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El Medulio (IV)

jueves, 26 de junio de 2008
Los dos mandos supremos hablaban esperando que los tribunos, los centuriones primipilos que participaban en las reuniones del estado mayor, prefectos y otros mandos intermedios dieran sus opiniones tácticas.
-Es necesario acabar de una vez por todas con estas guerras y organizar el territorio. Fundar ciudades en los lugares conquistados y controlar a los vencidos desde una posición organizada –dijo Furrio.
-Vosotros ya tenéis una gran tarea en la tierra de los galaicos. Tal vez esta revuelta deberíamos arreglarla los legados desde Lusitania –dijo Carisio.
-El Medulio pertenece a las tierras galaicas y somos nosotros quienes tenemos que luchar aquí –dijo el tribuno angusticlavio.
-No pasarán –dijo Lúculo-. Hemos dispuesto obstáculos que rodean la montaña. No hay salida. Fosos y estacas afiladas como flechas clavadas en el suelo esperan por el enemigo.
-Retened a las tropas. Que se mantengan alerta los honderos y los arqueros que pueden matar de lejos –dijo Furnio.
-Legado, nuestra divinidad es la disciplina y a ella obedecemos –dijo Lúpulo-. Nuestras alas rodean al enemigo; las alas de nuestras águilas que vigilan al cuervo.
-¿Por qué no entramos en combate y terminamos la contienda? Mis hombres están ansiosos por volver a las llanuras –dijo el centurión de una cohorte de Furnio.
-Tal vez los que se ponen nerviosos son los caballos. ¿O acaso no eres capaz de calmar tus cuerpos de caballería? Los cuerpos de caballería de que dispones no entrarán en combate a no ser que haya imprevistos en la batalla.
-Señor la colocación de las filas de la legión aquí en este lugar no impresionarán a los montañeses. Tenemos poco espacio para situar siquiera a los infantes tras las tropas auxiliares.
¿Conocéis alguno la cultura militar griega? –dijo Furnio.
-Sabemos cosas, sobre todo cómo se protegían construyendo sus defensas –dijo Lúculo.
-Nosotros también construimos defensas, pero ellos además han inventado las estratagemas –dijo el legado.
-Tal vez estamos sometiendo a nuestros hombres a un interrogatorio intelectual –dijo Carisio.
-Debemos realizar una reflexión sobre la táctica a seguir y aceptamos sugerencias de todos los mandos de las legiones.
-Llamad al soldurio Cloutius que ha servido en las legiones de Antistio –ordenó Carisio.
-¿Me has mandado llamar, legado?
-En efecto, soldurio. Dinos a todos ¿cuál es tu opinión para hacer bajar de la montaña a esos ladrones y que se entreguen sin resistencia? Tú eres de estas tierras y sabrás.
-Lo sé, legado. Sé que ellos preferirán morir antes que rendirse.
Al pronto un miembro de la guardia pretoriana de Furnio irrumpe para dar una noticia.
-Legado, a dos millas de aquí han cogido un grupo de montañeses que pretendían atravesar el cerco. Entre ellos hay dos mujeres. Otros han muerto atravesados por las estacas dentro del foso.
-¿En dónde están ahora los prisioneros? –dijo Carisio.
-Ahí fuera, legado.
-Soldurio, acompáñame a conversar con los prisioneros. Tal vez por alguno de ellos podamos enviar un mensaje.
-¿Quién os manda allá arriba en la montaña? –dijo Carisio al que según su intuición era el jefe del grupo-. ¿Un príncipe o un druida?
El guerrero se llamaba Cadus y pertenecía a una tribu astur. Miraba para Cloutius que estaba junto al legado.
-Es mejor que hables –dijo Cloutius-. Tal vez si lo haces puedas obtener favores para ti y para los hombres y las mujeres que te acompañan, de lo contrario moriréis todos.
El astur se mantuvo firme mirando con odio al soldurio. Mirándolo con el odio con que se mira a un traidor.
-En la cima de la montaña nadie nos manda nada más que los jefes de nuestros clanes. No hay un jefe común. Tal vez Tillegus el jefe del castro que está encima de la montaña es a quien más se le obedece –dijo Cadus.
