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El agridulce laberinto de la muerte (I)

martes, 12 de agosto de 2008
ANOTACIONES DE UN MÉDICO EN TORNO AL AGRIDULCE LABERINTO DE LA MUERTE

Yo comprendo; he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto!
Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Ángel González


“Ven muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
pues el placer de morir
no me vaya a dar la vida”
Santa Teresa



INTRODUCCIÓN
El filósofo Eugenio Trías publicó el 19 de diciembre del 2006, en el diario “El Mundo”, una Tribuna Libre titulada “Preludio de Navidad”, incisiva y estimulante. Refería en ella cómo en una cena con amigos y familiares, para evitar el tedio de una conversación de política coyuntural interrogó a unos y otros sobre sus creencias relativas a lo que sucede tras la muerte: ¿es la muerte el fin definitivo de nuestra vida? ¿o es el inicio de una vida diferente?

A la inicial extrañeza de los asistentes, concernidos todos e intimidados no pocos, siguieron opiniones y comentarios: desde el final absoluto de la existencia para unos, hasta la creencia de otros en formas de sobrevivencia, en términos de reencarnación, de fusión con la energía cósmica o de resurrección de la carne, en parámetros escatológicos. Y transcurrió la cena entre argumentos más o menos científicos y la mención de pasajes de las Escrituras, mayormente del Nuevo Testamento.

Era el tiempo de Navidad, de fechas previas al nacimiento de Jesús, días de renovaciones y epifanías, y Trías -la música como materia revelada- citaba a Franz Liszt: “La tumba es quizás la cuna de una vida futura”; y más: “Nuestras vidas son preludios de una desconocida canción cuya primera nota es la muerte”. Mientras, proseguían las disquisiciones sobre el tema que tanto debería importar, por mucho que desconcierte, y añadía, líneas después: “El problema de Dios constituye una inferencia de la cuestión existencialmente más acuciante, relativa a la posible forma de vida que puede postularse tras la muerte, en la modalidad oriental, cristiana, judía o islámica. O, por el contrario, a la extinción de la vida personal en una Nada absoluta sin remisión”.
Lo más curioso es que esta propuesta amistosa y familiar, una vez publicada, le pareció a algún periodista, peligrosa: “la vida no está asentada en el vacío, y las dudas metafísicas provocadas pueden acabar por quebrar el sentido de nuestra existencia, y sería locura y excentricidad cuestionar valores que nos parecen obvios”. Pero lo que sucede en la muerte y después no es tema gratuito sino decisivo para el sentido de nuestras vidas, por más que aquí surgiera en el doméstico escenario de una celebración familiar.
Advertimos, por creencia tradicional o simple erudición de enciclopedia, que si la mente o el alma existen con cierta independencia del cuerpo, nada nos obliga a pensar que tengan que desaparecer con la muerte del mismo, o que después de un tiempo se diluyan o dispersen. Que creer en la vida después de la muerte, “no es muestra de obscurantismo, superstición o pensamiento mítico.” Es algo más que postular una idea. Y en esta línea nos atrevemos a recoger la invitación, que estimamos generosa por parte de Trías, y a proseguir con comentarios médicos y generales sobre realidades (y aproximaciones fragmentarias) en torno a la muerte.

Es, quizá, el momento de atrevernos a mencionar la vida eterna o la resurrección de los cristianos (y de las religiones monoteístas de salvación) a partir de una mediación religiosa. De profundizar un paso más, y pasar de la evidencia de la muerte, el cadáver, hacia la percepción de la inmortalidad, de la destrucción del cuerpo hacia la emergencia de lo nuevo: la supuesta y deseada superación del límite. La ocasión para advertir que la inmortalidad no es absurda, que cabe intuirla como promesa factible en el horizonte de la vida humana. Hora de sopesar el ansia personal (y colectiva) de inmortalidad dentro de un contexto religioso o de la solidaridad cósmica, junto a la insuperable indeterminación de lo emergente, el “algo nuevo” del futuro eterno (Laín, Torres Queiruga).
Válganos -algo más que una metáfora- la simiente como promesa del árbol de la vida eterna. Si “la muerte es total parece desaparecer todo soporte intrínseco para una posible continuidad. Si del que muere no queda nada ¿quién resucita? Sin continuidad ontológica es difícil explicarlo. Lo que pueda aparecer más allá del abismo de la muerte, será un doble del que ha vivido o su copia clónica, pero no él mismo (Arregui).
Reconozcamos que si el pensamiento moderno ya no parte de la división cuerpo-alma, al no haber un soporte, un mediador, los teólogos de hoy pretenden superar ese abismo en una teoría de la resurrección como una re-creación, “un obrar y un haberse del Creador respecto de su criatura” (K. Barth). Digamos que una continuidad en la acción de Dios.

