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El agridulce laberinto de la muerte (III)

viernes, 29 de agosto de 2008
CONSIDERACIONES ÉTICAS DE LA EXCELENCIA MÉDICA
La Medicina, se dice, es la verdadera religión de de la era moderna, atrás quedan -aunque no del todo- magias, brujerías, curanderismo, hoy manda la técnica que se reviste de cierta omnipotencia, y el ideal de la máxima salud: la procura médica del culto al cuerpo y de la dieta sana y programada (Gómez Sancho), pero una pregunta preocupante se hace necesaria: ¿todo lo que se puede hacer, se debe hacer? Por ahí se mueve el reciente camino de la ética médica. La revolución instrumental y sanitaria de los últimos años han sobrepasado, en ciertos aspectos, la ética tradicional, a la vez que ha fortalecido la autonomía del individuo, y de los enfermos por tanto, y así se llega, en ocasiones, hasta tal punto de insensatez que la opinión pública justifica los ataques contra la vida en nombre de la libertad individual, y a que algunos médicos caigan en la misma aberración y degraden la profesión al desmoronar la confianza que exige la relación médico- paciente, uno de sus fundamentos.

Coincidamos en que la Medicina occidental no es sólo el modo de prevenir y restaurar la salud -ciencia, técnica y arte-, de ayudar a vivir y procurar la felicidad, sino que también es, llegado el momento, conducir al paciente a una buena muerte. Pero todo ello exige un compromiso ético con los individuos y la sociedad: “asumir una misión social de servicio”.

Los médicos han obedecido sin reservas, a lo largo de los siglos, el Juramento Hipocrático que entre sus preceptos esenciales exige el beneficio del enfermo y no provocar o adelantar su muerte. Esta normativa general y la de otros códigos consecuentes han promovido una ética profesional, la deontología médica, que perfeccionada por los propios galenos y por sus asociaciones ha prevalecido, de modo ejemplar, hasta nuestros días. Con más exactitud hasta el siglo XVIII, cuando con la multiplicación de los hospitales la asistencia médica pasa de ser individualista a colectiva, cuando médicos-filósofos como el escocés John Gregory promueve la educación sanitaria de la población y, sobre todo, con el inglés Thomas Percival que edita una Etica Médica, en 1803, benéfica e igualitaria, que servirá de fundamento a la práctica posterior de la Medicina británica y al declive del proteccionismo hipocrático tradicional que habían establecido los médicos cristianos.

Pero será, como venimos señalando, en la segunda mitad del siglo pasado, cuando las grandes innovaciones de la Biomedicina desestabilizan aquellos fundamentos éticos -que parecen haberse quedado cortos- y determinan la participación ajena de juristas, sociólogos, filósofos, teólogos y economistas, para resolver nuevos dilemas morales, y la obligada aparición de una disciplina académica: la Bioética, a la que ya nos referimos en páginas anteriores. De sus principios paradigmáticos establecidos, en gran medida, por sus pioneros Beauchamp y Childress: beneficencia, no maleficencia (“primum non nocere”), equidad, connaturales a los sanitarios, hay uno, la autonomía, que enfrenta en ocasiones a los enfermos con los médicos, pues éstos a lo largo de los años han mantenido esa actitud dominante, digamos paternalista, sobre los pacientes a la hora de decidir cuestiones críticas: médicas y morales. Hoy, en un cambio sustancial de papeles, son los enfermos los que toman las decisiones, mientras al médico se le limita a su exclusiva competencia técnica, de diagnósticos y tratamientos. Todo lo más, y es lo deseable, a llegar a un acuerdo mutuo.

Se considera ahora que el médico no tiene ningún derecho sobre el enfermo, sólo “un contrato implícito de cuidados conforme a principios humanitarios”; pero era tradicional, y no debiera dejar de serlo, que los deberes del médico y los derechos del paciente fuesen correlativos. ¿Hasta dónde el médico debe aceptar la decisión del enfermo? Tanto cómo la libertad y autodeterminación de éste, debe contar el valor prioritario de su vida (no cabe compartir, por ejemplo, su decisión a favor del suicidio). Y si es muy progresista dejarle la responsabilidad de su decisión -salvo que afecte al bien común- deben tenerse muy en cuenta la condición de su merma psicofísica y la acción de fármacos que deprimen su nivel de conciencia, que hacen dudoso el respaldo voluntario del “falleciente”; y hacen protagonista a la familia, todavía muy fuerte en nuestro país. La autonomía, en nuestra modesta opinión, no significa que el enfermo haga lo que le dé la gana sino que asuma una responsabilidad razonable, dentro del respeto que se le debe y el derecho que tiene a tomar sus decisiones (en la estela médica de los derechos humanos propuestos por la ONU). Pensemos, no obstante, que “la voluntad del paciente es una instancia subordinada y no puede justificar una acción ética reprobable.”

