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De viaje por caminos y lecturas (I)

martes, 16 de septiembre de 2008
I. GENERALIZACIÓN PREVIA
Me invitan a asociarme a la Sociedad Geográfica Española que "sirve de encuentro para los enamorados de la geografía y los viajes, y de motor que impulsa la exploración y la investigación del Planeta". Explícito y excitante enunciado, pero no llega a tanto mi pasión por los viajes: no tengo pretensión de descubrimiento geográfico, por más que queden islas y hasta extensos territorios por descubrir ni siquiera, tal vez dada mi provecta edad, conseguir un singular saber científico: cartográfico, astronómico, de fondos marinos o regiones polares, y nada digamos de preocuparme por la exploración espacial o galáctica. Más modesto, acepto los viajes en grupo -tan denostados por turísticos- aunque prefiera, como es natural, los hallazgos personales tanto físico-geográficos, como literarios: la lectura reposada sobre lugares y territorios y toda suerte de personajes. Y así se mueve mi admiración por los exploradores y aventureros, o por los científicos en sus hazañas en la Medicina, en la Botánica o en la investigación de los grandes recursos naturales en torno al Descubrimiento del Nuevo Mundo. No dejo de sorprenderme ante las maravillosas Crónicas de Indias, así las de Bernal Díaz del Castillo, o con los Diarios de Viajes de Colón, sobre “la España de la larga aventura que descifró los mares” en palabras de Borges. Me conmuevo ante la emoción que sintieron los españoles al topar con las nuevas tierras, cual si fuera un paraíso terrenal, en su pasmo ante los indígenas desnudos, casi adánicos; en la reflexión ante su asombro inicial y el bloqueo sucesivo que perciben ante la radical otredad de los hombres y mujeres de aquella virgen América.

El 20 de mayo de este año se ha celebrado el quinto centenario de la muerte de Cristóbal Colón, marino célebre, navegante y cosmógrafo experto, que protagonizó uno de los viajes más decisivos y determinantes de la Historia. Personaje sometido a las alabanzas más entusiastas y a las más crueles diatribas, al que hoy -aparte peyorativas leyendas- se trata de reivindicar como pionero del universalismo: cual creador del sentimiento de la Comunidad Mundial que seguirá al Descubrimiento, verificado hoy en la llamada aldea global: mestizaje, fe evangélica ecuménica, encuentro de lenguas y tecnologías. Como señala J.Elliot, “Colón introdujo caballos y ovejas, trigo, vides e innumerables variedades de semillas europeas en América, y trajo de regreso plantas y alimentos americanos. Un Colón que expuso a los indígenas a enfermedades euroasiáticas y a su devastación demográfica”; un mundo enseguida unificado por las plantas y las pandemias.

Es este Centenario buena ocasión, sin desdeñar los episodios militares y los excesos colonialistas en la comercialización de riquezas -el oro- para incidir en esta moda de la historia globalizada y, consecuentemente, en el conocimiento de los viajes transoceánicos, y en la figura del Almirante (Momento para leer a los especialistas: Consuelo Varela, Juan Gil, M. Lucena, Crosby, Elliot).

Pero no abundaré en este sentimiento circunstancial y emotivo, prefiero referirme aquí -sucintamente- a relatos y viajes en apariencia secundarios: a unas pocas aventuras científicas y marítimas llevadas a cabo por los españoles, tras la inicial conquista.

Citemos, como ejemplo, al médico Francisco Hernández, nombrado por Felipe II, en 1570, protomédico general de todas las Indias, y director de una expedición que pretendía estudiar la Historia Natural de la Nueva España. Al final de la misma, y con este título, escribe un texto de 36 volúmenes en el que analiza 3000 nuevas especies de plantas, algunas útiles como alimentos -cacao, maíz- y, otras muchas, con efectos medicinales.

