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Tres médicos escritores (III)

viernes, 13 de junio de 2008
MIGUEL TORGA, MEDICO y ESCRITOR

El día 17 de enero de 1995, en meridionales tierras de Galicia fallecía mi padre, a los 100 años de edad. En ellas había ejercido la medicina rural durante sesenta y cinco años. Días después de su fallecimiento, me enteraba por los periódicos que en la misma fecha y a la misma hora, había muerto en Coimbra Miguel Torga, el escritor y médico en ejercicio casi hasta su muerte -a los 88 años- al que yo mucho admiraba. Las desgracias, como reza el dicho común, nunca vienen solas.

Miguel Torga era el pseudónimo que Adolfo Correia da Rocha había elegido como homenaje a tres grandes escritores españoles de nombre Miguel (Cervantes, Unamuno y Molinos) que le asombraban, y al brezo (torga), planta enraizada en sus montañas norteñas. Si al principio vivió muy satisfecho con esta elección que ocultaba su verdadero nombre, en los últimos años de la vida lamentó esta evasión huidiza de su auténtica identidad. Volveremos sobre ésto, más adelante.

Adolfo Rocha había nacido en 1907, en S. Martinho de Anta, un pueblecito del concejo de Sabrosa, distrito de Vila Real, en la región de Trás Os Montes, al norte de Portugal, una comarca entonces muy pobre, y entonces y ahora de clima frío y duro, y gentes recias. Lugar hoy de peregrinación literaria a la búsqueda de su humilde casa y del olmo negro de la plaza, el envejecido olmillo de sus descripciones, y de la escuela al fondo del pueblo.

Los abuelos eran arrieros. Sus padres, campesinos pobres: Francisco Correia Rocha, fué una muestra de tenacidad y fortaleza, mientras María da Concepçao de Barros, su madre, lo era de ruda ternura y ejemplaridad moral. Tuvo dos hermanos: un varón, que emigró a Brasil, y una hermana que permaneció siempre al servicio de la familia y de las labores caseras (le enviaría, sin apenas olvido, cerezas en junio, castañas en noviembre).

Su niñez transcurre dichosa entre la proximidad de los campos y los animales, las alegrías y dificultades de la vida rural, los juegos y los trabajos junto a los mayores, apegados todos al hogar y a las tierras, en fraterna comunidad. Pinares y viñedos le separaban del cercano Duero cuyas aguas se deslizaban hacia el océano, camino sombrío de la emigración.

Estudia la instrucción primaria en la escuela de S. Martinho, hasta terminar el cuarto curso. Y a los diez años -en 1917- le mandan a Oporto a servir, como criado, en una rica casa burguesa de oriundos del pueblo; pero su rendimiento no es el adecuado, el niño no está contento y regresa a la aldea.

Sin mucho futuro los padres optan, a instancias del párroco, por enviarle al seminario de Lamego, donde reside un año. En las vacaciones percibe que no tiene vocación de sacerdote y se lo comunica a sus padres que deciden definitivamente su marcha a Brasil, a casa de un pariente adinerado. Y, en efecto, a los trece años embarca para el país brasileño, dónde el tío paterno tiene una enorme hacienda, “Fazenda de Sta Cruz”, en Minas Gerais. Allí va a pasar los cuatro años siguientes haciendo un poco de todo: recadero, amanuense, almacenista.

Su tío es un hombre emprendedor y duro, de convivencia difícil, que, por fin, tiene la buena idea de llevarle a estudiar al Instituto Leopoldinense, en Leopoldina, dónde transcurre parte de su adolescencia, evocada en el Segundo Libro de” la Creación del Mundo” (Alfaguara, 1986. Madrid. Traducción de Eloísa Alvarez). Allí se impregna de la sensualidad carioca, semipagana, vibra con los amoríos propios de la edad, sufre las primeras infecciones venéreas y escribe sus primeros versos, una inclinación que ya le va a acompañar toda su vida. Brasil es un país emergente que busca entre conmociones su identidad; posee vastas dimensiones físicas, naturaleza tropical, múltiples poblaciones; está lleno de supersticiones y creencias, de asombros y hechizos: es, en fin, un país maravilloso para el aprendizaje y descubrimientos de un muchacho.

En 1925, como recompensa a su buenhacer, el tío se ofrece para pagarle los estudios en Portugal, y Adolfo regresa a su casa, con 17 años, en el “Andes” de la British Royal Mail, con los balanceos habituales y el olor a desinfectante que ya conocía de su anterior travesía, con la incertidumbre de su porvenir irresuelto y el ansia de acariciar las viejas raíces portuguesas de su hogar y de las altas, “magras y huesudas” tierras de Tras- os- Montes.

Transcribo uno de sus impresionantes escritos de dicho viaje marítimo: “El señor Porfirio, un compatriota comerciante, a la mitad de la travesía murió de tisis. Se había pasado todo el camino ardiendo de fiebre y de pesar, temeroso de no llegar a su tierra, y no llegó. Una hemoptisis torrencial se llevó el resto de sus ilusiones. Y llegó esa muerte sin aire y sin morfina, y no tuvimos más remedio que dejarlo allí, solitario y anónimo, en un sepulcro de perpetua inquietud”.

Adolfo arriba ilusionado a Lisboa, “pálida, extendida sobre sus playas, con algo definitivo en su perfil cansado”, con la mirada puesta en el Tajo y en las colinas próximas, y la mente más allá del Duero.

Reanuda sus estudios en el Liceo, y en apenas tres años -sorprendentemente- los concluye, situándose en el deseado umbral de la Universidad.

¿Qué carrera seguir?

“¿Quieres estudiar Derecho?”, me preguntó un día doña Adela.
Tal vez.
¿Te gustaría ser abogado?
Escritor, señora.
No me digas...
¿Pero, escribes?
El respondió, modestamente, que sí.”

Vivir de la pluma en aquella época parecía una insensata temeridad y fué quizá por ello por lo que su padre al preguntarle si deseaba estudiar Derecho, y desconfiando de su falta de interés por los lucros de los abogados, añadía ¿Medicina, tal vez?..

Adolfo continuaba con su afición a los versos, persistía en los sonetos, admiraba a Anquero de Quental y le salían “unos endecasílabos filosóficos que hacían temblar el cielo”. La poesía se reforzaba, pues, como una de sus debilidades vocacionales. Pero pensar en sobrevivir sólo con ella, como decíamos, era una insensatez, había que lograr primero un medio de subsistencia económica, a poder ser en una profesión honorable.

Se decide por estudiar Medicina, y reflexiona sobre su resolución varias semanas, si era una buena elección o si no tardaría en arrepentirse. “Acabé concluyendo que debía mantener mi decisión. Sin cualidades pedagógicas, poco dotado para las lenguas, enemigo de códigos y sentencias y, sobre todo, celoso de mi libertad, sólo en el arte de Hipócrates podía encontrar al mismo tiempo una profesión y un camino humano paralelo a aquel que, sin ningún diploma, tenía la intención de seguir”.

“Serviría a dos amos, consagrándome a ambos, con la misma fidelidad. De los honrados servicios que prestase a uno, sacaría mi pan diario; del inquebrantable esfuerzo consagrado al otro, no recibiría nada, sería una pura inmolación” (“Diario I” Trad. Eloísa Alvarez. Ed. Alfaguara, 1988, Madrid).
Y se matricula en la Facultad de Medicina de la Universidad de Coimbra.

UNIVERSIDAD
Atrás había quedado aquella ruidosa celebración del fin del bachillerato, con bacalao y vino verde a discreción. Ahora se encuentra en el ámbito de su voluntaria responsabilidad al entrar en la Facultad de Medicina. Vive en una de las tradicionales “repúblicas” estudiantiles, pero no comulga con la capa y la levita, símbolos anacrónicos -según él- de un pasado muerto, ni con la praxis académica.

Y permítaseme, antes de proseguir, una reiterada advertencia: que estas consideraciones biográficas que refiero están extraídas de sus “Diarios” y de su novela autobiográfica “La Creación del Mundo”, y entrecomilladas sus expresiones literales, a mi parecer, más oportunas e interesantes. (También hay referencias, en las páginas que siguen, de su hija Clara, de C.Cayron, M.Alegre, Antonio de Almeida, Arnaut, César A Molina, y otros, que seguiremos citando).