Por otra parte, también entra en discusión la formación técnica y moral del sanitario (por ejemplo, sedar de modo irreversible a quién no lo necesita). Mencionemos en esta línea del ejercicio médico, a evitar en este caso, el de futilidad: “procedimiento terapéutico que no merece la pena instaurar”, acción desaconsejada clínicamente por ineficaz e inútil, cuando sus beneficios no compensan los probables daños.

Hay que alejar los tratamientos desproporcionados, la obstinación terapéutica: no prolongar la vida, a toda costa, en el caso de moribundos irrecuperables a los que tan solo se alarga su agonía. Tampoco abandonarlos a su triste suerte, más bien atender a una calidad de vida acorde con su estado: servirles, cuidarles, acompañarles; es decir, velar por la protección del paciente en su extrema vulnerabilidad: ser sanitariamente responsable para con el otro, para con el otro desvalido.

El consentimiento informado
Es una versión específica de la autonomía y se nos presenta como la piedra angular de la Medicina actual. Se trata de una autorización que concede el paciente al sanitario para una acción médica determinada, tras recibir una precisa información sobre su enfermedad y la intervención a seguir. Es un formulario, un soporte documental, a firmar por el enfermo, “dentro de un nuevo modelo de las relaciones sanitarias, acorde con las demandas sociales”, un derecho de aquél establecido por la Ley de Sanidad de 1986, y generalizado pocos años después. Es una medida relevante:”obedece al imperativo moral que emana del aprecio a la dignidad de la persona y del respeto a su autonomía” (Gómez Hervás), aunque exige un uso prudencial de los informes: que por si mismos no deben originar ansiedades o pesimismos perjudiciales.

Los médicos se limitan a cumplir esta exigencia legal, salvo casos excepcionales de extremada urgencia, y no debe servirles únicamente como excusa para una Medicina defensiva o resguardo frente a demandas judiciales. Pero evita su posible arbitrariedad.

El ideal recae en una deliberación participativa, conjunta, que el mismo médico promueva la decisión razonable del paciente, que ésta no sea arbitraria y emocional, propia de un exceso de su libertad. “Una forma de reflexión común, un encuentro entre los usuarios del sistema de salud y el personal sanitario” (En el que las enfermeras, sobrepasadas de trabajo y escasas de tiempo, soportan, y a veces declinan, su responsabilidad, y se limitan a una leve información oral. C. Bermejo).

Por otro lado, el enfermo tiene derecho a la renuncia, al llamado consentimiento ignorante, a permitir que sea el equipo sanitario el que decida en una cuestión dudosa. A este propósito, y valga como ejemplo, mi experiencia personal y la de otros médicos, cuando sufrimos una intervención quirúrgica, en un Hospital, es someternos sin duda alguna -a ciegas- a los criterios del Departamento de Cirugía que nos corresponde, pues la excelencia profesional del operador se le supone, como el valor al soldado. (Tan sólo nos desconcierta entonces el trato del personal sanitario, cual si fuéramos un número, una cosa; el tuteo,“el abuelo” despersonalizado, que suele ser costumbre general con todos los enfermos mayores de edad, y que tanto desmoraliza). Este tipo de consentimiento “ignorante” no es despectivo ni vergonzante, y no debiera ser objeto de tantas críticas.

Estamos de acuerdo con el doctor Novell cuando dice que los grandes cambios sociales, demográficos, epidemiológicos, judiciales, políticos, económicos, tecnológicos, traen como consecuencia notables transformaciones de la profesión médica, nuevos roles, nuevos retos y oportunidades. El ejercicio profesional ya público, ya privado, en los Sistemas de Salud igualitarios, colectivos, casi universales -pienso en España- originan estructuras laborables concretas, peculiares. La exigencia de conocimientos es grande, tanto para los jóvenes, como la puesta al día y formación continuada de los veteranos. Cambia la población que es más longeva y necesita, por su mayor morbilidad, de permanentes servicios sanitarios, y nos invaden los emigrantes con sus propios males y patologías. Se reivindican los derechos del enfermo, crece la burocratización administrativa de la Sanidad, se precisan ingentes recursos. Y la mayoría de los médicos son ya mujeres, con sus dependencias familiares. Nuevos son los escenarios sanitarios, pero el profesional -sapiencia y humanidad- ejercerá su contrato, su relación con los pacientes bajo la divisa de la confianza: su máximo logro deseable, su virtuosa excelencia. De no conseguirla se irá a su deslegitimación social, a su desprestigio (acusado de desmotivación, de corporativismo). Su contrato social de servicio, a partir de la colegiación obligatoria y de un certificado de competencia, como un profesionalismo bien entendido: centrado en los pacientes y comprometido con la sociedad.