Hasta hace poco nos apoyábamos en el alma tradicional. En las nuevas teorías emergentistas el paso hacia algo nuevo futuro, e inmortal, es un salto adelante, el presentimiento de la realidad del citado y fructificado árbol de vida eterna a partir de la semilla.
Dejemos, pues, a un lado el aniquilacionismo que Heidegger matizaba en la posibilidad del no ser, de la nada; o si en el hombre es posible lo eterno y por tanto lo inmortal que Laín Entralgo desentraña a partir de Kant, Scheler y Jaspers, como algo problemático pero no absurdo; o, por fin, el mentado resurreccionismo: “aunque la esperanza en la inmortalidad sea muy firme, nunca podrá ser objeto de evidencia, siempre tendrá su fundamento en una creencia, a la postre religiosa”. Cristianamente concebida, la resurrección del hombre que muere tiene como término “una vida perdurable”. Hecho radicalmente misterioso, suprarracional.

Doctrinas a parte, del alma separada o más bien de la muerte total, hay un ansia universal, inherente a la naturaleza humana, al que pueden acompañar la afirmación y la esperanza, sobre el general anhelo de una vida transmortal. Se dice que el hombre es el único ser que sueña con la inmortalidad, y ese explícito afán “encuentra siempre el mejor caldo de cultivo en la comunión abarcante del contexto religioso o de la solidaridad cósmica humana”.

Y terminamos esta brevísima reseña señalando que no hay porque devaluar el sueño de la vida eterna, ni siquiera deconstruir la muerte como pretenden las sociedades modernas. Pensaremos, con H. Küng, en la transformación del hombre entero, de nuevo creado y resurrecto por obra del espíritu vivificante de Dios. Los cristianos confían esperanzados en las palabras de Jesús en el Evangelio: “El que cree en mi tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día.” Juan 6: 40.

A nosotros, en el trabajo que ahora iniciamos, más que de la pervivencia ultra-mortem (ajenos a experiencias esotéricas extrañas, viajes astrales, salidas lúcidas del cuerpo, crionización, tan comunes en este comienzo del siglo XXI), nos interesan las realidades más próximas e indiscutidas del dolor, el sufrimiento y la muerte que forman parte ineludible de nuestras vidas, aunque tal preocupación resulte hoy fuera de moda, o parezca indagación innecesaria para la conducta pseudoortodoxa del posmodernismo que bien intenta ocultarlas. Procuraremos sólo algún comentario, ya que su intelección es frustrante la mayoría de las veces.

La rememoración de la muerte cabe situarla, si nos place, en la enigmática Prehistoria, pero ya en la pagana Roma se recordaba con reiteración a los legionarios -cuando regresaban victoriosos- su precariedad existencial, antes pues de la implantación de la cultura judeo-cristiana, y mucho antes de que los monjes cartujos se saludaran en su cotidianeidad monasterial con el rutinario “memento mori.”

Con alguna mención a la Edad Media y al Renacimiento, nos acercaremos a diversos aspectos sociológicos, filosóficos y médicos del hombre ante la muerte. Por último, pues no hay buen libro que omita esta cuestión, recordaremos a grandes escritores, clásicos o contemporáneos, que han tratado en sus obras la muerte, con profundidad (mayor que la descrita por los propios galenos).
Tome con paciencia el posible lector este intento de actualizar cuestión tan compleja y dura, de aclarar conceptos, suavizar polémicas y de aproximarnos ética y sanitariamente a los moribundos, en el espacio de un ensayo que como “experiencia conducida” nos ayude a resolver las propias dudas y, en todo momento, aliviar a quién lo necesite.