Continuemos. Estudia con interés y aprovechamiento, vive las huelgas estudiantiles de la época (Dictadura del General Gómes da Costa, 1926), de agresiones y algaradas callejeras. Pero, sumergido en crisis religiosas y libertarias de vanguardia, advierte que la Universidad no responde a sus interrogantes y, privada de su antiguo prestigio moral, pasa a considerarla en un plano secundario de su vida (“Paso por esta Universidad como perro por viña vendimiada. Ni reparo en ella, ni ella en mí” Diario I).

Hay que resaltar a estas alturas, sin ambages, las dos vertientes constantes que marcarán su vida, bien diferenciadas y simultáneas, la Medicina y la Poesía. “Dos hombres opuestos vivían en mí. El campesino camino de la licenciatura, pragmático, precavido, instintivamente necesitado de perpetuar la especie, y el poeta, sediento de absoluto, disconforme con la precariedad de las cosas terrenas, insociable y rebelde”.

Estaba matriculado en la Universidad cuando publicó sus primeros versos, sonetos y canciones, y nos refiere la indescriptible voluptuosidad que le produce tener entre sus manos las primeras pruebas impresas. Colabora en una revista literaria de afiliación vanguardista y en otros cuadernos poéticos que intentaban recuperar al Camoens viril y palpitante del auténtico Portugal. Tanto participa en libelos políticos reivindicativos, como se sumerge en crisis existenciales, de descreimiento o de amores y desamores, que a veces le atormentaban y le hacían vivir solitario, como “un alma en pena”. Emociones que no dejaban de incidir en la hondura de su inspiración poética.

PARÉNTESIS MILITAR
Adolfo está emplazado en la lista de reclutamiento de su pueblo natal, S. Martinho de Anta, pero despreocupado, pese al aviso de sus padres, no se presenta cuando debe en la oficina correspondiente, y es declarado prófugo. No tiene más remedio que acudir al cuartel ante un imperativo requerimiento, y realizar el doble tiempo de servicio militar.

Disconforme, por completo, con la disciplina, los uniformes y el ámbito militarista, sufre con resignación esta contingencia, y aprovecha, no obstante, para hacer un curso para oficiales y alcanzar el grado de alférez (Su coronel dice, refiriéndose a él, no haber visto en su larga carrera profesional una calamidad semejante).

FACULTAD DE MEDICINA
Rocha estudiaba con regularidad y no tenía mayores dificultades para aprobar las asignaturas en su tiempo y con la debida solvencia. Y si nos saltamos las vicisitudes estudiantiles de la época y el capítulo de los profesores, prolijo pero no relevante, dos singulares etapas condicionan su carrera médica: una es -nada más empezar- la miseria humana que observa y disecciona en los cadáveres de la morgue, y otra -tres años después- cuando percibe el paroxístico grito de un nuevo ser vivo, su incertidumbre vital, la explosiva angustia de un recién nacido.

La disección anatómica abre los ojos al apenas estrenado estudiante de Medicina, le hace profundizar de repente con la máxima seriedad en el ser del hombre, y se da cuenta, coincidentemente, que para él la ingenuidad de la adolescencia se ha terminado. A partir de ese momento valora en su justo valor las asignaturas básicas de la carrera médica: la anatomía, la fisiología, la bioquímica -los mecanismos y fundamentos del funcionamiento biológico del hombre- propias de los primeros cursos.

Años después, "el descolorido caminar universitario se anima de súbito cuando asiste por primera vez a un parto”. Había visto nacer a muchos animales, pero ahora siente una profunda emoción, la trascendencia de un libramiento, el grito ansioso de libertad de una nueva vida que emerge entre aguas meconiales y secreciones malolientes, y se estremece al escuchar el vagido animal de aquel ser recién parido. “Había encontrado la segunda frontera que jalonaba el espacio de la profesión que iba a abrazar”.

MÉDICO
Transcurridas las fiestas y alborotos que festejaron el fin de los estudios, y con el título de médico en la mano, no deja de pensar en lo que significa esta profesión: tomar la antorcha de tantos galenos que desde Esculapio, pretendían con rigor ser la esperanza de los afligidos. Consideraba, en esencia, la Medicina como una técnica aprendida y un apostolado asumido. Le aterrorizaba la responsabilidad de encontrarse ante un enfermo, de hacerse cargo de él, de “mandar” en el paciente, pero con el diploma en el bolsillo y con sus mejores intenciones se encamina a su pueblo a ejercer la práctica de la Medicina.

MÉDICO EN SAO MARTINHO DE ANTA
Nos cuenta Adolfo Rocha las reticencias y aún hostilidad con que le recibieron sus paisanos, lo cual, sumado a cierta incomprensión de su propia familia y a la pobreza de las gentes, le lleva al rápido presentimiento de los obstáculos que tendrá allí para instalar un consultorio. Por si fuera poco el alcalde, un tal señor Barros, reservaba para su hijo -a punto de terminar la carrera- el puesto vacante que quedaba en la comarca, y juraba, además, “que nunca nombraría médico municipal a un bolchevique notorio”.

Estaba allí, sin estar. Su natural desaliño había terminado en descuido total. Se dedicaba más a la caza, su gran afición, que a los pobres enfermos, “que no iban más allá que darle un par de patos o tres docenas de huevos, mientras los ricos se iban a los balnearios de Chaves o de Vidago”. Así las cosas, no pudo resistir mucho tiempo.

De esta etapa agridulce, nos quedan esas dificultades que sufría para el ejercicio médico y, en otro sentido, su amor al paisaje y la pasión poética que le embargaba. Y permanecen lúcidas, sus certeras observaciones sobre la fatalidad campesina ante la enfermedad y la muerte.
- "Feliciano se ha muerto..."
- "Le habría llegado la hora..."
“El que las campanas doblasen por la muerte de un niño era algo tan natural como llamar al Angelus. Si la campana grande llamaba con su vozarrón potente entonces sí que recorría la vega un estremecimiento de terror. Pero si badajeaba la pequeña, nadie hacía caso.
- Parece que se oyen campanas..
- Es un niño...
Y la yugada continuaba, ajena a las enteritis de primavera que diezmaba a la infancia de la parroquia.
Dios anda recogiendo la mies... (“Diario, 1932-1987, ed. Alfaguara, Madrid. Trad. Eloísa Álvarez).

No descuidaba, entretanto la poesía. Su último libro publicado (a sus expensas) había sido un fracaso. Le faltaba técnica, reconocía. Y se concentraba en un mejor conocimiento y aprendizaje.
Vuelve a Coimbra, que también parece rechazarle: hasta sus compañeros se incomodan con su presencia. Sólo algún librero le anima a proseguir con sus publicaciones. ¡Escriba, escriba!... No debía -pensaba- traicionar su destino de artista, pero se preocupaba por una realidad inmediata: la búsqueda de una plaza de médico en algún pueblo ó en una clínica de la ciudad.

MÉDICO EN SEMIDE (VILA NOVA, MIRANDA DO CORVO)
Por fin, le ofrecen una sustitución de médico municipal en Sendim (un juego más de traslocación metonímica) y accede, tanto por la necesidad económica en que se encuentra, cuánto por la proximidad a Coimbra, a dónde podía enviar los pacientes graves (al hospital) y visitar bibliotecas, librerías y talleres tipográficos.

“Cuando acepté el ofrecimiento de mi colega, ni de lejos sospechaba que iba a recibir la herencia macabra de una epidemia de fiebres tifoideas… No tenía manos para atender tantas llamadas, de día y de noche. Para mi suerte no murió nadie. Y ese triunfo hecho de desvelos y casualidades, generó alrededor de mí un halo de confianza, consolidado después por el parto de Deolinda”.

“Hacía tres días que (la muchacha) sufría con el feto atravesado en el vientre y me llamaron que la viera después de que la partera se había desentendido del asunto. Más acongojado que el marido, hice de tripas corazón, me arremangué y empecé a actuar. Pero la pobrecita, que no era de las más valientes, en cuanto vio el forceps sobre la mesa, empujó de tal manera que por poco me planta la criatura en la cara. Cuando ví al crío fuera, me sentí tan aliviado como ella”.