Así el éxito del médico, su virtud y excelencia, radicarán siempre en su compromiso ético, en su código personal de valores (apoyado en su saber científico constantemente actualizado -es la máxima exigencia- y en su humanitarismo compasivo). Se han producido numerosos cambios sociales y en las ciencias, pero los principios permanecen, frente al “zafio orgullo mundano” de la propiedad del cuerpo, la vida es sagrada -verdadero imperativo moral- y hay que defenderla y no atentar contra ella: la razón de ser de la ética médica tradicional. Lamentablemente ese compromiso ético personal es cada vez más controvertido; se pretende que la moral sea privada, se la menosprecia y relativiza, y las reglamentaciones estatales se multiplican hacia una incierta moralidad favorecedora de que muchos médicos se conviertan en colaboradores o “mercaderes” de tales servicios sanitarios.

Pensemos con Hans Thomas (2007), que “una ética que supone disponible la vida de un ser humano inocente, pierde la base sobre la que se apoya. No fundamenta una moral, sino que más bien la liquida”. Debemos defender la inviolabilidad del individuo, una ética convincente y de responsabilidades (así, la de los cuidados paliativos), frente a una ética acomodaticia, adaptada a una visión técnica del mundo.

Mejor será, pues, ir hacia un servicio ejemplar en el que el trato personal, como siempre ha sido, sea el núcleo de la relación médico-enfermo, y la cima a escalar consista en procurar una ética de las virtudes (reconociendo que “a mayor progreso científico, más reflexión moral”).

Derechos del médico
Sigo como base la relación de E.Tirado, que modifico ligeramente. Derecho: A que se le respete (Recordemos la violencia en Centros de Salud y Hospitales).
A la objeción de conciencia.
A condiciones de trabajo que permitan una atención de calidad
A horarios, descansos y vacaciones dentro de la legalidad.
A la capacitación profesional y actualización de conocimientos.
A la protección jurídica y a la Colegiación.
En el caso de las doctoras, pronto mayoría, a compaginar profesión y cuidados hogareños. Por extensión, lo mismo para los varones.
Al ejercicio médico que contribuya a la salud de la población y de los individuos, nacional e internacionalmente.

Ética de la virtud médica
Tal como venimos perfilando en sus líneas básicas, y que yo recuerdo y recojo de mi padre y sus colegas, médicos generales de antaño, y de Sánchez González, hoy:
Fidelidad al compromiso
Benevolencia
Prudencia
Abnegación, generosidad, desinterés
Compasión y cuidados
Honradez intelectual
Aprendizaje continuado
Excelencia: hacer bien su trabajo
Confidencialidad. Secreto médico.

Considero que el profesional de la Medicina es aquél que se exige a si mismo el logro más perfecto de su labor, dentro de un claro compromiso moral: esto es la excelencia. Una promoción hacia tal meta tanto técnica (ser un buen médico), como moral (ser un médico bueno). Así se expresa magníficamente Amor Pan, que añade:”el médico sólo llega a ser bueno cuando ha convertido la virtuosidad técnica y su virtud moral en un modo de vida”.

En esto consiste la ética médica: conseguir la más humana relación médico-paciente, dentro de las estructuras sanitarias y organizativas que deben hacerle posible este trato humanista del enfermo.

Se habla hoy de una nueva moralización de la profesión médica, y de una reeducación del personal sanitario que significará un cambio drástico: de que el médico asuma su gran responsabilidad y humanice tanto al enfermo como a sí mismo, pero también que evite el desgaste, “el quemamiento”, que produce su oficio; y las situaciones que determinen una desconfianza social y su desprestigio (la inclinación hacia la eutanasia, por ejemplo); que además de procurarse un máximo conocimiento científico, se acerque al enfermo, al que no debe cosificar, sino considerarlo el otro, como un prójimo -con rostro, en el sentido de Levinas: su llamada reclama cuidarle-,“ser por los otros”, responsable del otro, y llegar así a ser un médico virtuoso, un médico amigo, que lucha contra la finitud y vulnerabilidad del enfermo.