Preclaros médicos y farmacéuticos, como Celestino Mutis y Casimiro Gómez Ortega, en torno a 1780, prosiguen con expediciones similares. Y es Hipólito Ruiz, otro ilustrado, el que verifica un inventario de la Naturaleza de Perú y Chile y se ocupa, más en particular, de la promoción médica (y comercial) de la quina, el eficaz febrífugo cuyo conocimiento impactará en las teorías y procedimientos galénicos al uso.

De la época subsiguiente a 1492 es muy significativa la apertura de las grandes rutas marítimas, facilitada por las novedades del arte de navegar, la ingeniería naval y la cartografía, que permitieron, a partir de la construcción de barcos más seguros, un tráfico internacional de grandes distancias, favorecido, a su vez, por el expansionismo político de las primeras Naciones y, sin duda, por las ansias de conocimiento de los hombres del Renacimiento y la Ilustración. Y en cercana línea, queremos citar la expedición Malaspina (1789-1794), un memorable viaje promovido por el marino Alejandro Malaspina -de origen italiano- que siguió la carrera de las armas en España y por su prestigio humanístico y militar es el encargado, según nos cuentan Alfredo Vaquero y Esteban Ierardo, de capitanear este magno y larguísimo periplo, patrocinado por la Corona Española, que recorrerá la mayor parte del Imperio Español de Ultramar con fines científicos y políticos, exponiendo fauna y flora en las colonias hispanas; botánica, zoología, geofísica, estudios hidrográficos y astronómicos, referencias administrativas y económicas. Una expedición, pues, político-científica compuesta por expertos marinos, botánicos, médicos, boticarios, dibujantes, naturalistas, geógrafos y funcionarios de la Corte.

El capitán de navío Malaspina y su colega José de Bustamante, zarparon de Cádiz, en 1789, en las corbetas “Descubierta” y “Atrevida”, con 200 hombres a bordo, para un largo y asombroso itinerario. En líneas generales: Islas Canarias, costas de Sudamérica hasta Río de la Plata, Montevideo y Buenos Aires; la Patagonia, Islas Malvinas, Cabo de Hornos; Valparaíso, Callao, Guayaquil, Panamá, Acapulco; Isla de Guam, Costas de Alaska, Vancouver, Monterrey (California), Manila (Filipinas); Célebes y Molucas; Nueva Zelanda, Australia. Y sin completar la circunnavegación del Globo, de nuevo hacia la Patagonia, las Malvinas, Montevideo. Retorno a Cádiz, en septiembre de 1794.

Esta expedición formaliza un razonado perfil de los dominios de la Monarquía Española en dicha época, aporta un ingente material científico (14.000 plantas, 500 especies de animales, amplio catálogo de minerales, hallazgos cartográficos). “Culmina -siguiendo los principios de la Ilustración- la experiencia científica y descubridora de tres siglos de conocimiento del Nuevo Mundo, y la tradición hispana de relaciones geográficas y cuestionarios de Indias”.

No olvidemos citar que a su regreso, dada su popularidad y prestigio y, quizá, por sus insatisfactorios informes políticos, Malaspina es acusado de conspiración, por Godoy ante el Rey Carlos IV y, en consecuencia, es encarcelado y trasladado al Castillo de San Antón, en La Coruña.

Curiosamente, debía transcurrir todo un siglo para que este excepcional viaje fuese relatado por primera vez. Lo publica, en 1885, Pedro Novo:”El viaje político-científico de las corbetas Descubierta y Atrevida alrededor del Mundo”. Es más: han de pasar todavía dos siglos -hoy mismo- para que se reconozca la verdadera magnitud de aquella empresa “cumbre de la Ilustración Española”.

Y justo, del puerto de la Coruña, hacia 1803, con magnífico espíritu sanitario zarpa el médico Francisco Balmis, en la corbeta “María Pita” con 22 niños a bordo, quiénes sometidos a una inoculación brazo a brazo, transportan la vacuna variólica viva (la viruela de las vacas) a las Islas Canarias, Puerto Rico, Méjico, América Meridional e, incluso, Manila, para la prevención práctica de la viruela en dichas zonas. A reseñar esta sorprendente aventura médica española en Ultramar, muy poco conocida (Jenner había racionalizado y aplicado por primera vez al hombre la inoculación de la viruela bovina, en 1786, con notable éxito: la drástica reducción de las epidemias de la viruela humana).

