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El agridulce laberinto de la muerte (II)

jueves, 21 de agosto de 2008
APROXIMACIÓN A LOS FILÓSOFOS
Al decir que la muerte no puede ser personalmente vivida, experimentada, se suele mencionar al viejo Epicuro cuando señalaba que aquélla no es nada para nosotros,” porque cuando nosotros somos la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente nosotros ya no somos”. Tal aparente obviedad nos lleva a la consideración heideggeriana de la misma, no como el fin, abrupto cese o terminal corte, sino como un suceso: como la más genuina posibilidad de la existencia, la secuencia del hombre como “ser para la muerte”, la de conducirnos a ella cual “vivencia anticipada del fin”.

Conviene en este trabajo que nos aproximemos, aunque sea con atrevida levedad, a los filósofos, pues si la Teología y la Iglesia tienen mucho que decir en estos temas de las postrimerías, aquí procuramos eludir su magisterio, por más que sea inevitable incidir en alguna cuestión religiosa. Y, entre los contemporáneos, habrá que citar, al menos, a Jaspers, Hegel, Sartre, Zubiri, Levinas, Laín, y nos detendremos en Heidegger, el máximo pensador de la filosofía occidental, indagador de la sustantividad del ser -su mayor logro- (a pesar de su”insufrible jerga” para algunos, de sus existenciarios adverbios) y por la fertilidad de sus intuiciones sobre lo que aquí tratamos, del individuo que él define como “ser para la muerte”.

Lo esencial, nos dice, no es tanto el momento imprevisible de la muerte cuánto la actitud ante ella: el precursarla, el anticipar su posibilidad; el cuidado, la procura del “ser ahí” y, en todo momento, el vivir de modo que ese “estar” sea “encaminarse a la muerte”, un percatarse de que en cada instante puede hacerse posible lo imposible. El filósofo alemán nos empuja hacia una actitud responsable ante la certeza inmanente de la muerte, a preocuparnos repetidamente ante ella, a aprehender la propia muerte, el hacernos cargo de ella; anticipar tal posibilidad no como final, sino cual inminencia. Y todo ello a través del hilo conductor de la cura, del vivir con cuidado, del cuidarse de la propia vida, reivindicando la plena propiedad de la existencia como camino de libertad.

Y así la muerte, apostilla A. Gabilondo, resulta ya diferida, vivida, de antemano y “es lo último, no por venir en último lugar, no por ser el momento final de nuestra vida, sino porque en ella se última, se consuma todo”.

Mientras el ser es, queda siempre “un resto pendiente” y la muerte sustrae este resto, en tanto que vivimos estamos incompletos. Y así la muerte hace pertinente la existencia, y es algo más que el hecho de fenecer, de una defunción, un evento intramundano que lleva al cortejo fúnebre, al culto funerario; no es pues una negación abstrusa de la existencia sino, al contrario, garantía de la posible totalidad finita de la misma.

No parecen precisas más citas heideggerianas que, según su autor, no hacían sino seguir el pensamiento del poeta Rilke: el hombre como un ser en despedida, de un ser en huída, cuyos hechos se van desprendiendo en un permanente adiós, que sólo será definitivo en el momento del fallecimiento.

El pensamiento de Heidegger que para algunos resulta precario y naturalmente pagano e insolidario para muchos, y aún "desolador y hasta luciferino” (ahuyenta a Dios, al amor y a la esperanza), es desplazado por Levinas de un modo relevante: la mismidad se instaura a partir del otro, en tanto que prójimo, la responsabilidad ante la muerte del otro, que el autor alemán deprecia o sitúa, si acaso, en la nada o en la angustia, en el si mismo mortal.

A un lado queda el permanente miedo a morir del nihilista búdico-europeo, y, más atrás, aquél quererse inmortal de Unamuno por real gana, y así se explaya, entre nosotros, Félix Duque, en su excelente obrita “El cofre de la nada”, del 2006, dónde recuerda lo sabido pero olvidado: la vida no puede atrapar a la muerte, y con ella no cabe la experimentación; es el corte abrupto, absurdo, que otros, los médicos forenses, fijarán como el momento de la muerte. Parece un límite sin futuro, y poco puede decirse de ella, es inefable.

Duque también advierte cómo Heidegger nos ha colocado en una encrucijada fértil y profunda, pero no del todo satisfactoria. La muerte, había dicho aquel, era el cofre de la nada, el lugar dónde también se custodia el misterio del ser que es donación.