-¿Sois muchos guerreros? –dijo Cloutius.
-Pocos, la mayoría son mujeres y niños que han huido desde las llanuras, perseguidos por vuestras legiones. Los galaicos han venido en nuestra ayuda –dijo Cadus.
-¿Cuáles son vuestros planes ahora que sabéis que estáis rodeados sin posibilidades de salir de la montaña? ¿Tal vez atacar como si fuerais una manada de reses en estampida? –dijo Carisio.
-No estoy seguro.
-¿Vosotros ya huíais, o estabais explorando el terreno cuando habéis sido hechos prisioneros? –dijo Cloutius.
-Explorábamos el terreno para buscar la forma de salir de aquí. La comida escasea. Roma le ha cerrado las puertas a la caza para subir como a nosotros para bajar.
-Regresa a la montaña. Los demás se quedarán aquí y dile a ese tal Tillegus y a los jefes de los clanes y de los hombres que están allá arriba, que les damos la oportunidad de rendirse. Que en nombre del divino Augusto su vida será perdonada si trabajan y se someten a Roma. Te doy tres días, si al quinto día no tenemos respuesta tomaremos una decisión.
Cadus se abrió paso entre la guardia pretoriana del legado y salvando con cuidado el foso y las estacas se perdió por la montaña.
-Hombres, mujeres, niños. Algunos sabios; no sé si podrá más su valentía o su ignorancia –dijo Furnio.
-Legado, dijo un tribuno laticlavio de origen senatorial que ocupaba la segunda posición del escalafón de mando. Si todo esto acaba en tragedia, el Emperador no podrá alardear en Roma de una nueva victoria. Él ya ha dado muestras de su clemencia al perdonarle la vida a Corocota, el caudillo de los cántabros. Deberíais de tenerlo en cuenta antes de tomar una decisión.
-Conozco bien las opiniones del divino Augusto –dijo Furnio.
-Él dice que más vale un jefe prudente que temerario o que se hace muy pronto lo que se hace bien. Augusto no quiere que se emprenda una guerra o se libre una batalla, sino cuando se puede esperar más provecho de la victoria que perjuicio de la derrota y lo compara con aquello de al hombre que pescara con anzuelo de oro, cuya pérdida no podía compensar con ninguna presa –dijo el tribuno.
-Augusto con sus personalísimos motivos políticos o morales, a veces no se da cuenta que estrangula a los mandos de la legión.
-Legado, todos estamos un poco dolidos con ciertas decisiones de Augusto. Yo también quisiera ver a mi esposa alguna vez más que en los meses de invierno. Pero si ve que sus legiones obedecen a regañadientes puede licenciarlas ignominiosamente como le pasó a la décima legión que según él sólo obedecía murmurando –dijo el tribuno.
-O las alimenta con cebada –interrumpió Carisio.
-Bien, pues apresurémonos lentamente, como dice el César aplicando el adagio griego.
Cadus había llegado a la cima de la montaña. Miles de hombres y mujeres alborotados comentaban y querían saber. Todos preguntaban por los demás que habían acompañado a Cadus.
-No hay recorrido posible. No hay recorrido único. No hay salida. Mis hombres han caído prisioneros, otros han muerto –dijo Cadus.
-Pero tú, ¿cómo has podido huir?
-Yo no he huido. Yo también he sido hecho prisionero, pero un soldurio del pueblo de los susarros que acompañaba al legado me habló. El legado me ha enviado aquí, a mí sólo con un mensaje, un mensaje que todos conocemos ya: un plazo, un tiempo para comunicar una decisión, rendirse y someterse a Roma con todas las consecuencias. Me han prometido que si juramos lealtad no nos matarán.
-¿Y los demás qué iban contigo?
-Los tienen los romanos –dijo Cadus.
-Tal vez ya los han matado –dijo Tillegus.
-No, no lo harán mientras esperen una respuesta. Todos conocemos su generosidad con Corocota.
