerte de no sufrir ningún desgraciado accidente al introducirnos en el cauce de una riada apresurada de coches y motos (cuestión que, por otra parte, no parecía haber alterado lo más mínimo a la gentil y "aniñada" señora).

Le regalamos una botella de aceite de oliva que primero rechazó con aspavientos y palabras inconexas e ininteligibles, pero, al fin, aceptó de buen grado. Nos dijo, enigmática, que lo utilizaría en las lámparas… y, de súbito, como había llegado, desapareció entre las luces de los autos.

Nos preguntamos entonces, y nos hemos preguntado muchas veces después -en la corriente de la transrealidad que mencionan ilustres viajeros- si la misteriosa aparición hubiera podido detener con tanta facilidad, aunque sólo fuera unos instantes, el ruidoso fluir de las aguas de nuestro familiar río Tea.

Al día siguiente continuamos la ruta sabiendo que poco importa el principio, la dirección ó el término del camino, que lo primordial es peregrinar: la vivencia de estar en marcha; que -como un milenio antes- los peligros acechan en cualquier desvío, pero que la protección de los caballeros templarios entonces ó la resuelta mano de una dama hoy, enderezan nuestra desorientación y solventan los más graves escollos. Es como soñar que todos los caminos conducen a Santiago, a Roma ó al Condado del Tea. Que no hay más viario (ni más laberinto) a seguir, por sorprendente que sea, que la propia línea de la vida, desde la concepción y la cuna, hasta la muerte.

Nuestro peregrinaje terminaba días después sin más contratiempos, y cómo habíamos proyectado, en la Suiza central y primigenia: en Ennetmoos, en la capilla de Santiago, que nos recibió erguido, con su cayado y la túnica adornada con las conchas simbólicas, y nos hizo rememorar al San Jacobo sedente y majestuoso del Pórtico de la Gloria, tan familiar para nosotros y para cuántos han alcanzado el "más allá" de Compostela.

Aquí debía terminar nuestro viaje de ida, pero es que cerca, en los aledaños del Camino Jacobeo, por Stans, visitamos Engelberg (montaña del ángel), a cuya entrada descubrimos una ermita dedicada a San Jacobo peregrino (con un libro en las manos) y dónde se ubica, unos centenares de metros más allá, un convento benedictino que conserva en su biblioteca excepcionales manuscritos románicos y que funcionó durante siglos, según nos contaron, como un diminuto Estado espiritual e independiente; y en sus proximidades, topamos curiosamente con un paraje de tenebrosos y altísimos roquedales llamado “Das Ende der Welt” ¡el Fin del Mundo!: el viaje nos ofrecía, como dicen que suele ocurrir, el encuentro con algo imprevisto y recurrente: una zona mítica y sagrada, y otro Finisterre.

Nuestra historia debe concluir, aunque no estará de más preguntarnos: ¿dónde empieza, dónde termina el Camino?; ¿en qué dirección se puede peregrinar? ¿la vida es sedentaria servidumbre de paso, ó simple migración hacia la muerte? Sabemos, sí, que el fin del viaje tradicional es el regreso. A nosotros nos resultó fácil encontrar la vía de retorno: llegada la noche, el Camino Jacobeo aparecía escrito con estrellas en el cielo, la Vía Láctea, y a su término, días más tarde, alcanzamos, en efecto, Santiago de Compostela y Finisterre.

Mondariz, Madrid.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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