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El Medulio (II)

viernes, 02 de mayo de 2008
Una vida misteriosa se dejaba sentir cuando salía la luna. Aullidos de fieras; brujas disfrazadas de lechuzas o convertidas en perro, aullaban por la noche como cuando iban a los campos de batalla en busca de los muertos. A veces las brujas galaicas les chupaban la sangre a las gallinas. Se camuflaban entre ellas con la apariencia de garduñas y sembraban el pánico entre los gallineros. Los hombres de las tribus estaban acostumbrados y dormían. La vida continuaba con el nuevo día, bajo el sol, entre el aire, trabajando y bailando al compás de las danzas y de los cantos y haciendo llorar a los nubarrones llovederos. Seres de pelo rubio y ojos verdes; rústicos, atrasados y conflictivos, labraban la tierra y construían casas y lugares de oración. Al anochecer, los árboles se descolgaban del cielo para abrir el camino a la caravana de oro que se derramaba por el poniente y cuando ésta se alejaba, le dejaba el espacio a una oscuridad que borraba todas las huellas.

Poco a poco se iban acercando a la tierra de los coporos. Entre aquellos montes parecía que las distancias eran de aquí para allá como si nada. Era fácil confundirse entre aquellos bruscos cambios de temperatura. Aquellos días de viaje, el sol, a veces se dejaba ver entre las nubes acompañándoles con su color blanco. Pero aunque muchas veces no se veía, al atardecer también encendía su color naranja. Los días pasaban por aquel laberinto de caminos de las montañas mucho más lentos que en otros lugares. El calor y el frío detenían el tiempo y la memoria, pero la legión estaba preparada para soportar aquellos tormentos.

En un descenso a orilla del río Navia, los soldados de la legión descansaban en tierras de los egi. Muchos soldados que conocían los cuentos del soldurio, sentían curiosidad y querían saber si sus mujeres les eran fieles preguntándoles a los lagartos. Pero esos lagartos capaces de contestar a esas preguntas, habrían de tener dos colas y no eran fáciles de encontrar. Los lagartos huían de las manos hábiles de los que los perseguían. Era fácil confundirlos entre aquel campo de colores. A un soldado la boca de una salamántiga le pasó muy cerca de su mano y el vaho de su aliento le causó un mal venenoso produciéndole la figura de un reptil en la piel. Algunos pájaros estaban atentos a la cacería.

Pero no todos iban a llegar a su destino. Antes de llegar al lugar de la diosa Lug de la tribu celta de los coporos. En cruzando la muralla natural que forman las altas montañas del Cebreiro que separan la tierra de los galaicos del resto del mundo, los belicosos albiones les atacaron por la espalda. Los egi, sevrris, cibarci, lemavos y los de otras tribus que rodeaban las fronteras de los coporos, estaban al acecho. Perfectos conocedores del terreno al que se adaptaban desde que nacían, conocían, tanto de día como de noche, todos los habitáculos y cobijos en donde se desenvolvía su incipiente sociedad. Astutos y valientes, los jefes lucían sus torques de oro que brillaban hasta sin sol. Los perros que acompañaban a las legiones y que rastreaban a espías y desertores y despertaban a los vigilantes dormidos se ponían nerviosos y ladraban sin parar. Alertados por la inquietud de los perros la legión se detuvo, pero al pronto…