Vivía sólo en una casa nueva, sin apenas muebles, de modo ascético, y escribiendo en cuanto podía, folios y más folios. “Las páginas sangraban como heridas abiertas y los poemas parecían aullidos”.
“Mucho escribe usted, doctor,” decía Isabel, la criada, que reforzaba involuntariamente mi conciencia de escritor.
Isabel esclava para todo, me trataba respetuosamente de doctor y salía de la habitación en cuánto el coito terminaba”...
Un par de días a la semana, si le era posible, coge el tren que va a Coimbra en la estación que distaba cinco kilómetros, a dónde camina a pié ó corre, hiciera sol o diluviara, y allí tiene tiempo parra fundar una revista independiente, ”Facho“ (Antorcha), que muere nada más nacer y, a continuación, otra, “Trajecto”, más duradera.

Destacan de este período sus descripciones médicas, y elegimos algunas como ejemplos singulares:
“Toda la región estaba asolada por la lepra. Me impresionaba verlos (a los leprosos) por allí, diseminados como hongos podridos en el paisaje sano. Había una cierta contradicción alarmante entre la belleza grandiosa del panorama y los cuerpos corroídos de aquellos infelices. Orejas deshechas, manos amputadas, pies deformes.”
“...Me encontraba en cualquier momento sin máscaras ni biombos (como en los hospitales), tísicos que escupían los pulmones en la bacinilla mientras les auscultaba, cancerosos que alimentaba con morfina, leprosos repugnantes. Días y días, y noches cuando era necesario, oyendo quejas, gemidos, sollozos, y acudiendo a cada desesperación precariamente” (“Diario I”).
Sorprende la amarga dureza con que se refiere a ciertas miserias morales de la profesión que, en tal grado, no sospechaba. Había rehusado la corrupción que llamaba a su puerta, pero muchos se dejaban contaminar: “herederos degenerados” de los viejos médicos paternales del pasado, auscultaban a los enfermos tocándoles la cartera. Industriales del arte de curar, prosperaban en la complicidad con sórdidos curanderos, que le abastecían de mercancía. Socios de grupos mafiosos, después de chuparles hasta la sangre a cada desgraciado, individualmente lo encaminaban a la ciudad y lo metían en un via crucis, en el que cirujanos conviventes le quitaban el apéndice, la vesícula, las amígdalas u otro órgano cualquiera”...
Sin embargo, Adolfo Rocha, con honradez y luchando con la competencia de tales colegas, pudo consagrarse a aquellos lugareños de Sendim (Semide) y llevarles durante algunos años, salud y esperanza, procurando cada día su confianza -la mejor arma del médico rural- y a la vez dignificar la profesión que le entusiasma.
Por desgracia, el médico al que sustituía regresó a su puesto y aunque el alcalde le propuso continuar, le exigía garantías políticas y el refrendo de la policía. No era posible, tuvo que renunciar a aquella experiencia rural que había realizado con total entrega y mucha pericia médica.
Coincidiendo con el avatar de una operación quirúrgica personal, abandona con pena aquel pueblo anidado en la falda de la sierra del Singral, orientado al frío y helador norte, rodeado de pinares y pastizales, que tantas experiencias le había proporcionado.

Retorna a Coimbra, tan perplejo como el día posterior a la licenciatura, y reflexiona sobre su inmediato futuro: ni le apetecían las llanuras del Alentejo, ni las cercanías del Miño (aunque necesitaba monte -afirma- para sobrevivir). Y aunque lo que más le gusta es la práctica de la Medicina General, opta por estudiar una especialización que le permita residir en una ciudad, proteger su salud ahora precaria frente a las inclemencias del tiempo y a una prolongada disponibilidad horaria. Se decide por la otorrinolaringología. Ejercita con un compañero de la especialidad, se empapa de los textos correspondientes y de las técnicas quirúrgicas. No tarda en conocer sus principios esenciales y alguno de sus secretos (“el drama amurallado de la sordera”).

“Pero mi entrega cotidiana al espéculo y al diapasón por muy porfiada y consciente que fuera, no conseguía darme la paz. El sentimiento de vacío que me había dejado la supresión de “Trajecto”, me arrasaba por dentro como una gangrena”. La poesía como irreducible constante de su vida.

“Me dispuse a continuar, con inusitada aplicación, el oficio de curar y el suplicio de escribir, sin ningún tipo de ilusiones en cuanto a las dificultades de la empresa. El ambiente político cada vez más asfixiante, estrangulaba toda independencia. La dictadura catedrático-castrense (Salazar antes de primer ministro, era catedrático de economía en Coimbra) había transformado la nación en un espacio de terror en dónde el silencio tomaba cuerpo en el sello oficial de la censura, y los inconformistas se ahogaban bajo la pesadilla latente de la policía secreta. Fomentada demagógicamente y cubierta por un manto cínico de impunidad, la corrupción había invadido hasta las profesiones con juramento moral. Nadie podía hablar de civismo, de deber, de honradez, ni de libertad. Una cobardía profunda... de seres vegetativos..”

Consciente de todo ello, se dedica a estudiar a fondo la especialidad y a practicar ya con sus pacientes en la clínica, hasta considerarse competente para su ejercicio. Y a pesar de ciertas dudas sobre la Medicina en la ciudad, que cada vez le repugna más -componendas, dicotomías, porcentajes de los laboratorios, ganchos para captar clientes- se decide a instalar su consultorio en Leiría..

LEIRIA (1939)
Se establece pues como médico otorrino en esta ciudad que no dista mucho de Coimbra -apoyo médico y respiradero literario- y disfruta de su admirable contorno rural.

La atmósfera del trabajo médico le absorbe durante el día, y las noches las dedica a su labor literaria. Percibe, no obstante, que mientras en la profesión se hace con su práctica de modo solvente, en sus libros poéticos cada día tropieza con escollos e impedimentos. Se mosquea cuando sus críticos dicen que es un buen médico y un regular poeta: "necesitaba que respetaran sus motivos profundos para mantener en el acontecimiento íntimo del ser poeta junto al acto público de ser médico“, al unísono el campo de sus virtualidades y el compromiso de su título académico.

Se escapaba los fines de semana por valles y sierras, de caza y al reencuentro con la naturaleza, y cuando volvía de recorrer estos caminos sin rumbo se prodigaba en las vías literarias, en una tensa inspiración lírica ó en la consecución de una prosa coloquial, fraterna, generosa.

En ocasiones regresaba a su tierra natal, a la búsqueda de sus raíces y tradiciones, al escenario de su niñez (la torta de carne, el agua de sus fuentes, la romería de la Virgen del Amparo).

Aumentaba su clientela en paralelo con su celo profesional, horas y horas en su consulta, que no le hacen olvidar su imperiosa necesidad de escribir. Crecen sus éxitos y los pacientes le piden una mayor dedicación al oficio, y sigue editando libros: uno de ellos “El cuarto Libro” de la “Creación del Mundo”, es secuestrado por la policía (por sus referencias a la guerra civil española y a Mussolini) y Torga es encarcelado en Aljube. (Allí tiene la oportunidad de resolver el edema pulmonar de un carcelero, con una sangría y tónicos cardio-respiratorios). Permanece tres meses en la cárcel, y aprovecha para escribir algunos poemas de resistencia política, así “Ariane”.

En 1940, un año trascendente para él, se casa con una joven lusista belga, Andrée Crabbé, que conocía desde meses atrás, y que residía en Coimbra, a dónde había llegado para hacer unos cursos de Letras en la Universidad. “Voy a intentar cumplir como marido, le había dicho, pero quiero que sepas, ahora que todavía estás a tiempo, que en cualquier circunstancia te cambio por un verso.”

MÉDICO OTORRINO EN COIMBRA (1940)
Nos cuentan sus biógrafos que abrió el consultorio -muy austero- en Largo de Partagem, nº 45, y que allí ejerció la especialidad durante más de cincuenta años. (Su placa profesional en la puerta, decía: Adolfo Rocha. Médico especialista. Ouvidos, Nariz e Garganta). Lleva una vida tranquila, pero muy laboriosa, entre la Medicina y la Literatura. Disfruta del cielo límpido y abierto de la ciudad, como si estuviera en Grecia o en Italia. Conoce bien las librerías y las tipografías, y alguna tertulia. “Con vistas al río y a la ciudad, el despacho era su ventana al mundo”.

