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Tres médicos escritores (I)

jueves, 15 de mayo de 2008
Tres mdicos escritores (I)

. PIO BAROJA
. ALFONSO RODRÍGUEZ CASTELAO
. MIGUEL TORGA


A la memoria de mi padre y
de cuantos como él
ejercieron la Medicina con
abnegación y generosidad.


PRÓLOGO, A MODO DE JUSTIFICACIÓN
Es ahora, apartado del ejercicio de la medicina por razones de edad y liberado de la responsabilidad profesional que reclama, avariciosa, todo el tiempo para la práctica diaria y el estudio de la bibliografía científica -sobrepasada pues la dificultad de correr a la vez tras dos liebres- es el momento, digo, en que mi afinidad por las Letras resurge para alegrar al melancólico pensionista que ya sin prevenciones inciertas de culpabilidad se dispone, de viejo, al meritorio aprendizaje de la Escritura.
Por coincidencia de lecturas, y quizá por admiraciones silenciadas, he tenido la suerte, últimamente, de conocer mejor y de acercarme más a la labor médica y literaria, y a la trayectoria vital de estos personajes excepcionales: Baroja, Castelao y el portugués hispánico, Miguel Torga. Y sobre ellos voy a discurrir con el afecto y respeto debidos en las páginas que siguen.
Si al término de este ilusionado ensayo -por llamarlo de algún modo- algún lector se inclina a profundizar en estas biografías complejas, en las ejemplares vidas de fortaleza cívica y en la obra literaria de estos autores, en los que la Medicina, sin duda, dejó profundas huellas, me sentiría doblemente satisfecho.


BAROJA, MÉDICO Y ESCRITOR
La vida de Don Pío Baroja es bien conocida: sus memorias, las propias obras -en buena parte autobiográficas-, las diversas biografías (Arbó, Pérez Ferrero, Eduardo Mendoza, la de su sobrino Julio), así como las menciones y referencias de sus amigos escritores (Cela, Benet, Azorín, Unamuno, Maeztu) y de sus críticos, aportan pormenores que nos permiten un conocimiento casi exhaustivo de su personalidad y de la obra literaria. Algo menos sabida, en cambio, es su profesión médica y su íntimo parentesco con la Medicina, y es en tal parcela de su vida a dónde quiero asomarme en estas divagaciones de comentarista jubilado.

BAROJA, ESTUDIANTE
Dejemos a parte sus comienzos escolares, en San Sebastián, donde había nacido el 28 de diciembre de 1872, y trasladémonos a Pamplona donde prosigue sus estudios. En el Instituto, nos dice, hacía travesuras como todos los niños, ponía petardos en la casa de los canónigos, tiraba piedras al palacio del Obispo, hacía excursiones por los tejados de la vecindad. Se impresionó mucho un día al paso de un reo que llevaban a ejecutar, vestido con su holapanda amarilla, y al que por la tarde fué a ver cuando el ya agarrotado seguía en el patíbulo, para contemplarle de cerca. Y cuenta don Pío, como aquella noche (y quizá otras muchas noches) no pudo dormir.
“De chico, yo era un tanto bruto y reñidor". Y bravucón, tanto en Madrid, como en San Sebastián o Pamplona. “Como estudiante, he sido siempre medianillo, más bien tirando a malo que a otra cosa. No tenía ninguna afición a estudiar... Unicamente me gustó un poco la física y la geometría”. Aunque reconoce que de joven tenía instinto de haraganería, no menciona que era un buen lector desde niño, y siendo adolescente leía cuánto llegaba a sus manos, mucho y a veces bueno: Verne, Dumas, Wells, Scott, Dickens, Dostoiewski, Poe. Esta faceta, de devorador de letra impresa -periódicos, cuentos, novelas- debiera ser más recordada de lo que suele hacerse. Su formación, a falta de buenos profesores fué por ello esencialmente autodidacta, irregular por tanto y, en ocasiones, disparatada. Apasionado desde muy pronto por las librerías de viejo, las recorre con asiduidad tanto en San Sebastián, como en Madrid (y en París). Hoy, basta observar su estatua en una de las puertas al sur del Retiro madrileño: cómo mira con devoción hacia los puestos de libros de la Cuesta de Moyano que él tantas veces había recorrido con gozo: acariciando libros, rebuscando en el olor de los textos baratos y, tal vez, tropezando con la sorpresa de alguna pieza bibliográfica.
Recuerdo, en este momento, unas páginas de “Juventud, egolatría” que siempre me han impresionado, y que transcribo, aquéllas cuyo título reza: “Baroja, no serás nunca nada“.
“Baroja no es nada, y presumo que no sea nunca nada, ha dicho Ortega y Gasset. Yo también tengo la sospecha de que no voy a ser nunca nada. Todos los que me han conocido han creído lo mismo.
Cuando fui por primera vez a la escuela, en San Sebastián, yo tenía cuatro años. El maestro D. León Sánchez, que tenía la costumbre de pegarnos con un puntero muy duro, me miró y dijo: Este chico, va a ser tan cazurro como su hermano. Nunca será nada.
Estudiaba en Pamplona, en el Instituto, con Don Gregorio Pano, que nos enseñaba matemáticas, y este anciano... me decía con su voz sepulcral: No será usted ingeniero como su padre. Usted no será nunca nada.
Las mujeres que he conocido me han asegurado: Tú no serás nunca nada.
La idea de que no seré nunca nada está ya muy arraigada en mi espíritu... Los profesores de la infancia y de la juventud se levantan ante mis ojos como la sombra de Banquo, y me dicen: “Baroja, tú no serás nunca nada".
Y hasta los cuervos que cruzan el cielo suelen gritarme desde arriba: “Baroja, tú no serás nunca nada. ”Y yo estoy convencido de que no seré nunca nada“.
Termina así este alegato demoledor del propio Baroja, pesimista hasta la médula. Mal pronosticó su futuro, como lo pronosticaron mal sus maestros y conocidos y hasta los cuervos: el porvenir de un caballero que fué después, médico auténtico, cumplido industrial panadero, diputado, periodista, Académico de la Lengua, y si no el mejor, uno de los más célebres novelistas españoles del siglo XX. Un Baroja que había dicho, y con ello termino este apartado, que “el bachillerato me dejó dos o tres ideas en la cabeza, y me lancé a estudiar una carrera como quién toma una pócima amarga".