-Eso son especulaciones, Cadus –dijo Tillegus-. Para los romanos, estando Augusto en Roma, matarnos aquí y ahora a todos en este lugar extraño, perdido en las montañas y sin testigos, no entrañaría dificultades para los asesinos. Los romanos están perturbados por la disciplina y por la guerra y tienen dificultades para percibir entre la disciplina y la locura. Cuando se cansen de esperar intentarán matarnos a todos y este episodio quedará sin continuidad ni extensión.
-Corred la voz entre los clanes –dijo Cadus-, y tomad una decisión. O entregarnos a Roma o morir. Si nos entregamos nuestras familias se desintegrarán. Tendremos que ser legionarios o esclavos. Nuestras mujeres serán vendidas para los trabajos domésticos y para el placer. La decisión es difícil porque hay que decidir entre la vida y la muerte. Tal vez muchos intentarán desertar.
-Yo prefiero la muerte –gritó un hombre que tenía alrededor una mujer y cuatro niños.
-Eres valiente –dijo Cadus.
-¡Mucho más que si me entrego a Roma!
La muerte siempre estaba presente y prevista en los pensamientos de aquellas gentes asediadas. Su certeza no los agobiaba. Podían morir como mueren miles de hormigas sin que nadie sintiera nada por ellas. Sus muertes no pesarían en la conciencia de los romanos. Ellos bajarían de la montaña a sus diferentes destinos. Para ellos era una batalla más. La muerte de aquellos valientes no les pertenecía porque la muerte misma había dejado de pertenecer a un mundo sin futuro a un mundo fugad.
-No han entendido la advertencia, Cloutius. Han pasado cuatro días y no hay respuesta. Algún loco que no quiere morir intenta escapar buscando una salida en cualquier parte alrededor de las quince millas de foso. Ninguno lo logra. Eso demuestra que no van a entregarse. Que están desunidos; no alcanzan un acuerdo común y cada uno actúa por su cuenta –dijo el centurión Lúculo.
-El legado ha ordenado el codo a codo, escudo contra escudo, situarse como si fuéramos un muro de hierro que frene las avalanchas –dijo un soldado que estaba al cargo de una de las máquinas tormenta.
-En todas las elevaciones están situados los arqueros, los infantes y piezas de artillería. La muralla de escudos tal vez no sea necesaria –dijo Cloutius.
-¿Por qué dices que no será necesaria? –dijo Lúculo.
-Ellos no bajarán. Sólo lo harán aquellos que busquen la muerte –dijo Cloutius.
-Cloutius –dijo Carisio-. ¿Qué opinas, crees qué se rendirán? ¿O se habrán parapetado en la cima de la montaña esperando a que nosotros subamos a buscarlos?
-No creo que se rindan, legado. Pero tal vez tampoco quieran luchar.
-¿Qué te hace pensar eso, Cloutius? –dijo Carisio.
-Ellos están agotados por el hambre, legado, y tal vez ya no tienen fuerzas.
-El camino para rendirse es cuesta abajo. No es necesario estar muy fuertes para bajar por la montaña.
-Pero ellos no bajarán y tampoco lucharán contra Roma, estoy seguro, señor.
-Legado –dijo el tribuno que estaba a cargo de las cohortes del campamento galaico-. Tal vez Cloutius tenga razón. Si quisieran rendirse o luchar ya lo hubiésemos sabido.
-No sé lo que pensará Furnio que se ha ido al otro lado de la montaña. Cuando regrese tomaremos al pronto una decisión.
Aquella noche fue larga para Cloutius. Se acercó a la puerta de una prisión que parecía una jaula para animales para ver a las dos mujeres que habían sido hechas prisioneras. Una de ellas le escupió.
-Oh, mujer no debes tratarme así. Ahora yo no soy tu enemigo. Tal vez sea vuestro mejor amigo. Le diré al legado que os deje libres.
-¿Y si no lo hace? –dijo Amia.
-Si no lo hace os compraré. Hablaré con Lúculo, el centurión, él me debe algunos favores.
Cloutius salió de la celda después de agradecer el favor al centinela. La luna se veía encima de las montañas, sonriente, blanca. Los aullidos de los lobos decían que era temporada de comer carne.
