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De viaje por caminos y lecturas (II)

lunes, 29 de septiembre de 2008
III. RECORDATORIO SOBRE LOS VIAJES DE CERVANTES
Una de las características esenciales de la ambigua y torturada biografía de Cervantes es el aspecto errante de su vida: basta repasarla para reconocer la permanente itinerancia vital de don Miguel. Nacido en Alcalá de Henares, en 1547, se traslada de niño a Valladolid y, pocos años después, a la espléndida Sevilla. Conviene recordar que su padre Rodrigo,”cirujano”, ejerce en Alcalá, Valladolid, Córdoba, Cabra, Sevilla y Madrid, y no es descabellado deducir que el joven Miguel le siguiera en este recorrido familiar.

A la vuelta de la capital hispalense y recién acomodado en Madrid, a sus 20 años, tiene un lesivo y grave incidente con un tal Segura, y debe abandonar presto la ciudad. Aprovechando la visita del Nuncio de su Santidad, monseñor Acquaviva, se suma a su séquito y viaja al Vaticano: por Quintanar de la Orden, Valencia, Barcelona, Génova, Lucca, Roma.

Se alista, sin demasiado tardar, como soldado de los Tercios Españoles y tras diversas expediciones por la Península Italiana consigue la fértil y gloriosa conjunción de militar y poeta: un gran conocimiento de las tierras italianas y de su literatura y, al término, participar en la batalla de Lepanto (“la mayor ocasión que vieron los siglos”). Herido, se recupera en Mesina y toma parte, todavía, en incursiones militares por Cagliari y Nápoles. Corren los años 1573-1575. Truncada su carrera en la milicia, decide regresar a España, con su hermano Rodrigo, también soldado. Asaltado su navío durante la travesía por piratas norteafricanos, casi frente a las costas catalanas, es conducido a Argel, dónde sufrirá cinco años de cautiverio.

Después de varios intentos de fuga, es liberado por fray Gil, merced a un fuerte rescate. En barco llega a Denia; de allí a Valencia y, por fin, Madrid.

Al término del año siguiente, en 1584, se casa en Esquivias con Dª Catalina de Salazar, y reside en esta zona de Illescas y Toledo unos pocos años. Hasta que, y ya era hora, responden a su solicitud y le nombran comisario del Rey para abastecimiento de la Armada, en Andalucía, dónde será posteriormente recaudador de alcabalas. Tras diversos e irregulares avatares, incluída la cárcel, retorna a Madrid en 1600 sin haber logrado su gran sueño, viajar a la América hispana.

Este es, en resumen, el accidentado itinerario geográfico y vital de Miguel de Cervantes, en el que destacan sus largas estancias en Andalucía, bien de niño en el Colegio de los jesuitas, en Sevilla, bien de adulto como emisario de la Corona: en total, veintitantos largos años en su haber andaluz.

Importante fue, también, su prolongada residencia en Italia, crucial para su desenvolvimiento literario y su entereza de soldado, y el goce humano y estético, de las bellezas paisajísticas y monumentales del singular país. A computar, también, el duro cautiverio de Argel que le dejará indudables secuelas y, ya en España, Esquivias por su matrimonio, y Toledo, en la proximidad, por su importancia político-cultural.

El resto de su existencia corresponde a Madrid, en diversas etapas y a lo largo de trece o catorce años que serán definitivos en su evolución personal y en la carrera literaria.

Recalcitrante pasajero de suelos y caminos españoles, Valladolid como frontera norte, transita viales de Castilla, Aragón, Cataluña, Andalucía, Levante, y hace correrías por Portugal, Italia, Norte de Africa; travesías mediterráneas y el desvío de Lepanto, el inolvidable Lepanto, confirman la errante marcha viajera de Cervantes.

Si en la novela “Persiles y Segismunda” Cervantes expone un largo peregrinaje de Lisboa a Roma, y en sus Novelas Ejemplares aparecen diferentes desplazamientos por regiones españolas, en las páginas que siguen nos limitaremos a referir, con brevedad, los caminos y viajes del Ingenioso Hidalgo Don Quijote, por la Mancha y sus alrededores, que Don Miguel bien conoce, ateniéndonos al glorioso texto.