Vuelve poco a poco su clientela, a pesar de las campañas de descrédito que le lanzan, bien orquestadas, casi maquiavélicas (cirujano bolchevique, le dicen). Mas sus pacientes saben que “ateo o no, comunista ó anarquista, ponía la dignidad de mi profesión por encima de mis intereses”. Y hasta le perdonan su desviación literaria.

Había salido una plaza de médico especialista en Buarcos, con poco sueldo, dos días a la semana: pasar consulta y operar, en la Casa de los Pescadores.. “Pero el poder no podía tolerar mi presencia, ni siquiera allí. Poco tiempo después me despidieron. Ningún puesto, del más alto al más bajo, se cubría sin el aval de la policía política. No les detengan, en lo posible, háganles la vida imposible” No le perdonaban que fuera un adversario acérrimo del Régimen. Hacen dimitir, también, a su esposa Andrée, como profesora de Instituto, y la censura se ceba sobre sus ediciones: una colección de cuentos es prohibida de nuevo,

Su vida profesional va bien, incluso demasiado bien, aumentan los enfermos y su fidelidad. Es su salud la que flaquea, y tiene que acudir a los balnearios, y aún visitar a algún cirujano.

A pesar de su práctica médica y quirúrgica, “seguía tratando a los pacientes con el mismo pavor de mis primeros tiempos, me quedaba sobrecogido ante aquellos seres, enteramente desconocidos un minuto antes, indefensos, que exhibían confiados las miserias de su cuerpo y de su alma... Empezaba a tener clientes de dos o tres generaciones. Padres, hijos y nietos, y éso me confortaba y estimulaba..”

Y abundaba, en otra ocasión: “Yo no tengo nervios para habituarme a la rutina ni para dormitar bajo la costra profesional. Cada consulta es siempre para mí, a pesar de ser casi viejo en el oficio, una iniciación de novato, un martirio de expresión serena. Sonrío por fuera y me concomo por dentro.”

“En mi larga carrera de médico, sólo he tenido una preocupación: entender el sufrimiento ajeno incluso cuando me parecía objetivamente injustificado... Y he oído en confesión más que he auscultado, me he valido siempre más del corazón que de la sabiduría. He secado más lágrimas que recetado medicamentos. He hecho de la esperanza la gran arma de mi arsenal terapéutico. Esperanza que yo mismo no tenía muchas veces, pero que, incluso fingida, hace milagros. No hay persona más crédula que un desesperado. Mentirle, engañarlo, es casi una obligación moral. ¿Se le podía dar alguna solidaridad más beneficiosa?“ (“Diarios II“).

Sigue ejerciendo la Medicina en Coimbra, su amada ciudad, y lo hará casi hasta el fin de sus días. A los 84 años un día de abril, escribe: “Paisanos míos, enfermos, que vienen a consultarme, como única solución de enfermedades graves, difíciles, complicadas, que me crean siempre problemas de conciencia”.

A los 85 se deshace del consultorio, y todavía se lamenta: “Mil circunstancias adversas se han conjugado encarnizadamente para ello. Adiós a mi viejo reducto, en el que tanto he luchado como hombre, médico y poeta”. Le regala el material quirúrgico al Hospital de la Misericordia, y el mobiliario al concejo de S. Martinho de Anta, una prueba más del amor de donación que ha prodigado toda su vida.

Es sorprendente tan lúcida y generosa dedicación humanitaria a lo largo de sesenta años. Y para no excedernos en estas excelentes anotaciones médicas, extraídas entre otras muchas no menos clarividentes, citemos una de sus loas a la profesión: “El amor al prójimo, que los discípulos oficiales de Cristo predican de memoria, es eso que mi profesión me enseña diariamente..., estar siempre disponible para ayudar a mi semejante, de noche, de día, a todas horas, con la misma solicitud, la misma paciencia, la misma comprensión. Oir lamentos, secar lágrimas, suavizar sufrimientos, sembrar confianza. Darle a cada alma que sufre una solidaridad real, siendo concretamente servicial, como el autor del mandamiento lo fue, imponiendo las manos, exorcizando, curando y resucitando...”.

Cuando pasa tres días y tres noches sin comer y sin dormir, junto a un enfermo, que felizmente sale del peligro, reseña: “Mientras duró el temporal, maldije mil veces mi profesión de médico, pero cuando ví que amainaba, bendije una vez más esa intuición providencial que guió mis pasos hacia el mundo de la anatomía.”

En Coimbra, el 8 de diciembre de 1984, el año anterior a su muerte, en la inauguración de una Sala del Colegio de Médicos a él dedicada, escribe unas palabras de agradecimiento, júbilo y comunión, en el momento festivo en que se reúnen los voluntarios de un mismo destino humanitario.

Es un discurso que suena a testamento, y que me conmueve al transcribirlo: “En este lugar de confraternización que sin duda va a ser de generaciones futuras, público homenaje a todos los miembros del Colegio al que, desde hace sesenta años, tengo la honra de pertenecer y el gusto de sentirme en su seno, útil y justificado socialmente. Nacido también para ofrecer sacrificios en el altar de Orfeo, ha sido en el de Esculapio en el que he depositado mis mejores ofrendas de hombre y de ciudadano, uniéndome modestamente a esa legión interminable de los que han hecho el juramento hipocrático y que, del Norte al Sur de Portugal, día y noche, incansablemente, lo sirven y dignifican. Primero, recorriendo montes y valles, y superando todas las carencias y dificultades, después, en un consultorio ciudadano, ya mejor dotado técnicamente, he dado lo mejor que había en mí, mitigándoles el dolor a ricos y pobres, y combatiendo la muerte en lechos opulentos y catres míseros. Y conociendo desde más cerca a mi semejante, que no es nunca tan sencillo como parece: una tosca y humilde criatura, ó un refinado y engreído individuo, pero también un complicado pobre ser de carne y hueso que, sucio o limpio, culto ó inculto, lleva sobre sus hombros la pesada cruz de la vida y gime con la misma flaqueza cuando la fatalidad lo abruma. Y también comprobando hasta qué punto una profesión liberal puede perder en la práctica su carácter de mera actividad y alcanzar fueros de imperativo moral. Cuándo aún estaba empezando, el médico, el sacerdote y el maestro formaban el triunvirato providencial y respetado en que descansaba la paz física, espiritual y mental de una comunidad. Era éste la fianza de la salud del cuerpo, la esperanza de la vida eterna y el bien supremo de la instrucción.

Con el proceso acelerado que todo lo altera, es forzoso reconocer y lamentar que, por lo que a nosotros respecta, lo que hemos ganado en saber profesional, lo hemos perdido en humanidad. Pero si han cambiado las formas de relacionarse con los enfermos, no han acabado las calamidades y el sufrimiento. E incluso desprovistos de ese prestigio carismático, nosotros los médicos seguimos siendo la última puerta siempre abierta, a la que llama, confiada, la desesperación. El pueblo atormentado necesita cada vez más nuestros cuidados y nuestra atención... Somos aún los cirineos compasivos del calvario humano. Ningún otro elemento de la sociedad nos aventaja en servicios prestados.

Unas palabras del orgullo de pertenecer a nuestra gloriosa familia hipocrática. Y deseo que el futuro siga perteneciéndonos, por el saber, por la dedicación, por la compasión y por el amor... Monjes profesos y laicos de un Colegio civil y sagrado“. (“Diarios II. Ultimas páginas. 1987- 1993. Alfaguara ed. Madrid).

MIGUEL TORGA, ESCRITOR
En Coimbra, por entonces, entra en una frenética actividad literaria: escribe y publica sin parar poesía, obras de teatro, novelas, cuentos. Funda otra revista, “Momento”, y comienzan a llegarle los primeros reconocimientos críticos extranjeros, mientras en Portugal, por su animadversión al Régimen, el silencio sobre sus libros es total. Pasaba horas y más horas en el consultorio, pero sin olvidar jamás su vena poética, coincidente en el lugar y en el tiempo“. Porque yo soy artista, nos dice. Hacer un reconocimiento como yo lo hago y recetar como yo receto, cualquier colega mío, honesto y medianamente hábil, puede hacerlo. Pero escribir los versos como yo los escribo, buenos o malos, sólo yo. No respondo a diatribas malintencionadas(de grupúsculos literarios: buen médico, mal poeta). Después de todo, lo que en mí les inspira respeto es el médico que de vez en cuando les limpia la nariz o les arregla el hígado. El poeta nunca les ofreció un interés esencial, a lo mejor porque no les gusta lo que escribo, o quizá porque en Portugal el artista nunca ha gozado de gran consideración.”

