Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

El Medulio (III)

miércoles, 28 de mayo de 2008
Tres años después.
(22 a de C.)

Aunque muchos cántabros se habían sometido a Roma, otros seguían indisciplinados pendientes de los mandos y de los cargos militares y políticos romanos que se sucedían. Todos los días había recepciones en las tribus como cuando tres o cuatro años atrás se organizara la conjura de los astures. Los nuevos personajes estaban despojados de un líder absoluto, pero seguían fieles a sus costumbres ancestrales. Los jóvenes, que al comienzo de las guerras Cantabro Astures tenían doce o trece años, no estaban tan experimentados en el combate como sus hermanos de más edad, pues los jóvenes nunca habían participado en asaltarías de rapiña entre tribus como habían hecho sus mayores, que no dejaban de ser campos de entrenamiento para la guerra.
La derrota que seguiría a una nueva civilización no iba con los pueblos cántabros y astures cuya mentalidad los empujó a una nueva sublevación. Enterados de la marcha del César, engañan al nuevo legado con una torpe treta y se sublevan. Frustrados, insatisfechos y entregados a un destino de autodestrucción, desorientados se lanzan como un viajero en el mar sin brújula, sin mapas y sin orientación. Los cántabros y los astures ya no eran dueños de nada, ni siquiera de su propio destino. Lucio Aelio Lamia actúa con rapidez incendiando los castros, saqueando los campos y cortando las manos de los prisioneros. Mutilados por Lucio el pueblo de los cántabros todavía libraba alguna batalla y las demás tribus galaicas tenían la entrada cortada por tres enormes legiones que no dejaban pasar ni siquiera al viento. Muchos habían sido hechos prisioneros y su destino era ser vendidos para trabajar como esclavos. Pero pasadizos subterráneos y agujeros secretos; laberintos entre las peñas y abundantes planicies por las que corrían los ríos entre las montañas, había desde el monte hasta las vaguadas y algunos, se colaban para atacar a los sitiadores por la espalda cogiéndolos desprevenidos.
Para muchos la idea de sumisión les conducía inevitablemente a una decadencia, a un deterioro que tenía que ser reparado. El conservadurismo, celoso de los viejos tiempos, era incapaz de asentar definitivamente aquellas mentes inquietas que mayoritariamente seguían viviendo en las montañas en su estado más pobre a veces sustituido por la memoria abarrotada de recuerdos. Los cántabros y los astures intentaban simulacros, compartían deseos y posibilidades, sueños y ensueños que contribuían a su disposición radical en un tiempo inmediato. Aquellos personajes habían sido despojados de sus sueños de libertad, de sus entornos, de su realismo ingenuo y sentían nostalgia, verdadera nostalgia o sentido de la costumbre.
Los cántabros, funcionando en rápidas aproximaciones entre las tribus y en recepciones accidentadas, llegaron a transformarse otra vez en un solo ejército.
-Caio, los guerreros cántabros sublevados dicen que eres un inexperto y que esta vez pueden salirse con la suya –dijo un tribuno de orden ecuestre.
-Tal vez sea un legado inexperto en sus guerras, pero no soy en otras, tribuno.
-Lo sé, Caio.
-Y los astures que se han sublevado, ¿También dicen que soy un inexperto?
-Los astures se revelan contra la crueldad de Carisio. Dicen que los maltrata para darse lujos. Tal vez si los astures no iniciaran esta revuelta, los cántabros no lo hubiesen hecho.
-El pasado año fue de paz, pero la pausa fue corta –dijo Cayo Furrio.
Tal vez aquellos generales de rangos imperiales y senatoriales que impusieron su poder, iniciaron una dictadura de lo más cruel atropellando a aquellas gentes incultas que para ellas, vivir bajo el yugo romano, eran como encerrar a un animal salvaje en una jaula. Pero en sus incultos pensamientos se preguntaban qué estaba mal en el interior de sus viejos ideales y sabían que en lo más oscuro de la naturaleza del hombre había algo cruel e indescriptible. Carisio era el espejo de la crueldad, de ahí la guerra, porque la crueldad mataba a los hombres, mataba el progreso, la vida no tenía sentido y ya no había a donde mirar.