V. RUTAS DE DON QUIJOTE
Resulta enigmático que Cervantes describa en su “Don Quijote”, con minuciosidad, distancias caminadas, especifique las leguas recorridas y aún fije los horarios con precisión, mientras, otras veces, incurra en notables contradicciones geográficas, sitúe la fiesta de San Juan en el invierno, o superponga horas y fechas como si no conociera la zona o no quisiera precisar datos a su alcance. Críticos hay que explican estas conjeturas témporo-espaciales a la locura del personaje, como debidas a sus lagunas melancólicas.

Es conocido que desde finales del siglo XVIII abundan mapas y cronologías de las hazañas quijotescas, de las rutas, distancias y tiempos que Cervantes propone en su bendecida obra. En realidad, la historia de un viaje, mejor, de tres viajes.

Diego Perona advierte que la primera salida del hidalgo dura dos jornadas y se extiende nueve leguas, por espacios poco conocidos “un coherente, concordante y perfecto acontecimiento que más que una historia es un cuadro”. La segunda partida, sobre terrenos que conoce bien desarrolla un tratado de agrimensura, de distancias veraces y fácil planificación. Mientras el tercero y último viaje, corresponde a lugares que no ha recorrido.

Cita entre los primeros biógrafos del Quijote, a don Vicente de los Ríos (Córdoba, 1732) el que calcula con meticulosidad admirable y a propósito de estas excursiones, que el primer trayecto tuvo lugar el 28 de julio de 1604, y dura dos días. Sitúa la aldea del hidalgo en Argamasilla de Alba y la venta en el camino hacia Andalucía.

Cuando sale la segunda vez es el 17 de agosto, y vuelve a su casa a los 17 días. Va a Campo de Criptana y Puerto Lápice, Villarrubia de los Ojos, Fuente del Fresno, por el antiguo camino real de Toledo a Córdoba, cruza Almagro y alcanza Sierra Morena, dejando atrás Viso del Marqués.

La última salida de este peregrinaje, finalmente, tendría lugar el 3 de octubre, y el Caballero no retorna hasta el 29 de diciembre (87 largos días).”Desde la aldea del Toboso y, con gran rodeo, hacia la Cueva de Montesinos (por Ruidera); atraviesa el Ebro por debajo de Zaragoza, sitúa por estos lugares la aventura en casa de los Duques; y de allí, por Solsona, a Barcelona”.

Es muy probable que Cervantes viajero y curioso lector conociese las guias de caminantes de entonces, y aquellos caminos de “ruedas” para animales y mercancías, y caballistas, y el tradicional Itinerario Real de Postas. Algunos de tales viales no eran más que antiguas calzadas romanas apenas removidas. Y guías eran los llamados Repertorios, que cita Perona, como los de Villuga de Madrid a Toledo, señalando el número de leguas entre los pueblos, la ubicación de las ventas y posadas. O el Repertorio de Meneses, de Toledo a Córdoba. (Y no olvidemos las bien sabidas por los hombres del campo, las cañadas reales, vías de la trashumancia: Soriana, segoviana, sevillana, de fácil paso y andadura).

Cervantes conoce y sigue estos caminos y trazados, y va describiendo en el glorioso texto sus historias a partir de los sucesos de las ventas y en los fortuitos encuentros con otros viajeros y comitivas: como si se tratara de un libro de los de “andar y ver”; y así nos parece hoy a los lectores, un magistral libro de viajes.

Perona -perdonen la nueva cita- replantea las tradicionales rutas del Quijote cuyo punto de partida era, y suele ser, Argamasilla de Alba, significando a Esquivias como centro de coordenadas, arranque y final de las tres salidas. Tal ubicación era importante como paso entre Madrid y Toledo, la Mancha y Andalucía, Levante y Extremadura. La boda de Cervantes con Catalina de Salazar explicaría el buen conocimiento de la zona, de esta Sagra toledana junto a los ríos Tajo y Guadarrama, a la que corresponden ocho capítulos del Quijote, y una buena huerta.

