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Operación: Cuñada (3)

martes, 03 de mayo de 2022
Operacin: Cuada (3) Entronaron a la novia en aquella mesa central, en la ovalada, a la vez que el jefe de protocolo distribuía, asentaba, a su alrededor, una corte estrellada: de cuatro puntas, el Gobernador; de cinco, los alférez de Milicias; de seis, los tenientes y los capitanes; de ocho, los jefes...

Ni que decir tiene que Felisa se vio en la gloria; ¡o, por mejor decir, siguió en ella! Pero aquel encantamiento de sentirse tan próxima a Sus Excelencias, Gobernador y Señora, no le apagaban los enredos de su imaginación, ebria de goces y de esperanzas, asentada en un carro de victorias, propias, personales, navegando por el humo de las fatuidades:
Mi cazón, aquí presente, me diste que tejer; más que una araña por encima de las urces, pero..., caíste en mi red! Claro que no usé un solo anzuelo, que fueron cuatro: uno por cada uno de mis ojitos, morenos, pícaros, chisqueros; los otros dos..., ¡dos mamilas, marcando en mi blusa, que ni que fuesen el punto de mira de un fusil! ¡Dios, que cierto es aquello que siempre decía mi päi de que dos tetas tiran más que dos carretas...!

Si la novia miraba para el novio, el más bien miraba para sí mismo, a su interior, con el cerebro hecho un molino de recuerdos. Notándolo distraído, ausente, Felisa, valiéndose de las manos, besándole las suyas, tendiéndole sus redes, como para rescatarlo:
-¡Descansa, amor, que ya está hecho; pero tú, Orlandito, estás como ausente, ocupado en algún trabajo que no tuviese espera! ¿Te pasa algo…? –Y con la misma, le cogió aquellos guantes de gran gala, que los dejara Orlando en el bolsillo de su guerrera, un tanto salidos; se los pasó por debajo de la oreja, mimosa, como para hacerse oír. El chico reaccionó:
-No, nada. Felisa, mi amor...; ¡soy feliz! ¡Eso, feliz; y cuando se goza no se habla...! ¿Lo entiendes?

Ella sonrió, y se besaron, de lado, como en una despedida; para callar de nuevo, para escuchar sus adentros. Donde ahora golpearon fuerte aquellos diablos de las malas conciencias fue en el cerebelo de Orlando:
-¡Es mentira! ¡Estoy mintiendo..., otra vez! ¡Ay, Felisona, qué arte tienes! Este juramento, igual que el de la bandera, me va a tener atado..., ¡de por vida! Pero la bandera me da el pan de cada día; ¡me da este Plus de Residencia del ciento cincuenta! Abonos dobles, permisos coloniales de cuatro meses cada dos años, preferencia para hacer los cursos de Estado Mayor, distintivo de Fuerzas Especiales... ¡La gloria misma! Por contra, esta consorte..., ¡un mal negocio! No tiene un ochavo; ni en el bolsillo ni en la hucha...; ¡y de herencia, unos apellidos de lo más vulgar!
Para consorte digna, aquella Manolita... ¡Adiós, Manuela de Sarceda! ¡Adiós pazo...; uno de los mejor conservados de Galicia, en aquel país de las vacas! ¿Vacas? La última vez que los visité pasaban de las cien! Casona, jardines, molino...; la carballeira de Castelo, los pinares de Monciro, aquel soto del Podriqueiro...!
¡Troqué un reino por un caballo...! ¿Qué digo un caballo…? ¡De caballo, ni las crines! Mírala, Orlando: Sin esperar a que empezase el Gobernador, aquí la tienes, dejándome en ridículo, tirando de la funda de los percebes como quien se quita una media de lana... ¡Potra, que eres una potra desbocada…! Una potra de bajos pensamientos y de altos hablares, siempre a gritos, que más que hablar parece que relinchas! Esto de amansarte, soplarte estilo..., ¡va ser peor que enderezar un campamento de reclutas!
...
-Felisa, mi amor, a modo, que llevas engullido un cubo de percebes... Deja sitio para las langostas de Villa Cisneros..., ¡que me hicieron el honor de traerlas en el avión de la Estafeta Militar!
-Tardan en servirlas, y como comulgamos en ayunas, pues..., ¡el hambre manda más que un teniente!

Orlando prefirió bajar los ojos para que no se le notase aquella violencia que le hacía padecer; bastante tenía con la suya interior:
¡Ahora que está hecho, sólo cabe..., echarle pecho! Este lo tenemos rato; ¡rato, y para rato! Empecé al revés, por lo consumado... ¡Mi Felisa, fue por culpa tuya, que mis acometidas traen causa de tus tentaciones! Así que yo, Orlando, descendiente de aquel comes, Gome..., ¡un Neira, un Canto!, en vez de sumar pergaminos a mi patrimonio, o añadirles patrimonio a los pergaminos, que tanto monta, ¡me dio por la remonta! Me dio por esta potra, que engulle los percebes como una bestia en un haz de heno... Parvo de mí, que pude desposar, anexionarme, aquella hidalguita de Sarceda..., ¡talmente un ángel! De aquí en adelante prepárate para darle betún, para sacarle lustre a la portuguesa, pues lo único que tiene de bueno es el cutis, pobrecita, que con la gazuza que debió pasar en su crianza, ya es un milagro que no sacase piel de jabalí!