Así pues, más que a meditar, que sería lo correcto (la sabia cultura de la meditatio mortis), trataremos de probar y ensayar, a propósito de estas secuencias arduas y doloridas del final de la vida, cuya realidad las sociedades actuales tratan de escamotear bajo el manto de la trivializante y deshumanizada modernidad.

Y que Dios nos ayude.


EN GALICIA
Me encuentro en la villa de Mondariz (provincia de Pontevedra), a dónde acudo con frecuencia, y hojeando libros tropiezo con un prologal texto del inolvidable Castroviejo que me acerca a lo que he comenzado a pergeñar: “En nuestro acontecer no olvidemos que para el gallego el mundo de la muerte penetra por todas las partes de la vida real. De aquí el sentido profundo y sobrenatural otorgado a los hechos y circunstancias al parecer más insignificantes o efímeros. Ruidos, luces, el sonido de una voz rara adquiere ante sus ojos proporciones extrañas, signos premonitorios o de advertencia. Nadie muere sin haber sido prevenido. Todo consistirá en saber interpretar el aviso”.

Y proseguía don José María: “Existen indicaciones para la muerte en el pensamiento de nuestra raza. La tan traída y llevada saudade es una de las derivaciones más claras: forma poética del instinto de la muerte o, en palabras precisas del recordado profesor Nóvoa Santos, el deseo de transfundizarse en la tierra, de morir con la luz, de anularse en el seno de la muerte. Por no hablar de la morriña que es un sucedáneo de la misma. Como un pequeño morir de todos los días expresado en el temor de la soledad”.

Al día de hoy, quizás resulte excesiva esa familiaridad y que la muerte constituya para la mayoría de los paisanos algo más que una lejana preocupación, o que conforme la urdimbre de su existir, pero sí se nos puede conceder dentro de tal menor y amortiguado tono, el afán constante por un temido más allá, y que desde el siglo XIX, cuando menos, se refleja en la cultura tradicional de cuidado de tumbas y cementerios, y en la asistencia masiva, hoy mismo, a los entierros locales, que no son sólo acostumbrado lugar de social encuentro sino expresión de seria atención a los muertos. Persisten los velatorios, comprometidos o maliciosamente pintorescos, y los duelos, y sentidos rituales fúnebres, a la vez que las promesas por cumplir, los interminables rosarios, los banquetes (cada vez menos), prolongadas devociones familiares (habitaciones intocadas, fotos y objetos del difunto), lutos inacabables (ya pocos).
Los vecinos acuden a velar el muerto en su domicilio, como obligación ineludible, casi un deber sagrado. Duelos y lutos siguen siendo rituales públicos en el fallecimiento de un familiar o amigo, costumbre persistente en el imaginario colectivo, acontecimiento social de solidaridad compartida, compasivamente sentida. En los últimos años la muerte ocurrida en el hospital y el traslado del cadáver a los tanatorios han reducido, sin duda, los hechos antes comentados. Pero la muerte de un convecino en el ámbito rural nunca pasa inadvertida, hace entender la vida a los demás y presentir el propio tránsito de un modo simple, natural, apenas atemorizante: como el anticipo más certero de su personal contingencia. Llorar a los muertos no es allí, todavía, costumbre vulgar, enfermiza o de mala educación, a esconder, como sucede ya en la ciudad. El dolor es compartido, la ceremonia fúnebre pública y conmovida, huye -salvo anacrónicas ironías- de banalidades. Son emotivas las exequias religiosas, no falta la misa corpore in sepulto, el agua bendita y el laurel (signo de la inmortalidad), y tampoco se acepta el rápido olvido del difunto (“somos con ellos, y gracias a ellos”), lo que hace perseverar en el luto.