Un autor actual, Hermenegildo Fuentes (“Don Quijote de la Mancha, el Libro del Esplendor”, Fundación Caldeiro, 2003) nos dice que lo antes descrito sería el escenario literario de la patria del hidalgo, pero que la cuna natural y el escenario de Cervantes corresponden a las montañas de León, hoy en la provincia de Zamora. Ante la general sorpresa da por nacido a don Miguel en Rosinos de la Resquebrada, en la Carballeda Sanabresa. Siendo su linaje, Román y no Cervantes (que estaría unido a su apodo, Cervatos).

Cuando Cervantes dice por ejemplo, “puso pies en Polvorosa”, se está refiriendo a Santa Cristina de la Polvorosa, en las cercanías de Río Negro del Puente, capital administrativa de la comarca y punto clave, con Santa Marta de Tera, del Camino Sanabrés de Santiago.

Por lo demás, identifica las heredades de Tábara con la Isla Barataria, y la Casa de los Duques (que serían los Pimentel) en Benavente. Y piensa que en la obra se trastoca Zaragoza por Sansueña, una ciudad muy próspera asentada sobre un castro romano, hoy desaparecida, enclave excepcional de caminos en la Ruta de la Plata (Astorga-Sevilla). Todavía más: que en la tercera salida de don Quijote no se trata de sobrepasar el río Ebro, sino el Esla, por la zona dónde se unen el Orbigo y el Tera.

No sé que pensarán ustedes, yo me sorprendo ante estas revelaciones que el señor Fuentes justifica con variada e imaginativa documentación, sobre semejanzas y coincidencias.

De sus reflexiones, me quedo con un don Quijote Caballero Andante y tanto más que Caballero, que lo es (jurisperito, teólogo, médico, astrólogo, adornado con todas las virtudes teologales, desfacedor de entuertos y protector de desvalidos, en decires de Cervantes), me quedo, digo, con el cabal peregrino en busca de su destino, de su ideal (Dulcinea, o la luz de Dios), sometido a la senda áspera de la Mancha, al ascético paso por Sierra Morena y a la noche obscura en la Cueva de Montesinos; sujeto a la sugerente línea de sus admirados santos caballerescos: San Martín, San Jorge, San Pablo, y a su amado Santiago Apóstol.

Ameno es acercarse, cualquier día, a las rutas de Don Quijote, hasta diez Tramos o Rutas ha diseñado la Consejería de Turismo de Castilla la Mancha, con motivo de la celebración del IV Centenario de la aparición del excelso libro: podemos caminar por sus vetustos pueblos, admirar los molinos de viento, recorrer “los llanos de barbecho y eriazo”, probar las migas y los duelos y quebrantos, saborear liebres y perdices; y releer las páginas del “sagrado” texto.

El corredor ecoturístico dibujado sobre estos caminos quijotescos y propuesto como accesible en su conjunto: unos 2.500 km, en el futuro -se nos dice-, de interés cultural, experiencia rural y de la Naturaleza, nos parece un digno empeño de la Comunidad Manchega. A nosotros nos resultan algo excesivas estas prometedoras ramificaciones cervantinas. Sí nos gusta deambular por sus lugares emblemáticos: Argamasilla de Alba, Puerto Lápice, el Toboso, Campo de Criptana, las Lagunas de Ruidera. Un día nos acercamos a Tomelloso, a Consuegra ó a Belmonte y, en otra ocasión, como hemos hecho recientemente, viajamos hacia el sur, nos aproximamos a la Torre de Juan Abad, feudo de Quevedo, para sentarnos un momento en el sillón de su viejo despacho, y salvada esta excepción, no cervantina, cabe rezar en el Santuario de la Virgen de las Virtudes (adosado a la placita de toros), llegar después hasta Viso del Marqués y sorprendernos, en aquella soledad, ante el majestuoso Palacio del Marqués de Santa Cruz (y admirar, si fuere posible, el Archivo- Museo de la Marina). Alcanzar Sta Elena, al pie de Sierra Morena, y regresar ya, previa degustación de unas perdices escabechadas, por Valdepeñas, hacia Madrid, y recordando, durante el trayecto, que por las cercanías de esta carretera nacional tuvieron lugar la mayoría de las hazañas del triste caballero Don Quijote.