La vida militar giraba alrededor del campamento romano. Un numeroso grupo de personajes la interpretaba. Antes de asentarlo, un arúspice se había encargado de leer las entrañas de los animales. Un legado de la legión, Furnio, tribunos laticlavios de rango senatorial, un prefecto del campamento, cinco tribunos angusticlavius de rango ecuestre, prefectos de las cohortes, tribunos de las cohortes, 59 centuriones, decuriones, inmunes principales, optios, doctores, mensores, magíster, curator, ingenieros, sacerdotes, sanitarios, y otros miembros de la jerarquía elemental más los 5000 hombres de infantería, 120 jinetes y demás tropas auxiliares que componían la legión VI Macedónica recibían a Carisio.
Durante aquel encuentro se tomaron decisiones. Se celebraron consejos de guerra; los espías enemigos eran conducidos a presencia de los generales; se revisaron máquinas de guerra y se construyeron otras nuevas. El ejército romano se desplegaba. Aquel campamento se había construido muy rápido, tal vez sólo para celebrar aquella reunión. Pero se había purificado. Se celebraron alocuciones a las tropas, se paso lista y se celebro una exhibición de poder colocando a los soldados legionarios de infantería, artillería, caballería y tropas auxiliares en orden de marcha o de combate. En aquella fiesta militar todos se lucían. Los candidatos querían ascender. Militares sin graduación que lucían faleras y collares en los pectorales de sus corazas. Centuriones con coronas, con lanzas puras y estandartes de caballería. Unos por haber salvado la vida de ciudadanos romanos, otros por salvar los asedios o por haber sido los primeros en alcanzar las defensas enemigas. Portaáguilas responsables del emblema de toda la legión gozaban de más prestigio que el portador del signum que no era más que el símbolo de un simple manipulo. Jóvenes recién ingresados en el ejército en periodo de pruebas que querían ser reconocidos como aptos para convertirse en reclutas y una vez pasado ese periodo reglamentario servir como combatientes. Otros buscaban más sueldos. Del sencillo al triple o estar exentos de tareas. Todos se esforzaban para impresionar a sus mandos en función de su jerarquía y de su especialización. La vida militar con sus castigos y sus recompensas.
Por el camino unas y otras legiones abatieron árboles para construir más campamentos y marchaban a través de los bosques y de las montañas donde eran ferozmente recibidos.
En los primeros encuentros con los astures, los romanos incendiaron sus viviendas, mataron mujeres y niños y mutilaron a los hombres, tal era la dureza y la crueldad de Carisio. Los astures huyeron. Los que quedaban cautivos eran tratados como animales. Muchos astures se ahogaban en los ríos o se quitaban la vida con la espada.
Detalles de las mismas escenas se multiplicaban todos los días por las llanuras y por las montañas. Furnio también era cruel, a veces daba orden de carga sin mirar siquiera quién era el enemigo. Los astures y los cántabros seguían descontrolados atacando campamentos romanos por donde quiera que los hubiere y caravanas de víveres. Robaban armas, escudos y espadas. Se apoderaban de los caballos que a veces después sacrificaban a sus dioses. Unos y otros atravesaban los bosques en medio de fortificaciones enemigas y cuando se iban las dejaban ardiendo. Los convoyes también ardían desde que eran desvalijados. Los mandos romanos asistían a las cargas que efectuaban sus hombres. A veces los seguían hasta sus fortificaciones y delante de ellas se desarrollaban las batallas. En cada descanso, en cada parada, los romanos construían una fortificación. Talaban los árboles por la tarde y cavaban un foso; por todas partes había fosos y árboles talados. Durante la noche descansaban al abrigo. Antes de acostarse sometían a los guerreros que tenían prisioneros. Los astures y los cántabros descansaban bajo los árboles. A veces destruían sus campamentos y lo único que quedaba de ellos eran excrementos y restos de comida. También dejaban algún altar.
Las mujeres, los ancianos y los niños que cuidaban los rebaños, veían pasar de largo a las tropas romanas.
-Quizá no nos hayan visto –decía un chico que no llegaba a los diez años de edad.
-O tienen mucha prisa y no quieren perder el tiempo con nosotros -decía el más anciano.