Algo más: si la muerte es el cofre de la nada, etimológicamente cofre también es arca de las ofrendas, así pues guarda el oro de la existencia, lo valioso, lo entregado en sacrificio (Heidegger: la nada “es lo más rico” y, a la vez, lo único que no puede ser recogido). ¿Qué es lo que se ofrenda en el cofre de la muerte? Se ofrenda, obviamente, añade Luque, toda una vida.

Curiosamente, Nóvoa Santos, dejó escrito en 1926: “No pasa hora sin que dejemos de hacer nuestra carrera hacia el ocaso. Cada segundo es el momento de una agonía silenciosa que resbala, sin percatarnos de que significa una preparación para la última agonía, que ya no será lucha sino rendición. Vamos consumiendo nuestro tesoro y es natural que, a la postre, quede exhausta el arca de dónde vamos arrancando la vida. ¡Donar la vida! Esto significa morir”.

Parece que mucho de todo esto viene dado por el nihilismo que nos invade, por aquel abandono de Dios que formuló la sociedad del siglo XVIII y Nietzsche anunció en su “Dios ha muerto”; y que alcanza sus máximas cotas en representantes de nuestros días: “The God Delusión” del militante ateo Dawkin, o el provocador “Tratado de Ateología”, de Confray. Pero que, entre nosotros, en el terreno de la cultura cristiana, siempre simula un ateísmo virtual, por la gracia de Dios, si sabemos que el 75% de la población se declara católica y creyente. Un ateísmo como de andar por casa, cómodo para un vivir sin grandes compromisos morales, hedonista, de disfrute del instante, que gira en torno al bienestar de la vida.

Si nos alejamos de los nihilismos absolutos, el hombre -nos recuerda Küng- vive bajo el imperativo del “tú debes”, aún en el acontecer de un actual progreso ilimitado (a veces, insensato), y necesita a Dios para su felicidad. La persona humana, sigue el teólogo suizo, es además un ser de deseos, un ser finito con infinitos anhelos, y todo gozo, se dice, quiere eternidad. Y que haya vida después de la muerte es, en último término, una cuestión de confianza, de una confianza razonable.

Si las religiones han preparado al hombre para la muerte -el inesperado escándalo- unas han propiciado la resurrección física en una nueva dimensión espacial: de ámbito divino -el cielo como símbolo- así judíos, musulmanes e hinduistas, otros creen en un nirvana, en una indescriptible extinción en plena alegría: una serenidad atemporal.

Los cristianos creemos en una supervivencia post-mortem, la inmortalidad del alma, el encuentro con la Plenitud. Y la percepción de los creyentes está en la eterna acogida de Dios, y en tales coordenadas seguimos, sin mayores complicaciones.

Por no distantes zonas, se sitúa una cuestión no menos importante: ¿Por qué alejarnos de la visión del hombre como imagen de Dios?, ¿de aceptar que está hecho para la trascendencia? “Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra les creó” (Génesis 1, 26-27).

La moral cristiana siempre ha abundado en la sacrosantidad del hombre. De ahí arranca y fructifica su estructura y contenidos. Y el cuerpo humano sigue siendo el Templo vivo del Espíritu Santo. tal nos insistían en el catecismo escolar. También sabemos que la Medicina sólo nos asigna un cuerpo “enfermable”, un habitar en las propias tinieblas, siempre a punto de perecer. Y que, en consecuencia, nos resulta algo sospechosa la autonomía prevalente y orgullosa a la hora de erigirse en dueña y señora de un cuerpo frágil y enfermizo, “que nace encerrado en su cadáver”.

Si Heidegger señalaba que “tan pronto llega el hombre a la vida, ya tiene edad suficiente para morir”, qué ocurre con los primeros años de la niñez cuando se manifiesta como un ser inmaduro, absolutamente vulnerable e indefenso ¿a quién cede su libertad, su autonomía?, y lo mismo sucede en los momentos finales de la existencia cuando la incertidumbre vital se asoma a través de su nublada conciencia. ¿Quién decide entonces: la familia, el aconsejado y discutible testamento vital, o un comité ético-político?

De ahí las dudas que surgen ante una Bioética que ha contribuido a instaurar la prioridad de la autonomía individual en las decisiones sobre el propio cuerpo, y las reservas frente a la revolución liberal en la gestión del mismo. Y nada digamos, cuando ya vive en el espacio de la enfermedad y abocado, sin fecha, a la arbitraria disponibilidad de la pérfida muerte.