Insiste, en otra ocasión, para explicarlo con cierta sutileza:
- ¡La Medicina produce muchos escritores!
- ¿Por qué será ?
- No es que la Medicina los produzca. Esta se limita, sencillamente, a conservar ese don en los que han nacido con él, y no es poco. Al contrario de otras profesiones que ahogan en el individuo el espíritu de aceptación y de comprensión de su semejante, ésta lo favorece. El médico, como tal médico, no puede cerrar las puertas de su alma ni apagar la luz de su entendimiento. Todos los seres humanos recurren a él a todas horas: el que sufre, el que finge, el que tiene miedo, el que desvaría. Y únicamente la gracia de una cierta dimensión afectiva y mental le permite corresponder eficazmente a tantas y tan diferentes llamadas. Ahora bien, esta dimensión está implícita en la condición del artista, el más receptivo y el más perceptivo de los mortales. Por eso cuando la casualidad superpone a una vocación creadora el ejercicio clínico, no hay dramas sangrientos. La pluma que escribe y la que prescribe cohabitan armoniosamente en la misma mano”. Se convierte así en un máximo ejemplo de la fusión de literatura y vida. Su lema es: curar y crear. (“Diarios II ).

La producción literaria de Torga es enorme, tanto en poesía como en prosa. Comienza su labor poética con “Ansiedade” de 1928 y en el grupo Presença (con Branquinho da Fonseca y Bettencourt), después “Rampa”,“El otro Libro de Job”, “Odas”, “Algunos Poemas Ibéricos”, “Penas del Purgatorio”, “Orfeo Rebelde” (del 58). “Cántico al Hombre”, “Nihil sibi”, etc… y sigue publicando poesía a lo largo de su larga vida. “El poeta no muere nunca. Yo seré poeta hasta mi muerte”.

En las publicaciones de ficción, que inicia con “Pan Azimo” (de 1931), continúa con “La Creación del Mundo” (en varios tomos, desde 1937 a 1981)), “Bichos”, “Montanha”, “Rúa”, “Vindimia”, “O senhor Ventura”, “Novos Contos da Montanha” y otras muchas narraciones cortas. Mencionemos, por último, “El Diario”, su valiosísima obra en 16 volúmenes (1941 - 1995). Como escritor dramático, mencionemos: “Terra Firme”, “Mar”, “Paraíso”…

El escritor que pretendiera alejarse del utilitarismo mercantil de los editores o del uso espúreo de los partidos políticos, para considerarse independiente debía buscar una fuente de subsistencia en otra actividad profesional. Y éste es el caso de Miguel Torga, que se hace médico y puede editar así, a sus expensas, los libros que va escribiendo, libros, por tanto, de autor, en rústica y baratos.

Recordemos que la Literatura por más ecuánime y “fría” (en el concepto de Gao Xinghan) que procure ser, refleja una individualidad privada, la del propio escritor, y un preciso contorno social del lugar en que se asienta y vive, fácilmente apreciables en cada texto. Torga tiene además por paradigma intelectual a Camoens, “apegado al nido y suelto, desasosegado, errante, configuración perfecta de una universalidad mental enraizada”.

Al escribir siempre pegado al terruño natal, al identificarse con las gentes, con sus problemas y calamidades, no puede evitar en algún momento su compromiso moral con un partido político, el socialista (que él, por cierto, ha negado siempre) del que sale pronto trastabillado, con una desconfianza que le hace volver a su literatura independiente, impregnada de solidaridad con el pueblo, desde una visión comunitaria y una pizca anarquizante: reivindicando su soledad, fiel a sí mismo y a la unidad permanente de su obra y su vida. No olvida, repito, que el escritor tiene una grave responsabilidad ante la sociedad en que le ha tocado vivir: observarla, relatarla, sí, pero también vivirla y denunciarla, aunque sólo aparezca como una verdad notarial: algo más, pues, que un testimonio “frío” y distante. Torga se convierte así, desde su posición solitaria, en un singular símbolo de la lucha intelectual y del inconformismo portugués contra el Régimen Dictatorial.

El escritor se sumerge en la realidad de la vida portuguesa, desde la excelencia de sus obras, en particular, la memorialista “Creación del Mundo” y, confesionalmente, en su “Diario”. Si en la primera reflexiona con amenidad e ironía sobre sus rasgos y circunstancias autobiográficos, tal unas memorias precoces y noveladas, en éste logra el tono y la gracia de los dietarios, la llaneza de un espacio literario que conmueve al lector. Más allá de novelar lo cotidiano, la arcaica sencillez de su prosa expresa una filosofía de lo lusitano -del ser portugués- y habla además de la Naturaleza, de los paisajes, de la caza, de la aventura descubridora y colonial, de los viajes, de lecturas, de arte y arquitectura.

Me gustaría insistir sobre estos excelentes Diarios torguianos. Más que confesiones, qué también lo son, se trata de aproximaciones al día a día, del presente real, que recorren unos 60 años (desde 1932); incursiones en la intrahistoria de su región y de sus compatriotas y a veces, por sorpresa, en la gran Historia, como cuando sitúa los orígenes del portugués en el hombre dolménico. Conversaciones fragmentarias, relatos, ensayos, aforismos, fábulas, críticas artísticas o literarias, poemas y desahogos líricos, notas de viaje, constituyen un devenir ininterrumpido en el que cabe todo, hasta la queja, el plañido o la inquietud desesperada. Desborda el concepto limitado de diario íntimo, de privacidad (como rezuman las 16.000 páginas de Amiel), para extenderse en meditaciones sobre el alma portuguesa y, como ya citamos antes, sobre las precariedades sociales de sus paisanos (Los críticos franceses le comparan con un moralista, con Montaigne. Al cual, por cierto, se estima de posible origen portugués, de los Montanhas, judíos perseguidos y asentados en Bragança).

Torga resulta ser un prosista culto, comunicativo, cuya transparencia y exactitud y su falta de retórica (corrige, relee, cierne y vuelve a corregir), deben atribuírsele -en gran medida- a su formación médica y científica. Anota cada día (durante muchos años) un diálogo comunitario, una llamada a los otros, más que un pulso consigo mismo, al modo de Canetti o Pessoa, y consigue, como memoriógrafo, un ejercicio lingüístico de auténtico estilo literario.

Sus cuentos y relatos cortos son los propios de un maestro del género. Argumentos rápidos, premuras y sorpresas proponen el mayor grado de sobresalto o contenido temblor; realidades entremezcladas de ficción, conectadas de modo extraño por la inventiva del autor que dibuja un relato atrayente y sorpresivo. Digamos que algunos relatos corresponden a una narración tradicional de diseño humorístico, irónico o dramático, con un final lleno de lógica campesina, ó muy enigmático. “Bichos” o ”Nuevos cuentos de la montaña”, son dignos de pertenecer a cualquier antología mundial del cuento, y comparables a los de Eça de Queiroz, a veces trascendentes y alejados de cualquier regionalismo.

Terminemos este capítulo con una mención a la poesía. Si los “Diarios están escritos a media voz, en un tono menor que permite la adecuada cocción y el logro de su punto literario, su poesía “grita”, convierte el insulto en un hervidero de gritos. Admira a Antero de Quental y a Unamuno, a Góngora y a Elliot, y a los poetas españoles de la Generación del 27 (Lorca, Alberti, Dámaso Alonso). Y no puede olvidarse que perteneció al movimiento vanguardista de “Presença”, afincado en Coimbra, con Regio, Gaspar Simôes, Branquinho da Fonseca, de gran resonancia literaria en el país, y del que se aparta en 1930, al apreciar su excesiva especulación estética, una deriva hacia el arte puro y no escuchar el ruido del mundo, es decir, por no poner los pies en la tierra, inclinándose más por la teoría y la crítica literarias.

Torga es un poeta vigoroso, individualista, al margen de escuelas y movimientos, popular y casi mítico, de tal manera que muchos de sus poemas se convirtieron en cantares para el pueblo, y los más intimistas, fueron origen de la letra de conocidos fados. Sus vínculos con la tierra, de la que es el gran poeta y cantor, no le permitieron nunca la huída hacia el exilio. Vibra con las fuerzas universales y su rebeldía irrumpe en nítidos versos, de sutil cadencia rítmica. En ocasiones, son versos en apariencia de arte menor, arcaizantes, agrarios, pero, aún así, de una profundidad casi cósmica..