VI. Y JUNTO AL MIÑO, PORTUGAL
El Condado del Tea concuerda con el país vecino, en esencia -y hasta Oporto-, son casi lo mismo: por geografía, identidad étnica, incluso por el idioma originariamente común. Pero antes de ahondar en tales consideraciones, me permitiré una leve huida hacia mi pasado que ayude a explicar, a título personal y anecdótico, dicha concordancia.

Entre mis primeros recuerdos infantiles -finales de los años treinta de la última centuria- perviven las esporádicas visitas que nos hacían familiares con residencia en Lisboa. Nos traían adornados paquetitos de almendras multicolores que teñían nuestras bocas de dulces sabores, nos regalaban las exóticas piñas de América de delicioso aroma y obsequiaban a los mayores con vinos de Oporto. Si profundizo en el pozo de la memoria, me veo dando vueltas alrededor de un flamante Chevrolet ó de un Chrysler, inusitada novedad para cualquier niño pueblerino de entonces.

La coincidencia con los portugueses se acrecienta, ya de joven, en el balneario de Mondariz, a cuyos hoteles venían, en buen número, a pasar aquellos veranos dichosamente interminables. Compartíamos, en alegre amistad, las aguas minerales y los baños en el río Tea, las excursiones, las fiestas de las aldeas y en las terrazas del Gran Hotel.

Tampoco me olvido de la sorpresa que siendo muchacho me produjo Camiña, reconocible desde la Residencia de los Jesuítas, en Camposancos, entre las nieblas del amanecer, mientras sonaban las recias voces de los madrugadores piragüistas y los golpes acompasados de los remos sobre las aguas del Miño.

A parte de las visitas a Monzón y a Valença -ciudades de grata arquitectura- a saborear el bacalao o la lamprea, y realizar el ritual de las compras, mi admiración por lo portugués se consolida cuando conozco Lisboa. Me seduce la ciudad de tal manera que, como he dicho en ocasiones, puesto a elegir una capital europea en la que vivir, la ciudad del Tajo se situaría entre las preferidas. Entusiasma la armonía de su convivir en una urbe amable a la medida del hombre: el disfrute de los lentos recorridos, los silenciosos atardeceres, el aire limpio de las colinas, el placer y consuelo que brindan parques y miradores, el atrayente magnetismo de los mosaicos a ras de tierra. Pocas ciudades, por otro lado, invitan al retorno como Lisboa: ninguna ofrece su quietud y saudosa serenidad; incluso si llueve, lo que es habitual, llueve con inolvidable paciencia, en amable conformidad.

Rebuscando entre mis remotos antecedentes -y ya es buscar-, podrían sugerir tal querencia los repetidos viajes que mis padres hicieron a esta capital desde recién casados, y genéricas afinidades culturales y paisajísticas. Por lo escrito me atrevo a calificar a la capital lusitana de familiar y hasta de benévola. Cuando pienso en el pintoresco museo que dedica a San Antonio, el humilde santo lisboeta -bajo cuya advocación vivo- tan lejos de la magnificencia de la italiana basílica de Padua, del mismo santo, con la barroca capilla de sus inabarcables reliquias y la cadena permanente de sus devotos fieles y peregrinos. O cuando recuerdo la simplicidad de las romerías aldeanas, ó el afanoso esfuerzo de sus marineros.

