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De Caminos y Finisterres

jueves, 31 de julio de 2008
A primeros de agosto de 1998, mi mujer y yo, cruzamos los Pirineos por su parte central -desde Vielha- por una aduana fronteriza apenas perceptible. Nos adentramos en Francia, al inicio de la tarde, por valles abiertos y descansados, que mucho agradecimos después de atravesar tantas montañas y tan desmedidas. Nos habíamos propuesto aprovechar el viaje veraniego realizando una parte del Camino de Santiago a la inversa, hacia Centroeuropa, a sabiendas de desvirtuar la finalidad del Camino que es, por definición, Compostela y, por añadidura, el finisterre gallego; y a sabiendas de desnaturalizar la esencia andariega del mismo, al hacerlo en coche. Nos movía, en cualquier caso, cierto espíritu de adicción a la tradicional ruta peregrina que nos incitaba a visitar Moissac, Conques, Puy le Velay, Clermont Ferrand, Cluny, una mezcla de los Caminos Franceses, y a proseguir por el Camino Suizo, también jacobeo pero menos conocido, de Ginebra, Friburgo, y la variante de Spiez y, cruzando el Brunig, alcanzar la capilla de Saint Jacob, en Ennetmoos, dónde encontraríamos al Santo, y dónde, además, todo hay que decirlo, teníamos parientes que visitar. Era un deseado itinerario por hitos fundamentales en la historia de las peregrinaciones a Compostela, y en la cultura del románico.

Al atardecer estábamos en el monasterio de Moissac, gozando en su claustro -acariciado por el sol- de su armonía y de la filigrana de los capiteles, mientras el abad Durand ordenaba el paseo de los monjes y de los turistas.

Dejamos atrás su pórtico apocalíptico, ejemplo mayor de la escultura románica y nos dirigimos hacia Albi y, ya en plena noche, a Rodez, dónde teníamos reservada una habitación. Aunque conocíamos la situación del hotel en las afueras de su burgo medieval, nos equivocamos a la entrada de la ciudad y circulamos desatinados por los arrabales hasta que, con desánimo, nos detuvimos en un lateral de la calzada para considerar de nuevo el plano. Un coche que nos venía siguiendo se detuvo cerca, y una señora se acercó a la ventanilla y nos preguntó que a dónde nos dirigíamos. Al explicarle que al hotel Campanile, nos dijo que lo conocía, pero que estábamos lejos y nos sería complicado alcanzarlo con meras indicaciones, que ella misma nos llevaría, precediéndonos; que había corrido mucho por el mundo y conocía las angustias de los viajeros al desorientarse en una ciudad desconocida, y de noche. Y así lo hizo: volvió a su auto y ya en marcha, se puso delante de nosotros que alabamos, sorprendidos, la generosa disposición de la señora, de una edad indefinida -¿50, 70 años?-, parlanchina, abierta para los idiomas, dulce de cara y un incierto olor a colonia rancia, que con su pequeño Peugeot nos dirigía por el intrincado tráfico hasta que avistamos cercanas las luces del hotel, y fue al dirigirnos hacia él, en una rotonda, cuando la abuelita hizo un giro brusco a la derecha que nosotros seguimos, para enfrentarnos, de inmediato, con los faros de varios coches que se acercaban veloces y nos amedentraron con sus bocinas: ¡habíamos invadido una calle de dirección prohibida! Prestos nos desviamos al arcén, lo mismo que la dama de indeterminada edad y olor a resina, que se bajó de su vehículo y alzó su mano derecha en un gesto extrañamente imperativo, ante el cual los coches que bajaban raudos, se detuvieron mansos y dóciles. Dispusimos del tiempo preciso para retroceder, y siguiendo, otra vez, a la señora situarnos pocos metros más allá, delante del Campanile. Descendió de su automóvil con ágiles movimientos y nos ofreció disculpas por lo acaecido, explicaciones que aceptamos, aún reconociendo la suerte de no sufrir ningún accidente al introducirnos en el cauce de una riada apresurada de coches y motocicletas (cuestión que, por otra parte, no parecía haber alterado lo más mínimo a la gentil y "aniñada" vieja).

Le regalamos una botella de aceite de oliva que primero rechazó con aspavientos y palabras inconexas e ininteligibles, pero, al fin, aceptó de buen grado. Nos dijo, enigmática, que lo utilizaría en las lámparas… y, de súbito, como había llegado, desapareció.

Nos preguntamos entonces, y nos hemos preguntado muchas veces después -en la corriente de la transrealidad que mencionan ilustres viajeros- si la misteriosa señora hubiera podido detener con tanta facilidad, aunque sólo fuera unos instantes, el ruidoso fluir de las aguas de nuestro Tea.

Al día siguiente continuamos la ruta sabiendo, ahora con más motivo, que poco importa el principio, la dirección ó el término del camino, que lo primordial es peregrinar: la vivencia de estar en marcha; que -como un milenio antes- los peligros acechan en cualquier desvío, pero que la protección de los caballeros templarios entonces ó la resuelta mano de una dama hoy, enderezan nuestra desorientación y solventan los escollos. Es como decir que todos los caminos conducen a Santiago, a Roma ó al Condado del Tea. Que no hay más viario (ni más laberinto) a seguir, por sorprendente ó peligroso que sea, que la línea de la vida, desde la concepción y la cuna, hasta la muerte.

Nuestro peregrinaje terminó días después sin más contratiempos, y cómo habíamos proyectado, en la Suiza central y primigenia, en Ennetmoos, en la capilla de Santiago, que nos recibió erguido, con su cayado y la túnica adornada con las conchas simbólicas, y nos hizo rememorar al San Jacobo sedente y majestuoso del Pórtico de la Gloria, tan familiar para nosotros y para cuántos alcanzan el "más allá" de Compostela.

Aquí debía terminar nuestro viaje de ida, pero es que cerca, en los aledaños del Camino Jacobeo, por Stans, visitamos Engelberg (montaña del ángel), dónde se ubica un convento benedictino que conserva en su biblioteca excepcionales manuscritos románicos y que funcionó durante siglos, según nos contaron, como un diminuto Estado espiritual e independiente; y en sus proximidades, topamos con un paraje de tenebrosos roquedos llamado “Das Ende der Welt” ¡el Fin del Mundo!: el viaje nos ofrecía, como suele ocurrir, el encuentro con algo imprevisto y recurrente: una zona mítica y sagrada, y otro Finisterre.

Nuestra historia, demasiado larga, debe concluir, aunque no sin preguntarnos: ¿dónde empieza, dónde termina el Camino?; ¿en qué sentido hay que peregrinar? ¿la vida es sedentaria servidumbre de paso, ó migración permanente...?

Sabemos, sí, que el fin del viaje tradicional, es el regreso. A nosotros nos resultó fácil encontrar la vía de retorno: llegada la noche, el Camino Jacobeo aparecía escrito con estrellas en el cielo, y a su término, días más tarde, alcanzamos, en efecto, Santiago de Compostela y, cerca, el Tea y su Condado.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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