-Los oyes, centinela –dijo Cloutius.
-Los oigo, soldurio, y me asustan. A veces veo luces entre los arbustos y sé que son sus ojos que me vigilan.
-En estas tierras, los hombres creen que el lobo vive tres meses de carne, tres meses de aire, tres de barro y tres de holgazán. Esta es temporada de carne. No les mires a los ojos, puede paralizarte con la mirada y quedarás a su merced.
-No me cogerán por sorpresa, Cloutius, yo les veo.
-Pero no sabes si él te ha visto antes a ti. A veces al frente de la manada viene una mujer.
-Tienes imaginación, Cloutius.
-¿Tú crees? El miedo no nos aleja de sus aullidos. Ellos son los dueños de su territorio y nosotros somos los intrusos. Pero ni siquiera, aunque estemos muy lejos de aquí y no supongamos una amenaza para ellos, estas montañas no estarán en silencio.
Cloutius se alejó del guardián y se acercó a los barracones para encontrarse con el centurión. Se alejaron de los curiosos y se enfrentaron con palabras.
-Los hombres no me importan, pero quiero a esas mujeres. Tengo entendido que son hermanas, y si salvo a una, tengo que salvar a la otra, o la que yo quiero para mí no me lo perdonará.
-Puedes comprarlas. Tienes dinero.
-Habrá muchos postores y no quiero competir en esa pugna. Es cruel.
-¿Qué propones? ¿Qué quieres que haga?
-Tengo que sacarlas esta noche de aquí aprovechando las jaurías de los lobos.
-¿Y cómo?
-Habrá que despistar al centinela.
-No es necesario. Pertenece a nuestra cohorte y a mí me es fiel –dijo Lúculo.
-Bien, pues los hay que sacar del encierro. Después hay que traer carne meterla en la celda y dejar que los lobos hagan el resto. Mañana diremos que los lobos tenían hambre.
-Pero, ¿y el centinela?
-Le haremos unos rasguños y diremos que ha tenido que protegerse después de luchar con un lobo o los demás le matarían y que no sabe cómo han podido entrar. Haremos algunos destrozos más o menos como los que habrían podido hacer los lobos.
-¿No nos olvidamos de los perros?
-Todas las noches mueren perros atacados por los lobos. No será difícil demostrar que han estado aquí.
-¿Cómo es posible que entraran los lobos en el campamento? –dijo Carisio cuando le fue comunicado el suceso.
-Señor, cuando me atacaron parecía que no había arma que los pudiese matar –dijo el centinela-. Ellos intentaron devorarme, pero como me defendía con mi espada, me dejaron y se fueron a buscar a los prisioneros que estaban indefensos.
-Han tenido que ser muchos para que no quede rastro de las víctimas –dijo el tribuno.
-Ya habéis visto que han muerto muchos perros y al lobo tal vez le gusta más la carne humana por eso no se los han llevado para comer.
-Tribuno -dijo Cloutius-, a veces en las montañas cuando un lobo consigue matar a un hombre, lo tapa con hojas y va a buscar a otros lobos para devorarlo entre todos. A veces lo cogen vivo, le clavan los dientes y lo echan a la espalda huyendo con él a toda velocidad. Si las presas gritan, el lobo aprieta los dientes, si las presas callan, el lobo deja de apretar. Tal vez por eso no se han sentido los gritos de los prisioneros porque conocen al lobo.
-¿Tan organizados están? Si sólo son animales –dijo el tribuno.
-A veces no son sólo animales, tribuno. Ellos forman grupos, no más de tres y son mandados por una mujer.
-Antes de acercarse a mí -dijo el centinela-, saltaban a mí alrededor, o colocándose muy cerca. Alguno intentaba saltar y darme con su cola en la cara. Se untaron de tierra en una charca que está cerca y se sacudían para dejarme ciego con el barro. Tal vez también dejaron ciegos a los prisioneros y no se pudieron defender.
-Los montañeses han aprendido de los lobos, pues por lo que decís, parece que ellos hacen las mismas cosas –dijo Carisio.