Y a propósito de gestas marítimas, finalmente conocía, por la Sociedad Geográfica citada, de qué manera la presencia de España en Filipinas durante más de tres siglos, “había asegurado un tráfico comercial permanente entre la Península Ibérica y países tan remotos y exóticos como China y Japón. Y la herencia notable de la aventura, en Oriente, del llamado Galeón de Manila o Galeón de Acapulco, que durante 250 años, 1565-1815, cubrió regularmente, una vez al año, el trayecto Manila-Acapulco-Manila (que, después, desde Veracruz se prolongaba hasta España). Al parecer, ninguna otra línea marítima ha durado tanto, ni ha sido tan arriesgada y peligrosa: a parte de los piratas del mar, la carencia de agua y alimentos frescos conducía a enfermedades -el escorbuto ante todo, y las disenterías- que diezmaban las tripulaciones y, en alguna ocasión, las hicieron desaparecer por completo. Ejercía dicha línea una especie de intercambio cultural y material entre dos mundos. Abarcaba el comercio oriental de sedas, porcelanas, especias, alfombras, marfil, lacas, té, y, en opuesta dirección, se trasladaba el pago del subsidio real en barras de plata y pesos mexicanos a la Administración Pública filipina.

II. MÁS ALLÁ DEL VIAJE PERSONAL
Pero dejando los libros sobre la época estelar de los Descubrimientos y, con cautela, su ambigua superioridad -menor esfuerzo, baratura, mínima desazón ante el sobresalto de la amenaza-, uno no puede olvidarse de viajar personalmente (“con vista de ojos”), dentro de sus límites preferenciales de curiosidad intelectual ó afectiva, y de disfrutar de lugares amenos, insignificantes o grandiosos, próximos o lejanos -según se lo permita la propia economía- y convertirse en un feliz viajero ocasional que, al término, pueda decir con Cervantes: “que al andar tierras y comunicar con diversas gentes se ha vuelto más discreto”. Más aún, de vivir y contar luego, si se tercia, la historia que todo viaje lleva dentro.

Se trata, pues, de no caer en el ansia compulsiva de la huída turística multitudinaria, apenas hacia la nada del mero desplazamiento físico. Quizá perdonable para muchos, si tal fuga es hacia el sol, hacia el mítico Sur, y de no caer en el simple reclamo climático o en la fantasía exótica o drogolibertaria. Lejos queda, sin duda, aquel sentido romántico de ilustres viajeros alemanes, como Goethe en su “Viaje a Italia”, ó de ingleses, del prestigio de Lord Byron, Shelley o Keats, que viajaron también a Italia en busca del Paraíso del Sur y de su propio paraíso y allí, en un cementerio de Roma, reposan ahora testimonialmente sus restos.

Hoy se habla del fraude del “maldito” turismo (cuando, por fortuna, se ha hecho masivo y democrático), de la decadencia del viaje; y que el ejercicio de viajar se ha vuelto difícil, casi impracticable, hecho que no desmienten “las multimillonarias avalanchas de viajeros transportados de un sitio a otro, en cualquier estación del año; llamar viajes a esos traslados es puro eufemismo bárbaro y rastrero” (escribía, hace poco, Luis A. Bredlow).

Se dice que el turismo se trastoca en trabajo: en efecto, más que en descanso o diversión, se convierte muchas veces en agobiante traslado: grandes atascos en las autopistas, interminables esperas en los aeropuertos; o en dolorosa penitencia: la consecución del deseado bronceado en una playa sobreocupada o lejanísima. Y es que no importa la penosidad del tránsito sino el destino, por más que pueda al final resultar desilusionante (los mismos lugares que, en ocasiones, los nativos abandonan en arriesgada diáspora).