Torga es, por fin, el poeta de la libertad. Baste recordar sus poemas llenos de ira cívica, y de citar su lucha contra los totalitarismos de Salazar y Caetano, contra el franquismo y frente a Mussolini.

PREMIOS Y HOMENAJES
Patente objetor de las dictaduras, Torga rechaza los premios oficiales, aquellos que proceden del Régimen, por más que el público reconozca sus méritos. En 1960 varias Universidades francesas le proponen para el Nobel (en años sucesivos será solicitado por otras Instituciones), y que finalmente nunca va a recibir.

Es a partir de la Revolución de Abril de 1974, cuando comienza a aceptar las distinciones, primero las extranjeras, como el Premio Internacional de Poesía, en Bruselas, ó el Premio “Montaigne,” y ya, después, los nacionales, en particular el Premio “Camoens”, el de mayor relieve en los territorios lusos, y el “Vida Literaria” de la Academia de Escritores Portugueses. Se suceden los homenajes de otras Asociaciones y de las Universidades, en concreto la de Coimbra (a la que continúa siendo reacio), del Goethe Institut, de los Críticos Literarios Internacionales, etc…

A PROPÓSITO DEL PSEUDÓNIMO
Podía referirme a la originalidad o el ocultamiento que significa un pseudónimo en la vida de un artista, o de una transfiguración profética como algunos especulan, pero la explicación que nos da el autor el dos de julio del 89, en Coimbra, es muy aclaratoria y ahorra cualquier otro comentario:
“¡Qué inconsciente fui cuando, en 1934, en la letra impresa di nombre y entregué a la saña farisaica, con un beso simbólico, a ese Cristo que metafóricamente supuse que existía en mí, en el que el escritor y médico Adolfo Rocha adopta, para todos los efectos, el pseudónimo de Miguel Torga, con el que honra a los grandes heterodoxos españoles Miguel de Cervantes, Miguel de Molinos, Miguel de Unamuno, y al arbusto trasmontano y beirano “torga” (urce, brezo) que se hace resistente y da flor a pesar de enraizar entre piedras!, y cuánto me han dolido los remordimientos de ese momento traidor, que parecía un simple bautizo literario y era un destino despiadado, despiadadamente impuesto!. Dividido desde entonces en dos mitades con responsabilidades desiguales, una, condenada a la cruz de una existencia emblemática, rectilínea, coherente, sin transigencias de ningún tipo, y la otra ceñida simplemente a la ética profesional, a las leyes del civismo, así he atravesado los años, firmando libros y recetas, fiel a una dicotomía absurda, con la íntima mortificación de haber sido verdugo de mi mismo. Dando cada paso con corazón sobrecogido, siempre atento a la voz acusadora de mi identidad profunda, disconforme con esta angustia de vivir sin saber nunca cuando estoy violentando y traicionando al hombre natural en beneficio de la personalidad inventada” (“Diarios II. Últimas páginas. 1987-1993” Ed. Alfaguara. Madrid).

En cualquier caso, nos queda la verdad de Adolfo Rocha, aquel hombre de elevada estatura, altivo, de rostro enjuto, facciones recias y doloridas, manos grandes de campesino, de trato áspero, pero siempre digno y humilde; serio y apesarado pero capaz, también, de una gran ternura. Un hombre raro, solitario, de una pieza, pero excepcional. Cazador empedernido, místico y filósofo de dudas unamunianas, pero siempre solidario y cívicamente ejemplar.

Un buen amigo portugués me trae el “Jornal de Coimbra”, del 24 de diciembre de 2003, con la noticia de la donación de Clara Rocha de las “Cartas de amor“ de sus padres, Andrée y Adolfo, a la Ciudad de Coimbra, y lo que es tan importante, la cesión y venta del chalet en que vivió la familia Rocha-Cravée a la Cámara de Comercio, que lo convertirá en un Museo “vivo”, de pertenencias, manuscritos, estudios y resonancias torguianas. Gracias sean dadas a la generosidad de Clara, profesora de Literatura en Lisboa, y a las autoridades de Coimbra, por su compromiso y loable disposición.

MIGUEL TORGA, POLÍTICO
Hay una constante que marca su compromiso cívico y social: el vivir desde edad temprana bajo la férula de regímenes dictatoriales. Esta circunstancia histórica decidirá su compromiso de artista y, en último término, su vida política, tal como ya hemos citado en páginas anteriores. Se expresará, de inicio, en “Manifiesto” y en otras revistas juveniles inmersas en la lucha contra las prohibiciones y reduccionismos estatales.

Pero quizá sea, con ocasión de la Guerra Civil española, cuando su posición toma caracteres definitorios. Percibe sensiblemente la lucha fratricida de nacionalistas y republicanos como cuestión próxima , abunda en los ideales revolucionarios y en la congoja por el sufrimiento de sus vecinos, en el luto por los caídos… Al manifestarlo en el “Cuarto Libro” de su Creación del Mundo, es apresado por los censores y la policía de Salazar, y encerrado tres meses en la cárcel de Aljube. Allí escribe poemas de resistencia política, así “Ariane”, y a la salida del encierro, los recios “Poemas Ibéricos”.

Otro tiempo de su tribulación histórica corresponde a la segunda Guerra Mundial, período que vive con gran intensidad e inquietud; y ya en el plano doméstico, cuando participa en las campañas de Humberto Delgado, por lo que es de nuevo encarcelado y, como testigo, en el juicio plenario.

Suscribe diversos Manifiestos de Escritores del País, solicitando el restablecimiento de las libertades públicas, la apertura política y la instauración de grupos y corrientes de oposición democrática.

Llega, finalmente, el esperadísimo suceso político, la Revolución del 25 de Abril, en 1974, de lágrimas, alegrías y claveles, de cuya pública euforia Torga no participa demasiado, sospechando de la intervención de los militares que en años previos había resultado tan nociva para él y para toda la nación.

Acude a los festejos del primero de mayo, con la misma reserva. Impelido por un imperativo moral, su obligatoriedad cívica le lleva a concurrir ( de mala gana, nos dice) a los primeros comicios del Partido Socialista en Coimbra y en Sabrosa, e interviene también en otros eventos socialistas, con solidarios y pedagógicos discursos (Y es que, según M.Soares, representaba la figura de referencia del socialismo democrático en la región de Coimbra). Sin embargo, no tarda mucho en desconfiar de los políticos profesionales y en desilusionarse de las campañas y mítines, y se vuelve de lleno a su labor literaria y médica, reivindicando su soledad y su independencia.

Con respecto a España, fue siempre un iberista convencido, un portugués hispánico, que hacía compatible una “Patria Cívica” con una “Patria Telúrica” (como nos recuerda C. A. Molina). Apasionado por el país vecino, pretende una unión cultural más que política, en la línea de Unamuno y Oliveira Martins. Y, en años posteriores, afirmará que le parece mejor resuelto el proceso español hacia la democracia que el emprendido en Portugal, proclive a la corrupción.

Tampoco debemos olvidar sus viajes a las Colonias Portuguesas, a Angola y Mozambique, después a Macao y Goa, que indican su gran interés humano por conocer la realidad de los hechos acaecidos y sus consecuencias catastróficas para la vida y hacienda de muchos de aquellos hermanos portugueses (sólo en Angola, por la guerra, se contabiliza hoy un millón de muertos).

Resumía Torga -en 1988- su conducta política, diciendo que había querido ser y permanecer hombre independiente. Que sentir, se sentía socialista, pero que en el fondo perduraba cual anarquista, como un rebelde (¡Cuánto le hubiera gustado conseguir -soñaba- un humanitarismo campesino en Trás-os-Montes y en la Beira Alta!).

En sus postreros años fué muy reticente -muy crítico- con la Unidad Europea y el Tratado de Maastricht, pues temía una merma cultural e identitaria a favor de una exhaustiva intervención económica. Y no dejó nunca de interesarse por los problemas internacionales: la Unión Soviética, la reunificación alemana, los Balcanes, Sudáfrica, la Guerra del Golfo...

