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El Dios Caballo

jueves, 03 de julio de 2008
La mañana era desapacible y áspera. El frío, el viento y la lluvia te invitaban a acelerar el paso buscando un lugar donde refugiarte de las inclemencias de aquel incipiente otoño, que mostraba su peor cara y que presagiaba un invierno duro, largo y repleto de sombras.

La calle, otrora bulliciosa, alegre y glamorosa cual pasarela popular donde las gentes del lugar se dan cita para ver y dejarse ver, hoy estaba medio desierta, y las pocas personas que por allí transitábamos, lo hacíamos tratando casi inútilmente de mantener erguido el paraguas y nosotros a cubierto de la lluvia.

Los grandes ventanales de los Cafés que salpican a uno y otro lado el tramo peatonal de la Calle del Cardenal, en Monforte de Lemos, dejaban ver cómo los parroquianos se agolpaban en la barra y degustaban, parsimoniosamente, un humeante café de La Guinea, que por estos pagos se sirven largos de café, en taza grande y cubierto de espuma de nata, y a veces, sólo a veces, con un chorrito de aguardiente.

A punto estaba de alcanzar la puerta de uno de los más populares cafés de la ciudad, cuando una voz a mi espalda me hizo detener la marcha y volverme intrigado, muy intrigado por la frase que creí entender me dirigía una aterciopelada voz de mujer, casi imperativa pero respetuosa:

–¿Me prestas cinco mil euros, Capitalista?

–¿Qué?, ¿cuánto dice que le preste?, ¿quién me dice que le preste?

Me volví un tanto desconcertado y allí estaba ella, acurrucada bajo un saliente del tejado y un tanto aterida por la fría mañana. Su sonrisa era angelical, desde luego, pero insinuante, sus labios carnosos, atrayentes, especialmente seductores, su pelo sedoso y rubio, de cara alargada pero bien proporcionada, de nariz atractiva y respingona, pero sus ojos, el brillo de aquellos profundos ojos verde esmeralda lo eclipsaba todo.

La miré perplejo y deslumbrado por tan esplendorosa belleza y ella, un tanto fría y distante volvió a repetir su petición: ¿qué, me prestas esos cinco mil euros, capitalista? y a continuación, como justificando su más que disparatada petición agregó:

–A ti qué mas te da, total en el banco, entre cifras tan abultadas, nadie notará tan insignificante merma

Como pude, trate de reponerme de la sorpresa y en lugar de aceptar su petición le hice otra propuesta:

–¿No querrás mejor un café bien calentito acompañado de un bollo recién horneado, con mantequilla y mermelada?

Ella aceptó al instante, aunque no en barbecho, puso sus condiciones. No era mujer que se prestase a cualquier propuesta de cualquier desconocido, pero la mañana era tan inclemente que un poco de calor al cobijo de un café era oferta que no debía desdeñar.

–Con una condición: después del café tendremos que arreglar cuentas

Levanté la mano derecha y a modo de juramento le dije: prometido, café y cuentas. Y entramos en la cafetería que a esa hora estaba abarrotada.

Abarrotada si que estaba, pero a nadie le pasó desapercibida nuestra presencia. Miré a un lado y a otro y decidí que aquella mesa, aquella que estaba justo en medio de la sala y a la vista de todo el mundo, era un buen lugar donde sentarnos y tomarnos un humeante café de La Guinea.

Pronto, excepcionalmente pronto y rápido, se acercó a nuestra mesa una camarera para tomar nota del pedido; pero no, no crean ustedes que me pasó inadvertido que previamente la camarera mirase al encargado del establecimiento, y éste, después de dudar por un instante, le autorizase con la mirada.

Era una camarera de mediana edad, gordinflona, simplona, fofa de carnes y desaliñada de aspecto. Nada que ver con mi invitada, que era inmensamente bonita, aunque quizás no todos la miraban de igual manera y no todos veían la luz que irradiaban sus maravillosos ojos verde esmeralda.

Nos preguntó qué iríamos a desayunar con cierto aire despectivo. Un tanto molesto por la evidente descortesia de la camarera le contesté tajante: Yo siempre desayuno café con decisión, pero hoy nos va a servir dos tazas de café con leche, bien colmadas de espuma de nata y nos traerá media docena de bollitos de nata acompañados de mantequilla y mermelada.

Mi invitada, ajena a cuanto sucedía a su alrededor se acomodaba en la silla, probaba una y otra postura, pero daba la impresión de que en todas estaba cómoda. Miré nuevamente sus ojos y ella miró los míos, nuestras miradas se cruzaron y una ancha sonrisa asomó a su cara.

–Tienes unos ojos bonitos– me dijo a modo de piropo.