En aquellos lugares todo giraba en torno a la naturaleza. Los rebaños pastaban sin saber lo qué estaba bien o lo qué estaba mal. La vida para ellos tenía sentido. Para ellos, el día era diáfano, luminoso, perceptible por todas partes. Ellos aunque tal vez la intuían, no sabían nada del interior oscuro de la naturaleza humana. Las guerras eran cosas de los humanos. Los romanos miraban para los pastores y para los animales y ninguna pared o ningún bosque rompían aquel mirar, aquel sentirse observado. Algunas miradas de se fijaban en los distintivos de la legión. Pronto una batalla y otra. Las victorias se escribían en los trofeos y se realizaban entradas triunfales. En las ciudades se construían altares y se hacían sacrificios solemnes. Los árboles seguían cayendo, tal vez como los hombres. Los guerreros astures se refugiaban detrás de parapetos de piedra construidos en sus castros. Algunos estaban vacíos. Casi siempre se sorprendían a los romanos saliendo de entre las hojas del bosque o de entre las piedras. De vez en cuando el legado se acercaba a la batalla a la cabeza de la caballería como lo haría un emperador y recibía la sumisión de los guerreros enemigos y no tenía piedad.
El ejército romano atravesaba ríos, bosques y montañas. Destruía poblados y buscaba víveres. Realizaba sacrificios, mataba sin piedad y formaba consejos de guerra. Llevaban arrastro sus máquinas de guerra y cuando el lugar estaba fortificado eran máquinas de asedio. Los asediados incendiaban sus campamentos o sus castros para no entregárselos a los romanos. Los que quedaban porque no podían huir se envenenaban. Otros se ponían en fuga. Desde las tierras cántabras y astures miles de hombres ya se habían fugado. Los romanos les seguían. Los romanos ocupaban sus tierras. Ellos ocupaban una montaña.
Los legados se dirigían a sus hombres. En cada parada había una dicción.
-Hay que evitar que se fuguen, que se envenenen, que incendien sus castros porque en ellos hay víveres. Si se envenenan escasearán los esclavos y las mujeres. A los jefes les quedan pocos fieles. Cada vez que se mata a un jefe, los demás se desmoralizan y quedan paralizados. Así son fáciles de matar, pero a los más fuertes podemos emplearlos como esclavos y como las mujeres también escasean, es mejor conservarlas con vida.
Poco a poco, tanto cántabros como astures tuvieron que huir de las acometidas romanas y como si fueran guiados por los dioses unos siguieron a los otros hacia el monte Medulio, una alta montaña que en su parte más baja tal vez acariciaban las aguas frescas de los afluentes del Miño.
Familias astures enteras se habían refugiado en el Medulio. Nativos y guerreros de todas las tribus se concentraron en aquel monte de la muerte. Los galaicos acudieron un su ayuda. Todas las tribus galaicas que estaban más próximas se dieron cita en la cima. Todos pensaban que allí no subirían todas las legiones. Para los nativos aquel refugio era como una cura de tiempo y de reflexión. Cuando las tropas de Carisio y de Furnio llegaron a las altas montañas de los Ancares se detuvieron ante ellas como si tuvieran miedo de que los aplastaran. Podía ser una trampa de la naturaleza. Las montañas podían ser un dios. De lejos unos hombres galaicos se les acercaban. Sus capas eran oscuras y sus vestidos blancos como sus cabellos. Sus ojos eran verdes como los deseos. Los soldados estaban alterados. Carisio también y todos se prepararon para apagar una tormenta que les cegaba con la lumbre de aquellas miradas. Carisio ordenó tranquilidad. Pero a medida que se acercaban, la lumbre se iba apagando y lo que al principio les pareció una alucinación, empezó a ser real. Una lluvia de lanzas cortas atravesó las armaduras de los sorprendidos soldados. Algunas chocaban contra las tiras de acero que formaban la loriga que les cubría el pecho y los hombros. Los que iban a caballo alzaban el escudo redondo, y los que iban a pie, el escudo cuadrangular hasta casi la altura del casco con cubrenuca y carrilleras que les protegían las mejillas. Indignados por la emboscada, unos sacaban la espada corta y otros la lanza arrojadiza que a veces enviaban sin un blanco fijo.
Pero no había sólo astures y galaicos en el Medulio. Guerreros y familias de otras tribus cántabras llegaban al punto final, a la gran derrota en aquella prisión de la naturaleza en la que hombres, mujeres y niños, iban a morir voluntariamente a fuego, espada y veneno.
La tragedia se acercaba, pero la batalla final no sería con operaciones envolventes con las que los romanos atacaban desde distintos flancos, ni los montañeses atacarían con tácticas de guerrilla o con emboscadas, porque los romanos, mejor que atacar el Medulio, se decidieron por el asedio. Pero nunca se llegará a comprender por qué tres de los mejores ejércitos de toda la historia de Roma habían llegado hasta allí abarrotados de mercenarios reclutados en todo el Imperio y con toda su maquinaria de guerra perfectamente engrasada.