BAROJA UNIVERSITARIO
Había terminado, mal que bien, su bachillerato en el Instituto San Isidro, en Madrid, y debía decidirse por una carrera, en pocos días. Nada en concreto le interesaba. Las ciencias y el conocimiento del hombre eran su preocupación. La geometría y la física, como ya mencionamos, le gustaban, y la psicología. Curiosamente tampoco se inclinaba por las Letras. “Yo sentía curiosidades, pero, en definitiva, vocación clara ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación".
No deja de ser notable, nos dice equívocamente E. Mendoza, que en un momento de indecisión, Baroja no optara por la carrera de Derecho que por tradición seguían los diletantes, sino por la de Medicina.
Aquí vienen a cuento estas palabras de Marañón: “En esa hora obscura de la adolescencia en que se elige la carrera, casi sin saber por qué, porque la vocación no existe aún o es sólo un esbozo instintivo que todavía titubea, yo estoy seguro de que muchos jóvenes se inclinan por la Medicina no por lo que ésta tenga de ciencia experimental y rigurosa, ni siquiera por sus posibilidades de profesión pingüe, sino por su leyenda sentimental y romántica, de sacrificio, de humanitarismo, de contacto dramático con el corazón de los hombres. El halo poético de la Medicina se ve en esas horas todavía poco juiciosas, de la elección de la carrera, como una inefable realidad”.
Ocurre así que, a los dieciséis años, Baroja se decide a estudiar Medicina. No había antecedentes familiares, salvo uno lejano y problemático de un pariente doctor Nessi, nacido en Como y cirujano en la Universidad de Pavía.
Pero tampoco cabe decir ahora, como afirman otros, que fue una decisión errónea pues no tenía la menor vocación de médico. Lo cual es, así mismo, una equivocación. Muchos doctores que por el mundo se dedican a aliviar a los conciudadanos de sus achaques, a parecida edad, no tuvieron mayor inclinación que la de don Pío, les bastó con unas aptitudes mínimas y una clara o incierta disposición a la ayuda a los demás para ingresar en la Facultad. Sin olvidar que ciertas vocaciones débiles se enmiendan o robustecen a lo largo de los años si cuentan con el tesón preciso o con unas pequeñas ayudas y sabiendo, además, que el campo de la Medicina es amplio: desde el recogido laboratorio de un analista ó un bacteriólogo hasta la Psiquiatría, la Higiene o la Medicina Legal. Abarca especialidades que acogen variadas disposiciones y aptitudes.
Estudia Baroja en San Carlos el año preparatorio que es común con Farmacia, y tiene tiempo (no es pues un impulso súbito) para ratificarse en su trayectoria de estudiar Medicina y procurarse un medio digno de vida, de lo que en primer término se trataba.
Ya tenemos a Baroja en la Universidad y es, en gran medida, su progresiva animadversión por la mayoría de los profesores lo que le convierte en un mal estudiante. Su espíritu crítico choca con la mediocridad de los enseñantes, con la rutina y precariedad de los programas.
Soporta las clases de disección anatómica, ”a pesar de la repugnancia que le inspiran”, clases que suelen ser una prueba decisiva para la renuncia o persistencia del estudiante indeciso. “Esta curiosidad por sorprender la vida, este instinto de inquisición es tan humano que puede llegar a borrar toda la repugnancia y todos los horrores”. Exagera, cremos, al referirse al comportamiento irreverente y procaz de la mayoría de los estudiantes.
Los catedráticos le llaman la atención por su vejez (les dice: resentidos “enfermos de la vejiga”), por sus manías y pautas escasamente pedagógicas y por el poco o nulo interés hacia los alumnos (los Calleja, Olóriz, Saénz Díaz, Cerezo).
Es, sin embargo, cuando llega a cursar tercero, en San Carlos, como nos cuenta su sobrino Julio, cuando debe pasar “por la férula de la gloria indiscutida de la Facultad: Letamendi, considerado como un genio por casi todo Madrid”, que presumía de patólogo, músico, pintor, literato y orador, y al que Don Pío le concede algo de talento más retórico que literario, y al que tilda de dogmático, mixtificador y farsante científico, “con ese fondo aparatoso y botarate de los mediterráneos”. Lo describe como un señor flaco y bajito, con melenas grises y barba blanca.
Tropieza también con el catedrático de Terapéutica, Don Benito Hernando “arbitrario, caprichoso e insoportable”, pero no de menor fama, con el que tiene otro incidente: preguntado sobre la inteligencia de los vascos, responde: los vascos son tan tontos como los de Guadalajara (de dónde era oriundo Don Benito), ni más ni menos.
Con estos precedentes de antipatía hacia los profesores no son de extrañar sus pésimas calificaciones: suspende con reiteración, ó aprueba tarde y mal.
En este momento, permítanme citar a los maestros de la Medicina de aquélla época, los que sabían y enseñaban, los que se acercaban al ser humano. Y recordar que los profesores sólo enseñan Medicina y Antropología (que tanto agradaba a don Pío) si las hacen antidogmáticas, verdadero conocimiento del hombre. Cuando los profesores llevan a la clínica la ambición intelectual, el amor y el rigor técnico, entonces prenden en los discípulos. Lástima que Baroja no hubiere topado pronto con médicos y maestros, a los que luego admiraría tanto, como San Martín, Madinaveitia, Marañón, Achúcarro o, en otro orden y categoría, a los médicos de la familia que tanto le ayudarían, con quiénes tuvo gran amistad: Dupuy, Juan Encinas de Muñagorri, Manuel Val y Vera, además de José Arteta y José Luis Barros. (Conoció “Una fila inmensa de médicos. Padeció a unos, admiró a otros, detestó a alguno y tuvo estrecha amistad con varios”, nos cuenta Don Julio Caro).
Tan mal iban las cuestiones académicas con Don Benito Hernando y con Letamendi -amenazando con el fracaso de sus estudios- que el pragmático padre de Baroja, don Salvador, consigue una plaza de ingeniero de minas en Valencia, y allá se va con la familia, a sabiendas de que una Facultad de Medicina más liberal y receptiva y, con certeza, más benevolente, favorecería las calificaciones de su hijo Pío, como así sucedió (si se exceptúa un nuevo suspenso en Patología, cuya cátedra regía un profesor letamendiano, el doctor Slocker).
Alejado del ambiente madrileño, propicio para la dispersión y el distraimiento y por una vez decidido, se sumerge en los estudios médicos, que ya le atraen más y sin la acritud de los catedráticos madrileños, sorprende a familiares y allegados (¡cuánto pesaba aquel “Baroja, nunca serás nada!") terminando la carrera, por libre y en menos de dos años, cuándo, como él dice, aprendió a estudiar mecánicamente y las martingalas que le facilitan el aprobado de las asignaturas y gracias, sin duda, a un enorme esfuerzo personal.
Coincide esta satisfacción con la cruenta enfermedad de su hermano Darío, la tuberculosis pulmonar, entonces un proceso grave y tanto más si se presentaba con una evolución galopante, con hemoptisis copiosas y repetidas, cuál era, según se dice, el caso. Don Pío tuvo ocasión por primera vez de ocuparse como médico de un paciente auténtico y, a la vez, hermano entrañable. Tan sólo unos meses después fallecía, y a Baroja esta incapacidad profesional de ayudar con eficacia a su hermano mayor le resultó amarga y difícil de sobrellevar. Le quedó por ello, durante bastante tiempo, un enorme amargor y una excesiva aprensión al contagio.
Recuerdo por la similitud, y perdónenme esta incursión personal, que mi padre recién licenciado en Medicina en la Universidad de Santiago de Compostela, en 1917, se dedicó a cuidar a un compañero de curso, en su propia casa, en Cortegada -un pueblo orensano- durante varios meses, de una tuberculosis pulmonar reciente. Por fortuna, el enfermo se recuperó del todo (después ejerció de médico, durante años, en una población asomada a la ría de Vigo). Aquella recuperación del amigo fué decisiva, según me contó mi padre, para dedicarse definitivamente a la Medicina.
Pero, volvamos a Baroja. Tratando de olvidar la desgracia familiar, con renovada decisión, cursa en Valencia la Licenciatura, previa para el doctorado, y la aprueba con estimables notas. El hecho de que tome esta iniciativa, inhabitual entonces (y aún ahora) para quién no se dedicara a la enseñanza universitaria llama mucho la atención. Y no he encontrado en sus múltiples biografías que se destaque la relevancia de esta determinación. Se le atribuye siempre (y él mismo lo recalca) la indefinición para cualquier acto, pero tampoco en esta circunstancia (como cuando se decide a terminar la carrera) la evidencia, al contrario, robustece su inclinación médica y se procura unos mayores conocimientos para el futuro ejercicio profesional o para el acercamiento a una cátedra ¿Fisiología, tal vez?. Lo cierto es que vuelve a Madrid para estudiar las restantes asignaturas del doctorado y lo hace con determinante intensidad y aceptables resultados.
Dedica mucho tiempo a sus filósofos preferidos (Kant, Schopenhauer, Nietsche), a los que se había aficionado en su época de oposición al profesor Letamendi; se adentra en obras de Antropología, materia que le fascinaba, y en los frenólogos de moda (Charcot, Kretsmer, Freud), y se divierte con el incipiente Psicoanálisis que, por descontado, no le hace demasiada gracia.
Los contenidos de los cursos del doctorado le agradan, así como los profesores sapientes y asequibles. La Medicina se le vuelve más atractiva y cercanos los catedráticos. Reconociendo su limitada práctica médica acude al Hospital General y se ejercita al lado del doctor López Elizagaray, médico de contrastada habilidad técnica y clínica, y de mucha entereza profesional. Esta iniciativa inclina a pensar en su próxima dedicación médica, proyectada con mejores garantías.
Presenta su tesis doctoral sobre “El dolor. Patofísica” Un tema que le preocupaba desde años atrás. No fué un excelente trabajo, pero la consideraron apta y se la aprueban. El tribunal lo formaban San Martín, Gómez Ocaña, Cajal, Redondo e Izquierdo, como nos ha recordado el doctor Zúmel. En una de las conclusiones de la tesis, decía don Pío, “la vida normal no da una sensación placentera“, a lo que aduce San Martín: “¿No le da alegría la gimnasia, o tomar el sol y el aire?“ Baroja contesta que no había sentido esa sensación, y respecto al sol, su luz le producía bastante aburrimiento; que encontraba la noche más agradable que el día, y que más que tomar el aire le gustaba quedarse en la cama.” Se rió San Martín, y “me fuí con el título de Doctor, sabiendo muy poco o casi nada de Medicina verdadera, como la mayoría de los estudiantes”.
Contento se dirige a Burjasot dónde reside la familia desde la muerte de su hermano Darío y piensa, entre lecturas, qué camino profesional tomar. Indaga en los anuncios y recurre a los compañeros. “Pasé alli una temporada muy agradable. Teníamos una casa muy pequeña, con un jardín con perales, albérchigos y granados“. Comenta con los suyos que le gustaría encontrar una plaza de médico en el País Vasco, sumergirse en sus raíces y en las tradiciones, y aprender el vascuence.
Y cuál no sería su sorpresa cuando leyendo “La Voz de Guipuzcoa”, el diario que recibía su padre, tropieza con el anuncio de una vacante de médico titular en Cestona. Como no cree en la Providencia lo atribuye a un fatalismo propicio, y sin demasiadas dudas, “por probar que no quede“, solicita la plaza y se la conceden.