Su definitiva meta: curar dentro de unos límites, pero siempre cuidar, acompañar, convencer.

A LA BÚSQUEDA DE UN BREVE FINAL LITERARIO
Tal como prometí en la introducción quisiera terminar –ya va siendo hora– este apartado, próximo al tema que nos ocupa, tan sólo con referencias a dos ilustres médicos escritores, Pío Baroja y Miguel Torga, y una mención a nuestro Cervantes y a su Don Quijote, recogidas de escritos recientes.

LA ÚLTIMA VUELTA DEL CAMINO
Baroja regresa a España, de su exilio, en el verano de 1941 y, ya en Madrid, se amolda a una vida tranquila, sin sobresaltos: a su habitual vida de escritor. Los editores reclaman pronto sus trabajos, y el problema económico tendrá, por fin, buena solución. Baroja vuelve al camino. Ya viejo, retorna a caminar, con la chaqueta al hombro o el gabán desvaído, “atrás las manos enlazadas lleva y hacia la tierra al pasear se inclina”; tal vez no salga del Parque del Retiro, pero observa, sueña y escribe: vivir y contemplar ha sido su ideal, había dicho muchas veces, su estilo -añadía- la claridad, la precisión, la ausencia de artificio.

Ya nada me preocupa:
ni el dinero ni la fama,
ni los honores y burlas,
ni los elogios o sátiras,
y sólo deseo dar fin
con decencia a la jornada
y disolverme en el éter
o en la búdica nirvana.

Está próximo a concluir el espectáculo, nos recuerda L. Granjel:”Es un final oscuro, sin estridencias, sin esa esperanza que únicamente puede proporcionar una creencia religiosa”. Pero frente a lo gratuito de un Baroja antirreligioso, inmoral o blasfemo, F. Pérez cree que más que ateo era agnóstico, con un fondo religioso que hereda de su madre y que el mismo don Pío fundamenta al declararse consumado lector de la Biblia y de los Evangelios. Y recordemos, por si a alguien se le escapa, que una cuarta parte de su obra está dedicada a los curas. Es más, se podría hablar, examinando su vida, de un franciscanismo barojiano, de una especie de santo laico (“Vivir decorosamente, hacer el menor daño a los demás. No he pretendido la gloria, ni el dinero ni la importancia social”).

Atrás van quedando sus achaques reumáticos, sus neuralgias, sus dispepsias, su prostatismo, pero los vértigos y las pérdidas de memoria que había comenzado a sufrir en Basilea, en casa de su amigo Schmidt, se acentúan en los últimos años: va desintegrándose poco a poco, aletargado e inseguro no espera nada, no desea ni le interesa nada (“¿y a mí cuando me van a enterrar?”). La arterioesclerosis cerebral es cada vez más evidente, dormita con plácida sonrisa o se acongoja, y pierde ya por completo la conciencia. La adicional fractura de fémur conmociona su salud de manera definitiva, tras la operación le sobreviene el coma y la muerte (era en octubre de 1956).

No sé lo que reza en su nicho del cementerio civil de Madrid, pero servirían muy bien estas palabras: “Un hombre de mala fama y buen corazón”, un hermoso epitafio para el impío don Pío, el hombre malo de Itzea, el dignísimo médico de Cestona.

MIGUEL TORGA, MÉDICO Y ESCRITOR
El día 17 de enero de 1995, en meridionales tierras gallegas fallecía mi padre a los 100 años. En ellas había ejercido la medicina rural durante seis décadas. Días después de su fallecimiento, me enteraba por los periódicos que en la misma fecha y a la misma hora, había muerto en Coimbra Miguel Torga, el escritor y médico en ejercicio casi hasta su muerte -a los 88 años- al que yo mucho admiraba. Las desgracias nunca vienen solas.

Miguel Torga era el pseudónimo que Adolfo Correia da Rocha eligió como homenaje a tres grandes escritores españoles de nombre Miguel (Cervantes, Unamuno y Molinos) que le asombraban, y al brezo (torga), planta enraizada en sus montañas norteñas. Había nacido en 1907, en San Martinho de Anta, en la región de Tras-os-Montes, al norte de Portugal.