Todos, hombres y animales, antes de llegar habían tenido que librar sangrientos combates viajando por una tierra abarrotada de matorrales con aguzadas e hirientes espinas, enormes barrancos, desfiladeros de profundidades abismales y abundantes e impenetrables selvas. A los romanos, desde Bergidum no les quedaba muy lejos el Medulio, pues aquel macizo montañoso estaba situado en la parte occidental de Bergida cruzando el río Valcarce y siguiendo río arriba los cursos de los ríos Sil, Lor, Valcarce, Loureiro y Burbia en dirección sureste noroeste hasta alcanzar la Sierra del Caurel. No le quedaba muy lejos el Miño.
Todos se penaron en la gran batalla, en luchar a muerte matando a todos los romanos que se pudiera. Mermar los ejércitos de Roma hasta dejarlos en una pequeña decuria que llevara sus vergüenzas en los estandartes de la legión.
Y siguiendo las indicaciones de los jefes, aquel monte Medulio era una asamblea. El pequeño castro que había en la cima había aumentado su número de habitantes.
Jinetes y más jinetes iban llegando montados en sus caballos bien cuidados que a veces portaban a dos hombres porque estos caballos parecían capaces de crecer y estirar sus lomos. Los espías vigilaban en los caminos, se escondían dentro de las cuevas para dar las noticias. Algunos en las encrucijadas. Había muchos y alguno podía ser cazado. Pero también había otros que empleaban la fuerza de la información al revés para equivocar en el camino y era muy difícil confiar. Montados en sus caballos, los montañeses galaicos castigaban a los hombres que pretendían robarles los tesoros; encima de sus alazanes eran fuertes y valientes. Sus caballos procedían de los ríos y de las fuentes que, si no se domaban bien, llevaban a su jinete y lo lanzaban por un barranco muy hondo. Ellos salían a galope y corrían como el viento; a veces parecía que no tocaban el suelo; sus herraduras eran de plata y sus bridas eran de oro. En aquellas tierras de jinetes, los caballos relinchaban por muchos espacios; incluso, cuando las mies se combaban con el viento, se creía que era el galope de los caballos que no podían pasar por muchos lugares, algunos considerados sagrados, bajo pena de castigo para sus jinetes porque se creía que ellos habían causado la muerte a las deidades de la vegetación y a los dioses y que habían tomado su forma y los dioses y las deidades pedían sacrificios. Casi siempre, al pasar por los lugares sagrados causaban daños a la deidad.
Congregados en grupos, formando círculos alrededor de un fuego ardiendo, Tillegus, el jefe del castro de la montaña que ejercía funciones religiosas, tomó la palabra.
-Los dioses me han transmitido un sueño y he soñado con un carro...; he soñado con un carro que no tiene ruedas, pero era el carro de las pérdidas. Era un carro que no se puede trasladar; era carro que no se puede cargar porque no se puede conducir fácilmente; era el carro de la guerra; era el carro de la muerte. Era el carro en donde cargaremos a los invasores que ocuparon nuestras tierras; ese carro, con la fuerza de nuestros dioses se convertirá en muchos carros y todos se irán cargados, que ninguno se quede aquí, cargaremos a los hombres que destruyen nuestras vidas, que separan a nuestras familias, que destrozan nuestras casas y nuestras cosechas y nos roban lo que necesitamos para vivir. A todos tenemos que matarlos, vivos o muertos expulsarlos de estas tierras,
Las tribus galaicas atacaban por todas partes. Pero no tenían mucha ayuda, pues los pueblos cántabros y astures habían sido muy reducidos en las contiendas pasadas.
Caminos abarrotados de estalactitas a veces eran aprovechados por muchos para huir de la tragedia o coger desprevenido al enemigo.
Como las gotas de agua que caían verticales en la misma punta del cucurucho de la montaña, todos miraban hacia su falda. Sabían por cuales lugares venía el enemigo y había que tomar posiciones.
-Desde la cima nos caerán flechas. Allá arriba ellos ven la luna llena, nosotros la niebla. El la cima de la montaña está despejado, pero por debajo de ellos hay una nube de humo, de niebla y mandarán flechas, dardos y piedras a través de ella nada más sientan un ruido –decía un centurión.