-¡Cuidado hemos venido sin guardar un orden de batalla y el enemigo se aprovecha! –gritaba el centurión Lúculo.
-¿Qué significa esto? -preguntó en tribuno que era arrollado por un lado y por el otro con el ímpetu de una emboscada.
-No peleéis de espaldas a los árboles, protegeos de lo que viene por arriba -gritaba el centurión.
-Quitaos de en medio –decían las voces de los infantes.
-Esos bárbaros nos ciegan la vista –decían.
-Se ocultan como cuando el enemigo se pone de espaldas al sol –decía el centurión.
-Proteged los bagajes. Formad una muralla alrededor. Si es necesaria emplead mil escudos –gritaba Antistio.
Poco a poco, el suelo se cubría de cadáveres. Panza arriba yacía alguno con los ojos clavados en el cielo. La puerta hacia el bosque sagrado se cerraba violentamente en todos los caminos en los que numerosos soldados romanos caían con el impacto de la lanza feroz, de las piedras lanzadas por las ondas, los dardos y el filo de los puñales y de las hachas.
-No esperaba una sorpresa semejante en el camino –dijo el legado como si no supiera que las tierras montañosas de los galaicos no estaban pobladas por tribus belicosas. ¿Cómo no hemos sido advertidos por nuestros espías?
-Esta tierra es su casa, legado. Ellos conocen todos los escondrijos y las puertas por las que entrar y salir.
Las tribus galaicas además de la magia de sus hechiceros y hechiceras, también practicaban la brujería y muchos hombres y mujeres ejercían la medicina aparentando hacer prodigios y revelaciones. De todas las tribus del Noroeste, desde Tarraco hasta Lusitania, los indígenas galaicos eran, tal vez, los de más viva voz soltando alaridos estremecedores que ni siquiera acallaban durante el fragor de la batalla. A ningún jefe de tribu le era difícil ganar el apoyo de los demás para que le sirvieran en la lucha contra el invasor romano que ya venía de conquistar otras de hermana raza. Y cuando el pequeño grupo de guerreros montañeses se aproximaba a los sorprendidos soldados de Antistio, él quiso reaccionar, pero como si un grupo de árboles les cerraran el camino, se pararon ante una avalancha de salvajes que caían desde ellos aullando como lobos y no se podían asustar fácilmente. A veces, como si fueran mallas, intentaban enroscarlos. Los romanos, amedrentados ante la fiereza de aquellos salvajes, intentaban matar aquellos gritos, aquellos vientos, alejarlos, desatar sus redes, pero no podían.
-Matad a los guerrilleros y dejadme a mí al rey -gritaba un centurión.
-Pero parece que los árboles se interponen entre ellos y nuestras lanzas y flechas. Estos salvajes saben protegerse muy bien detrás de ellos. Hay muchos árboles y ellos se saber camuflar -decían los soldados.
Una lluvia de flechas que oscurecía el cielo e impedía ver, cayó sobre todos.
-Coged vivo al rey –gritaban los centuriones.
Pero un sacerdote, escandalosamente adornado, como si fuera una visión había aparecido en lo alto de una piedra gigante a donde no llegaban fácilmente las armas ligeras de los romanos, intentaba matar al espíritu furioso de los soldados de Antistio y tiró al aire su bastón. A los ojos supersticiosos de muchos soldados, infinitos garrotes confundidos con las piedras y las flechas que salían de sus arcos, empujaban el viento para darle más fuerza, mientras los romanos daban manotazos con sus puños al vacío para golpearlo y quitarle poder mientras el brujo decía palabras en voz alta.

Durante la refriega, muchos montañeses cayeron aniquilados por los soldados romanos. Pero la batalla continuaba y los guerrilleros y guerrilleras que, aunque a veces se creían inmortales por la forma en que se enfrentaban a la lucha, morían al instante cuando eran atravesados por una flecha, por una lanza, o por una espada. Pero todos querían matar a los invasores y con la ayuda de la vegetación, de igual manera que hacían las trampas para cazar animales, colocaban mallas y jaulas al estilo de los cazadores de osos. El brujo tenía en sus manos el bastón y los romanos, extrañados por el ímpetu con el que los montañeses les habían atacado, pensaron que un viento que bajaba por las montañas les había arrollado.

-Señor, esos bárbaros parece que han transportado el viento guardado en cacerolas de barro que han roto al paso de nuestros soldados.
-Tal vez habéis visto alguna forma de magia de sus hechiceros –dijo Antistio.

Ayudados por los árboles en la batalla, los hombres y las mujeres galaicas superaban en número a los soldados romanos que buscaron refugios en el suelo para defenderse de los numerosos guerreros enemigos. Pero los romanos se organizaron y pronto emplearon sus tácticas militares bien entrenadas y se defendieron con orden y disciplina de las nuevas emboscadas que surgían por todas partes durante el camino. Después de la batalla, aquel viento salió asustado y los montañeses se fueron detrás de él porque ambos tenían miedo de morir. Unas millas más lejos. Quizá los mismos siendo un poco más valientes y coordinados, atacaron de nuevo con amenazadoras ondas y flechas y un montón de nieve que no dejaba ver los árboles, tapaba la huida y nadie podía escapar; sólo los vencedores encontrarían la salida.