Si ya existe una auténtica transformación médico-tecnológica que remueve los cimientos del Juramento Hipocrático, nos quedan inamovibles fundamentos éticos tan antiguos como lo fueron los aristotélicos y la moral subsiguiente y perseverante del Cristianismo. La nueva situación reclama cambios, cavilaciones, nuevos enfoques, pero la moral cristiana por más que se haya debilitado con extrañas permisiones y pasividades -en casos muy concretos- no es de temer que se modifique en lo esencial, por muchas deliberaciones que le presionen y atemoricen.

Frente al ser para la muerte de Heidegger, tan limitado, el hombre es un ser para la vida, según la plena doctrina de Jesús de Nazaret, cuya muerte única da sentido a todas las muertes y se propaga, con sorpresa, como una cultura vital.

ACERCA DE LA BIOÉTICA
Se habla mucho hoy de Bioética, y más se hablará sin duda en los próximos años, pues si la ética médica existe desde la Antigüedad y basta pensar en la permanencia del aludido Juramento Hipocrático (que, por cierto, no debiera ser arrinconado como tampoco la recta conciencia personal), modernos hallazgos médicos y criterios para una plenitud práctica a propósito del concepto de muerte han exigido, por necesidad, el nacimiento de esta renovada ética.

Los avances de la biología molecular y la revolución técnicosanitaria acaecidos en los últimos 50 años del siglo XX, junto a la revalorización de la autonomía personal, así como cierta deshumanización médica y los paralelos cambios sociales, llevaron a R. Potter en 1970, a la creación, con hondos matices estadounidenses, de esta rama multitemática de la ética que, a parte su extensión ecológica y demográfica, pretende reflexionar moralmente sobre las cuestiones biomédicas: ¿se debe hacer todo lo que se puede?,¿la tecnociencia es siempre buena?, ¿hasta dónde llegan sus compromisos comunitarios en una ética de predominio individualista?.

En España surge, en 1984, el primer Centro de Bioética, el Instituto Borja de Barcelona, fundado por Fr. Abel. Y en Madrid, por entonces, Javier Gafo, el malogrado pionero de la especialidad, crea la Cátedra de Bioética en la Universidad Pontificia de Comillas. Otro de los promotores de la especialidad, próximo a la Complutense de la capital, ha sido y es el doctor Diego Gracia que por sus textos y dedicación se ha convertido en uno de los más prestigiosos bioeticistas de nuestro país.

Características de la bioética, según Amor Pan -cuya línea seguimos- serían: ser una ética civil, no confesional (no valen los criterios teológicos), pluralista, dialogante, interdisciplinar, que va más allá del puro convencionalismo: en el camino de una ética mundial que debiera ser también biopolítica y biojurídica, propia para enmarcar decisiones dentro de una democracia deliberativa. Y sin olvidar que Dios es el único Señor de la vida, verdad central de la teología cristiana -matiza- y que una Bioética católica lejos de dogmatismos debe promover una cultura de la vida, de pasión por la vida. Habrá que justipreciar hasta qué pluralismo moral se puede llegar sobre la base de una ética civil, y hasta qué punto es preciso elevar el debate técnico y filosófico en una zona fronteriza existencialmente angustiosa y éticamente compleja (con un exigente añadido: la ética de máximos, que propone la moral católica).

Si quisiéramos concretar más, M. A. Sánchez nos dice que la Bioética constituye un estudio multidisciplinar de los problemas suscitados por el conocimiento científico y el poder tecnológico que tenemos sobre la vida, que proporciona métodos de análisis, practica la deliberación sobre problemas concretos, intenta fundamentar y consensuar normas, aporta criterios y procedimientos sobre la toma de decisiones.

Reconozcamos que la Bioética va más allá de la deontología médica, y no es ni ética confesional -como ya dijimos- ni da recetas simplistas ni propone mandamientos rígidos; aconseja crear comités de expertos y procura intermediar en casos de conflicto.

En cualquier situación esta ética civil no debiera relativizar demasiado en aras de su aparente pluralismo, ni exagerar en la libertad de conciencia individual a la hora de gestionar el cuerpo ni admitir una autonomía sin límites: mejorar la sociedad sí, consensos también, pero sin cesiones morales, como venimos señalando, que llevan no pocas veces a irreparables consecuencias.

Sirva como ejemplo a meditar la consideración del anciano en las culturas modernas: la discriminación por razón de edad. Inactivo y gravoso, con una mayor carga de enfermedad y, consiguientemente, de asistencia médica y cuidados de larga duración, se pretende equilibrar su consumo con el de otros grupos; reducir sus gastos priorizando -el llamado “triage”- mejores resultados en otras edades, en una selección de recursos que suelen distribuirse con dudosa justicia.