Selecciono de sus “Diarios” una serie de sus postreras meditaciones. Ya a los 67 años escribía un día, desilusionado:”la vida está empezando a despedirse de mí, ensanchando progresivamente el vacío que me cerca, ¡qué desgracia llegar a una encrucijada de la vida y no tener razones ni para morir, ni para vivir!”.

“La vida es irremediablemente un don provisional. Yo he tenido este don muchos años. He saboreado los manjares de la niñez inocente, el maná de la insensatez juvenil y los condimentos del sentido común adulto, he corrido mundo, he amado, he soñado, he sufrido, he trabajado, y llego al final sin sentirme cumplido, pero con la conciencia tranquila. ¿Qué más podría hacer? ¿Ser otro?

Y en marzo de 1976: “Me van a operar otra vez y este pobre cuerpo mío parece un muestrario de cicatrices. ¡Para qué continuar en este mundo, si mi tiempo ya se ha realizado, o consumido, o determinado! ¡Para qué, si ya he bajado a los infiernos, y he desobedecido el mandamiento que prohibe mirar el rostro de Eurídice!”.

Con 83 años exclamaba un día: “Cuesta creerlo y, sin embargo, el calendario no miente. Todo él es un muestrario de vejez cansada. El espíritu es lo que le mantiene obstinadamente vivaz. Y Dios me lo conserve así, y me conceda la gracia de asistir con lucidez a mi rendición”.

Como si lo hubiera previsto, en Coimbra, el 11 de mayo de 1990, con patetismo, anota: Algo grave ha ocurrido en mi cerebro. He sentido en él una especie de terremoto. Estoy en mi sano juicio, creo, pero inseguro, extraño a mi mismo, como en la piel de un desconocido. Y, al día siguiente: He amanecido con la boca torcida y sin poder articular palabra. Me he convertido en otro de repente, desfigurado y tartamudo. Me miro en el espejo y no me reconozco. Ha llamado la muerte a mi puerta y no ha entrado, tampoco a tanto la había invitado.

Teme Adolfo la decadencia física, pero no la muerte, y se deja llevar estoicamente por su sufrimiento.” Más sangre ajena dentro de mí, que sigo esclavo de las sentencias cada vez más sombrías del laboratorio”.

Días después, nos da otro tremendo testimonio:”Aquí estoy, en esta fosa común que es un hospital, viendo agonizar a otros desgraciados a mi alrededor. Me he pasado la vida tratando a enfermos, y lo he hecho con todas las fuerzas de mi alma. No le he dejado a deber humanidad a ninguno. Pero me faltaba esta prueba suprema de sufrir sin esperanza en una cama junto a ellos.

Estoy entre ellos y como ellos, minado por la misma enfermedad incurable..Y seguimos, hora a hora, como espectadores, con un mutismo sobrecogedor, las agonías que se van sucediendo” (Diarios II).

Fallece en Coimbra, y es enterrado en su pueblo natal. Allí reposan los restos mortales -“mi cuerpo, pobre y única riqueza que me he de llevar”- de un hombre con hondura trascendente que no había doblado su rodilla ante ningún altar, un agnóstico que lamentaba que Dios descansara el séptimo día, y “cuya obra es de una dimensión religiosa tal que, por fuerza, la Biblia ha tenido que ser su permanente libro de cabecera” (José M. Moreiro), en fin, la de un médico insigne y de un maestro inolvidable de las Letras Portuguesas y Universales.

EN TORNO A CERVANTES Y EL QUIJOTE
Quisiera referirme, en las líneas que siguen, a la muerte de Don Quijote, en un permisivo contexto de virtualidad, y en la muerte real del propio Cervantes (vano es decirlo, de cosas distintas hablamos) y estudiar, con total brevedad una parcela de sus vidas, mejor: de sus finamientos.

En el Quijote se recoge el sentir español ante la muerte:” El peor de todos los sucesos adversos es la muerte y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir”.

Quizá no estaría de más, sin hacer apología mortuoria ni desprecio a la vida y a sus gozos, al menos por precaución médica y social, volver a Cervantes, aquel vividor ávido de experiencias que sabiendo que la vida es breve, por boca de Sancho advierte, con popular sentido:”Todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy sanos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de las que Dios quisiera darle; porque la muerte es sorda y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa y no la harán detener ni ruegos ni fuerzas, ni cetros ni mitras, según es pública voz y fama”.