Lisboa es, pudiera ser, finalmente, una ciudad inocente, sin tragedia, para dejarse uno morir en brazos de su luz ocre y blanquecina y de su fascinante melancolía. Por allí deambula el Pessoa de los heterónimos que no en vano pasaba horas meditando en el Terreiro do Paço ó sobrevolando angélicamente el más allá del Tajo; por allí pasea el postrer y desmemoriado Cardoso Pires. Pero en cuestión de escritores, dejando al por veces deslumbrante Lobo Antúnes y el río de tristeza de Fernando Namora, me asombro con el tercer médico, Miguel Torga, enraizado en su norte coimbrés y aún más al norte -más rural- en Tras os Montes, que tan hondo siente y describe a los campesinos, cual si fuesen labriegos gallegos, la reciedumbre y la pobreza de aquellas gentes y la magnitud de sus vidas, de aquella Galicia meridional que con anterioridad alcanzaba el Duero (hasta que fructificaron las habilidades de Alfonso Enriques, con la decisiva ayuda del Papado y de los comerciantes ingleses, que permitieron el nacimiento de otra nación, desgajada en la parte norte de sus entrañas gallegas). Pienso de inmediato -familiar analogía- en nuestro Castelao, no menos médico, y en Cunqueiro, no menos literato, y a todos ellos acudo con la plegaria en el alma cada vez que necesito un estimulante cordial en mi ruralismo sin fronteras, reconfortante y consolador.

Y no me olvido de Rosalía de Castro y de Teixeira de Pascoaes, ni de la génesis galaica de aquel dulce lirismo que los límites del Miño fueron incapaces de detener en su expansión sureña. Ni de sus excelsos precursores el Rey Sabio (que mamó el lenguaje en su educación gallega), ni de su nieto Don Dinis, rey de Portugal y a la vez poeta gallegoportugués. Pues apenas es necesario insistir en que la poesía lírica más antigua de España ha sido la gallega, de las más “arcaicas de Europa”. De origen campesino, bucólico y amoroso; sus trovas y cantigas se expandieron desde los pequeños y grandes santuarios hasta crear un movimiento literario de los más admirables del mundo, en los siglos XIII y XIV.

Hora es de que portugueses y gallegos dejemos de desconfiar unos de otros, disfrutemos de nuestra proximidad y de nuestro ancestral parentesco, en un hermanamiento diario, saludable y prometedor.

Pensemos en lampreas, arroces y bacalaos, en vinos verdes ó del Condado, en templos románicos y desasosiegos manuelinos, en Teas y Miños, Dueros y Tajos, mientras vuelvo con alegría a las almendras coloreadas de mi niñez y a los veranos compartidos de Mondariz Balneario; o rememoro, ya de adulto, las librerías de Oporto, las playas de Ofir; el retorno a Melgaço, a Valença, a la Sierra de Gerés, o a la igesia románica de Bravaes, a Braga, Aveiro, a las inolvidables Coimbra y Fátima.

VII. OTRO VIAJE A LISBOA
Caminando por la rúa de los Arroyos advierto a un rapaz asomado a la ventana absorto en sueños, tal vez de goletas o galeones, que me recuerda al finado Cardoso Pires, años atrás, en semejante disposición, soñando soledades.

En la misma calle, veo a un cuervo posado en un balcón que entretiene su silencio con el paso de los turistas y a otro, qué casualidad, más cercano, asomado a la puerta de una taberna con vinoso reflejo en los ojos, al que no puedo menos que llamar Vicente: pues es sabido que el cadáver de San Vicente llegó a las dársenas del Tajo vigilado por un par de cuervos, y que desde entonces -siglo XII- estas pájaros se apropiaron del genérico “Vicente” y se extendieron por buena parte de la ciudad y del país.

Hoy, sin embargo, en un largo paseo sólo he visto a estos dos cuervos. A lo que parece, la córvida legión ha quedado gravemente mermada. Quizá la mayoría haya regresado a las extinguidas colonias para repatriar portugueses anónimos y acompañarlos hasta los muelles del Tajo, y a no pocos al Panteón de Hombres Ilustres. Por cierto que alguno de éstos, según nos cuentan, de vez en cuando se mezcla con los visitantes en la cercana feria sabatina de Ladra.