Bien está el gozo de alcanzar los 80 años, pero no el aparcamiento premortem de tales ancianos sin los cuidados debidos ¿Habrá que llegar a dilucidar, por ejemplo, entre viejos, drogadictos o enfermos de sida? Cabe pensar lo mismo, si prevalece la productividad, con grupos tan vulnerables como los pacientes terminales, los crónicos y discapacitados.

Se afirma que la Bioética es el eslabón final de las revoluciones liberales que instauraron el pluralismo y la libertad de conciencia, que a su vez extiende la liberación del cuerpo, contribuyendo así al actual énfasis de la autonomía individual -las decisiones centradas en el enfermo- frente al paternalismo médico que se desea en declive.

Nosotros deseamos una Bioética racional, dialogante, consensuada, transparente, pero acorde con la realidad (la hospitalaria, pongamos por caso: falta de personal, de espacios, de recursos, de tiempo; urgencias masificadas, incapaces para una debida atención médica y aún humanitaria, violencia contra los sanitarios). Y alejada, por obligación moral, de la política, de los partidos, de la promoción de leyes perniciosamente permisivas, de ideologías perversas.

Y ha llegado el momento -ya está en marcha- de un formación específica de la Bioética para los profesionales sanitarios en un deseable nivel de postgrado universitario. Para la que se requieren múltiples conocimientos de tipo general (antropología, política, derecho, filosofía de la Ciencia, teología,..) y más concretos (de ética aplicada a la biomedicina, códigos médicos, ejercicio privado y ámbito hospitalario, innovación tecnológica, resolución de conflictos morales médico-asistenciales).

Aunar tecnociencia y humanidades ya no sólo es motivo para expertos en Bioética, sino también para los médicos y sanitarios comunes, siempre sometidos a un compromiso ético personal que hoy ponen en entredicho las reglamentaciones estatales y el relativismo moral de ciertos mensajes liberales (como si la moral fuese teledirigida o arbitrariamente privada).

Nos quedan por mencionar los cuatro principios que rigen la Bioética, según Beauchamp y Schildress, expuestos en su libro “Principios de la Bioética Médica”, generalmente aceptados, y que constituyen como la biblia de estas cuestiones:
1. Principio de autonomía (Autodeterminación de la persona).
2. Principio de beneficencia (el mejor beneficio para el individuo).
3. Principio de justicia o equidad (toda ser humano será tratado por su dignidad personal, y no se le discriminará)
4. Principio de no-maleficencia (lo primero, no hacer daño)

Se puede discutir el orden de prioridades de estos preceptos: justicia y no-maleficencia parecen ser de rango superior -equivalente a una ética de mínimos-, mientras que beneficencia y autonomía corresponderían a un segundo nivel, a una ética de máximos (D. Gracia), pero no cabe dudar nunca del valor absoluto de la vida y del principio de su inviolabilidad, y de que el fin de la Medicina y del progreso técnico científico sea su defensa y protección, y no su manipulación o exterminio (cuidado con la anulación moral en nombre de una entusiasta libertad científica).

REALIDAD ANTROPOLÓGICA DE LA AGONÍA
El doctor García Sabell nos dice que la agonía comienza en el momento de sospechar la venida de la muerte, es decir, a la hora de su potencial anuncio. La lucha contra la amenaza del fallecimiento expresa esta secuencia posible: vivencia de tal amenaza, conocimiento racional de la misma, acomodo razonable a dicha situación (“adaptación consciente, resignada y heroica, tácita”). Insiste, con solvencia, en que la agonía a parte de ser individual -hay tantas agonías como personas- más que un acto es una conducta, y que “reducir el drama de la agonía a una manifestación clínica final sería degradar y desvalorizar toda la grandeza humana que guarda en su interior; y que si hay agonías mudas, en tono menor, sin dramatismo (así las propias de la declinante vejez), otras son más duras y dolorosas.

Estamos ya ante la realidad de la muerte, a un lado quedaron las interpretaciones teóricas, las divagaciones, las anticipaciones -el ars moriendi- y perseguimos ahora su presencia, que nos viene dada por los postulados de E. Kübler Ross, la cual ha estudiado en profundidad el comportamiento común del hombre frente a la muerte, la pauta habitual, casi constante, que con la reserva de un esquematismo excesivo y cierta rigidez en la propuesta, facilitamos muy abreviada:
1.Fase de choque. Trauma tanático. Incredulidad ante la noticia.
2.Fase de denegación. Se habrán equivocado los médicos. Recurso a
curanderos, a Houston, a las medicinas alternativas.
3.Fase de ira, de cólera. Desconcierto ante la indiferencia de los demás.
4.Fase depresiva, ante lo inevitable. Desconfianza. Angustia por el porvenir.
5.Fase del trato con la dolencia. Lucha contra la enfermedad y la muerte próxima. Se vuelve religioso. Hace promesas.
6.Fase de aceptación. Se entrega. Tiene miedo y curiosidad. Se va desprendiendo de su corporeidad (La muerte es ya inminente).
7.Fase de ruptura de la comunicación. Plena agonía. Se enfrenta al más allá y especula sobre su potencial vivencia.