BAROJA, MÉDICO EN CESTONA
Y hacia el norte se encamina, en trenes ruidosos y diligencias destartaladas, horas y más horas de viaje, para ver como era el pueblo y si le gusta, quedarse, dice, y si no regresará a Burjalot. Cuenta cómo se detuvo en la posada de Alcorta y le dieron de comer. “Comí opíparamente; bebí fuerte y, animado por la buena comida, decidí quedarme en el pueblo. Hablé con el otro médico y el alcalde y arreglé todo lo que había que arreglar. Al anochecer el párroco y el médico me dijeron que debía ir de huésped a casa de la Sacristana”.
Su vida de médico rural comienza el 18 de agosto de 1894. Cestona es, según Arbó “un pueblo pequeño de la provincia de Guipúzcoa; está situado en una eminencia, en la orilla derecha del río Urola. Es tierra montañosa, de fuerte raigambre vasca.”
Baroja se adapta pronto al ambiente pueblerino, acude a las tertulias (de la sacristana o del boticario), pasea habitualmente con los curas y frecuenta las fiestas dominicales y campesinas. Canta, vive feliz, se alegra de la vida y “saborea, también, la melancolía del campo cuando el ángelus vierte su tristeza en los valles hundidos”. Empieza a sentirse vasco y “recoge el hilo de la raza que para mí ya estaba perdido”.
Otra cuestión es lo referente a su profesión médica. Con el otro colega habían dividido el partido en dos partes, separadas por el río, correspondiéndole el balneario a su compañero: un riojano dogmático y autoritario, y de muy mala idea, como pronto pudo comprobar.
La vida de médico resultaba dura, las inclemencias del tiempo, las lluvias incesantes, las nieves, los caminos intransitables, las grandes distancias a caballo -había alquilado un caballejo poco fiable- exigían una robustez física de la que él carecía. Padeció enseguida de reumatismo y, sin mucho tardar, de una molestísima neuralgia facial. Esa vida a veces muy penosa se atenuaba, no obstante, según nos participa, con otras horas apacibles de cantos y paseos, de rural vivir.
El mayor problema era su inseguridad profesional, la estresante vivencia de la responsabilidad ante el enfermo, disponiendo de un fonendoscopio y poco más. Por ello hacía una Medicina defensiva, conservadora, sin arriesgar (primum non nocere). Los casos comunes los resolvía bien, con prudencia utilizaba medicamentos suaves (antitérmicos, calmantes, tónicos cardíacos, expectorantes) y a dosis pequeñas, y daba muy válidos consejos higiénicos y dietéticos. (La higiene ocupaba una de sus hondas preocupaciones). En la duda, ábstente, definía otra de sus normas.
Lo dramático residía en las graves urgencias, en los partos distócicos, en las fracturas complicadas, en las heridas de las crueles reyertas, que le sobrepasaban por falta de pericia o por la carencia de medios. En ocasiones, era necesaria la resolución inmediata de la emergencia en los caseríos lejanos, casi inasequibles para los sistemas de transporte de aquella época. Resultaba, a veces, angustioso.
El sobresalto de los aldabonazos nocturnos en su puerta, su inquietud ante lo inesperado o la imposibilidad de una correcta solución médica, le acongojaban.
Diagnosticaba los enfriamientos, las varicelas y las úlceras de estómago, pero sus diagnósticos no iban mucho más allá. Aunque los vecinos no se molestaban: es cuestión de práctica, le decían. “A pesar de mis éxitos, en sus propias palabras, yo no hacía casi nunca un diagnóstico perfilado, de buen médico. Casi siempre, las enfermedades me daban sorpresas: una supuesta pleuresía aparecía como una lesión hepática; una tifoidea se me transformaba en una gripe. Cuando la enfermedad era clara, la conocía: una viruela, una pulmonía ó un sarampión, pero entonces las conocían también las comadres de la vecindad“.
Contra el casillero en que consistía la Medicina, según Unamuno: tos, dolor de costado, fiebre=neumonía; Baroja veía: dolor abdominal, sin fiebre, y se trataba de una pulmonía.
Si el oficio se le presentaba duro, difícil, mal pagado y de mucha responsabilidad, es probable que lo hubiera superado como cientos de médicos en similares circunstancias si contara con más tesón y la benevolencia y complicidad de su colega. Pero fueron las frecuentes disputas con el doctor Díaz, las que envenenaron su situación en el pueblo; la rivalidad fué creciendo, en parte, todo sea dicho, por el mal caracter y rebeldía de don Pío.
En una ocasión, faltando su colega, le llamaron para visitar a una joven con una enorme ascitis y gran dificultad cardio-respiratoria, que él resuelve muy bien técnicamente, con una punción abdominal y tónicos cardíacos; y le aconseja a la familia que vayan pronto al especialista de San Sebastián. Esto exaspera a su compañero, cuando se entera al día siguiente, le abronca.
Otra muestra: interesado por la Antropología, conocedor de los trabajos de Kretsmer y Lombroso, pretende verificar un estudio investigatorio midiendo ángulos faciales y otros parámetros, para lo cual se va al cementerio y en el osario dispone, con el enterrador, un centenar de cráneos que piensa ir llevando poco a poco a su casa, para su examen. Al doctor Díaz, cuando lo sabe, le parece una profanación, y sin permiso del Obispado no se lo consiente. Enterados el párroco y el alcalde, y algunos vecinos, tampoco están de acuerdo, y asi es como en la Obra se quedaron los sacos con las calaveras y su nonnata investigación.
Desde entonces arreciaron las descalificaciones, le tachan de agnóstico, de librepensador, de huraño y chiflado. Todo ello propiciado por su querido colega. Siente, obsesivamente, que todos se conjuran para hacerle la vida imposible y hasta tal punto se encuentra afectado que decide irse, no aguanta más aquella incómoda situación. Dimite.
Cansado de tanta rencilla con el compañero, y de las hostilidades y comidillas en el pueblo y, sobre todo, acuciado por un par de partos complicados con graves hemorragias que pusieron en peligro a unas jóvenes madres, decide marcharse de Cestona y deja el campo libre a su adversario (es septiembre de 1895): abandonando por el momento (éso cree) la Medicina.
Antes de irnos de Cestona, hagamos al menos una referencia a su balneario. A muchos nos suena, e incluso literariamente ha sido fuente de varios relatos (Azorín, E. Pardo Bazán); a la vez, la hidroterapia era entonces aconsejada por los médicos (para las afecciones hepatobiliares, en este lugar), y el “mundo balneario“ disfrutaba ya de una gran acogida sociológica. Sin embargo, don Pío en sus obras apenas lo menciona.
El motivo es que la dirección médica correspondía al doctor Díaz, y sus visitas al establecimiento, por ello, resultaban casi inexistentes.
Relata Baroja que en una de estas ocasiones conoció al jesuíta P. Coloma, muy famoso entonces por ser el autor de la novela “Pequeñeces”, el cual solía acudir allí para gozar de unos días de descanso, cada verano. Le pareció un individuo envarado, vanidoso, al que retrata como moreno, místico y agitanado, un típico judío. El jesuíta, por su parte, lo reprueba: que se creerá este mediquillo de aldea, que sólo ha escrito en periódicos provinciales y sobre temas de la región. Tras esta experiencia, don Pío no vuelve por el balneario.
Sigamos. Baroja se va a San Sebastián dónde reside su familia, que había dejado poco antes la casa “del viejo médico“ en Cestona para seguir los pasos de don Serafín, en su puesto de ingeniero de minas, y contarle lo que había ocurrido, y su decisión. Se interesa, a la vez, por alguna plaza de médico en Zumaya o Zarauz, que no consigue. A los amigos de su padre les pide que se la busquen en la capital guipuzcoana, pero tampoco logran nada. Es más, en seguida lo tildan de mal carácter, de enfadarse con todo el mundo, de sus extrañas ideas y variopintos artículos.
No se trata, por consiguiente, de que no tuviera “madera” de médico. Sigue intentando ejercer como tal, a pesar de la casi frustrante experiencia de médico rural. Si su perfil morfológico, según algunos, era el de médico de aldea, a mi parecer corresponde profesionalmente al de médico urbano: de un hospital o de una Clínica, con compañeros y con una especialidad a su gusto: psiquiatra, como es el caso de grandes novelistas y médicos (Martín Santos, Villalonga, Lobo Antúnes), o una especialidad más tranquila, como la Medicina Legal, la Dermatología, o un Laboratorio de Análisis Clínico, y por qué no Catedrático de Fisiología o Higiene, que tanto le interesaron... (¿Para qué su graduación de doctor que sólo era imprescindible para la docencia?)
Su carrera de médico, con un poco de oficio y una mínima ayuda familiar y corporativa, no se hubiera interrumpido tan pronto y de manera tan brusca. No fué así, y se perdió un buen médico, ó quizá un profesor, en aras de lograr un escritor universal, como llegó a ser, y más tarde comprobaremos.