Y concluyo este rápido panorama político en la biografía del gran escritor, con una de sus lúcidas aseveraciones: “Medicina, literatura y política, por orden decreciente. La obligación, la devoción y la mortificación”, que nos explica, con claridad, hasta dónde alcanzaba su deber cívico y sus inclinaciones personales.

LOS VIAJES
Miguel Torga fué un gran viajero, conocía profundamente su país, y de este conocimiento surgió su libro “Portugal”, que habla de itinerarios, de rutas, de monumentos históricos, un ”periplo por los reinos maravillosos”, pero que lo calificaríamos mejor de guía espiritual de una nación. En toda su obra existen referencias a las diversas regiones, con predilección de las provincias norteñas, y a las ciudades, a Coimbra, en particular, que eligió para vivir por su equilibrio urbano y la proximidad del campo, equidistante entre las sierras montaraces y las playas lisboetas. Valora los paisajes y la arquitectura, y siempre -y sobre todo- a las gentes. Recorrió con su esposa Andrée en coche, en autobús, a pie, en bicicleta, en tren, en barco, todos los rincones: los ríos, la sierras, los parques naturales, las playas y el litoral. Gran aficionado a la caza “pateaba” los montes y valles, y buen caminante agotaba a sus compañeros y a los propios perros en sus correrías.

Viajó con frecuencia a España de norte a sur, y hasta el Mediterráneo, pero consideraba a Galicia como cosa propia (y los escritores gallegos le tenían, a su vez, por un patriarca de sus propias Letras). Recorría Madrid, y no olvidaba los itinerarios de Ramón y Cajal, al que admiraba. Y peregrinó las rutas manchegas del Quijote por su reverencia a Cervantes. Decía que comenzaba a visitar los pueblos y las ciudades por las iglesias y las catedrales, y sentía singular devoción por los pequeños templos románicos que le conmovían por su sencillez y su hondo misterio. Viaja por Europa: Francia, Suiza, Bélgica, Italia, Austria, Alemania. Y repite sus visitas a Roma, Venecia, Pisa, Florencia (que identifica con Coimbra), Nápoles, Sicilia... que le fascinan.

Acude a Grecia y a Turquía, a Méjico, a Estados Unidos, y a Brasil, que es su otra casa. Hace un periplo africano para conocer los escenarios coloniales: Angola, Mozambique, que le afectan profundamente Mencionemos, por último, su viaje a Oriente: a Macao, Cantón, Hong Kong, Goa, dando conferencias, de no menor interés, y así concluimos, en aras de la brevedad, con el apunte de este necesario apartado que aquí sólo podemos perfilar, de un Torga / Rocha, escritor ibérico y universal, ciudadano del mundo.


VEJEZ Y ENFERMEDAD
Selecciono de sus “Diarios” (“Ultimas páginas. 1987-1993”. Ed. Alfaguara. Madrid. Trad. Eloísa Alvarez), una serie de meditaciones póstumas y refexiones médicas, que nos hacen pensar -por su excelsitud- en los escépticos griegos, en el estoico Séneca, ó en Montaigne, ó en los filósofos de la saudade.

Ya a los 67 años escribía un día, desilusionado: “la vida está empezando a despedirse de mí, ensanchando progresivamente el vacío que me cerca”, ¡qué desgracia llegar a una encrucijada de la vida y no tener razones ni para morir, ni para vivir!

Pero había reflexionado alguna vez: “la vida es irremediablemente un don provisional. Yo he tenido este don muchos años. He saboreado los manjares de la niñez inocente, el maná de la insensatez juvenil y los condimentos del sentido común adulto, he corrido mundo, he amado, he soñado, he sufrido, he trabajado, y llego al final sin sentirme cumplido, pero con la conciencia tranquila. ¿Qué más podría hacer? ¿Ser otro?”.

Y en marzo de 1976: “Me van a operar otra vez y este pobre cuerpo mío parece un muestrario de cicatrices”. ¡Para qué continuar en este mundo, si mi tiempo ya está realizado, o consumido, o determinado! ¡Para qué, si ya he bajado a los infiernos y he desobedecido el mandamiento que prohíbe mirar el rostro de Eurídice!

No es difícil encontrar en su dietario nítidos y crepusculares aforismos: “En la lejanía de la última porfía es dónde el alma revela su tamaño”... “La muerte tiene una dignidad que deja en vergüenza a la vida. El hombre alcanza en ella una dimensión sobrenatural. El cuerpo parece transfigurarse en la estatua yacente del alma. ”Aún más: La propia obsesión de la muerte que llevo en mí se transforma en un inexpresable sentimiento de perennidad”.

En Sâo Martinho de Anta, el nexo telúrico que le ata al mundo, cuenta como “pasa la tarde entera trepando trabajosamente, sin duda por última vez, por estos montes familiares que dan al Duero, y recibiendo en mis ojos comulgantes cada imagen esplendorosa como un sacramento”. Y allí reitera, “Todos tenemos un único paisaje en el alma, aquél que primero le dió a ésta su dimensión.”

Con 83 años, exclamaba un día: “Cuesta creerlo. Y, sin embargo, el calendario no miente, ni mi cuerpo. Todo él es un muestrario de vejez cansada. El espíritu es lo que le mantiene, obstinadamente vivaz. Y Dios me lo conserve así, y me conceda la gracia de asistir con lucidez a mi rendición”.

Como si lo hubiese previsto, en Coimbra, el 11 de mayo de 1990, con patetismo, anota: “Algo grave ha ocurrido en mi cerebro. He sentido en él una especie de terremoto. Estoy en mi sano juicio, creo, pero inseguro, extraño a mi mismo, como en la piel de un desconocido”. Y al día siguiente: “He amanecido con la boca torcida y sin poder articular palabra. Me he convertido en otro de repente, desfigurado y tartamudo. Me miro en el espejo y no me reconozco. Soy una caricatura de mi mismo. Ha llamado la muerte a mi puerta y no ha entrado, tampoco a tanto la había invitado”.

Un par de años después, debe abandonar su consultorio frente al Mondego, por que derriban aquel edificio, en una operación inmobiliaria sucia e inevitable, y ésto le produce una enorme tristeza (a sumar a su enfermedad irreversible).

“La ancianidad, escribe otro día en su agenda, sólo tiene dignidad cuando no se exhibe y se presenta al natural. Incluso sin dientes y meándose”.

Visita, por entonces, a San Cayetano, un santo norteño y fronterizo. Se considera peregrino anual y escéptico, un mal romero… Pero vuelve siempre, y siempre con la misma curiosidad y disponibilidad emotiva”. O cuando un domingo de Pascua admira, desde su tristeza agnóstica, la fe de sus convecinos.

En enero de 1991 se encuentra muy mal, sometido a un penoso tratamiento quimioterápico, en el departamento oncológico del Hospital de Coimbra, viendo gotear durante horas en sus venas "el veneno que ha de matar a la muerte que se obstina en vivir y crecer dentro de mí".

Por estos días, sentencia con clara sinceridad: “lo más trágico de la vejez enferma es vernos morir anticipadamente en el cansancio y en el aburrimiento de quién nos rodea”.

“Y no tener futuro. Ni siquiera el día de mañana. Vivir indiferente a la vida, con los dedos sintiendo el pulso y esperando el doblar de la última campanada del corazón.”

Teme Adolfo la decadencia física, pero no la muerte. ¿Cómo voy a resistir?, se pregunta. Resistiendo, y se deja llevar estoicamente por su sufrimiento. Visita Alturas do Barroso y, en el atrio de la iglesia pavimentado de losas sepulcrales, piensa en la armoniosa convivencia de la vida con la muerte. Y de nuevo, en el hospital: “Más sangre ajena dentro de mí, que sigo esclavo de las sentencias cada vez más sombrías del laboratorio”.

Días después, nos da otro testimonio admirable: “Aquí estoy, en esta fosa común que es un hospital, viendo agonizar a otros desgraciados a mi alrededor. Me he pasado la vida tratando a enfermos, y lo he hecho con todas las fuerzas de mi alma. No le he dejado a deber humanidad a ninguno. Pero me faltaba esta prueba suprema de sufrir sin esperanza en una cama junto a ellos.

Estoy entre ellos y, como ellos, minado por la misma enfermedad in curable... Pero hay entre nosotros todos una solidaridad en la desgracia que nos hace cómplices en el sufrimiento... Y seguimos, hora a hora, como espectadores, con un mutismo sobrecogedor, las agonías que se van sucediendo...”. (“Diarios II”).