Esta exposición secuencial ha sido favorable para el conocimiento y aprendizaje del personal sanitario y auxiliar, de familiares y de cuántos se interesan por estas cuestiones.

Justamente, a muchos médicos especializados en esta disciplina del morir, en la tanatología, les debemos agradecer el haber roto con la consideración tabú del problema de la muerte, también en la Medicina, y que hayan reforzado la atención científica sobre la misma.

Nos situamos, innecesario es decirlo, en el ámbito hospitalario, dónde ya muere el 85% de los españoles, lo cual determina, en gran medida, el traslado del arte médico de curar -su destacada misión- a la ayuda, cada vez más especializada del buen morir, al cuidado y tratamiento de los enfermos terminales.

Apenas sabemos ya lo que es la muerte natural, domiciliaria, rodeado el moribundo por los amigos y familiares en la tranquilidad del hogar. Nos quedan las residencias geriátricas y hospitales dónde pronto será casi posible morir “a la carta”, y por ahí transita la Bioética que pretende inmiscuirse, con toda razón, en ese punto crucial del morir en la época actual: la tecnoética.

Si para el común de los ciudadanos la muerte es sólo “una hipótesis existencial” (Torralba), que se manifiesta en una huída permanente de la misma -una novedad en la cultura occidental- llega el momento de la verdad cuando los murientes apartados de la vida social y aún de la vida doméstica se enfrentan a su agonía, con sólo a su favor en estos tiempos del reconocimiento de la autonomía, de su nueva consideración como sujeto moral, no pasivo, que ha revolucionado, por cierto, los roles sanitarios tradicionales.

HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA MUERTE. ÁMBITO ÉTICO
Transcurría el mes de agosto de 1968 cuando la Facultad de Medicina de Harvard publica su primer informe sobre la definición de la muerte. Sus criterios de la muerte encefálica van a hacerse célebres con gran rapidez, y su difusión por el mundo promueve la aparición de nuevos y diferentes códigos morales.

El motivo de esta repercusión universal evoluciona paralelamente a los avances de la biología y la tecnología médica de los últimos años (resucitación, soportes vitales intensivos) y a la necesidad consiguiente de una definición de la muerte, cual coma irreversible o muerte encefálica, que permitan obtener órganos para trasplantes, y así evitar la carga que suponen estos enfermos irrecuperables a las familias, a los hospitales y Estados.

El informe inicial fue repetidamente retocado (criterios de Minnesota y Código Británico), y se pasó del fallo de la corteza cerebral, al del tronco encefálico y al diagnóstico de la muerte cerebral total.

Se depreciaron los criterios tradicionales de muerte por paro cardio-respiratorio, a favor de estimaciones de irreversibilidad encefálica, primero funcionales y, después, estructurales, más contundentes: la destrucción o el infarto masivo del cerebro (corteza, encéfalo y tronco cerebral).

El concepto de la muerte natural -fallo cardiorrespiratorio- que había prevalecido desde los antiguos griegos casi hasta nuestros días como una construcción cultural precisa, a mediados del siglo pasado sufre un vuelco total que va a exigir su absoluta remodelación. Ya no era el corazón el ultimum moriens, sino el cerebro, el que determina la dinámica del cuerpo humano, el verdadero “órgano del alma” (Laín), aquél cuya exclusión da lugar a la muerte.

Pero esta tesis, o definición última, por más que garantice la irreversibilidad del proceso y la ausencia de vida humana, origina graves incertidumbres de ética médica, antropológicas y jurídicas. Como afirma E. Bonete, hay que poner límites a esta definición de muerte, de Harvard. Advierte con Jonas, un filósofo alemán heideggeriano, la urgencia de una crítica severa que frene la mentalidad utilitarista, pragmática, que tal definición implica.

Al mantener activo, de modo artificial, un cuerpo cerebralmente muerto, lo convertimos en una especie de “banco de órganos” y, con límites morales dudosos los hospitales pueden beneficiarse de tal situación (experimentos médicos, control de nuevos fármacos, novedosas cirugías).