Rememoremos, otra vez, con la licencia bondadosa del lector, algo más de la Historia. Si el viaje, desde la maldición edénica -Caín errabundo por la faz de la Tierra- o la bíblica huída a Egipto de los judíos, sigue en la Antigüedad presa de connotaciones maléficas: del necesario desplazamiento a causa de las pestes o las guerras, éxodos y cautividades, con el Cristianismo de los primeros siglos se torna viaje interior, religioso; el viajero se retira a zonas solitarias, como la Ribera Sacra gallega ó el leonés Valle del Silencio y vive como eremita la búsqueda de una vida nueva, en un duro itinerario de santidad.

Quizá de tal entorno de piedad y sucesos extraordinarios surgiesen los viajes a los lugares santos, y tres de ellos se harán universales: Roma -a dónde viajan los romeros-, la Tierra Santa de Jerusalén -para los palmeros-, y Santiago de Compostela a dónde acuden los verdaderos peregrinos. Europa, en la Edad Media, se apasiona por las reliquias de los santos, y hacia ellas peregrina y viaja.

La peregrinación jacobea, la única que remite a un Camino, alcanza pronto dimensión ecuménica y será esencial para que nuestro país se integre en la idea supranacional -cultural, económica- de Europa, aunque los peregrinos buscasen más bien la trascendencia, lo sagrado, y caminen largamente a través de serios peligros y dificultades hasta tocar con sus dedos la tumba del Apóstol Santiago; y alcancen el Finisterre, lo último conocido entonces de la Tierra, allí dónde golpeaba el temible Océano. (Las cosas han cambiado; el viaje a Compostela es ahora masivo en los Años Santos, así en el reciente 2004; se viaja sin miedos ni asechanzas, no a pie -que es la esencia del peregrinaje- sino en cómodos transportes, y se ha perdido en gran medida el aura de su espiritualidad, de su sentido sacro. La muchedumbre turística, irreverente en ocasiones, banaliza la excursión que debiera ser más piadosa. Sin embargo siempre quedarán los turistas soñadores y los caminantes que, llegados al fin del Camino, se sienten convertidos -eso afirman- en auténticos peregrinos.

El viaje se hacía en la Antigüedad, fuera de las situaciones bélicas y catastróficas antes mencionadas, individualmente, de modo elitista (a los siervos no se les permitía salir de su territorio) en pos de la riqueza comercial, de la aventura o del conocimiento. Y era cosa de hombres. La mujer se quedaba en casa, a no ser que se desplazara como cautiva o prisionera. El varón se movía como cazador, nómada, comerciante, explorador o soldado.

No lejos de lo religioso y lo cortesano surgieron después las aventuras caballerescas -el espíritu caballeresco de la sociedad medieval- y, en concreto, el caballero andante prototipo del héroe cristiano, generoso y en viaje permanente, en procura de su ascenso social (que Cervantes humanizaría en el Quijote transformándolo, melancólicamente, en un individuo heroico, mas sin ánimo de fama). Consecuencia práctica de tales andanzas fueron los cruzados: aquellos caballeros que con austeridad y altruismo pretendieron la defensa de los Santos Lugares, y la protección de pobres y desvalidos caminantes. Formaron parte de las Ordenes Militares en la lucha contra los “infieles”, protectoras de territorios amenazados, y de inusitado poder político, militar y religioso; así los Templarios, o la Orden de Santiago.

Y para concluir esta muy abreviada enumeración histórica debemos considerar el viaje en pos del conocimiento y del saber, hacia los monasterios y santuarios, y a las primeras Escuelas y Universidades; el acercamiento a países exóticos, a otras Culturas de costumbres y lenguajes diferentes; el excepcional interés por los intercambios comerciales, y el valiente caminar de los misioneros (Recordemos este año, con especial devoción, a San Francisco Javier en el V Centenario de su nacimiento: sus extraordinarios viajes y misiones por Extremo Oriente).