-Legado –dijo Cloutius-, el lobo sigue las reglas militares de los humanos y tal vez nuestros antepasados y los vuestros han aprendido de ellos. No olvidéis que Roma ha sido fundada por Rómulo y Remo que fueron amamantados por una loba. Entre los lobos hay un capitán, el lobo más fuerte. Habría que nacer y vivir en las montañas para conocerlos.
Más tarde Cloutius se acercó a un lugar de la montaña en donde aguardaban los prisioneros, lugar bien indicado la noche de la fuga.
“Espero que no se hayan ido y me tenga que arrepentir”, pensaba.
Al otro lado de una enorme roca que inclinaba su cima hacia la pendiente del terreno, quedaba un hueco que hacia de abrigo y de cueva. Allí estaban esperando. El soldurio les llevó lo que había podido recoger sin llamar la atención de los espías.
-Me alegro que todavía estéis aquí. Os traigo estos puñales que he podido esconder entre mis ropas y estas tortitas de pan. Con las pieles que vestís no pasaréis frío. Id hacia las tierras de los coporos. Buscad las pisadas de las legiones que han despejado bien los caminos. Tal vez, sin saberlo ya han trazado una ruta. Pisadas, restos, y árboles talados para despejar los montes os guiarán hasta el campamento del Miño. A su alrededor acampan gentes diversas, comerciantes de otras tierras y galaicos de otras tribus. Muchos están para saber y para espiar. No tardaréis en hacer amigos.
-¿Y tú que harás? –dijo Amia.
-Yo no tardaré en ir a buscarte. Regresaré con la cohorte al campamento y allí te buscaré.
-Pero, ¿y si el legado nos reconoce?
-El legado tiene muchas imágenes en su cabeza para acordarse de todos, además el allí nunca te verá.
-Te esperaré. Todos se agradecieron el momento y se marcharon montaña abajo.
En el campamento de asedio nunca más se volvió a hablar del suceso, pero después de aquel día se corrió la noticia y se tomaron precauciones contra los lobos. Los lobos eran un ejército mandado por un capitán que había que respetar y tener en cuenta.
El Emperador esperaba noticias. Él invernaba en la costa de Tarraco, recuperando fuerza para regresar a los teatros de la guerra, más en misiones de asentar sus conquistas, que de pelear como había sido la primera vez que había estado allí en su campamento de Segisama enviando soldados a Aracillum, luchando contra aquel caudillo del que jamás había vuelto a saber llamado Corocota.
Los generales romanos tenían muy claro que antes de la batalla había que agotar al enemigo hasta el límite. En aquel limes trazado por un foso y miles de estacas con las puntas afiladas, sólo caían algunos animales despistados. Los lobos atraídos por el olor de la comida merodeaban todas las noches alrededor de los campamentos y a veces durante el día para darse un festín. Si algún soldado quería incordiar su festín corría peligro de muerte al ser atacado por la manada. Los lobos eran capaces de saltar el foso pero no pasarían el escudo de hierro de los soldados formados.
El quinto día, desde que Cadus se había ido con un mensaje, una falange de infantes y otros soldados de las cohortes auxiliares se internaron media milla subiendo la montaña. Detrás de ellos iban algunos arqueros. La infantería de elite no se movía de la línea del limes que separaba la vida de la muerte. No era una estratagema ideada por los jefes de las legiones. Tal vez era una provocación, un querer saber. El bosque era espeso abarrotado de árboles de pequeño tamaño, silvas y tojos que arañaban. El lobo se escondía muy bien entre ellos.
-No sé si estamos más espantados nosotros o ellos –dijo Lúculo que había subido al frente de sus soldados.
-Señor, parece que todavía no hemos causado entre los sitiados un espanto suficiente para provocar su rendición y el último recurso será el combate -dijo el soldurio.
-Este es un mal lugar para combatir, Cloutius. En medio de este bosque no sabremos nunca cuál es su lugar más débil.