Al calor de un excepcional día de octubre la ciudad dormita dolorida, con las banderas oficiales a media asta, por la triste marcha de Amalia Rodrigues, y el pueblo llano, olvidándose que es día de elecciones, refugia su nostalgia en las aguas del río a los sones del último fado de la inolvidable Amalia.

Pisamos, en nuestro paseo, sobre los mosaicos geométricos o surrealistas de las rúas lisboetas y nos asomamos a los tranvías amarillos, los pintorescos eléctricos, que se yerguen en bruscas cabriolas por la Alfama, con el tiempo justo para acudir a la iglesia de San Antonio de Lisboa -que no de Padua- para pedirle por la recuperación de una cámara fotográfica que hemos olvidado (quién no olvida, por momentos, en Lisboa) sobre el asiento de un taxi que abandonamos a las puertas de la estación de Santa Apolonia.

Tenemos tiempo todavía para tocar al Pessoa callejero sentado al calor de la tarde, y al cercano Camoens, pétreo y sedentario, u hojear los Maias de Eça de Queiroz en una librería en Santa Clara, junto a los textos de dos médicos y escritores excelentes: Miguel Torga y Fernando Namora. De tiempo disponemos para contemplar los veleros y las gabarras del río, el atrevido puente del 25 de Abril, y aún para visitar el monumento a los Descubridores y el Castillo de Belén que anuncian ya la proximidad (y la lejanía) de mares y océanos. Tiempo escaso nos queda, por fin, para saborear un bacalao a la Gómez de Sá ó un sábalo al horno, y para seguir gozando, en todo momento, de la mansa y melancólica Lisboa.

No hemos visto, y nos dicen que los hay a miles, un solo gato; ni siquiera, y es seguro que los hay a millares, a muchos viejos, en el antesueño final, jugando a las cartas en los miradoiros, matando el tiempo que les queda entre triunfos y descartes, o con los ojos puestos en las nubes que vuelan más allá de las lindes del Tajo, tal dicen los portugueses, viendo navíos, desde los altos de Santa Catalina.

Sí que hemos tropezado con varios locos, jóvenes locos: daba uno un mítin en un parquecillo a las puertas del Museo de Arte Antiga (que atesora el excepcional cuadro de las “Tentaciones de San Antonio”, del Bosco, un milagroso descubrimiento que mirándolo bien no debía extrañarnos en una ciudad esencialmente antoniana). Otro, no menos ido, en la parada del autobús, cetrino y con ademanes de ladronzuelo, tronaba gritos y deshilvanados comentarios. Y hasta un tercero, no lejos, más discreto pero tan “huído” que nos saludaba con el pulgar enhiesto, sonriente, con aspecto de pessoaniano redivivo: bigote, pajarita, chaqueta a cuadros, paseando su tristeza por la Baixa.

En apenas media hora habíamos encontrado a tres aparentes locos en nuestro camino, y después a muchísimos muchachos alegres y domingueros; palomas a cientos y decenas de gaviotas sobre las altas verandas del Rossío. Y chocamos, por todas partes, con la mansedumbre nostálgica del ayer y, a la vez el inmediato porvenir.

Continuamos paseando, tras tomar café en la Suiza, y registramos dibujos y geometrías, desconchados y duplicidades en las calles y en el Subterráneo; así, el zoo y la biblioteca, desdoblados, repetidos. Contemplamos la realidad exterior dorada por el sol, y su copia en los murales del “metro”, brillante de luces de neón y modernidad.

A cierta distancia, nos comentan, el mar está encerrado en el Oceanario, en un Oriente de Ferias y Exposiciones, algo alejado, aunque sin abandonar la vera del Tajo. Y no queremos distraernos, alejándonos. Nos quedamos con la Lisboa de siempre, decadente en ocasiones, pero al alcance de la mano y de las emociones, con su olor a pescado “grelhado” y a salazones en el puerto, ó a las castañas asadas que aromatizan sus céntricas plazas; con la ciudad de las fábulas y los bestiarios de sus aceras y fachadas, o de sus ángeles sobre las cornisas, con sus subtropicales parques, y con los milagros y las “Tentaciones de San Antonio”.