Dejamos atrás los desplazamientos bélico-militares y migraciones del Siglo de Oro, cuando todos los viajes, según Alonso de Ercilla, se realizaban bajo el signo de la Iglesia o del Rey, así como la gesta viajera del Descubrimiento de América -ahora, en sólo dos líneas-, y saltemos hasta el siglo XIX cuando, de verdad, por la suficiencia de las condiciones socio-económicas y culturales, comienza a fraguarse el concepto moderno del viaje en libertad: los traslados colectivos iniciados por T.Cook, el gran Tour centroeuropeo de los aristócratas ingleses, el acceso pacífico a otras culturas, a la diversión, o a las investigaciones científicas (en la senda de Darwin o Humboldt, o de los descubridores españoles y portugueses), el renacer de los balnearios y el posterior descubrimiento de las playas; o de las vacaciones obreras. El turismo deja de ser hábito, manía o extravagancia de unos pocos y pasa a ser, ya en nuestra época, acontecimiento masivo y pilar fundamental de la economía mundial (y sin duda, de la española: 50 millones de visitantes anuales): un ejemplo paradigmático de la industria capitalista dirigida hacia la mercantilización del ocio. En la actualidad cabe estudiar, con inquietud, este fenómeno social del turismo que aquí no nos corresponde.

“El viaje hoy es una extensión del trabajo o de la vacación. En tiempo de crisis y sin valores el viaje se ha desacralizado”. Así es, el viaje ya no tiene el sentido de búsqueda, de aprendizaje o de trascendencia: en efecto, se frivoliza. Las gentes se desplazan -en ocasiones, muy lejos– por el mero placer del traslado, en avión o automóvil, sin enterarse muy bien a dónde van y por qué lo hacen. Tal vez muchos, se dice, huyen de sus quehaceres, de su familia y amigos, de sí mismos, y eligen otros fríos u otros calores, otras playas, otras personas, a veces otras muchedumbres. Escapan ciertamente de las miserias urbanas, del estrés de sus propios trabajos y ciudades, de sus rutinas domésticas: viajan.

Más lógico será, pues, viajar solos o en pequeño grupo, a lugares próximos -sufrir “la fiebre del viaje”, la inquietud de la partida- y según el tiempo disponible y previa información salir a la busca de algo concreto (los paraísos existen y suelen estar más cerca de lo que se piensa): el motivo parece importante, y no tanto el azar, menos veces fecundo. Hay quién va al lugar elegido sin conocer dato alguno y resulta meritorio; parece conveniente sin embargo contar con alguna noticia, y es quizá por ello por lo que se afirma que el viaje empieza en el despacho doméstico o en las librerías. Más que guías elementales o técnicas, al estilo de la Michelín o del Baedecker, procúrese bucear por las guías de los grandes escritores, las que ellos mismos designan como Guías Espirituales: así las ya clásicas de Castilla, de Jiménez Lozano, la de Galicia, de José M. Castroviejo, o la de Plá para Cataluña. Descripciones ejemplares que son, por si mismas, un muestrario de las zonas amadas por sus autores, expuestas, a nuestro alcance, con transparente galanura literaria.

Y si a ciudades viajamos, no estará de más leer o releer, a sus escritores paradigmáticos: si a Dublín, a Joyce; si a Praga, Kafka; si a Lisboa, Pessoa; si a Vigo, Orense, Mondoñedo o Lugo, dejémonos acompañar por Cunqueiro.

Cuando el ciudadano no puede viajar, por falta de dinero o por las limitaiones de la enfermedad o de la vejez o, sin más, por falta de ganas podrá hacerlo -mágico e inmóvil viajero- desde el calor de su hogar o el silencio de la biblioteca, a lo largo de todos los días del año: vivir como si se viajara, pues no es menos cierto que se hace camino al leer. Y a este lector que ahora escribe, a parte de los libros de juventud (que se pueden “recuperar” a cualquier edad: Kipling, Verne, Conrad, Stevenson), le seducen los libros de escritores viajeros que ofrecen la visión personal e inquieta de cuánto ven, de cuánto encuentran, de cuánto sueñan. No simples libros de “andar y ver”, sino también de sentir y rememorar que ayudan a comprender el viaje, y los misterios y sentimientos del propio autor (Sterne, T. Gautier, Rilke, C. Magris, B. Chatwin, Kapuschinsky).