Sin embargo, unos meses más tarde, apunta en su cuaderno: “Yo mismo, cayéndome a pedazos, renqueando y ahogándome, sigo siendo el mismo soñador de siempre, pasmado y maravillado ante cada manifestación del constante milagro de la vida”. Y anota, en unas páginas posteriores: Soy como un lamentable Job que come las migajas de esa mesa fastuosa que es la existencia.

Fallece Adolfo Rocha en enero de 1995, y es enterrado en su pueblo natal, en Sâo Martinho de Anta, junto a sus familiares. Allí reposan los restos mortales (“mi cuerpo, pobre y única riqueza que me he de llevar”) de un hombre con hondura trascendente que nunca había doblado las rodillas ante ningún altar, un agnóstico que lamentaba que Dios descansara el séptimo día, y “cuya obra es de una dimensión religiosa tal que, por fuerza, la Biblia ha tenido que ser su permanente libro de cabecera” (José Mª Moreiro), en fin, de un médico insigne y de un maestro excepcional de las Letras Portuguesas que nadie podrá olvidar.

EPÍLOGO ANALÓGICO
Los tres médicos y escritores a los que nos hemos referido -Baroja, Castelao y Torga- procedían de un medio muy provinciano y declararon siempre un amor profundo por su tierra de origen: el País Vasco, Galicia y el Norte de Portugal, respectivamente. Les entusiasmaba su rústico terruño, el suelo matriarcal, de verdes, silencios y fantasmales nieblas.

Don Pío, de Vera de Bidasoa, desde aquel Madrid todavía menestral y poblachón, añoraba todo el tiempo las familiares montañas y el regazo de sus valles guipuzcoanos.

Castelao, era natural de Rianxo, un pueblo coruñés al fondo de la deliciosa ría de Arosa, inmerso en el agro campesino. Detestó Nueva York, sufrió París y en Buenos Aires soñaba, de continuo, con su villa natal (y con su amada Pontevedra).

Y qué decir de Miguel Torga, nacido en Sáo Martinho de Anta, en la comarca portuguesa de Trás-Os-Montes, andarín y cazador, que prefirió vivir cerca de sus montaraces sierras, de las urces bravías, vecino de aldeas campesinas y arcaicas (“sin montañas cerca no puedo vivir”, decía. Y quizá por ello, renunció siempre al presentido exilio).

Aunque los tres iban para escritores, consolidan su inclinación por la Medicina en el momento en que el formol irrita su pituitaria y el misterio de la muerte sacude sus almas; cuando su curiosidad científica se ilumina al diseccionar un cadáver, tal como había hecho Vesalio muchos años atrás, por primera vez, alumbrando la Modernidad, que Rembrandt rubricaría con su Lección de Anatomía ante la asombrada mirada del mundo.

Pío Baroja, Alfonso Castelao y Adolfo Rocha, se hacen médicos y ejercen, en sus principios profesionales, en las primeras décadas del siglo veinte, como médicos rurales: sufren la constante angustia de la responsabilidad, la precariedad de los medios, su incapacidad en situaciones de emergencia; temen la soledad, la lejanía de los Hospitales... Todo lo deben solucionar solos, superando horarios ilimitados, fríos invernales, adversos traslados, con generosidad humanitaria. Deben luchar con los curanderos y con los caciques locales; ofrecerse como sanitarios preocupados por la limpieza de las aguas, la construcción de las alcantarillas, por la salubridad de los cementerios, y abundar en los desinfectantes y en las vacunaciones; deben rebelarse, en fin, contra la desnutrición y la miseria de las gentes y contra el notable atraso social.

Baroja, abandona esta heroica Medicina por el peso del compromiso ético y lo sacrificado de la misión, y aprovechando la coyuntura de una oferta familiar deriva hacia la industria panadera, y prosigue, por suerte, en el interés y la afición por las Letras.

Castelao, deja el ejercicio rural por parecidas causas y por su enfermedad; y, mucho después, por su desvío hacia la política.

Sólo Torga ejerce la profesión hasta días antes de su muerte, constituyendo un caso admirable y permanente, de armonía entre Literatura y Medicina. Sin embargo, tras unos años también dimite de su oficio rural y se especializa en otorrinolaringología, y continúa así su labor médica ya en una ciudad -Coimbra-, bajo unas condiciones físicas y sociales menos penosas.

Si algunos críticos apuntan una palpable contradicción entre Medicina y Literatura, nos parece más exacto hablar de una complementariedad enriquecedora, como demuestran la vida y obra de estos tres médicos escritores. El doctor investiga y procura aclarar la enfermedad, sus entresijos, y alcanzar un diagnóstico que le permita aliviar al paciente y, si es posible, curarle. Trata de explicar lo constatable, y acercarse al enfermo con compadecido gesto. (Sólo en algún momento de melancólica soledad filosofará sobre la muerte, el resto del tiempo lo dedicará a consolar y a dar esperanza a sus pacientes y a su voluntariosa pasión de curar).

El escritor que además es médico, añade a lo anterior su lenguaje clarifidor, traslada a sus escritos la transparencia de su mirar sociológico, procura dilucidar la subjetividad de los acontecimientos e intenta aclarar lo inexplicable: la vulnerabilidad y angustias del médico, la intimidad, esperanzas y fatalismo del enfermo. Intuye el dolor, el sufrimiento humano, que le son materia inagotable para su trabajo; y utiliza la enfermedad como reserva de sus emociones literarias (E. Lourenco), y todo ello por medio de un lenguaje claro y preciso, que es el propio de estos tres magníficos narradores. (Es bien sabido que los médicos, en general, no son excelsos poetas, con la excepción de los geniales Gottfried Benn, Schiller y Keats, y algún otro.)

Contradictoria o no la cuestión, con frecuencia no se sabemos bien dónde comienza el escritor y dónde acaba el médico, y así la pregunta, Medicina y/o Literatura, se vuelve difícil de responder. Abogamos por su prolífica convivencia, cual es el caso ejemplar de estos tres médicos escritores.


En el aspecto político, Baroja, Castelao y Torga, también tienen concordancias evidentes. Conociendo, como conocen, por el ejercicio de la Medicina, las miserias del pueblo en dicha época, se inclinan por un humanitarismo comunitario con ribetes más o menos anarquizantes y ácratas; luchan -denunciando tales pobrezas- por un socialismo igualitario o un liberalismo de compromiso moral..

Si nos acercamos, más en concreto, a la política, Baroja es diputado con Lerroux; y Torga, que sueña con un comunitarismo solidario para Trás-os- Montes y la Beira, es afín a los socialistas (según Soares el mejor referente en la zona de Coimbra). Ambos participan en mítines partidarios, de los que, no obstante, salen pronto decepcionados, por la mezquindad y el abusivo clientelismo de los políticos, y se encierran, de nuevo, en su independencia personal y disidente descubridora de las injusticias seculares que sufren las clases bajas de la Sociedad.

Distinto es el caso de Castelao que prefiere, a cierta edad, dedicarse de lleno, como apasionado nacionalista, a la política: consigue el acta de diputado en las Cortes Generales de la Segunda República, por Pontevedra, y participa muy activamente en la elaboración del Estatuto de Galicia, se desliza con posterioridad, por un izquierdismo radical, intransigente y sectario, difícilmente comprensible, continuando su carrera en el exilio hasta convertirse en el Patriarca máximo del Nacionalismo Gallego, en un verdadero mito galleguista. (Por cierto, luchaba como futurible político, sólo por una democracia rural).

En la vertiente religiosa, siempre discutida, por más que renieguen ferozmente del clericalismo hipócrita, critiquen a los malos curas y tengan ideas “avanzadas” para su época, los tres médicos poseen un fondo cristiano inequívoco. Son unos agnósticos confesos que acuden a Dios, le imploran, lo bendicen e investigan su misterio (o lamentan su distanciamiento): a su pesar, unos descreyentes, lectores asiduos de los textos bíblicos.

Y no sé si viene a cuento, creo que sí, recuerdo ahora a Rof Carballo, otro médico ilustre, cuando decía que el mito revela la irrupción en el mundo de lo sagrado, mostrando a los hombres la existencia de realidades superiores, la presencia
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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