Yo no le dije nada, pero seguía observándola con curiosidad, con admiración, casi con devoción. Ella seguía probando posturas, tocando la mesa, mirándome, pero nunca, en ningún momento miró a su alrededor, a la gente que nos vigilaba, a los vecinos de mesa, a los parroquianos que entraban y la miraban, estaba ausente, en una isla, solos ella y yo... y la camarera fofa y desaliñada que nos llenaba la mesa de viandas y dos tazas de café humeante.

Según comía, según degustaba sorbo a sorbo aquella taza de café me miraba y sonreía, sonreía siempre. Iniciamos una tímida conversación y ella no escatimaba detalles a cuanto le preguntaba. Se llamaba Mercedes, tenía dos hijas, de nueve y de siete años, la mayor se llamaban Mercedes como ella, y la pequeña se llamaba Josefa, como su abuela. Me dijo que trabajaba de Secretaria del Alcalde aunque en su cara se dibujaba una más que elocuente sonrisa de complicidad de quien sabe que miente.

Y así, entre sorbo y sorbo, entre sonrisas, entre complicidades, dimos, o quizás debería decir que dio buena cuenta del desayuno, copioso, pero del que no quedaron ni las migas en la mesa, momento que ella, mi invitada, me miró con ojos, que a mi me parecieron implorantes, y me preguntó:

–No me vas a prestar los cinco mil euros, verdad

–No, no te los voy a prestar– le contesté con tono suave y amigable.

–Y me darás cien euros para comprar unos zapatos a mis niñas– me volvió a preguntar expectante por mi respuesta, nerviosa, como si en la respuesta le fuese la vida.

–Si, para eso si que te los voy a dar– le dije con satisfacción.

Abandonamos la cafetería y la lluvia, la jodida lluvia de aquel comienzo del otoño parecía haberse calmado un tanto, aunque un persistente orballo seguía haciendo igual de desapacible la mañana. Eché la mano al bolsillo y puse en sus manos dos billetes de cincuenta euros, que ella agarró con manos nerviosas, pero ágiles.

–Bueno que pases un feliz día– le dije a modo de despedida a la vez que hice intención de darle un beso en la mejilla, aunque ella puso sus manos sobre mi pecho para detenerme y esbozando su mejor sonrisa me dijo:

–No es conveniente

No, no hacía falta decir nada más, era evidente, estaba infectada por el virus del SIDA y su angelical cara, que en otra época debió ser modelo de belleza, hoy estaba salpicada por el sarcoma de Kapossi, de modo que dio media vuelta y la vi marchar calle abajo con pasos titubeantes.

–Que Dios te acompañe– le grité a modo de despedida.

–Me acompañará, me acompañará, ahora voy a comprarlo– me contestó

–¿Cómo? No vas con tus hijas– le grité desconcertado temiéndome lo peor.

Ella detuvo su marcha, se volvió y me dijo algo que no desearía haber escuchado:

–¿Mis hijas? me las quitaron nada más nacer alegando que no era responsable para cuidarlas.

–¿Pero y tu familia, tu madre Josefa?– volví a preguntar angustiado.

–No tengo familia. Mi madre afortunadamente falleció hace años. No soportaba verme en este estado

–Pero tendrás amigos, todo el mundo tiene amigos-

–Si, yo también tenía amigos, pero ya están todos muertos, solo me queda uno, el único que nunca me ha abandonado y que cada día y cada hora esta a mi lado: El Dios Caballo

Y la vi perderse calle abajo con paso vacilante y dando traspiés. Iba en busca del Dios Caballo. Un Dios egoísta que a quien atrapa no suelta, un Dios cruel que a quien engancha destruye, un Dios perverso que aprisiona a sus devotos, un Dios satánico que a sus seguidores les muestra los horrores del suplicio y les hace pasar un calvario en vida... pero fiel, un Dios fiel para sus adictos porque nunca, nunca les abandona y les sumerge por unos instantes, por unas horas, en una especie de paraíso artificial donde la única salida esta compartida con las puertas del infierno.

Y allá, por la Calle del Cardenal apareció al galope un caballo blanco alazán con sus crines volando al viento, con el respirar bronco, profundo, con el galopar trepidante y vertiginoso. Iba en su búsqueda, iba en busca de Mercedes y no quería llegar tarde a la cita, era su más fiel amigo, su amigo inquebrantable, el amigo que siempre estaba a su lado, era el Dios Caballo que galopaba en busca de su presa.

Aceleré el paso y traté de salir de aquel lugar por entre los grandes ventanales de los cafés de aquella calle. Los parroquianos se agolpaban en la barras, las tazas de cafés se veían humeantes y las mesas ocupadas por clientes que charlaban desenfadados fumándose unos pitillos de tabaco rubio americano.

Fue entonces cuando me di cuenta que la lluvia, la jodida lluvia me estaba empapando.
Morales, Raúl
Morales, Raúl


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