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La Quiaca

jueves, 30 de diciembre de 2021
Arribó en auto stop a La Quiaca, la ciudad más septentrional de Argentina, en el límite con Bolivia, y a dos mil kilómetros de Buenos Aires.

Todo tenía el mismo color ocre. Las calles sin asfaltar, las casas de adobe, los cerros del horizonte, el viento que no paraba de soplar. Solo los escasos techos de chapa galvanizada y los coloridos vehículos cubiertos de polvo anunciaban presencia humana. En la ciudad abundaban las coyas con sus vestidos multicoloreados, todas con un bulto a la espalda, un coyita o una bolsa de mercadería, o las dos cosas.

Caminar por esas veredas de distintas alturas, con los ojos como chinos para evitar el polvo, le resultaba fascinante. El edificio más grande resultó ser el cuartel de la Gendarmería, las fuerzas armadas defensoras de las fronteras de la patria. Se presentó al gendarme de guardia quien lo pasó al oficial. La gente que vive en el culo del mundo posee otra onda. Es más comprensiva, mas solidaria, menos jodida. Fue al grano, le pidió un sitio para dormir.

El único lugar que tengo es la enfermería. Ideal para un estudiante de medicina.

Se dio un paseo, compró pan y la lata de sardinas más barata que encontró en el primer turco, para cenar en el portal del Banco Nación. Antes de oscurecer regresó al destacamento con un frío que pelaba, le enseñaron el baño, las duchas (ni en pedo, pensó) y una de las seis camas de la enfermería. El gendarme al que ordenaron acompañarlo, junó su piyama de invierno (se acostó vestido), le echó un par de mantas (parecían ponchos con el agujero cosido) y desapareció.

Las sábanas estaban heladas, tenía la sensación de haberse acostado sobre la nieve. Empezó a temblar produciendo un imparable castañeteo de dientes. No se sabe si fue por la percusión o la compasión, reapareció el milico con tres ponchos más y los fue acomodando uno a uno bien prolijitos arriba del bulto tembloroso. Abrigaban, pero sobre todo pesaban un montón. Le parecía tener una aplanadora encima. No podía moverse pero tampoco lo intentó. Y se puse a nonear.

Lo despertó el carrito metálico con el desayuno para los dos internados. Le avisaron que tenía el suyo preparado en la cocina, debía levantarse. Costó salir debajo de la pila de ponchos, ¡que lo parió la rosca que hacía! Evidentemente el aislamiento térmico y la calefacción de la sala resultaban insuficientes.

En el ñoba había una pileta alargada con varias canillas, las probó todas pero de ninguna salía agua. Preguntó a un enfermo, se habían congelado las tuberías, que probara con la canilla bajita a la izquierda de la puerta. Salía un hilito de agua suficiente para sacarse las lagañas. ¡Qué frío la concha de la lora!

Salió a explorar la ciudad y fue derecho al puente internacional donde estaba la frontera. El gendarme le explicó que no podía salir de Argentina porque era menor, pero le dio un papel con un sello que le permitía visitar la ciudad boliviana de Villazón y volver. Con tanto tráfico humano entre las dos ciudades sería imposible controlar pasaportes. El puente internacional parecía un caminito de hormigas que andaban sin parar en ambos sentidos.

¡Había llegado a Bolivia! Fue un paseo requete interesante, bien debute. Alucinaba con los trajes de las coyas, con la venta de todo tipo de cosas en las veredas, camionetas hechas bola, especias, telas, bolsas de hojas de coca, cucharas de alpaca. Compró unas cajitas de fósforos típicas, (una de ellas para cambiarla por la sonrisa de una compañera morenita) y un trozo de tela de bandas coloridas para su vieja. Había hecho cumbre.

Fragmento de "Buscando a Elena", de Andrés Montesanto, médico, escultor y escritor argentino residente en Málaga.
Montesanto, Andrés
Montesanto, Andrés


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