BAROJA, PERFIL CIENTIFICO E INTELECTUAL
El ideal frustrado, al dejar la Medicina, no nos hace olvidar su continuado interés por la Ciencia que a partir de entonces aparcará en una situación colateral o secundaria, pero que no dejará de impregnar toda su obra. Cuánto le gustaría, había dicho, ser investigador como Pasteur, Claude Bernard o Virchow. Trabajaría con entusiasmo en un laboratorio de Fisiología, e intentaría alcanzar una doctrina filosófica globalizadora a partir de sus investigaciones: el desideratum de un proyecto cosmogónico”.
Esa personalidad suya de hombre de ciencia, de médico frustrado, que nunca llegó a desvanecerse -la Medicina imprime carácter- proyectará su influjo en su dilatada labor literaria. La obra de C. Bernard “La Introducción al Estudio de la Medicina Experimental“, y la de Schopenhauer, “El Mundo como Voluntad y Representación“, contienen los fundamentos de la actitud intelectual de Baroja: ellos le proporcionan el sistema de ideas y convicción que postula (según, L. Granjel). “En ambos descubre don Pío, perfilada, la gigantesca figura de Kant; Schopenhauer no es sino su portavoz. Por su parte, añade, el libro de Cl. Bernard es para los médicos lo que la Crítica de la Razón Pura para los filósofos “.
A Baroja le dominará siempre a lo largo de su vida la inquietud filosófica y la ilusión por el porvenir de la Ciencia, que estima fontanares de la civilización y del bienestar humano.
Fernando Savater minimiza la importancia de sus conocimientos filosóficos, como si no los hubiera entendido en profundidad (tanto más si recordamos que se lanzó a estudiar filosofía para rebatir a su odiado Letamendi), pero admite que le ponen "sal" a sus escritos.
Persevera, Don Pío, en leer estos libros difíciles, para los que tenía poca preparación y reconoce que algunos se le atragantaron. La Metafísica era lo que más le atraía, y la filosofía política y la sociológica lo que menos. Desde luego que la influencia de Schopenhauer fue clara -era la más asequible- y no menor, la de Nietzsche.
Señala en “Juventud, Egolatría“, que una de las ciencias que le gustaría conocer era la Psicología, pero la que buscaba no residía en los textos de Wundt y Ziehen, sino en los libros de Nietzsche y en las novelas de Dostoiewski.
No se puede olvidar tampoco el interés que tuvo por el estudio de las supersticiones, magias y brujerías, por las Medicinas Alternativas y el mundo de los curanderos y sanadores que observaba, críticamente, desde la atalaya de su escepticismo científico.
Por fin, si alguna verdad tenía formulada era la verdad biológica, las teorías biologistas del último cuarto de siglo (XIX) y se pasaba de Darwin a De Vries como su personaje más ambicioso, César Moncada, en “César o nada“, tal como cita Vázquez Montalbán.