Jonas señala que “no es correcto prolongar artificialmente la vida de un cuerpo sin cerebro”, y ésta debe ser la primera obligación moral de un médico; y afina más: “no se necesita una nueva definición de la muerte, sino una revisión sobre cuál es el deber del médico ante un muerto cerebral”, y corresponde al principio ético de que toda persona tiene derecho a que se le deje morir y a no ser utilizado su cuerpo como una cosa, a favor de intereses ajenos, como propone la cultura pragmatista que nos domina.

Y ésta es, en definitiva, la grave perspectiva a la que debemos enfrentarnos: sociedades actuales y expertos en Bioética, incluso algunos teólogos católicos, que admiten ya esas razones utilitaristas (tal como las propuestas extensivas de P. Singer) y explican su generalización.

Sabemos que la línea entre la vida y la muerte es indecisa y hoy difícilmente determinable. La muerte es un hecho puntual, un proceso secuencial de actos declinantes varios, y saber en que momento preciso es lícito extraer órganos de un moribundo resulta problemático. Una cosa es, dice E.Bonete, la viabilidad técnica del trasplante y, otra, su licitud. Así pues, “la tanatología debe definir la respuesta que garantiza y salvaguarda la dignidad de la persona que está en el trance de morir, principio ético fundamental que ha de inspirar la praxis médica”. Hay que evitar por todos los medios y en toda ocasión ese deslizamiento conceptual de convertir en bueno lo útil, lo pragmático en progreso, que nos lleva a pesadillas inesperadas y, en ocasiones, monstruosas. E incidir en la visión unificadora del ser humano, en el “todo corporal”, “en el cerebro unido al propio cuerpo -con su rostro- que sólo puede ser el cerebro de este cuerpo y de ningún otro” (no resto, ni despojo vegetal).

Desde el punto de vista médico debe haber unos criterios diagnósticos objetivos y unas pruebas confirmatorias específicas que determinen la la irreversibilidad de (todas) las funciones encefálicas, amén del cese irreparable cardiorrespiratorio, y consecuentemente de lo que entendemos por muerte.

Seguimos, simplificando mucho y que se nos perdone tal licencia, a C. Machado en sus formulaciones de muerte según actuales criterios neurológicos en tres tipos:
A.Afectación de todo el encéfalo. Se refiere “al cese irreversible de las actividades del tronco encefálico, cerebelo y ambos hemisferios”. Un diagnóstico clínico apoyado en una etiología precisa (descartando encefalopatías aparentes o transitorias: hipotermias, fármacos depresores), una sintomatología de completo cese de las funciones tronco-encefálicas y cerebrales(coma profundo, ausencia de movimientos y de respiración espontáneos, pupilas arreactivas); exploraciones instrumentales confirmatorias, que evalúan la función neuronal (EEG, y otras) y las que valoran el flujo sanguíneo cerebral (Angiografías, tomografías,..).
B.Criterios de muerte del tronco encefálico. Lesión intracraneal conocida, ausencia de movimientos espontáneos, apnea de 4 minutos, ausencia de reflejos troncoencefálicos, etc...
C.Criterios de muerte de la neocorteza cerebral. Pérdida irreversible de la conciencia y de las funciones cognitivas.

No nos detenemos en estos aspectos que los médicos conocen y deben tener muy presentes y actualizados. En estas páginas nos interesan más las cuestiones éticas que se derivan de tales conocimientos. E insistir, repetimos, en una visión unificadora del ser humano, en el “todo corporal”, en el cerebro unido al propio cuerpo. En una palabra: manifestar la superioridad de la realidad corporal sobre el cerebro (en la muerte encefálica) que bajo disfraces altruistas y compasivos favorecen a terceros (familiares, otros enfermos, hospitales). Necesidad, pues, de una definición de la muerte al alcance práctico de los médicos que ampare, con responsabilidad razonada, la extracción de órganos para trasplantes.

Es el camino y es el ejemplo a seguir desde la salvaguarda de la Bioética y los Comités tanato-éticos de los hospitales que además de médicos -se acabó un paternalismo mal entendido- dispondrán de filósofos, sociólogos, antropólogos, gestores del control comunitario, en el obligado marco de una ética de la responsabilidad.

CUIDADOS PALIATIVOS
La exigencia de los cuidados paliativos debidos ocupa un importante lugar en la actualidad médico-sanitaria y social y constituye una auténtica novedad en la Medicina de Occidente. Se reclama para los moribundos una asistencia delicada, un máximo respeto a su existencia individual, a la sacralidad de su vida, atención que si había emanado de las Ordenes Religiosas y de la enfermería en general (recuérdese a la pionera Nothingale, y las éticas feministas), sigue representando a los ojos del mundo una oferta ejemplar de excelencia moral y humana ayuda.