LA SANTA COMPAÑA
Sin cambiar demasiado las circunstancias de los acontecimientos antes descritos, nos situamos a mediados del siglo pasado cuando por aquellas aldeas gallegas se creía (y aún hoy se cree) y se temía (y se teme hoy) en la reaparición de las ánimas en procesional cortejo: la Santa Compaña. Creencia supersticiosa o fantasía inconsciente colectiva que amedrentaba (o aterroriza) en el anochecer a los vecinos, los cuales perciben en la lejanía multitud de luces que pausadamente se mueven sin dirección fija, tal un macabro desfile.

Motivos hay, en efecto, nos decía el doctor Rof Carballo, para una tan grande confusión, porque quiénes llevan aquellas luces son almas en pena que después de haber entrado en la iglesia, de dónde toman la cruz, empiezan a vagar por los contornos, de crucero en crucero, y se apoderan de las personas con las que tropiezan en los caminos, obligándolas a compartir la procesión.

“Este es el núcleo fundamental de la creencia en la Santa Compaña. En primer término, la posibilidad de que a partir de la hora en que anochece el hombre puede toparse con unas sombras, que la piadosa intención cristiana de nuestros campesinos toma por “almas en pena”. Adaptación probable de una antigua creencia -antes de la cristianización de Galicia- que parece de origen céltico o germánico. Quedan todavía vestigios entre nuestros lugareños de este miedo supersticioso a los muertos, hoy generalmente transformado en un hacerse cargo de la realidad de la muerte, en una vivencia dolorosa pero más asequible, y todavía religiosa”.

No es preciso insistir en el sincretismo de prácticas religiosas y mitos paganos en los pueblos primitivos gallegos y, en concreto, en la obsesión e inquietud por los muertos: una verdadera tanatolatría, de raigambre celta. Una derivada cristiana de tales inclinaciones corresponde a la devoción por las ánimas del purgatorio (decía doña Emilia Pardo Bazán que Galicia era el país de las Benditas Animas), y así era, y así es: todavía quedan arcaicos monumentos a las mismas, los”petos de ánimas”, por encrucijadas y caminos -si uno se fija- dónde se ve a la Virgen del Carmen rescatando “almas” de las llamas rojoazuladas, ya descoloridas por la lluvia de los años.

Tal vez interese resaltar aquí, breve inciso, que en la Edad Media los cuerpos de los moribundos importaban poco, quedaban al amparo de la Iglesia que los amontonaba en fosas comunes en los atrios adyacentes al templo, eso sí en tierra sagrada, pues eran entonces las almas las que requerían toda la atención.

Es a partir del siglo XVIII cuando interesan en mayor grado los enterramientos individuales (también en sagrado), cuando se multiplican las lápidas, las sepulturas, los monumentos funerarios, cuando importan las inscripciones, y el cuidado, de tumbas y cementerios. Y en Galicia, todavía, sobresale esta dedicación periódica de flores y adornos, al menos el Día de Difuntos, de los familiares a los restos de los allegados que allí reposan. Pero no dejan de preocupar las almas: en los testamentos aún figuran las mandas de misas que los herederos están obligados a rendir por la salvación de sus almas, o la donación de limosnas o legados a tal o cual santo, o a Instituciones Religiosas, por el mismo motivo.

Y volviendo al tema inicial, es la ocasión de precisar, con Rof, que la Santa Compaña no es una mera superstición sino que tiene un significado trascendente. Tras el ropaje cristianizado del culto a las ánimas del Purgatorio tenemos aquí un profundo arquetipo del subconsciente colectivo: la personificación plural y procesional de las formas misteriosas de la Tierra Madre, las cuales una vez cumplida la vida, reclaman la reincorporación del hombre a la procesión cósmica (“Mito e realidade da Terra Nai”. Ed. Galaxia. Vigo).

LO QUE QUEDA DEL “PLANTO” EN EL DUELO FUNEBRE GALLEGO
Aunque resulte una manifestación anacrónica y tangencial al tema que nos ocupa, no deja de tener en alguna ocasión una cierta implicación médica: así en los llamados lutos patológicos que tan bien expuso Freud, y que todavía pueden reconocerse hoy como claras depresiones.