Y recuerdo, otra vez con Colinas, a un tradicional viajero H. Melville, que en su hermosa Moby Dick, por boca de Ismael, “expone las razones para viajar: neutralizar la tristeza y la melancolía, mejorar la salud, y olvidarse de la muerte”. En pocas palabras: la búsqueda de la felicidad por medio del alejamiento del pesar y del postrer tránsito. Todo un programa: cual si no se estuviera de acuerdo con uno mismo o con el entorno y se buscara un más allá, la ultranza de que hablaba Ortega, el Ultreia con que se animaban y animan los peregrinos jacobeos; la fuga, la huída hacia delante, hacia la experiencia del conocimiento o la superior divinidad. Un ansia y una felicidad que por veces se transforman en auténtica morbosidad viajera, a lomos de la esperanza mística o de la trascendencia imaginada.

Allá cada uno si prefiere textos sobre vagabundos, exploradores o místicos, sobre tesoros submarinos o viajes espaciales, o la sabia filosofía de los caminantes, que de todo hay en las bibliotecas del Señor para deleite del personal.

Nos quedará siempre el camino a pie, el convertirse uno en vulgar caminante: el retozar en la higiénica sabiduría del que camina (que tanto han reivindicado Proust, el suizo Walter en sus paseos o Cela en los andares por la Alcarria, Gredos o el Pirineo leridano). El caminado sendero que facilita el conocimiento de uno mismo y, cómo no, la frecuente vuelta al valle natal, al paraíso perdido de la infancia: a la memoria de la niñez.

La vida entonces se convierte en ruta de paso, religiosa o mágica, en un andar -a ser posible sin ser notado- hacia la realidad visible (o casi invisible), al reino de la Naturaleza: la corriente sosegada de un río, el silencio de un bosque íntimo o del valle recogido: hacia la armonía que nos inunda de gratitud y bienestar.

De todo lo antes expuesto puede uno quedarse, si lo prefiere, con la soledad que exige la ruta o el paseo, la carretera o el sendero, y permite, reiteramos, el encuentro con uno mismo, con el mundo inocente de los sentidos, con las percepciones sensoriales de lo natural, hasta alcanzar la meta del sosiego y la serenidad en esa incertidumbre vital –casi médica– de la existencia. Después se volverá, pues este viaje sí exige el instintivo retorno, al hogar de dónde se ha partido, para cerrar la personal historia.

El viaje debe ser placentero y fértil. No tiene por qué ser elitista. Basta con saber mirar y captar cosas y gentes, aprender y disfrutar de los monumentos o de las nimiedades casuales. Incluso en turismo de grupo el sujeto puede hacer el viaje atractivo y ameno, y personalizarlo adecuadamente hasta convertirlo en sabiduría o placer estético, y en inquietante ó azaroso encuentro.

Quedamos, pues, lejos de la errancia y del vagabundeo que precisan de una vocación singular, de un espacio de blanda holgazanería o de un ocio interminable; del zigzagueo próximo a la caridad de las gentes y a la austeridad de la ruta, inherentes a su definición. Tampoco es el momento de referirnos aquí al viaje de los emigrantes (que yo recuerdo en Vigo, trágicamente tristes, antes de atravesar el horizonte -tras las islas Cíes- en pos del sueño americano). No trataremos de la diáspora, ni del destierro ni del exilio que requieren diferente ubicación, y otro relato. Ni siquiera de la patología de los viajes: de los paraísos artificiales drogodependientes y de la química cerebral que los promueve; del contagio de enfermedades venéreas o tropicales, de incidentales traumas o intoxicaciones.