-Señor, hay que olvidarse de nuestras máquinas de guerra. Aquí no servirán. Los venablos, las flechas y los proyectiles no sabrán a dónde apuntar y así la moral de los asediados no se debilitará porque no les provocaremos pérdidas humanas.
-Las palabras de Cadus, si las ha pronunciado bien, podían animar a muchos hombres a la deserción. Tal vez los que aparecen clavados en las estacas, o los que se enfrentan en la línea con nuestros soldados, no saben cómo explicarse y entre el ataque y la defensa muchos mueren –dijo Lúculo.
Aquella conversación se había mantenido en una parada. La cuesta era muy empinada y ellos habían estado muchos días casi sin andar y se agotaban más que de costumbre.
-Aunque los árboles y los tojos pueden ser escondites para ellos, también pueden ser murallas que frenen una lluvia de piedras, dardos o flechas para nosotros –dijo el optio adjunto.
-Aquí no marchamos siguiendo la dirección marcada por el portador del signun –dijo el centurión.
-Ni signun, ni portaestandarte –dijo el optio.
-Subiremos un poco más separándonos en grupos de dos. Aquí no tocaremos cornetas que puedan alertar al enemigo, así que debéis estar atentos a la voz para recibir órdenes.
-Señor, nosotros, estamos acostumbrados al toque de corneta, sobre todo cuando dan aviso de asalto para atacar al enemigo –dijo un soldado.
-Descuida, soldado. Aquí la corneta sólo sonará apara anunciar la retirada.
Trompetas rectas y cuernas formaban parte de los instrumentos que emitían señales auditivas. A través de ellos se ordenaba, diana, cambios de guardia y señalaban tácticas de combate así como el asalto o la retirada.
En la cima otros tenían sus personalísimos motivos para gritar.
-¡Cadus! ¡Tillegus! Hemos visto a los romanos subir por la montaña -gritó un guerrero que llegada a toda prisa acompañado de otros tres.
-¿A qué distancia los habéis visto?
-A unas tres o cuatro millas de aquí.
-Tal vez suban por todos los lados de la montaña. Quieren cercarnos más arriba. Cuando más se acercan más se cierra nuestro territorio. Ya sabéis que ellos son como una muralla.
-Lo que hemos visto puede ser una avanzadilla de las tropas auxiliares y el grueso del ejército vendrá detrás.
-¿Habéis visto al soldurio? –preguntó Cadus.
-Nosotros sólo nos hemos fijado en los uniformes romanos. Si viene con ellos el soldurio, no lo sabemos.
-Hay que bajar como si fuéramos las gotas de agua por el techo de nuestras cabañas para saber si los romanos nos rodean. Si es así cerradles el paso como tenemos previsto.
-Tal vez se han cansado y los generales no son capaces de retener a sus tropas en el asedio. Hace frío, niebla y el agua cae helada –dijo Tillegus.
-Y el aire corta –dijo un montañés.
-Tal vez si sus ropas fueran de pieles aguantarían más.
-Bajaré con vosotros, pero iremos por allí y tal vez nos encontremos de frente con el soldurio. El campamento en el que he estado prisionero queda en esa dirección –dijo Cadus.
-Id, mientras nosotros preparamos el banquete.
La inteligencia romana analizaba los combates en función de la estratagema. En el Medulio la estratagema fue el asedio, pero los generales romanos estaban descontentos porque no podían presentar su victoria ante el emperador como una verdadera heroicidad. Los romanos no carecían de espacio alrededor de la infernal montaña. A lo largo de su falda la descosieron privando a los montañeses de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, luchando en su terreno. Carisio Y Furnio querían vencer a cualquier precio. Tal vez no sabían cómo retener a aquellas bandas feroces que marchaban al combate desde el amanecer en un terreno boscoso. Las legiones romanas luchaban en campo abierto, por eso se quedaron largo tiempo detrás del foso, detrás de la barrera porque de otra manera hubiesen perecido en aquella montaña. Pero con el asedio, que era otra de las virtudes del arte de vencer, azotaron a los montañeses con el hambre y con la sed matando a muchos de sus miembros cada vez que alguno intentaba desertar o inspeccionar al enemigo. Pero en el Medulio hubo dos limes, uno de fosos y estacas y otro de fuego. Los romanos sabían en donde estaba el enemigo y estaban preparados para sufrir sus ataques reaccionando en cualquier momento. El enemigo estaba en el monte, en la cima se le suponía y se distribuyeron a lo largo de quince millas avanzando en la línea de la falda sin entrar apenas en contacto con el enemigo. Aquí el orden de la marcha y el combate no tuvieron arte.