Debemos reconocer, sin embargo, que apenas se mantienen los caracteres tradicionales del “planto” gallego en los duelos fúnebres, cuyos orígenes nos retrotraen a épocas medievales. Si acaso nos quedan formas residuales del mismo: exclamaciones de queja, lamentos repetidos, llantos y gestos de dolor.

Bástenos como típica muestra de planto, la recogida por don José Filgueira Valverde -experto en la materia y a quién seguimos- en Salcedo, cerca de Pontevedra, a mediados del siglo pasado:

“¡Ay miña aboa (mi abuela)¡ ¡Ay miña aboa! ¡Ay miña aboíña da y-alma!, ¡Ay, que te levan a enterrar é non me levan contigo! ¡Ay, e deixasme soia¡, ¡Meu espello!, ¡Que non me podo mirar en ti!, ¿Quén vai a mirar por min?, ¡Que me deixas soia…! ¡Levádame a enterrar con éla! ¡Miña aboa! ¡Miña aboa!! ¡¡¡Miña aboa!!!

Hay que advertir la auténtica emotividad del planto familiar y aún la conmoción de los propios vecinos, frente a la retórica falsa y los excesos de las “planxideiras” -plañideras- profesionales.

Antecedentes de este plañir pueden buscarse -a mucha distancia- en los ritmos y cánticos acogidos en la literatura popular, bien sea en las áreas folclóricas, bien en la poesía culta medieval, y cuyos ejemplos más preclaros han sobrevivido en los Cancioneros. Todo ello heredado del culto mortuorio de los pueblos primitivos, de adaptaciones del rito funerario romano y de otras culturas que llevaron, en ciertas épocas a desaforadas exageraciones que la Iglesia Católica tuvo que prohibir, llegando a calificar los plantos como rituales de gentiles, alejados de la alegre esperanza de las exequias cristianas. Diversas Ordenanzas Reales y leyes, así en las Partidas, y en diferentes Concilios episcopales, prohibieron los excesivos duelos con multas y otras graves amenazas.

A pesar de tantas y tan rotundas prohibiciones, los plantos y sus ejecutoras habituales, las plañideras, han persistido sorprendentemente casi hasta nuestros días, si bien ya no hay golpes de pecho, sangrientos arañazos en la cara, tirones del cabello, balanceos, vestidos desgarrados, gritos desmedidos, cual sucedían a lo largo del camino desde la casa del fallecido hasta el cementerio. Y así ocurría, paradigmáticamente, a la muerte de reyes, reinas y nobles caballeros, cuando al lado de banderas, estandartes y trofeos de guerra se movían las endecheras con sus cantos y recitando romances sobre las virtudes y hazañas del muerto.

“El 'pranto' popular tiene dentro de su curso rítmico un carácter, por así decirlo, oratorio: culmina en el momento de la salida del cadáver y puede repetirse en determinados lugares del trayecto, el “planctus” latino que recoge una temática de epigrafía y canto elegíaco, cuaja en torno a la forma de himno porque es esencialmente un “conductus” para entonar en la conducción del cadáver… Es el tipo musical y métrico del conducto eclesiástico el que conformará el “planto” literario, trovadoresco, destinado a ser cantado en una Corte o ante un auditorio señorial”.

Así pues, se producen lamentaciones bíblicas, retórica fúnebre: invitación al llanto, elogio del muerto, letánicas oraciones por su alma. Podríamos remontarnos a Odoario de Lugo, en el siglo VIII, o a los posteriores cantables de San Dámaso y San Eugenio, pero bástenos mencionar aquí a los Cancioneros de los siglos XII y XIII, cuatro de cuyos “plantos” gallego-portugueses fueron obra del célebre paisano Pero da Ponte (que, por cierto, cantó en la Corte la muerte de la reina Doña Beatriz de Suavia y la del propio San Fernando).

Y hay un planto que no puedo dejar de mencionar: el que se pone en boca de Alfonso VI al recibir la noticia de la dramática muerte de su único hijo, el infante don Sancho, en la batalla de Uclés (1108) y que Murguía señalaba como escrito en gallego puro: Ay meu fillo (varias veces repetido), alegría de mi corazón, e lume dos meus ollos, solaz da miña vellez. Ay meu espello, en que yo me soía ver, e con quen tomaba muy gran plazer. Ay, meu heredero mayor. Caballeros, hu me lo dexastes, dadme meu fillo, Condes”.