BAROJA, PANADERO
En la situación de médico dimitido, por voluntad propia (que no fracasado, cosa bien distinta) y procurando, en San Sebastián, una plaza médica que a pesar de influencias amistosas no acaba de llegar, Baroja recibe el ofrecimiento de su tía-abuela Juana Nessi, ya viuda, para hacerse cargo, con su hermano Ricardo, de la panadería en Madrid, una industria fabricante de panes de Viena, que había sido bien recibida en la ciudad, pero que su tío Matías llevó casi a la ruina en poco tiempo.
Don Pío consideró esta posibilidad de regresar a la capital, lo que él tanto deseaba, como la gran solución para su inmediato porvenir : tendría algún dinero, tiempo para sus aficiones literarias y ocasión de volver a los ambientes madrileños que añoraba. Así que, voluntarioso, aceptó la oferta. Desconocía los entresijos más elementales del negocio, pero una vez sabido lo esencial en unos pocos meses, se integró con fervor a su nuevo oficio de empresario y panadero. Convivió con los operarios (alemanes, gallegos, leoneses) y las vendedoras. Trabajó duro y se divirtió, no poco. Tertulias de lo más curioso, fiestas, verbenas, carnavales, paseos nocturnos, de todo hubo.
El negocio, asentado en una casa de dos pisos próximo a las Descalzas Reales, no marchaba bien. La época era muy mala para las pequeñas industrias en aquel Madrid de la Restauración, alrededor de 1898, el año del Desastre, y pronto vinieron las deudas, comenzaron los conflictos con los obreros, y la tía Juana debió resolver por una vez, con una buena suma de monedas de oro, lo más acuciante de lo exigido por los acreedores. Pero el abandono de su hermano Ricardo, y el retorno a los pocos meses de unas deudas imposibles de asumir (la usura de los prestamistas no lo permite), le obligan a cerrar la fábrica. Quizá también por estar pensando en otras cosas y no en ganar dinero, coincidiendo con la muerte de su tía Juana y para no sufrir más vejaciones como pequeño industrial, deja esta segunda ocasión de hacerse independiente.
La panadería sí fué motivo de chuflas y bromas: Le decían, cuando empezó a escribir, “este Baroja tiene mucha miga: ya se conoce que es panadero“. Un dramaturgo, académico, añadía: “Eso del modernismo se ha cocido en el horno de don Pío“.
Aunque, también es verdad, le sirvió de ocasión para conocer los tipos más diversos y estrafalarios, las anécdotas más curiosas, los mundos más insólitos y precarios: chulos, rateros, bandidos, conspiradores, que le ponen en el disparadero de su destino literario. Mimbres no le faltan, sólo tiene que dedicarse a escribir.
“Atrás quedaban ocho años de estudiante, dos de médico de pueblo y seis de panadero, el período de su vida preliteraria”. Finalizaba su juventud y entraba en la madurez, por delante disponía de un porvenir incierto, de un mañana imprevisible. Cerca ya de los 30 años va a convertirse, por fin, en un escritor.