Los romanos no subían por la montaña demostrando el mejor dispositivo posible para entrar en combate y sin poner en marcha ese orden no podían demostrar su superioridad. Antes de iniciar la marcha monte arriba, el general se había dirigido a los soldados exhortándolos cumpliendo así, por lo menos, una de las reglas del orden del dispositivo de combate.
En la montaña no había horizontalidades, ni lados, ni bordes. Sólo líneas dibujadas por las hileras de los árboles. El agua no se detenía y llegaba a los fosos excavados por los romanos que a veces se llenaban hasta arriba ocultando las estacas afiladas. Un río que bordeaba la montaña. En aquella ancha hendidura ahora también se podía morir ahogado. Cientos, miles de pequeños animales aparecían flotando en el agua, insectos, hojas, arbustos. Un almacén de todo lo que corría montaña abajo. Miles de corazones latían por el monte, pero muy pronto, muchos dejarían de latir. Las legiones no querían combatir dejando sangre romana en aquel monte. No querían ver manchada con su sangre el agua que cubría el foso.
Más que la guerra, lo que movía con fuerza a aquellos personajes que iban a morir, era el espacio físico, tan invisible para unos, como habitable para otros, con dos campos de operaciones que escenificaban los conflictos sociales de las tribus, o políticas y militares de los romanos. Unos quedaban ciegos porque sólo veían arbustos, maleza y bosque y allá a lo lejos a los lobos sedientos de sangre que podían aparecer en la cima con dos piernas asomando su estatura. A veces, las cumbres eran borrascosas, en ellas se refugiaban los hombres y las selvas naturales y se perdía toda perspectiva. Un lugar en el que no se sabía si imponer la dictadura de la vista sobre los otros sentidos, o la dictadura de los otros sentidos sobre la vista. La vida giraba alrededor de los sitiados. Sus pensamientos subían y bajaban la montaña, giraban alrededor de ella y desaparecían a medida que los sitiados perdían la vida. Lo mismo les pasaba a los romanos que tenían muy clara su misión, su ideal. Su disciplina era transparente, clara, lineal, perceptible por todos, pero algo no marchaba. Había algo oscuro en aquel lugar, en aquella misión indescriptible. Todo parecía no tener sentido. Aquella batalla arrastraría una incógnita que nadie, ni a través de los siglos, sería capaz de resolver. Un lugar al que nunca se podría mirar; un lugar que no brillaría aunque siempre estuviera ahí fuera. Un lugar extendido en el tiempo como el humo de una conflagración atómica.
-Señor, los montañeses están detrás de aquellos matorrales. No se mueven. Tal vez no nos quieran atacar -dijo un optio.
-Deteneos todos. Nos quedaremos a la espera –dijo el centurión.
-Si nos quisieran atacar ya lo habrían hecho, señor –dijo Cloutius.
-Señor, los montañeses se mueven y en sus manos portan antorchas encendidas.
-¡Romanos! –gritó Cadus a la distancia de un tiro de saeta. Vosotros nos habéis puesto una frontera de fosos y estacas. Nosotros ahora os la ponemos a vosotros de fuego. No podréis subir por ningún lugar de esta montaña. Jamás nos cogeréis vivos.
Al mismo tiempo que Cadus terminaba de pronunciar estas palabras, él y los hombres que lo acompañaban prendían fuego en el bosque lanzando flechas incendiarias hacía todas partes que en la abundante maleza de tojos, helechos y hojas pronto empezó a arder.
-¡Qué las cornetas toquen retirada! –ordenó el centurión-. Es imposible apagar el fuego.