-¡Los árboles no dejarán entrar al romano! -gritaban los montañeses.
A veces, los espíritus, como si fueran las nubes de armas arrojadizas que salían sin cesar, oscurecían el cielo. Los galaicos se defendían con todos sus equipos de guerra. Además de las maldiciones de las brujas en las que creían y que podían emplear para su defensa, utilizaban dardos, flechas, lanzas, trampas. Pero aquella lucha simulaba un festival, un festival en el que parecía que sólo podían morir los romanos y así pasaba que, muchos quedaban esparramados por el suelo. En aquel combate o danza alborotada, se escuchaban gritos que aturdían, fuertes y recios, para que los espíritus de los que morían en la batalla no siguieran a los supervivientes en el camino de vuelta a sus hogares.
Aquella tierra se sentía débil y los que la cultivaban estaban en guerra. Los hombres y las mujeres que colaboraban en la lucha por la vida, huían cerrando las puertas de sus poblados. Los nativos blandiendo las espadas en un estado de cólera, vaciaban las cuevas, los castros y los poblados y dañaban las cosechas golpeando en donde encontraban algo que golpear. Otros, viejos o jóvenes, batían tambores, tocaban trompetas, gritaban y aullaban como los perros salvajes castigando los oídos del romano.
Ese estado belicoso no se hacía sólo para vengarse del enemigo y dejar hambrientos a los romanos; también se hacía para ahuyentar los maleficios. Las mujeres que vivían en casi todos los castros, salían con sus cacerolas de metal. Después de batallar, si se conseguía la victoria, el tumulto continuaba durante tres noches seguidas y así, abriendo las puertas del campo y talando las hierbas con pinchos y los helechos que pudieran obstaculizar la salida, los ruidos de la guerra, huían con la misma velocidad que las hojas cuando eran arrancadas de los árboles por la fuerza de los vientos huracanados.

Con una cronología lenta, Roma contaba el tiempo que necesitaba para digerir sus conquistas. Buscaron los límites de los territorios a conquistar y, a medida que se incursionaban por ellos, los iban ganando y los vaciaban de poder dando muerte a las capas dirigentes indígenas que quedaban en cada lugar de aquella sociedad vencida. Hechiceros, héroes, nobles, pérfidos y paganos fueron capturados, eliminados, deportados y a veces vendidos como esclavos. Sus innumerables conquistas enroscaban la península. Los ríos arrastraban las penas y la sangre. Antistio conversaba con la tropa. Cabalgaba con ella y compartía sus penurias.

-Huérfanos sin su caudillo las tribus astures comprobaron que nuestras tropas aprendieron a subir cuesta arriba. Esa vez llegamos antes que las aguas del océano –dijo el legado.
-Las tribus tuvieron que aceptar el desafío, señor –dijo el tribuno.
-Y la derrota.
-Su caudillo Gausón ha muerto y muy pocos pueden seguir sus pasos.
-Pero durante muchos días pelearon a muerte en el Vindio. Decían que sus dioses y los nuestros andaban disfrazados mezclándose en la batalla mirando desde lejos sin acercarse.
-Ellos eran sabedores de nuestra superioridad numérica y mejores armas y preparación para la guerra que ellos. Sin embargo, decidieron que no iban a morir en aquella batalla y muchos se han quitado la vida antes de caer prisioneros.
-Aquellos salvajes en el Vindio nos lanzaban piedras montaña abajo y a los que atropellaban los arrojaron a mucha distancia y no volvieron a subir jamás –dijo el centurión-. Estúpidos nos querían vencer tirándonos piedras.
-Con sus hondas, que si no fueran nuestros escudos muchos estaríamos muertos. Tienen buena puntería y cada pedrada es como la patada de una mula.
-Lanzándonos piedras nos despistaban en la pelea, pues teníamos que cubrirnos con los escudos para que no nos dieran con ellas en los ojos y así aprovechaban para cuando levantásemos el escudo tenerlos enfrente y lanzar su puñal hacia nosotros como si nos cogieran por sorpresa.
-Algunos decían que cuando colocábamos enfrente de ellos nuestros escudos, les parecíamos seres gigantescos que atemorizaban con su tamaño, murallas vivientes. Ellos perdían la lucha y buscaban frenéticamente todo cuanto podían encontrar para lanzarlo a nuestra cabeza, es decir a la cabeza de los gigantes.
-Es verdad que o son valientes o son locos. Desde el inicio de la contienda ellos han sido muy reducidos para el combate; sin embargo, heridos y arañados todavía han podido aguantar muchos asaltos sin caer aniquilados por completo.