BAROJA, PERIODISTA Y ESCRITOR
Si de joven había dicho Baroja que no le gustaban las Letras, su ávida afición por una lectura activa y por lo literario le lleva, sin duda, a escribir: casi avergonzadamente primero, mientras residía en el País Vasco y en Valencia en periódicos locales o regionales, pero es en Madrid, abandonada la Medicina y decidido ya a ser escritor, cuando su firma comienza a aparecer con regularidad en variadas publicaciones. Escribe para Justicia y para el País, y llega a ser redactor jefe del Globo, lo cual le proporciona un gran prestigio. Participa en el suplemento literario de los Lunes del Imparcial y en la Revista Nueva, que resultaron ser claves en el inicio de su carrera, lo mismo que su colaboración en Juventud (al lado de autores tan afamados como Azorín, Valle ó Unamuno).
Lejos quedaba aquella agria diatriba suya sobre la Prensa Española (que con la Universidad, mejoraron evidentemente la cultura del país). “Siento que sea tan enteca, tan mísera, tan anquilosada. El periodista español es de una falta de imaginación y de curiosidad extraordinaria. La plebeyez más sandia reina en nuestra prensa”. No le interesa lo universal, lo nacional, la literatura, la filosofía. Y lamenta decirlo él que es “un gran aficionado a los periódicos, por los que siente entusiasmo y por todo cuanto se refiere a la imprenta, no en balde mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo fueron impresores y fundaron pequeños periódicos en una capital de provincia”.
Recogido en una vida solitaria, y más ordenada, al alejarse del centro de la ciudad (cuando se va a vivir en la calle Mendizábal, en el barrio de Argüelles, con su familia: madre y hermana y, después, con los tíos),atiende mejor sus compromisos periodísticos que le van a facilitar pronto el dominio de la mecánica del artículo cotidiano y el descaro del escribir más allá de los temas locales y una mayor propensión a lo literario.
Interesa resaltar que en 1898 -año del Desastre- hizo Baroja su primer viaje a París, ”el centro de la vida espiritual, el ombligo del mundo” (Wilde, D’Annunzio, Maeterlink): representaba la máxima ilusión de todo escritor. Pretendía vivir allí de corresponsalías españolas y latinoamericanas o de trabajos editoriales, solicitaba en aquel momento cualquier ocupación que le permitiera vivir con decoro en la capital francesa. Mientras, visita las viviendas dónde habían habitado los grandes novelistas, recorre los itinerarios literarios (Balzac, A. France, Zola, Dumas, Sué...); se acerca a los cementerios dónde reposan los restos de las celebridades y los héroes revolucionarios. Pero se harta Baroja de “patear” París, de sus calles, de descubrir míseros barrios. Prefiere las zonas del París antiguo, la catedral de Nuestra Señora, el Barrio Latino. Y siempre, el Sena y sus alrededores.
Acude a los hospitales e intenta conocer a las grandes figuras de la Medicina gala. Tal vez, agobiado, procura trabajar en alguna de las afamadas Clínicas, pero sin resultado satisfactorio.
Se cansa don Pío de tantas promesas vanas, de tantas diligencias inútiles en las Casas Editoras y hasta en colegios de segunda enseñanza; de no encontrar ocupación alguna, de sobrellevar una existencia precaria, casi miserable.
Cuando se queda sin dinero, le entra el pánico (por su tradicional miedo a la pobreza) y decide regresar a España. Con un billete de mendigo -se dice- que le proporciona el Consulado español, alcanza la frontera y, después de unos días en San Sebastián, vuelve a Madrid, dónde si no gana mucho dinero, vivirá cómodamente en su casa, reduciendo la vida social al mínimo... (Alguna vez había dicho: “suprimir lo superfluo y en parte lo necesario, no me cuesta gran cosa”).
Vivir entonces del periodismo -en el común sentir- era complicado, los periodistas, en general, sobrevivían con apuros, pero trabajando con tenacidad, piensa Don Pío, como se propone, lo va a conseguir. (Similar es el caso de otros médicos que dejan el ejercicio de su profesión y se decantan por la literatura: Somerset Maughan, Chrichton, Lobo Antúnes, Villalonga... escriben como hombres de Ciencia y agradecen los conocimientos de su profesión, que -explican- les ha sido esencial para adquirir su técnica y tono de escritores: la actitud ante la vida, su brutal realismo, el destrozo de habituales delicadezas y lirismos, así como la eficacia de una escueta prosa derivada del uso de la historia clínica, el virtuosismo de la descripción biográfica y la justa observación de los detalles.)
Ya en 1900 publica Baroja “Vidas Sombrías“, un conjunto de relatos en los que vierte todos los rasgos tanto temáticos como ideológicos y estilísticos que han de persistir, desde entonces, en su obra novelística” (L. Granjel), y que le introducen en el mundo literario de la época (Azorín y Unamuno lo alaban de manera entusiasta).
Pasa Don Pío, sin solución de continuidad, de los periódicos y revistas a una labor de mayor creación literaria: Camino de Perfección, de 1902, y La Casa de Aizgorri, son los siguientes hitos confirmatorios.

LOS MÉDICOS EN LA OBRA LITERARIA DE BAROJA
La Medicina, se dice, imprime carácter y esa circunstancia -ser médico- estará presente en la urdimbre de sus escritos a lo largo de su existencia longeva. Su bagaje científico, la jerga profesional, le servirán en su modo de escribir; así la descripción recia pero exquisita de sus personajes encaja en las estructuras biográficas que derivan, en buena medida, de la meticulosidad de la anamnesis y el registro clínico (como ya hemos apuntado para otros médicos, líneas atrás). Las dotes de observación y el conocimiento de las lacras sociales (baste recordar su paso por la Clínica San Juan de Dios o por el Hospital General de Madrid en su experiencia urbana, o las precariedades y sordideces de la vida rural,siendo médico titular en Cestona), le conducen a una sutil sabiduría del hombre y de sus vicisitudes frente a la enfermedad y el dolor -uno de sus temas preferidos-, y a su reflexión ante la vida y sobre la muerte.
Digamos, antes de proseguir en este acercamiento al Baroja de las figuras médicas, que la última década del siglo XIX había desarrollado un gran avance en el progreso de la Medicina. La Química permitió la creación de una novísima Industria Farmacéutica: se pasa de la fórmula magistral al producto específico (la digitalina, el salvarsán, la quinina, la morfina, el yodo, poco después la aspirina), se elaboran las primeras vacunas (antivariólica, la anticolérica de Ferrán, la antirrábica); se perfila la sueroterapia (el suero antidiftérico) tras los trabajos de Pasteur, Koch y Roux. Los anestésicos gaseosos conocidos facilitan la cirugía mayor. Roentgen, descubre los rayos X; los esposos Curie, la radioterapia. Avanzan la Epidemiología y la Higiene, que combaten y ya detienen el azote de las epidemias (el conocimiento del origen bacteriano de las enfermedades, el aislamiento, las cuarentenas, los antisépticos), es decir que la Medicina se ha provisto de preceptos científicos y abandona su empirismo y su ineficacia (las sangrías, las purgas, las sanguijuelas), y a través de nuevas técnicas y medicamentos de síntesis, pasa a convertirse en un arte de curar útil, con mejores resultados, a veces espectaculares.
Cierto es que las condiciones penosas de vida, sobre todo en el medio rural, la ignorancia y la pobreza de las gentes, en la época nefasta que precede y acompaña al Desastre, no concuerdan con tales avances, y retrasan el común bienestar sanitario y social.
El médico adquiere el máximo prestigio en la sociedad y entra en la novelística mundial como un tema popular y preferente (Balzac, Zola, Flaubert, Dickens, Galdós). Frente a esta visión literaria, hagiográfica, del médico, Baroja, antirretórico, propone varias figuras de galenos, “otros tantos caracteres antiheroicos, aplastados por las fuerzas circunstanciales“. Acudo a Carlos Martínez Bueno para resumir los perfiles de médicos en las novelas de don Pío, algunos emotivos y expuestos con singular ternura.
Martín de Echenique, en “el Mayorazgo de Labraz", entrañable médico de familia. El doctor Bastarreche, de “El Cura de Monleón", espíritu agudo, con preocupaciones sociales, y el Dr Aracil figura principal de “La Dama Errante" pleno de inquietudes políticas, y muy brillante.
Pero, en dos importantes obras: “Allegro Final" y “El Arbol de la Ciencia", es el médico barojiano el protagonista absoluto de la acción. En la primera, es un médico de unos 60 años que se llama don Eduardo: un balance vital de melancolía, tedio y pesimismo. Con su vida banal don Eduardo constituye una figura de un soberbio patetismo.
Publicado en 1911, “El Arbol de la Ciencia” es la gran novela de Baroja médico. Andrés Hurtado es realmente la contrafigura del autor. Es el trágico relato de una frustración, “la historia clínica de un joven inconformista e idealista que se siente alienado en la sociedad que le ha tocado vivir... Siempre fiel a una línea de pesimismo coherente y de lírica amargura, a lo largo de sus líneas; un revolucionario del estilo, de léxico sobrio, directo.”