Frases gallegas del rey Alfonso VI, a comienzos del siglo XII, desde entonces obligado referente al hablar de los orígenes literarios del gallego. Sin embargo, lo que llama la atención es su semejanza sorprendente con los plantos actuales”, en el uso de los cuatro tópicos de la lírica y del habla afectiva gallega, lugares comunes inexcusables de las “choronas” de nuestros días en los plantos pontevedreses:
Alegría do meu corazón
Lume dos meus ollos (luz de mi ojos)
Solaz da miña vellez (solaz de mi vejez)
Meu espello (mi espejo).

Y volviendo a la actualidad, digamos que todavía permanecen en muchas comarcas célticas reminiscencias de aquellas ancestrales costumbres, y cómo no ha quedado en total olvido el uso del “facé-lo pranto” (hacer el planto).

A tal propósito, perdónenme que cite aquí una experiencia personal: siendo estudiante en Compostela, falleció mi abuela materna, en Mondariz -allá por los años cincuenta- y dentro del ámbito del dolor doméstico y familiar, a la hora precisa en que salía el féretro de la casa, mi abuelo Prudencio, hombre serio y de pocas palabras, sorprendentemente, ”hizo el planto”: entre sollozos y lamentaciones recordó el nombre de la abuela repetidas veces, alabó sus virtudes, invocó a Dios y a los Santos, se quejó de lo sólo que se quedaba, mientras los nietos y otros familiares salíamos con el cadáver y el cura nos recibía en la calle, rezando un emotivo responso.

Recuerdo también -por entonces- en una aldea próxima, el “planto” de una joven ante su madre muerta, y cuando echada de bruces sobre una ventana, a la salida de la fallecida del domicilio, se mesaba los cabellos, levantaba reiteradamente sus brazos y hacía ademanes de arrojarse sobre la caja mortuoria; recuerdo sus desgarrados gritos y sus adioses interminables mientras la comitiva fúnebre se desplazaba, con mucha prisa, tras la cruz alzada y a los sones de una campanilla que tocaba un menudo monaguillo.

Por último, reconociendo el arraigo popular de este género elegíaco, el planto, en la cultura gallega a lo largo de los siglos, tanto en la tradición cotidiana como en su aspecto literario (de poesía culta), señalemos que entre otros, Valle-Inclán, lo utilizaba de modo satírico, y lo introdujo en sus esperpentos, así como en crueles parodias teatrales (“La Rosa de Papel”, o en “La Cabeza del Bautista”).

Concluyamos: mientras hay quién piensa en desequilibrios de personalidad en estos acontecimientos que exigen cura psicológica, observamos todavía junto al serio espectáculo -edificante y público- de las exequias cristianas, a la vez irreverentes esbozos paródicos del planto, hoy mismo, en el escenario pagano del Carnaval, en Pontevedra.

EL DOCTOR NOVOA SANTOS Y EL INSTINTO DE LA MUERTE
Recogemos la anterior mención al ilustre profesor coruñés, el doctor Nóvoa Santos, aquel profesor dotado de la mayor excelencia en su época -primer tercio del siglo XX-, un hito nacional de la Medicina académica, amén de político, notorio orador y magistral ensayista, y que nos lleva de la mano aquí a su célebre ensayo “El instinto de la Muerte”, año 1926, del que dispongo, por suerte, de un ejemplar.

Y del eximio don Roberto, un agnóstico confeso, elegimos alguna de sus sustanciosas intuiciones: la necesidad psicológica de la muerte, su permanente enigma, la voluntad de morir del agonizante, el descanso de la inexistencia, el sosiego eterno, la muerte como cofre y tesoro de la vida, el imperio del sueño sin despertar.