Hoy con la tecnomedicina, con las medidas técnicas y sanitarias que prolongan la vida de modo inimaginable, la multiplicación de los enfermos críticos, ancianos o no, sobre todo de los mantenidos de modo artificial, han originado la necesidad de esta especialidad médica que si ya estaba en el Juramento Hipocrático y en las exigencias cristianas de las Obras de misericordia (y en la ejemplaridad evangélica del buen samaritano), ahora abarca y exige mucho más; por de pronto la reeducación específica del personal sanitario, la tanatomedicina, tanto la virtuosidad científica como moral: el requerimiento ético que corresponde a la Bioética, aplicada al tramo final de la vida humana (así, de modo ejemplar, en el trasplante de órganos).

“Nuestra cultura debe cambiar sus actitudes ante la muerte, que sin negar su carácter traumático debería ser asumida con más naturalidad, ya que forma parte integrante de la vida. Más que una educación tanatológica, en el sentido formal, sería necesario una educación que esté presente con naturalidad en la vida comunitaria, comenzando por la familia, y la escuela” ¿Por qué esa huída, esa negación de la muerte llegada la secuencia de un deterioro natural imparable?

Incluso el médico, en tal situación, aunque signifique su fracaso profesional debe admitir la finitud del paciente y lejos de pretender, inútilmente, prolongar esa vida última, ha de procurar su alivio y alejar todo sufrimiento al paciente, sin malgastar tiempo, costes y recursos.

Su objetivo máximo es entonces (como dispone la OMS) obtener la mayor calidad de vida para el muriente y sus familiares, atender sus problemas psicofísicos, sociales y aún espirituales.

La buena asistencia, seguimos con Amor Pan, supone, en resumen:
a)Control de los síntomas físicos. Sobre todo, del dolor.
b)Apoyo emocional y comunicativo. Confianza en que se le atenderá hasta el último momento.
c)Respeto a la autonomía del paciente. Informarle de su situación.
d)Se cuidará a la familia: necesario apoyo vital, psíquico y socio-económico.

En una palabra, se debe garantizar la calidad de vida (el manido tema de nuestro tiempo), bien sea en el domicilio, en centros especializados o en los hospitales, dónde se requieren unidades propias para moribundos, con cuidados de higiene personal (de piel y mucosas, manejo de excretas) de un circunstancial confort meramente humano, y tratamientos medicamentosos y psicoterápicos; cercana la familia y las atenciones espirituales. Un soporte básico, atendiendo al principio de proporcionalidad, de medios adecuados; una dedicación sanitaria personalizada, bien informada, participativa, realizada por profesionales competentes. Derecho a la esperanza y al respeto, a la proximidad de los parientes e íntimos, a sus creencias y a morir en paz.

Se acentúa así la necesidad humana de los cuidados que deben ser máximos, mientras se vuelven mínimas las terapias y de no confundir la dignidad con la calidad de vida. Cabe entonces la disposición favorable a elaborar la propia muerte, un acomodo para morir con serenidad. Pues no se trata ya de curar sino de cuidar y aliviar (son enfermos incurables, no “incuidables”). Es la hora de estar al lado o junto al enfermo, de una presencia activa. Esta será la muerte plácida, finalmente aceptada: el dolor controlado y la agonía acompañada; y, si fuera posible, en el hogar, cerca de los seres queridos.

Precísanse cambios en el aprendizaje médico, olvidado en la Universidad, sobre técnicas de comunicación, de empatía, de acercamiento físico y emocional al enfermo y a los familiares, y a propósito del manejo y tratamiento del dolor, imprescindible en estas situaciones, del uso de las sedaciones no inhabilitantes, y de los analgésicos, ansiolíticos y antidepresivos; de combatir el delirio y reducir la disnea. Evitarle la soledad, y que los pacientes mantengan su personalidad, su valía, su importancia, su autoestima: que no se sientan nunca abandonados por el equipo sanitario, y por los amigos y familiares.

En resumen: Las curas paliativas que, en cierto modo, son una novedad en la Medicina, una particularidad de la asistencia a los moribundos, asumen -una vez conocido el fracaso tecnológico- el cuidado humano del enfermo: su identidad biográfica, el condicionamiento socio-comunitario, institucional y sanitario, y su espacio íntimo. Pretenden recomponer, a ser posible, las circunstancias vitales más íntimas del enfermo y hasta cierto ámbito convivencial. Al mantener o recuperar las ansias de vivir se convierten en el mejor remedio contra un lejano interés por la eutanasia letal. Y en el caso de los creyentes, les proporciona la ayuda de asistentes espirituales -los sacerdotes- (y de existir, la Pastoral sanitaria de acompañamiento).