ESCRITOR, POLÍTICO Y EXILIADO
Dejemos ya volar a Baroja a lo largo del siglo XX en su vida de escritor: su metódica de trabajo, sus tertulias, su semibohemia, aficiones y paseos: la publicación sucesiva de sus obras, la amistad con las grandes figuras de la literatura española del momento (Azorín, Unamuno, Galdós, Benavente), los celos y antipatías por otras (Valle Inclán, P.Valdés) hasta alcanzar la Academia de la Lengua, allá por la segunda República, de la mano del Dr. Marañón.
Nos cuenta Juan Benet, que le conoció bien al asistir durante años a su tertulia familiar de la calle Ruiz de Alarcón y ser un estudioso de su novelística, que no existe el menor cambio en su trayectoria literaria a lo largo de los años. “Entre su juventud y madurez vió pasar el modernismo, el simbolismo, el dadaísmo, el surrealismo, sin que su pluma conociera el más ligero estremecimiento; vió pasar a Proust, a Gide, a Joyce, a Conrad, a Mann, a Kafka, por no decir a Bretón, a Celine, a Forster, a todos los americanos de entreguerras, la generación perdida, la literatura de la revolución, sin levantar la cabeza a su paso. “Una mentalidad barojiana pues que no fué susceptible de cambio alguno desde sus inicios como escritor. “Se había intemporalizado, se había quedado en Dickens, Stevenson, Stendhal, Dostoiewski, a los que veneraba. Las ideas de Marx y Freud sólo habían de levantar su desdén“.
Don Pío, abría la puerta de su casa y arrastrando los piés se adelantaba al recién llegado para introducirlo en el salón, cuenta el propio Benet, que continúa con la disección de su escritura: “Una poda total, a la épica despoja de todo heroísmo, al héroe de toda grandeza, al discurso de todo brillo y de todo énfasis, a la prosa de toda figura completa, a la dicción de toda ambigüedad y el párrafo queda casi reducido a la oración simple; el sustantivo no es acompañado más que por el adjetivo más directo“.
Escribe desmayado, señalan otros; parece por su desgana narrativa un aficionado, sí, pero es un aficionado genial (dice Salaverría), y no cabe duda -afirman casi todos- que es un novelista especialmente dotado. No hace retratos psicológicos, sino referencias de conductas, éticas de la vida, es un conductista, lírico y lúcido; asombroso paisajista (paisajista del alma), contradictorio, arbitrario, irónico y humorista, despectivo y tierno, iracundo y justiciero (Sánchez Ortiz).
Fijémonos ahora, en otro orden de cosas, -con brevedad- en el acercamiento de Baroja a la política. Don Pío no era socialista, ni republicano, acaso ultraliberal y mejor, como él prefiere, anarquista teorizante. Su participación en varios mítines a favor del partido Radical de Lerroux, le dejó indiferente, y su acta de diputado por Fraga, pronto le desilusiona. Y no tanto por la política en sí, cuanto por los políticos de profesión: ruidosos, histriónicos, pomposos, retóricos, vulgares, plúmbeos, que no aguanta. Baroja,con discreción, abandona presto el partido lerrouxiano, y el oficio político.
Es llamativo que Sánchez Guerra, ministro con Dato, le ofrece ser diputado conservador. Don Pío responde con una negativa. El ministro le pregunta ¿por quién, entonces?. Por nadie, le responde. Me resignaré a no ser nunca nada. En realidad, no quiere servir a nadie, ni pedir a nadie nada.
Baroja que, hasta los cuarenta años, había soñado con aventuras, viajes y mucha acción, cómo bien reflejan sus novelas, pergeñadas en su mayoría desde su habitual mesa camilla, va a ver complicada su vida y a sentirse comprometido en serias vicisitudes después de tal edad, con motivo de la guerra civil del 36, que lo llevarán a un exilio más o menos voluntario a París, primero huyendo de los rebeldes, después de los revolucionarios. Su pobreza, sus angustia, la vejez, la incertidumbre del porvenir (a los 63 años), marcarán su estancia en el Colegio de España, en la Ciudad Universitaria parisina, a cuyos comedores acudirá cada mediodía como un desvalido estudiante, enfundado con frecuencia en su viejo gabán y calada su boina vasca. Cerrado el Colegio de España, en los últimos años, 1938-39, malvive en un hotelucho, sufriendo con pánico los inicios de la segunda guerra europea. Pasea mucho -es un andarín empedernido- y tiene una fijación, esta vez por los parques (el de Bolonia, el Montsouris) que conoce y describe con exactitud. Confraterniza con otros exiliados españoles, con algunos que viven confortablemente (Ortega, Marañón, Miranda el escultor) y con otros, como él, más próximos a la estrechez y a la pobreza (Zubiri, Cabrera).
Una mención especial merecen los médicos en el exilio político de París, y que Baroja trata o, cuando menos, conoce. Es el caso de Rïo Hortega, un afamado investigador, que le decepciona por completo: rechaza una oferta de la Universidad de Cambrigde y piensa tan sólo en regresar a Valladolid, a las tierras y el castillo que ha comprado. De Teófilo Hernando apenas habla, y sí de Don Gregorio Marañón, al que visita con regularidad en su casa y de quién recibirá generosa ayuda, pero cuya glosa resulta ahora y aquí, innecesaria.
Quisiera referirme a Don Gustavo Pittaluga, una figura indiscutible de la Medicina española relegada al olvido, al que también visitaba en su casa y con el que tenía preferente trato. Pittaluga, de origen italiano, llegó a España en 1903, y entra en la escuela de Cajal, en el Instituto Nacional de Higiene. Pronto alcanza la Cátedra de esta materia en la Universidad de Madrid. Publica en 1922 un Manual de Enfermedades de la Sangre y Hematología Clínica, de la que es pionero en nuestra patria. Editará también ensayos sobre La Conducta y sobre la Mujer. Colabora en la Revista de Occidente con Ortega, Nóvoa Santos, Azúa, etc; preside el Ateneo de Madrid, durante varios años, es un orador eminente y un político e intelectual de primer rango. Exiliado durante la contienda civil en París, cuando comienza la Segunda Guerra Europea, embarca en el Havre para América, a lo cual Baroja, en el mismo puerto, rehusa. Reside desde entonces en La Habana, dónde ejerce la Hematología y la enseñanza universitaria, y allí muere ya muy anciano, olvidado por los españoles, incluso por los médicos de nuestro país. Perdónenme esta digresión hablando de don Pío, pero a Baroja mismo le hubiera gustado la recuperación de esta figura de la Medicina, hematólogo de prestigio internacional, al que tanto admiraba (y que, por cierto, había tratado durante años la hemofilia que padecía el Príncipe de Asturias).
A D.Pío, a pesar de ser un personaje agrio y melancólico, durante esta estancia en París (1937-1940) se le acercan mujeres jóvenes que él trata con irónica distancia, pero con dulzura y delicadeza como siempre había hecho, lejos pues de cualquier supuesta misoginia. El grave respeto a la consideración del tema sexual le había sido impuesto, con probabilidad, en los años de ejercicio médico hospitalario, cuando observa la miseria de las mujeres enfermas: el peligro de las enfermedades de transmisión sexual, en especial de la sífilis que por entonces hacía estragos, y dominaba todas y cada una de las patologías clínicas en los textos de Medicina y en la práctica: marcando una seria frontera, sobre todo para las profesionales del sexo (y su clientela).
Soportaba sin alharacas, períodos de castidad forzada; decía, a veces, que le gustaría ser impotente para evitar problemas; temía a los bacilos y a las suegras. Debía casarse, pensaba en ocasiones, pero se resistía a hacerlo con una mujercita burguesa. Y cuando una de las muchachas francesas le parece deseable y hasta conveniente, se reconoce demasiado viejo, y huye (otra de sus predilecciones). Baroja ciertamente es un tímido profundo, pero de ahí a afirmar que fue víctima -en su actitud vital y en su proyección literaria- de sus inhibiciones fisiológicas o de su irrealización como varón, hay todo un abismo. Y hablar de aversión o resentimiento profundos hacia lo femenino, suena exagerado.
La cuestión de las mujeres en su vida, durante la estancia en París, la explica en varias poesías y novelas. Así, en “A Rosina” y en “Despedida“, y en “Susana”, y “Laura” de 1939. En “El Hotel del Cisne”, más tardía, se explayaría sobre este tiempo parisino.