Y allá van unas muestras dispersas, reales o imaginarias, de diferentes tipos de viajeros, y de aleatorios viajes personales o literarios; crónicas viajeras, en todo caso sometidas a las réplicas del posible lector que deseamos indulgente, válganos decir, compañero de viaje.

III. EL VAGABUNDAJE COMO ARTE DE ENCUENTRO: CAMILO JOSÉ CELA.
No podemos dejar fuera de estas páginas viajeras a uno de los autores que mejor representa la literatura de viajes en nuestro país: Camilo José Cela. Digno heredero de ”los pedagogos insignes” de la Generación del 98: de Azorín, viajero de la ruta del Quijote, del Unamuno de las Visiones de España y Portugal, o de Pío Baroja, inmerso en sus novelas de personajes itinerantes y héroes vagabundos; y de otros prestigiosos escritores como Ortega -hombre y paisaje- o Giner de los Ríos -el viaje, educación de la mirada-, Cela toma el suceso del viajar como lugar de encuentro con el personal -el censo humano- y a través de su visión lúcida y poética, hondamente humana, elabora un libro “El viaje a la Alcarria” (1948), cuyo estilo va a erigirse en magistral modelo. Crea un paisaje, una memoria, que servirán de pauta germinal a otros autores que comprenderán la necesidad de que tal paisaje además de comentado tiene que ser “vivido, escuchado, dibujado, dicho”. Más aún: debe ser una forma dolorida de sentir a los personajes, el universo de las cosas, de la Naturaleza. Don Camilo diría en una ocasión sobre este libro, “que no era una novela sino más bien una geografía”, y se puede añadir, sin temor, que aquel viaje de 1946 es, también, un nítido documento de la intrahistoria española de aquella época.

Cela nos hace recordar, de este modo, a los clásicos narradores de viajes del siglo XIX, como T.Gautier o R. Ford, que dieron una visión personal de España, una auténtica creación de nuestro país, vertiendo su intimidad en las páginas de los relatos. Advertía Marañón, en alguno de sus excelentes prólogos, que el español no destacaba en los libros de viajes ni en epistolarios y memorias, es decir, en todo aquello que mira a su privada personalidad. La excepción serían los místicos, por cierto, habituales caminantes, como San Juan de la Cruz o Santa Teresa que en sus textos alumbraban “los misterios del alma”. Tal vez don Camilo les siguiese -eso sí, a gran distancia- con sus creaciones viajeras, bien íntimas y personales.

Si hablamos de vagabundos, por tales entendemos individuos pícaros e idealistas que huyen de lo acostumbrado, de normas y de leyes. En particular, será “el sujeto que llegado a un lugar, echa una ojeada y se va, un alma dinámica, de condición inquieta y despegada que no echa raíces ni en una tierra ni en un oficio, sino que va rodando de pueblo en pueblo y de menester en menester” (Ortega). Quedan pocos vagabundos afines a esta descripción, pero Cela, al menos periódicamente, supo asimilar este tipo de errancia, y él mismo así se definía: “a pesar de todas sus teorías el viajero, después, ya sobre el camino, andará, como siempre hace, un poco a la buena de Dios, otro poco por donde le apetezca, y siempre no más que por donde le dejen. Es la vieja ley de los caminos: las misteriosas y nunca escritas ordenanzas que orientan la brújula loca y espantada que anida en el corazón de los errabundos”. Y así más que lecciones eruditas nos brindará un viaje sentimental, corazonal. Y dará al caminante de Castilla ó al sedentario lector, en vez del dato, el color; en lugar de la cita, el sabor, y a cambio de la ficha, el olor de su país: de su cielo, de su tierra, de sus hombres y sus mujeres”.