Es preciso que todas las Comunidades Autónomas se tomen muy en serio un Plan de Cuidados Paliativos, a desarrollar con la mayor urgencia, y de modo generoso y expansivo. Se trata de la mayor asignatura pendiente de la Sanidad Española.

EUTANASIA
Parece ser que, últimamente, el interés académico por la eutanasia se reduce, “a falta de nuevos argumentos,” y a que las curas paliativas resuelven la mayoría de los casos conflictivos; quizá sean ya más problemas jurídicos los que se avecinan, los derivados de su posible legalización: que por la pretendida resolución de unos pocos casos muy complicados se abra la mano legal a la eutanasia en situaciones sencillas de solucionar; que se vaya hacia una legalización permisiva, no prioritaria, que causará inmediatas y destructivas repercusiones sociales, y de modo irreversible (la llamada “pendiente resbaladiza”, del ejemplo holandés).

Etimológicamente, eutanasia equivale a buena muerte, pero hoy, en la sociedad moderna, tiende a identificarse con la muerte del enfermo terminal provocada a voluntad mediante la administración de fármacos letales, o por omisión de los cuidados debidos. Si nos atenemos al campo de las intenciones: procura “poner punto final a una vida, o acelerar la muerte de una persona” (R. Lucas). Atendiendo a los métodos: lleva a la muerte con sustancias mortales (literariamente, el soñado barril de opio), o a la omisión de los tratamientos pertinentes.

Esta eutanasia activa, que intencionadamente acorta la vida y adelanta la muerte, es la única que suscita el debate. Ya desde su definición, todo un eufemismo confundidor pues abarca el encarnizamiento terapéutico y la prolongación injustificada de la agonía, identifica eutanasia con muerte digna (en qué consiste esa polisémica y discutida dignidad, inmoral e ilícita si es voluntariamente mortífera, es una difícil cuestión).

Nada pues de eutanasia como muerte dulce, buena o misericordiosa si, aún provocada, es dolorosa, cruenta y hasta aborrecible. Basta recordar casos recientes, muy difundidos por la prensa, de suicidios asistidos que tuvieron un final horrible (y que los periodistas partícipes ocultaron). Una solución que se pretende fácil y compasiva y sólo es egoísta e hipócrita y, de ordinario, ni libre ni autodeterminada.

Si nos referimos a otro tipo de ayudas para morir, pasivas -encuadradas bajo los principios del doble efecto- es decir, medidas no desproporcionadas de terapéutica, lo correcto es no hablar ya de eutanasia -para evitar equívocos- y sí de muerte asistida; digamos que frente a la eutanasia debemos disponer con preferencia de los Cuidados Paliativos, “la mano sanitaria” que prodiga el acompañamiento, la solidaridad y los analgésicos o la sedación paliativa, si fuere preciso. Propongamos una cultura de vida, una civilización a favor de la persona, por la protección de los más débiles y de los más enfermos.

La eutanasia aunque penalizada por la mayoría de las naciones como ayuda al suicidio (en España, por el momento, artículo 143 del Código Penal) aún siendo solicitada de modo voluntario y como si fuera un correcto acto de gracia pedido por el moribundo, y así permitida en Holanda, Bélgica, Suiza (y aún por teólogos católicos disidentes) es, reiteramos, absolutamente cuestionable, por más que se apoye en la entrega y la auto-responsabilidad del enfermo.

Esta vía media de decisión tampoco es justificable teológicamente (y más si recordamos que un tercio de los casos de eutanasia en Holanda, se llevaron a cabo sin consentimiento personal y familiar. Y la voluntariedad, también para Küng, es imprescindible). Mejor será encuadrar estas situaciones abstrusas en la llamada muerte asistida, bajo los pertinentes cuidados paliativos médico-sanitarios; es bien sabido que los moribundos así confortados no solicitan la eutanasia.

Concluyamos: que la eutanasia, aquí todavía ilícita, no sea vista como un recurso natural y recomendable sin más, para librarnos de las incomodidades del sufrimiento (evitable técnicamente). Sería una inaceptable violación de la dignidad humana, pues nadie puede autorizar la muerte de un ser humano y a ninguna autoridad cabe el imponerla o permitirla. Modo de evitarlo: humanizar las circunstancias de la muerte en nuestra sociedad: revalorizar la relación médico-paciente, el acompañamiento, la amistad con el moribundo.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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