LA ÚLTIMA VUELTA DEL CAMINO
Baroja regresa a España en el verano de 1941 y, ya en Madrid, se amolda a una vida tranquila, reglada, sin sobresaltos: a su habitual vida de escritor. Además, los editores reclaman pronto sus trabajos, y el problema económico tendrá enseguida, por fin, buena solución. Baroja vuelve al camino. Ya viejo, retorna a caminar, con la chaqueta al hombro o el gabán desvaído, “atrás las manos enlazadas lleva y hacia la tierra al pasear se inclina”; tal vez no salga del Parque del Retiro, qué también (viaja mucho al País Vasco), pero observa, sueña y escribe: vivir y contemplar ha sido su ideal, había dicho muchas veces; su estilo -añadía- la claridad, la precisión, la ausencia de artificio.

“Ya nada me preocupa:
ni el dinero ni la fama,
ni los honores y burlas,
ni los elogios o sátiras,
y sólo deseo dar fin
con decencia a la jornada
y disolverme en el éter
o en la búdica nirvana
.

Está próximo a concluir el espectáculo, nos recuerda L. Granjel. “Es un final obscuro, sin estridencias, sin esa esperanza que únicamente puede proporcionar una creencia religiosa”. Pero frente a lo gratuito de un Baroja anticlerical, antirreligioso, inmoral o blasfemo, “de fuerte lenguaje”, Francisco Pérez cree que más que ateo, era agnóstico, con un fondo religioso y cristiano (que hereda de su madre) y que el mismo don Pío fundamenta al declararse consumado lector de la Biblia y de los Evangelios. Y recordemos, por si a alguien se le escapa, que una cuarta parte de su obra está dedicada a los curas. Incluso se podría hablar, examinando su vida, de un franciscanismo barojiano, de una especie de santo laico. (“Vivir decorosamente, hacer el menor daño a los demás... No he pretendido la gloria, ni el dinero, ni la importancia social”).
Atrás van quedando sus achaques reumáticos, sus neuralgias, sus dispepsias, su prostatismo, pero los vértigos y las pérdidas de memoria que había comenzado a sufrir en Basilea, en casa de su amigo Schmidt, se acentúan en los últimos años: va “desintegrándose“ poco a poco: aletargado e inseguro, no espera nada, no desea ni le interesa nada (“¿y a mi cuándo me van a enterrar?“). La arterioesclerosis cerebral es cada vez más evidente, dormita con plácida sonrisa o se acongoja, y pierde ya por completo la conciencia. La adicional fractura de fémur conmociona su salud de manera definitiva, tras la operación le sobreviene el coma y la muerte (Octubre, de 1956).
No sé lo que reza en su nicho del cementerio civil de Madrid, pero servirían muy bien estas palabras de Francisco Pérez: “Un hombre de mala fama y buen corazón“, un hermoso epitafio para el impío don Pío, el hombre malo de Itzea, el dignísimo médico de Cestona.

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Fuertes Bello, Antonio
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