LA MUERTE DE ALONSO QUIJANO
Estando en Barcelona, tras una entrada triunfal y ser recibido con todos los honores, Don Quijote es vencido en dura lid por el Caballero de la Blanca Luna (el bachiller Sansón Carrasco) y, al quedar inhabilitado como Caballero Andante depone las armas y toma el camino de retorno hacia su casa en la Mancha, absolutamente abatido y derrotado, como “la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza”, al no poder ya intentar nuevas proezas en pos de la justicia y la libertad.

Le sorprende entonces una grave enfermedad, con unas calenturas que postrándole en el lecho agravan su depresivo estado. Y en estas subsiguientes horas sobrevivía, cuando surge la milagrosa revelación: recobra el conocimiento, está cuerdo. Se da cuenta, y reconoce entre familiares y amigos su desvarío, su equivocación de haber creído en los héroes caballerescos. Y tan es así, que reniega de su azarosa y sin sentido vida pretérita.

Es el momento estelar en que revierte a su verdadera personalidad, la de Alonso Quijano el Bueno. Al parecer, el síndrome febril que padece (cuya causa desconocemos, y tampoco importa demasiado) le ha curado. Esta circunstancia era conocida en la Medicina antigua: la curación de la locura por el efecto salvador de unas fiebres coincidentes.

Aunque recobra el juicio “melancolías y desabrimientos lo acababan”, diagnostica el médico, y tan mal lo encuentra que le invita a arreglarse con Dios y con los suyos.

Preguntóle la sobrina qué le pasaba, y fue cuando respondió:”Yo tengo juicio ya libre y claro, por las misericordias de Dios ya conozco los detestables libros de Caballerías, sus disparates y embelesos”.

Desahuciado, durmió más de seis horas de un tirón y al despertar, dando una gran voz dijo:”Bendito sea el poder de Dios que tanto bien me ha hecho. En fin, las misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

Llamó Don Quijote a su buen amigo, el cura, al bachiller Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, y pidió confesarse y hacer testamento. Y apenas vió a los tres, dijo:”Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano. A quién mis costumbres me dieron renombre de bueno.”.

Y sigo con la transcripción de Unamuno: “Hizo salir la gente el cura y quedóse sólo con él y confesóle. Acabóse la confesión y salió el cura, diciendo: verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano; bien podemos entrar para que haga su testamento. Rompieron a llorar Sancho, el ama y la sobrina.

Acabó de dictar sus últimas voluntades Alonso Quijano, recibió los sacramentos, abominó de nuevo de los libros de Caballerías “y entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban dio su espíritu: quiero decir que se murió”.

Es uno de los capítulos, el LXXIV, el que describe la muerte de Don Quijote, de los más simples, pero de los más gloriosos de la novela, de un realismo tan profundo que no parece ficción y que lleva a la inmortalidad del personaje, al mito español por excelencia.

EL FALLECIMIENTO DE CERVANTES
Es muy probable que las horas cercanas al “tránsito” de Cervantes coincidan con las expresadas en el maravilloso prólogo de Persiles y Segismunda, “sin la menor duda una de las muestras más admirables de entereza de un escritor ante la muerte, que sabía próxima, ni páginas más emocionantes de un moribundo en las que alguien ante la inminencia de la muerte sabe arrancar con sentimiento de contento y verdadera alegría no sólo para sí, sino deseándolos también uno y otra para los apenados amigos que han de verle partir en breve” (Trapiello, 2001).

Cuando Cervantes cuenta que “viniendo con unos amigos desde Esquivias a Madrid emparejaron en el camino con un estudiante pardal que se le declaró gran admirador suyo y que al momento le desahucia: “Esta enfermedad es la hidropesía”. Responde: eso me han dicho muchos…Mi vida se va acabando, y al paso de las efemérides de mis pulsos; que a más tardar acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida” y termina: ”A Dios gracias; a Dios donaires; adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida”.

Tras una agonía para unos dolorosa y torturante “con el resuello estancado en la garganta”; según otros, en apariencia lúcido y resignado, sencilla, tranquilamente, Don Miguel se muere. Tiene un entierro de pobre, sin pompas ni ceremonias, amortajado con el hábito de San Francisco, se fue “con el sol amigo batiendo sobre el rostro descubierto” Nosotros, cuatrocientos años después, debiéramos afirmar que Cervantes, su espíritu, sigue vivo.

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Fuertes Bello, Antonio
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