Y me voy, nos vamos, con los colores de Lisboa extasiándonos los ojos, “ocres pombalinos”, añil de los azulejos, blancos difusos y luces ambiguas sólo perceptibles por los visionarios y por los lisboetas que muchos deseamos ser.

VIII. EN TORNO A LAS AGUAS
Bueno es reflexionar sobre la lluvia cuando el día ha amanecido metido en agua y el tráfico vuelve a la ciudad intransitable, cuando cunden los improperios y el buen comportamiento cívico parece haberse quedado olvidado en los garajes.

Divertido es divagar sobre el agua a quién pasó su infancia entre charcos, botas e impermeables, acogiéndose bajo un paraguas o corriendo hacia los soportales, y a quién, llegado el verano, temía que las fiestas de la Virgen de la Peña de Francia, el 15 de agosto, se vieran perturbadas por la visita del líquido elemento, cual solía ocurrir.

De ahí quizá proceda ese relativismo espiritual de los gallegos que no es, pues, exclusivo de los vecinos de Paniceiros y de sus congéneres astures, como estima Xoan Bello; es propio también de los espacios finistérricos que conforman a los habitantes en su carácter irónico y escéptico.

Las leves lluvias y las nieblas espesas originan una difusa tendencia hacia la ambigüedad de cuántos las compartimos -carácter identitario, tal vez- y nos llevan por las rutas de las brétemas algodonosas y de las viajeras y compactas nubes bajas ó nos empujan, en cualquier caso, entre neblinas y cortinas de agua, hacia lo irreal e inesperado.

No tenemos los gallegos mayores dificultades para decir lluvia -palabra complicada para cualquier extranjero no hispanohablante- si bien al día de hoy preferimos decir chuvia en nuestra lengua, y dejamos lluvia para los meteorólogos de la capital. Hablamos del orvallo y aún de aguacero, pero utilizamos, con frecuencia, el familiar e intransitivo de la antropología popular: ¡qué chova! (¡qué llueva!); todo un tratado del ser, fatalmente conformista, del talante gallego.

Es, por todo ello, por lo que podríamos referirnos a Galicia más que al país de los mil ríos a la región de las cien lluvias, y a su paisaje -el de las mil nieblas- de sugerente magia acuática.

Al hilo de estas divagaciones acuosas, y alejando mantas de agua y chuzos de punta, lluvias bíblicas, o las míticas de sapos y culebras, hoy me atrevo a añadir una variante más, obtenida de una experiencia personal reciente, y a la que habrá que buscar un término adecuado: me estoy refiriendo a la tromba de agua que te asalta en pleno viaje estival por las cercanías del Mediterráneo, a la lluvia torrencial, desmedida y brutal que muchos asocian a la llamada gota fría; circunstancia determinante, en esta ocasión, de que te encuentres el hotel en que has pernoctado, al despertar, anegado por las aguas, como en una isla rodeada de impetuosas corrientes, auténticos ríos, que exigen tu evacuación por medios extraordinarios o la espera de su lento desalojo.

Esto acontecía un día de septiembre del año en curso, en la región francesa de Orange (como ocurría, también, en las próximas Montpellier y Nimes) dónde llovió en una noche lo que suele llover a lo largo de seis meses, según contaban los periódicos locales al día siguiente.

A los lingüistas les pido una precisa designación para este soliviantarse de la Naturaleza que conduce a tan inusitado diluvio; y hoy, meses después, aquel suceso en el Orange francés me lleva, reflexivamente, al “Fin de la Edad de Plata” del poeta orensano, Angel Valente, en concreto a su página 147: “¿Deriva el nombre de Orense de un gótico Warmsee? ¿O tal vez de Auransio ó Aransio, divinidad latina de las fuentes, con lo que Orense y Orange serían lo mismo? Nada en el nombre ni en el lugar remite con fundamento a ninguna raíz áurea, sino a una raíz ácuea. Lo que allí viva o pueda haber vivido es hijo de las aguas. Burgo de las aguas. Burgas. Aguas placentarias”.