Los romanos no podían verla porque encima de ellos una corona de niebla endiosaba a la montaña. Para los galaicos la niebla era como una muralla que los protegía, pues al otro lado de ella, más arriba que nadie, podían esperar y coger por sorpresa al enemigo.
Durante la noche amontonaban grandes cantidades de piedras que dejarían caer montaña abajo para aplastar al mayor número posible de soldados. También sabían que los romanos no se aventurarían a subir por la montaña abarrotada de niebla y por precaución se quedaban a esperar.
Y casi al amanecer, cuando la niebla era más fría y resbaladiza merced al hielo caído durante la noche, dejaban caer las piedras de las que los romanos se defendían cubriéndose con sus escudos que se doblaban con el impacto. Alguna vez, la lucha era muy violenta. El cielo se cubría con las flechas enviadas por las máquinas de guerra, que llegaban hasta las puertas del campo dentro del que se refugiaban muchas familias.
Pero nadie podía bajar ni subir y los alimentos escaseaban; el frío y el hambre podían matar a las mujeres y a los niños con más voracidad que los ejércitos romanos.
Poco a poco, se fue derritiendo la niebla y la luminosidad se hacía blanca, pero las sonrisas no despistaban los temores y todos, uno a uno, como si tuvieran los rostros pintados por el frío, aparecían curiosos ante la muralla invisible de soldados romanos que se apostaban alrededor de la falda de la montaña.
Como perros guardianes esperando a las puertas, cuidando la subida y ahuyentando a los curiosos, las regiones de Carisio y Furnio construían dos murallas; primero excavaban un profundo hoyo alrededor del monte, abarrotándolo con estacas de en punta de lanza, iguales que las que hacían para cercar sus campamentos. La otra muralla estaba formada por cientos de soldados que vigilaban día y noche apostados detrás de del foso. A la montaña le habían construido sus puertas que para los galaicos y otros que habían acudido en su ayuda, estarían cerradas para siempre.
En aquel lugar, que pronto sería una montaña del infierno, todos se tumbaban en el suelo como si estuvieran atrapados por el cansancio y por el resplandor que cegaba sus ojos, pero que no impedía adivinar aquel suave color que desparramaba un chorro de perfumes.
Los árboles y la vegetación que formaban aquel bosque sin salida, parecía que reían con ganas aunque llevaban clavados en sus troncos infinitos dardos y flechas.
-Si no se rinden pronto, será el hambre quien los mate, no será Roma -dijo un tribuno.
La montaña se cubría de niebla. Estaba fría, húmeda. Cientos de hogueras calentaban un poco. Había que acercarse mucho. Alrededor de cada hoguera se abrigaba un clan. Allí había un castro poblando su espacio en exclusiva, los otros se dividían por la montaña. A veces algunos compartían el espacio entre varios clanes del mismo tamaño admitiendo a familias e individuos venidos de otras tierras. Los clanes galaicos estaban allí, gentes de las cuarenta unidades políticas que poblaban el territorio habían subido la montaña. Los que habían llegado antes ocupaban los mejores lugares. Los otros se acomodaban en donde podían. Nade protestaba, la sociedad era muy regia. Sería difícil pensar que todos los habitantes de los castros y ciudades galaicas habían muerto en el monte Medulio. Pero allí sólo habían ido representantes propios de cada estado, tal vez minorías aristocráticas para participar en las asambleas que se organizaran y no sabían que eran unos corderos que pastaban en la montaña acechados por el lobo.
El ejército romano se acercaba cada vez con más efectivos. Desde el campamento galaico llegaban dos cohortes al mando de un Tribuno y varios centuriones.
-El terreno es peligroso –decían los exploradores.
-¿El enemigo se ha reunido encima de esa montaña? –decía el tribuno.
-¿Cuántos serán? –decía el centurión Lúculo.
-Es imposible saberlo. Sólo sabemos que son familias enteras y la montaña es muy grande –dijo el explorador.
-Tened cuidado en los desfiladeros. A veces el terreno es muy estrecho y hay que viajar en fila lo que dificulta la respuesta en caso de ataque y no se pueden asegurar los flancos –dijo el tribuno.
-Tribuno, ellos no tienen maquinas de guerra como nosotros. Ellos sólo nos pueden atacar entre los árboles. No atacarán en campo abierto y por este camino los flancos los tenemos bien cubiertos con el desfiladero por un lado y con la empinada montaña que hace de pared por el otro –dijo Lúculo.