Anotemos, como ejemplo, la fuerza de una de sus páginas:”Otra de las fuentes que alimenta el temor a la muerte, es la creencia de que nuestra extinción resulta físicamente dolorosa. Ningún dolor experimenta el hombre cuando un brusco accidente le nubla la consciencia, o cuando se consume en el lento y suave agotamiento de la vejez. Aún en el caso de que la agonía tenga la apariencia de una lucha aterradora, parece tratarse más bien de un cuadro engañoso que sobrecoge al espectador, pero que respeta a la víctima próxima a abatirse. Algunos de los que se han encontrado en trance de morir y luego volvieron a la plena posesión de la vida sana, han revelado que en la proximidad del momento decisivo se experimenta un indefinible sentimiento de bienestar, una ventura sin límites y una exaltación dulce y serena del espíritu.

Ni aún parece sufrir el hombre en la agonía más aparatosamente cruel. Las muecas de dolor, la inquietud, las contorsiones que sacuden el cuerpo, el extravío de la mirada, todo en suma lo que parece traducir un sufrimiento real del moribundo, son gestos que se desatan al margen de todo dolor, en virtud de mecanismos fisiológicos que no irrumpen en la conciencia, ya muerta, del agonizante. Trágica en la forma, pero mansa y dulce como una novia, nos recoge la muerte en la suave extinción del que se duerme para no despertar”.

Perdonen la larga pero precisa cita. Nóvoa Santos insiste en el ilusorio sentimiento de bienestar del moribundo, en el sol de la euforia, que no le abandonará hasta desvanecerse en el último suspiro. Una dulce alucinación del agonizante que le aparta el pensamiento del fin que se avecina. Y el amargo contraste, que hace constar, entre la ruina del cuerpo y las fantasiosas ilusiones de su espíritu.

“Ante la triada sobre la que culmina el temor a la muerte: dolor por lo que dejamos en esta vida, cobardía ante la perspectiva del póstumo sufrimiento y miedo ante lo desconocido e incognoscible de ultratumba, debemos conformar el corazón sino con la gentileza del morir leopardino, con la dulzura del naufragar en el Océano de lo Infinito”.

Afirma Nóvoa, con contundencia, que frente al temor de la muerte, existe otro sentimiento antagónico “el deseo y placer de morir”, la absoluta indiferencia ante la muerte que estará a nuestro alcance cuando sintamos a tiempo la saciedad de la vida, es decir, cuando cultivemos el instinto, hoy adormecido o reprimido, de la muerte (hastío de vivir, necesidad fisiológica de morir).

Uno de las más dilectos seguidores de Nóvoa Santos, sin duda, Domingo García Sabell, notable médico compostelano y también ensayista, publicó en 1996 un magnífico libro sobre el tema que venimos mentando: “Paseo alrededor de la muerte”, en el que confesaba su necesidad personal de aclararse sobre la extinción física de la criatura humana y, a la vez, advertía del vacío bibliográfico de tal circunstancia.

En el texto trata de rodear la muerte, de merodear por su entorno, pues la anihilación individual es, por si misma, impenetrable. Expone sus reservas: la regresión biológica que significa, su cruel negatividad antropológica, la ocultación social, lo problemático de su cuestión ética. Nos la presenta como un panorama difuso: el dinamismo de un proceso en marcha, una fuerza, una energía que nos mueve hacia el fin, hacia una deseada y dulce despedida.

En este suceso, nos dice, no se buscan soluciones lógicas, aclaraciones, sino defensas: “Tener una idea clara sobre la anihilación personal como realidad trascendente, como acontecer. Especificar su textura oculta es un alivio para la angustia existencial de todo meditador, una misión terapéutica: sosegar al autor, devolverle la paz de la virtualidad, la feroz potencialidad que la muerte condiciona”

Insiste don Domingo en que su misión es simple pedagogía de la doctrina heideggeriana (tras de Platón nos queda Heidegger, después de él “notas, sugerencias, galimatías divagatorios”) y que el filósofo alemán afirmó esto tan definitivo:”la muerte es la posibilidad más personal que hay en nosotros, por ser la menos conmutable”.