El vagabundeo será una de sus evidentes vocaciones, su afición más saludable: ”echarse al camino completamente despreocupado, a lo que salga, que algo siempre saldrá... Se sentirá un poco gorrión del cielo, y gazapo del monte, y can de los caminos”. Qué más podemos añadir nosotros: que siempre retornará al hogar, por nostalgia, como una necesidad biológica, casi ancestral, de su casa, de su terruño, como curiosamente suelen reclamar los marginales y erráticos vagabundos.

Si viajar es una de las grandes inclinaciones de Cela, no lo es menos su afán de teorizar sobre la actividad viajera en la sedentaria calma creativa del despacho. Nos dice que al escritor le conviene una terapéutica de viajes y encierros, casi una homeopatía de zascandileos y clausura, y se muestra partidario de la soledad hogareña a la hora de recapitular, filtrar, decantar, digerir las experiencias de sus correrías.

Sus habituales excursiones corresponden a la geografía española, mas como buen gallego también quiso probar las inciertas suertes del vagabundaje por las tierras americanas, y cual reflejo sucinto y esclarecedor de este periplo sigamos, una vez más, sus palabras: “el viajero varó en Buenos Aires, se pasmó cruzando el Aconcagua, se enamoró en Santiago de Chile y perdió los cuartos en Viña del Mar, se enfrió bañándose en Valparaíso, se hizo amigo de Bogotá, se calentó en Cali, se ilustró en Popayán… cazó grillos a placer en Guayaquil y, para postre, se tostó en Maracaibo... y se sorprendió al entrar de noche y con aire casi furtivo en Caracas”. Singladura a singladura, nos seguirá explicando su vagar en “Meditaciones con la mar por medio”.

Y no podemos olvidarnos de su Galicia natal. Vayan con tal propósito unas mínimas referencias. “Soy, me siento y me proclamo gallego. Y no se es nunca nada ni por casualidad ni impunemente”. Crea Cela, y nos lega, una fecunda Fundación que lleva su nombre, en Iria Flavia, con el tesoro impagable de los manuscritos de sus obras. Y hasta Padrón, llegó un día “nuestro Señor San Yago aquel emigrante cuya concha de vieira había de convertirse en la insignia de todos los peregrinos del mundo, de todos los hombres que un pie tras otro y la imaginación por delante de los pies se caminan los infinitos caminos de la mar y de la tierra: eternamente, obcecadamente, casi despiadadamente”.

Mencionemos, muy de pasada, las principales novelas gallegas fruto de sus peregrinaciones por las geografías caseras: “La Cruz de San Andrés”, novela urbana, que transcurre en la Coruña, “Mazurca para dos Muertos” por la montañosa Galicia interior, y “Madera de Boj”, un pasaje heroico por la Costa de la Muerte. (Amén de sus recuerdos de infancia y juventud, en “La Rosa”). Aventuras gallegas y de la memoria, indagaciones sobre el alma de Galicia. Al fin y al cabo, libros de viajes, de sintaxis y musicalidad gallegas.

Y para terminar, en esta hora de desintegración nacional, traigo a colación, y perdón por tanta inevitable cita, un “spleen” de F. Umbral, de 1983, con motivo de la presentación de un libro de Cela:”A la multiespaña actual, a la convocatoria de lenguas y maneras que somos hoy, la España de las Autonomías estaba necesitando esto: al español más autonómico, vagabundo del Miño al Bidasoa, vagabundo por el Pirineo de Lérida, por la Alcarria, por Andalucía, por la Castilla de los moros, judíos y cristianos ¿ha reparado alguien en que los libros geográficos y errabundos de Cela son el primer intento, desde el 98, de entender/anudar una España dispersa y concordante consigo misma? Un entendimiento total de España en la España plural”.

Si viviera don Camilo ¿qué diría de esta política actual? El singular coruñés, mallorquín, madrileño, abulense de Bohoyo, venezolano, cosmopolita Nobel, tal vez hoy camine por las corredoiras gallegas y desde su comitiva fúnebre, con galaica sorna, atemorice a algún nocherniego y desorientado nacionalista.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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