-Habrá que buscar un camino menos peligroso para trasportar las máquinas de guerra. La artillería móvil no cabe por aquí –dijo otro centurión.
-Tribuno, algunas máquinas sobran en este lugar. No necesitamos arietes para batir las puertas, pues el campo no las tiene y desde la falda hasta la cima de la montaña no llegan los venablos. La artillería en este lugar no causará muchos daños.
-Pero estos a algún sitio llegarán y pueden llevar fuego en la punta.
Nada más llegar al campamento, el tribuno mando erigir su tienda y las de todo su estado mayor. Aquel lugar era perfecto, claro, las faldas de las montañas no lo tocaban con su vuelo. Aquella arquitectura natural formaba un campamento seguro, alto desde el que se podían ver desde arriba los pechos de la tierra.
-Habías dicho que el campo no tiene puertas, centurión. Ahora sí. He recibido la orden de que nuestros agrimensores viajen por la falda de la montaña y se pongan de acuerdo con los que ya han iniciado los trabajos. Nosotros cavaremos el tramo que se nos indique. Haced llegar mis órdenes. Empezaremos a cavar el foso alrededor de ella hasta encontrarnos. Cavad y cavad, y en el fondo de la cavada hincad estacas afiladas apuntando hacia arriba. Esa será la puerta que le cerraremos al campo y a todos los que queden detrás de ella.
Los galaicos mezclados con cántabros y astures se cubrían de pieles. Las pieles abrigaban del frío en la alta montaña del Medulio. A veces cuando bajaban por la montaña parecían animales salvajes, lobos hambrientos, jaurías. Algunos soldados, sobre todo los de las tropas auxiliares, eran hermanos de aquellos lobos porque la mayoría eran hijos de aquellas tierras al servicio del ejército romano, por eso les temían mucho más que aquellos soldados de Roma.
-De buena gana cazaba a uno de esos lobos para vestir sus pieles –decía un ciudadano romano de la legión.
-Si te acercas tú sólo mucho a él, te comerá –dijo Cloutius que había llegado desde el campamento instalado en tierras de los coporos al que había llegado con Antistio tres años antes.
Cloutius había ido al Medulio acompañando a dos cohortes que habían salido desde el campamento galaico al mando de un tribuno angusticlavio. Por el camino persiguieron a los que les querían impedir el paso hacia el Medulio. El campamento instalado por Antistio en tierras de los coporos había quedado al cargo de un prefecto de la legión.
-Antes le clavaría mi espada.
-Son más rápidos sus dientes que tu espada. Sino búscalo por el monte, pero cuando lo encuentres no te dará tiempo ni a desenfundarla.
Un enorme brazo largo abarrotado de estacas afiladas cercaba la montaña del Medulio en el fondo de una zanja. No era necesario que el brazo fuese doble como aquellos que unían Atenas con su puerto El Pireo y Falero. Un simple brazo de pinchos, de fosos, una sola línea curva larga, una muralla. Un abrazo de Roma a la montaña, un abrazo que ahogaba, un abrazo maligno de miles de brazos asesinos.
Montaña abajo la tierra perdía sus sombras, miles de árboles se talaban. Los días pasaban silenciosos y sólo se sentían las espadas afilar las estacas. A veces para que fuera menos costoso en esfuerzo trasladar los árboles tronzados se aventuraban un cuarto de milla montaña arriba para arrastrar los árboles cuesta abajo. Las tribus lo sabían, sabían lo que pretendían los romanos.
En el campamento de Carisio, un prefecto dirigía el asedio. Los soldados de infantería exhibían armas de guerra funcionales y se preparaban para subir a la cima del Medulio. Todos hacían fila ante las puertas de la armería situada en la zona central del campamento de asedio. El suboficial o custus armorum responsable entregaba las armas que estaban bajo su responsabilidad a los soldados que no habían estado de servicio dedicados a labores de construcción o de entrenamiento. La infantería de élite que constituía la guardia del general formaba con una lanza y un escudo redondo. Parte de la infantería iba armada con corazas y cascos y llevaban una espada a cada costado, siendo la del costado izquierdo, más larga que la de la derecha que no medía más que medio codo. El resto de la legión llevaba jabalinas, escudos oblongos, sierras, cestos, palas, hachas, correas, hoces y comida para tres días. La caballería a su vez transportaba largos machetes a sus costados y enormes jabalinas en sus manos. Los escudos alargados reposaban oblicuamente sobre los flancos de los caballos y en el carcaj, colgado a sus lados, portaban tres o más jabalinas de punta larga y una pica. Los soldados de caballería que formaban la guardia personal del general, tenían el mismo armamento que los jinetes ordinarios.