García Sabell reconociendo que el gran tabú del siglo XX ha sido la muerte, expone dos maneras de luchar contra ella: el aplazamiento, procurar su mayor retraso y la aceptación de la supervivencia del yo liberado del cuerpo, guardando su identidad, o su “anihilación pura y simple”.Y añade una hipótesis de espera “que el hombre sea absorbido por Dios”, en definitiva, un patrimonio espiritual virtualmente inacabable.

Nos resta quedarnos con el cadáver, una especie de conocimiento forense, e instancia inequívoca para entender un poco la muerte. Entretanto la gente, la sociedad, prefiere ocultarla y la enmascara mediante eufemismos, adulterándola, representándola, sin la experiencia debida (es inexperimentable, por definición).

DE REGRESO, EN MADRID
Tuve tiempo, en mi breve estancia mondarizana, para acudir a un par de entierros de apreciados convecinos, para caminar junto a ellos en medio de una comunidad doliente y compasiva, tras la cruz, en la dura subida al cementerio, mientras resonaba rítmico el triste doblar -el adiós definitivo- de las campanas. Ceremonia religiosa, comportamiento familiar compungido y discreto, llantos reprimidos.

Y es que también en Galicia se nota el declive del duelo fúnebre popular, sobre todos en las ciudades dónde a partir del fallecimiento de los enfermos en los hospitales, se realiza un rápido traslado del difunto a los tanatorios cercanos, en los que se trata de cobijarlo, haciéndolo casi invisible. Negándole así, salvo rituales religiosos mínimos, el legítimo y preceptivo duelo.

En las sociedades urbanas, apenas se entera uno del fallecimiento de un vecino de la misma casa, y de su vergonzante y privadísimo duelo. Circunstancia que podemos asimilar a la reciente tendencia a negar la muerte, como si cada uno de nosotros no fuera un ser finito, y los funerales sólo fuesen prácticas arcaicas o supersticiosas (Ariés). Así funciona el ya citado tabú de la muerte, que explica la inclinación creciente hacia la incineración, tal vez como rechazo a la vida transmortal y a la posterior obligación de los familiares a visitar las tumbas, más que por higiene sanitaria.

Pronto será el tiempo de reivindicar (nos tememos que sin éxito) el fallecimiento en el propio hogar, rodeado el moribundo de familiares, elaborando, construyendo, su personal muerte al amparo de la comunidad y la familia y, si fuere menester, del consuelo de la Iglesia (viático, extremaunción). Y no tardaremos en retomar el derecho a llorar a los allegados muertos.

Pensemos que el ceremonial del duelo, sea en la ciudad o en la aldea, no es una mera formalidad y que, en cierto sentido, anticipa la enigmática verdad del propio tránsito, como la contingencia personal más cierta y más segura, y que cuando un familiar se muere, algo nuestro se nos muere, y nos brinda una lección que a todos humaniza. Freud que estudió a fondo melancolías y duelos nos dejó dicho que éstos “recuperan la energía emotiva invertida en el objeto perdido, para reinvertarla en nuevos apegos”.

Y en la actualidad se insiste en que la prohibición del duelo y del luto favorece cierta patologías sociales (neurosis, depresiones) cada vez observadas con mayor frecuencia. Hasta el punto de percibirse ya cierta vuelta a los ritos tradicionales. Pero es frente a la citada tendencia a la ocultación de la muerte en el Occidente Europeo cómo se revela la singularidad mostrada por los Estados Unidos, dónde se cede a los muertos un espacio social para un adiós solemne y para su honra con inusitados ritos funerarios, que a nosotros incluso pueden parecernos pueriles o ridículos. Técnicas físico-químicas de conservación de los cuerpos, embalsamamientos, flores, música, atmósfera de serenidad y silencio. En los alrededores, es cierto, se mueve el desorbitado negocio de las pompas fúnebres y de los cementerios privados, de la publicidad y de las aseguradoras. Pero los tanatorios, regidos por expertos en la materia, disponen de suntuosos salones y apartados, de colores neutros, en los que con la mayor discreción reposan los cuerpos “cuasivivos” (Ariés), maquillados, casi bellos, a los que se atiende y despide sin patetismo ni tristeza aparente. Y sin recurrir a la incineración, la mayoría de las veces.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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