En aquella batalla que comentaban de paso y que aún estaba muy reciente en sus memorias recordaban los gemidos de dolor que se perdieron por el aire. El golpeteo monótono de los contendientes acompañó a los gemidos. A veces el viento sacudía las montañas y los mares que viajaban en las nubes soltaban gotas enormes de lluvia helada y algunas eran como si un dios aliado del cielo las disparara con hondas gigantescas. Mejor que eso, parecía que iban a caer barcazas que desbordadas por las mareas caerían a la tierra. Poco a poco los romanos subieron, y como si ellos fueran la montaña, se les echaban encima y arremetiendo sin piedad era muy difícil sorprenderlos por delante o por detrás. Con sus ataques las tribus quedaron maltrechas y la montaña se llenó de cadáveres.

-Muchos quedaron escondidos en cuevas que sólo ellos conocen y cuando salieron de ellas tal vez fue como si salieran de un sueño.

Cuando los romanos llegaron a la explanada de la tierra de los coporos, ésta se encontraba deshabitada. Los centros contemplativos indígenas estaban abandonados. Muchos habían sido incendiados por las tropas romanas. Los galaicos se fueron a refugiar a los bosques y muchos se perdieron. Otros se marcharon a la costa húmeda y se quedaron al lado del mar salado que bañaba las riberas de la tierra de los árboles. Contemplativos sacerdotes improvisaban altares en medio del bosque para implorar a los dioses de las aguas y de los árboles que con sus poderes reforzaban las fórmulas mágicas de los ungüentos, de las infusiones y de las virtudes mágicas y medicinales de las hierbas. Las voces de los sacerdotes los acompañaban en los ruegos entre las ramas húmedas del arbolado que como si fueran deidades se adornaban con los brillantes de las gotas de rocío. Entre los árboles, los nativos oraban a sus dioses abrigados a la luz del fuego, al calor de la lumbre. Mientras que los soldados romanos, reclutados a veces en tierras menos húmedas y calurosas, se morían de frío. Sus ropas. Un pantalón corto del color del castaño y sus túnicas mini falderas de mangas cortas, les cogían desprevenidos ante aquel clima. Sus pies ennegrecían con la frialdad porque las sandalias no los envolvían bien. Muchos de ellos desertaban abandonando la tierra de los árboles, de las montañas, de los ríos y de los mares inquietos. Desorganizados y destruidos, a veces vagaban perdidos y eran víctimas de los animales o de las bandas guerreras indígenas que estaban al acecho por el camino.

Pero la mayoría se había quedado. De lejos, los salvajes acechaban. Pero las legiones se organizaban enseguida, montaban campamentos y trazaban sus límites sagrados excavando alrededor dejando siempre una puerta de acogida.

Los cántabros y los astures todavía se mantenían en guerra, pero sus guerrillas no eran las mismas desde que los caudillos, Corocota y Gausón habían desaparecido y algunas tribus seguían actuando alocadamente. Los galaicos que no habían participado en las guerras contra Antistio y Carisio la primera vez que Augusto en persona se había presentado al frente de las legiones situando su campamento base en Segisama, luchaban ahora en su tierra en constante indisciplina contra el invasor romano. Indisciplina que les llevaría a un trágico suceso:

Y al llegar a las orillas de un río caudaloso y de un santuario natural consagrado a la diosa Lug, establecieron una fortificación transitoria. La construcción de edificios en ese primer campamento fue la propia de una instalación de marcha temporal. Días más tarde ese primer campamento levantado de manera cotidiana que había sido construido con gran rapidez y previsto para una duración limitada, fue destruido a igual velocidad no dejando en el lugar ningún tipo de restos.

Una vez comprendieron que aquel lugar era perfecto para instalar un campamento permanente base desde el que se habrían de lanzar operaciones bélicas radiales sobre las partes extremas limítrofes con el Océano y los augurios eran buenos eligieron cuidadosamente el emplazamiento. Subieron la cuesta y como sabían que un suelo en pendiente era mejor que otro también en pendiente, buscaron un lugar fácilmente defendible que no se viera amenazado por un desplome, que tuviera una inclinación conveniente para facilitar la aireación y la evacuación de las aguas sucias y el que mejor les facilitara la defensa o la eventual salida en caso de sitio.

Los romanos encontraron el mejor lugar con agua en cantidad suficiente para aguantar un asedio, y, por supuesto, no situado, como el primer campamento temporal, por debajo de otros lugares más elevados desde los que el enemigo les pudiera arrojar fácilmente venablos, flechas o piedras. En este lugar de la tierra de los coporos, los romanos atinaron perfectamente.