-En este campo de batalla no podemos protegernos detrás de ninguna fortificación, a no ser la de nuestros propios escudos. Los montañeses tampoco pueden. Tal vez efectuarán salidas en masa y provocarán combates individuales –dijo un tribuno.
-Que salgan los exploradores y que lleven los ojos bien abiertos. A veces el valor les hace caer en la pereza –dijo Carisio.
En el limes de la montaña trazado por los romanos había máquinas de asedio, como las máquinas tormenta, catapultas que arrojaban flechas y balistas que arrojaban balas. Al Medulio no llevaron arietes porque no había que romper puertas de madera o murallas de piedra. Los mismos legionarios eran una máquina de asedio. Un asedio, un cerco a una comunidad, más que de guerreros, de familias improvisada encima de aquel monte, una habitación cerrada sin techo que no tenía puertas para escapar. La calidad del armamento individual de los soldados era la mejor de las máquinas de guerra romanas. Después de las escaramuzas o combates los contendientes perdían sus cascos, sus armas y cogían las de los enemigos. A veces se mezclaban armas, cascos de otros pueblos que formaban parte del armamento de las legiones romanas.
Grupos de soldados vigilaban todos los rincones de la falda del monte. Los animales, encerrados entre los fosos y las puntas de las estacas, quedaban cercados y servían de comida para los hambrientos lobos que quedaban en la montaña. A veces también los mataban los legionarios para que no sirvieran de alimento a los sitiados. Sitiar era rodear a los asediados agravando su sufrimiento por la escasez de víveres y de agua. Ambos contendientes preparaban a sus negociadores, pero para los romanos era más hábil animar a los sitiados a la deserción.
-Nuestros hombres regresan. No llegan a los llanos, no encuentran las vaguadas. El terreno está cortado por todas partes y abarrotado de estacas afiladas, al otro lado hombres y máquinas de guerra hacen guardia.
-Seguid buscando, por algún lugar habrá una salida.
-Nos tienden trampas por toda la montaña. Conocen nuestra manera de luchar y esperan que bajemos a galope y nos hundamos en los fosos donde quedaremos clavados en las puntas de las estacas.
-A veces el foso no se ve porque está escondido detrás de la maleza. Detrás de una muralla de árboles o de tojos silvestres que impiden ver el agujero que hay al otro lado.
-Si no fuera el ruido que hacen no sabríamos que están allí y caeríamos en sus trampas.
-Nosotros somos muchos, pero ellos son más. Tal vez no tengamos más remedio que luchar si la huida no es posible.
-O morir.
-O abrir una brecha. Ellos cavan y dejan hombres de vigilancia. Los que quedan alrededor del foso no son tantos para que si bajamos en tromba no los podamos vencer. Sería bueno abrir un hueco por donde sepamos que no vamos a encontrarnos con el grueso de la legión, lejos de su campamento temporal.
-No hay un hombre a cada paso y son muchos los pasos que habría que dar para rodear la montaña por su falda.
-Harían falta veinte legiones para dejar soldados, uno a uno arrimados hombro con hombro siguiendo la curva de la montaña.
-El problema no son los hombres, es el foso y la empalizada de estacas afiladas. Mientras las salvamos, los legionarios vendrán corriendo y antes de la saltemos habrá miles esperándonos al otro lado.
-Lo haremos por la noche, despejaremos un amplio tramo. Nuestros mejores guerreros bajarán, se deslizarán por las sombras matando a los soldados, mientras otros despejarán la cavada de peligros o tenderán puentes con troncos de árboles como hacen ellos cuando tienen que cruzar un río.
-Tal vez ellos ya conozcan nuestras intenciones y no duerman.
-Las conocen, pues otra manera de escapar de aquí con nuestras mujeres y nuestros hijos no la tenemos y la comida empieza a escasear.
-Nos comeremos a los romanos que matemos. Ellos están bien cebados.
-Eso sólo lo hacen los lobos.
-Pero nosotros dicen que somos lobos. Nos llaman animales. Demostrémosles que tienen razón.