-Y peligroso, señor. Tal vez ellos estén detrás de las llamas para recibirnos con sus flechas y evitar que lo apaguemos.
Las legiones se habían retirado. El Medulio ardía por todas partes. Detrás del foso los observadores sólo veían llamas y el humo hacía toser. El foso frenaba el incendio. El fuego más allá de él no se extendería y todos estaban protegidos. El clamor no dejó oír los gritos de la muerte, ni las órdenes de los jefes. Y aquellos valientes murieron sorprendidos y asustados. No supieron qué hacer. La sorpresa los convirtió en torpes. Los galaicos que prefirieron morir antes que rendirse se miraron. Se miraron entre ellos y no vieron al enemigo. Su valentía era muy grande. Los romanos venían con sus dioses, los traían en sus banderas y en sus insignias más que en sus corazones y todos eran un dios, pero un dios perverso. Un dios que quería dominar a todos los dioses y su poder que actuaba a distancia, formaba una barrera que no se podía evitar ni con la muerte.
Cuando se apagó el incendio los romanos subieron hasta la cima por un lugar que parecía haber desaparecido del mapa. Hacía varias noches que no se sentía el aullido de los lobos. Ni el piar de las aves. Las cumbres estaban negras, oscuras. Los árboles tenían sus ramas quemadas. El trayecto se perdía. Aquel bosque se había convertido en un océano negro en el que casi no se distinguían ni las depresiones, ni las elevaciones. Aquel lugar se había convertido en un laberinto que ocultaba todo trayecto y toda perspectiva. La única curiosidad del camino era llegar a la luz, a la cumbre para explicar aquella batalla, aquel producto humano sin sentido de la conciencia de sus protagonistas. El Medulio, sin embargo, era un producto sin conciencia, una naturaleza ahora muerta y difícil de imaginar.
Los romanos se detuvieron en la cumbre. Antes de llegar se paraban por el camino para observar los cuerpos calcinados de los guerreros de la montaña.
-Legado –dijo un tribuno-, aquí arriba el fuego no ha llegado abrasador. Sólo el humo haría estragos. Están todos muertos.
-Señor, llama la atención la muerte voluntaria elegida por estos montañeses. Unos por el fuego, otros por el hierro y los que no tienen heridas ni están quemados, han elegido el veneno –dijo otro tribuno.
-Ya veo restos y sobras de comida –tribunos-. Tocad retirada. Volveremos a nuestros destinos. Bajemos a nuestro cuartel general y desde allí partamos en formación militar. Lucio Lama y yo iremos a Tarraco dar cuenta al emperador. El resto seguiréis la dirección de los campamentos. Todavía hay mucho que hacer. La conquista no ha acabado aquí.
-En este bosque nunca podrá cortarse madera ni tampoco romper una rama; este bosque será un lugar sagrado que ha servido para encerrar a las víctimas de una batalla, al pie de estos troncos se han sacrificado vidas durante la lucha -comentaba alguno.
Avergonzados por aquella decisión, muchos soldados hacían comentarios. Algunos querían escuchar los gemidos del viento, otros escuchaban los llantos de los árboles. Los montañeses detrás de las llamas no se sentían. Tal vez ya estaban todos muertos, muchos se veían entre el fuego tendidos por la montaña.
-Por este asedio no ganaremos medallas –dijo Lúculo.
-Todos comprenderán, Roma comprenderá la batalla del fuego para que estos salvajes no se salieran con la suya -comentaba un porta signun.
-Dicen que los árboles de esta tierra esconden ríos de agua para cuando esto ocurra -dijo Verus, un centurión de las cohortes de Carisio que aspiraba a ascender a primipilo después de este asedio.
-Tal vez sólo tienen agua para llorar –dijo Lúculo.
-Y veneno –dijo Cloutius.
-Decid a los agrimensores que no tracen mapas sobre este lugar. El Medulio será ocultado y sólo podrá verse o saberse por la vista de los pájaros -dijo Lucio Lama.
¿Los generales al cargo de la contienda, también le habían ocultado la verdad al divino augusto por miedo a represalias del emperador?
Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


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