En la ciudad de las Burgas -“la tierra de las aguas santísimas”- estudió mi padre el bachillerato hace tantos años que, digamos como referencia, compartió clases con Camilita Trulock, la que sería después madre de Camilo José Cela ¡las vueltas que da la vida! Y no puedo dejar de mencionar aquí, al hablar de Orense, sus famosas aguas termales que ilustran el escudo de la ciudad y aliviaban de los fríos invernales, en las primeras décadas del siglo pasado, a los alumnos de aquel Instituto, entre los que se contaban mi padre y la célebre Camila).

Y hablando de aguas, me contó un día un médico amigo haber observado por tales tierras orensanas -sin mar, pero ricas en aguas medicinales y milagrosas- un tratamiento popular y pintoresco de las pleuresías: cataplasmas de grandes hojas de repollo adheridas al pecho, hojas que al ser retiradas después de unas horas rezumaban agua en abundancia. Al parecer, era a principios del silo XX, aliviaban mucho a los enfermos. (Por más que algunos opinen hoy, que tales hojas son hidrófobas. Pero así consta en la doméstica y empírica tradición médica, según mi colega).

La tuberculosis pulmonar venía considerándose desde la Edad Media como una enfermedad húmeda, de aguas mórbidas: una enfermedad de la parte superior del cuerpo, espiritual por tanto, enfermedad del alma. Los jóvenes afectados sufrían rubores, languideces y melancolías: se convertían en pálidas bellezas consuntivas, arrastradas penosa y largamente hasta la llegada, casi ineludible, de la muerte liberadora.

Hablamos de “antigüedades”, y también sin otro motivo que el agua, menciono a un célebre médico español Huarte de San Juan que en su “Examen de Ingenios”, de 1575, un libro precursor de muchas modernidades pedagógicas y médicas de hoy, establecía los géneros del talento según que en el tempero cerebral dominase la sequedad, la humedad ó el calor, disponiendo “la especie del ingenio memorioso bajo dominancia de la humedad, la memoria fácil y fugaz, tenaz y difícil, o tenaz y fácil” (por más que hoy nos suene esta retahíla a lúdico galimatías).

Sería ya excesivo referirnos ahora al agua como pretendida panacea universal, ó a los curiosos tratados antiguos de Hidrología Médica, aunque escriba estas últimas notas en Mondariz, al pie del Balneario, pero prefiero dejarlo para otra ocasión más propicia, cuando no sople, como en estos momentos, un glorioso vendaval del noroeste y “los tambores incansables de la lluvia dejen de sonar”, cuando la lluvia ya no sea heroica y dura, y yo deje de leer las maravillosas historias de Cunqueiro: por ejemplo, las que hablan “del rey de la lluvia cabalgando sobre la selva de hierba de Irlanda, o aquéllas sobre “su palacio con el patio de la Niebla, el jardín de la Ligera Llovizna, los arcos de la Lluvia de Verano y la torre de las Grandes Lluvias; ó aquel invento del huerto de Llueve-Y-Hace Sol; o cuando el gran rey de la lluvia coge con su mano diestra el arco iris, como una palma el deán el Domingo de Ramos, y lanza al aire las cintas de los siete colores..”

Finalicemos, que ya va siendo hora, con el deseo para muchos de una vida alabada por tenues lloviznas y temblorosas nieblas, alejada de mares cálidos y traidores, de torrenteras y ocasionales diluvios. Y aún en los momentos más delicados de la existencia que podamos decir con tranquilidad y suficiencia: ¡Qué chova! Que llueva piadosamente para que a todos nos valga ese modo, tan gallego, de acogedora plegaria.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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