En la cima de la montaña sólo había un castro y por las noches pechaba sus puertas. Los guardianes vigilaban. El jefe del castro se sentía agredido por aquellas masas que llegaban hambrientas como lo hacían las manadas de lobos. Ellos aullaban como los lobos, a veces gruñían como los lobos y sus voces bajaban por la montaña. Las gentes del castro vivían tranquilas. Sólo a veces los jóvenes organizaban cacerías, rapiñas y una que otra escaramuza que no iba más allá de eso. Pero ahora su paz se había visto alterada, violada por gentes de su raza y los soldurios que atraían a los romanos hasta sus espacios sagrados.
-¿Por qué no habéis buscado otro lugar para concentraros y habéis venido tan arriba? No entiendo esa decisión ni cuál es el motivo de querer enfrentarse aquí a los romanos –dijo Tillegus jefe del castro de la montaña.
-Nosotros hemos buscado el camino más seguro para huir de los romanos. Si seguimos en campo abierto estaríamos todos muertos, mientras que aquí en las montañas nos sabemos defender y esconder. Las tierras cántabras y astures están abarrotadas de romanos por todas partes y ya no tenemos lugar donde escondernos. Tuvimos que abandonar nuestros hogares. Buscar un lugar feliz para el tiempo de la espera, pero el desconcierto nos ha conducido aquí a un lugar idéntico a los nuestros lejos del hostigamiento de los romanos. Tal vez los dioses nos han guiado. Ha sido su designio, no el nuestro.
-Pero ahora moriremos nosotros también. No hay escapatoria. La única salida es bajando la montaña y las puertas están pechadas.
-Lo intentaremos de la forma que hemos previsto. Hay que cruzar las barreras, aunque algunos quedemos en el intento.
Mientras, en la línea de asedio romana los soldados parecían espectadores con los cuellos doloridos de mirar tanto tiempo hacia arriba. Como si miraran un teatro puesto del revés. Aquellos hombres de personalidad fría y especial debida a sus entrenamientos, controlaban al enemigo como los actores que controlan al público que ante ellos aparece.
-Si tuviésemos la fuerza de esas máquinas lanzadoras de venablos pronto se terminaría el asedio –dijo Cloutius a un grupo de soldados que asentaban las lanzadoras de flechas.
-Tal vez no sea necesario usarlas, soldurio. Hemos oído decir al primipilo que las armas que los matarán serán la sed y el hambre.
-Triste suerte la de esos montañeses. Tal vez la crueldad de Roma sea mayor que la de ellos.
-Cuidado, soldurio, tú eres de estas tierras y si los mandos te oyen, pueden enviarte allá arriba para que corras la suerte de ellos también.
-Yo he servido a las legiones de Roma como cualquier soldado romano. Mis palabras no importan.
-Pero pareces sentir piedad y eso a un soldado romano no le está permitido.
-Yo no soy un soldado romano, yo soy un mercenario al servicio de Roma y estoy sorprendido, pues Roma siempre gana sus conquistas presentando batalla, matando con las armas. Los asedios son estratagemas para obligar a los asediados a que salgan combatir y no para esperar que se mueran con el hambre y con la sed.
Encima de ellos la montaña se erguía. Su cabecera miraba lejos y los pliegues de su falda le dolían porque se los estaban cortando.
-¿De dónde eres tú, soldurio, de qué parte de Hispania?
-De las montañas de los susarros, fronterizo con los galaicos.
-¿Y cómo has llegado a formar parte de las legiones romanas?
-Mi familia se ha tenido que desplazar a Lusitania y allí mi hermana Attua se ha casado con un centurión del ejército de la legión V Alaudae que está al mando de Carisio.
-Pero él ahora estará aquí con la legión.
-No, él se ha quedado en Lusitania pues su cohorte no ha participado en esta batalla.
-Ahora entendemos por qué formas parte de nosotros –dijo el soldado romano.
-¿Has luchado en el Astura?
-En esa batalla sólo he participado como explorador.
Las legiones que rodeaban el Medulio reunían a sus estados mayores para deliberar, esa situación siempre era previa a cualquier acción.
-Nosotros no hemos elegido este terreno. Este terreno lo han elegido ellos escapando como los lobos ahuyentados –dijo Carisio.
-En función del terreno organizaremos el dispositivo de la batalla –dijo Furnio.
Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
PUBLICACIONES