Por fin llegaron con las langostas, ¡a la Termidor! Exquisitas, brillantes; un imán para los ojos, tal que ni hizo falta imprecar aquello de, ¡Atención: vista al frente!, pues quien más quien menos estuvo dispuesto a acatarlas; mejor dicho, ¡a catarlas! Pero la novia, ¡protocolo manda!, tuvo que esperar por la segunda fuente, que la primera..., ¡la primera se posó allí donde se debía hacer, delante de Sus Señorías, consortes incluidas: Gobernador, Secretario General, Coronel de Tiradores, Jefe del Estado Mayor...! Por parte del novio, aquellos tras acuerdos, cual si fuesen un peine de ametralladora, le hacían rilar los dientes, inapetente y nervioso, con el único sosiego de sus jugos gástricos.
Tanto que he leído, y tanto que admiré, a mi modelo de grandezas castrenses, a mi Julio César, y aquí me tenéis, en este Territorio, circundado de gallos, acobardado, hecho un plebeyo..., y sometido a esta arrayana! Para mí no hubo ¡Veni, vidi, vici! Lo mío fue ver, ver las cuñadas pechugonas, descocadas, desabrochadas, ligeras de ropa, todas, o casi todas, y sin más..., ¡caer en la trampa! Fue un hado, un fado, que me hizo olvidar, totalmente, de súpito, aquellos Rancaños, y con ellos, su, ¡mi!, Manolita. Descendiente, por vía materna, de los Moscoso, de los Osorio...; ¡del propio conde de Altamira, Señor de Castroverde nada menos!
Estoy viendo, que para esto no preciso cerrar los ojos, aquellos lobos pasantes de su escudo hidalgo, compartiendo cuartel con los roeles, con las ruedas de oro de los Castro..., ¡e incluso con las torres de otros parientes, aquellos de Tras del Támara, ¡Trastámara!, raíces de la propia reina Isabel. ¡Ay, Orlando, de los Neira y de los Canto..., tú, yo mismo, que soy un hidalgo linajudo, de los pocos que quedamos, casándote, casándome, en trueques, con esta vaquera..., ¡qué ni de la Finojosa es!

En este momento de su discurso mental se le cortó la corriente por obra y gracia de un pellizco de la novia, a la sazón tan nerviosa como él, pero de otro modo, radiante de orgullo y de felicidad. Aquellas uñas ni eran largas ni oblongas, ni las tenía esmaltadas, pero recias y gruesas sí que estaban, así que el pellizco, por encima del puño, arriba de las estrellas de seis puntas, hizo los efectos deseados:
-Orlandiño, amor, despierta, que tal parece que te quedases dormido...! Estás llamando la atención, así, de ese modo, como ausente, mirando para el techo, que ni los ojos me prestas...
-¿Yo…? ¿Qué, que dices...?
-Te digo que tal parece que te embrujase ese cura de la estrella gorda..., ese capellán..., ¡como se llame! A cuantas bodas he ido, los novios estaban alegres, risueños, besando a su moza de cuando en vez..., pero tú.., ¡ni que estuvieses de centinela en las puertas del cuartel! ¿Es que le tienes miedo...?
-¿A quién...? ¿Al Capellán? ¿Al Gobernador? ¿Al Coronel...?
-¡Hombre, no, eso no; al casamiento! ¿Ya estás borracho? ¡Antes de la comida no se debe probar alcohol...! Venga, bésame...; ¿no oyes que nos lo están pidiendo?

Besar, se besaron, pero aquellos invitados bien percibieron que era ella la que apretaba los morros, la que lamía..., pues el teniente se mostraba más pudoroso que un niño de primera comunión.
-Felisiña, es que...; no sé, será que por veces me da el sueño, que esta noche no pegué un ojo, pensando, cavilando...; ¡en ti, por supuesto!
¡Mujer, la verdad es que pensé en las dos, y mucho, en mi dilema, en mis comparaciones, para no variar! ¡Ay si este capellán, con lo intransigente, con lo dictador que es, un auténtico, un segundo Torquemada, llega a descubrir, a deducir, a sospechar, lo mentiroso que he sido, la falsedad de mi consentimiento, entonces se vendría a mí, mano alzada, como les hace a los soldados! La hostia sería de otro tipo..., ¡non sancta! A todo tambor, con redoble, ¡que ni se molestaría en consagrarla!
La novia, cuidando que aquel amodorramiento, transitorio, de un teniente tan galante, se debía al whisky, doble, tomado con aquellos entremeses..., siguió gozando de la fiesta con la misma euforia que si la llevasen a la gloria, que no era poco verse con un vestido blanco en aquel firmamento tan firme y prometedor, en una corte de mil estrellas..., ¡en hilo de oro! Por añadidura, con un Plus de Residencia del ciento cincuenta por ciento… Entonces: ¡Viva nuestro Emperador, Viva Franco, Caudillo de España por la gracia de Dios!
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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