En el solar de los coporos los agrimensores habían tenido mucho trabajo para asegurar la horizontalidad de los niveles. Abrieron canales, ayudaron a los artilleros y los agrimensores marcaron el emplazamiento de los acantonamientos delimitando las tierras pertenecientes a la legión.

En el nuevo campamento se instalaron talleres para la reparación y fabricación de máquinas de guerra bajo la responsabilidad de un maestro asistido por sus ayudantes. Los soldados se agruparon por cohortes construyendo sus propias cabañas en el lugar destinado sin perder la vista del río.

En muy poco tiempo las defensas pasaron de ser de lineales a puntuales. Los soldados y los jefes debían quedar al abrigo. Una primera fortificación muy simple se levantó en unas pocas horas y siempre se temía, sobre todo en los lugares en los que no se conocía muy bien al enemigo, el efecto de choque producido por un asalto. Este campamento permanente puesto en funcionamiento y que empezaron a levantar al atardecer, fue construido con gran rapidez y previsto para una duración ilimitada. Días más tarde desde ese campamento permanente construyeron brazos o defensas lineales dobles asegurando una vía de comunicación hasta el río.

Los coporos y sus vecinos poseedores de grandes superficies de tierras, los arrotreba, para informarse de las fuerzas reunidas del enemigo, enviaron espías, exploradores que intentaban vender mercancía a los extranjeros.

Una legión siempre estaba dispuesta para el combate. El enemigo a veces veía a los soldados trabajar cavando zanjas y en otras tareas y les parecía que estaban despistados abandonando el acecho, pero se equivocaban. Los romanos podían trabajar al abrigo de máquinas tortugas escoltados por soldados de caballería que los protegían mientras trabajaban. Nunca se dejaba de trabajar aunque hubiese un combate. Cada cohorte estaba mandada por su tribuno. Desde cualquier elevación del terreno que se viere una legión bien formada parecía un cuadrado bien dibujado en el terreno. Tal vez, nada más llegar al terreno de los coporos, sólo se les veía en formación realizando maniobras, cavando un foso, preparando estacas y atendiendo sus torres. La artillería ponía a punto sus máquinas de guerra: arietes, catapultas, tortugas, ballestas y todo tipo de máquinas tormenta y otras armas de guerra. Juntos el general y otros jefes señalaban con la mano y hacían gesticulaciones de organización. Durante los primeros días establecían órdenes de marcha por los alrededores.

Cuando las tropas romanas que venían de luchar contra aquellas avalanchas de salvajes que aullaban como lobos, los cántabros de Corocota en Aracillum y los astures de Gausón en Lancia, Bergida y en el Vindio, avanzaron rápidamente por territorio enemigo hasta que llegaron al templo sagrado de la diosa Lug.

Cuando Antistio llegó a las orillas del Miño en el solar de los coporos, el lugar del emplazamiento ya había sido elegido por el metator que marchaba delante de la tropa.

Mercaderes, comerciantes y muchas mujeres que a veces seguían a los legionarios durante cientos de millas empezaban a instalarse cerca desguarnecidos de las bandas de los salvajes. Para los romanos los gritos de estos aposentados fuera de los recintos amurallados, eran avisos en las noches muy oscuras de que el enemigo estaba a las puertas.

Los planos de los campamentos variaban en función de la topografía; en terrenos llanos habitualmente eran rectángulos o cuadrados, aunque cualquier forma era posible (1).
En esta tierra de los coporos, los soldados romanos para situar su instalación permanente empezaron por aplanar el suelo y después levantar una empalizada lo suficientemente grande para cubrir una defensa durable. Cavaron un foso, mejor dos, tal vez tres, en forma de V y la tierra que sacaron de él la depositaron inmediatamente detrás bien extendida y apisonada hasta que formara una especie de camino de ronda un poco elevado. Encima de él construyeron una barrera de palos con torres o bastiones. Después, la aprovisionaron de escorpiones, ballestas y balistas (2) detrás de los sitiadores.

El propio muro de madera y de tierra constituiría para los enemigos el principal problema. Podían intentar destruirlo, al menos en un punto. Para abrir una brecha existían varios medios, el primero, sería atacar el muro por medio de obreros protegidos bajo tortugas, con picos o con arietes; el segundo, incendiarlo rellenando de astillas o de broza agujeros abiertos previamente en el paramento y el tercero, destruirlo socavándolo con la ayuda de una mina. La excavación de un túnel les permitiría también evitar obstáculos y penetrar en la ciudad; los enemigos de Roma, sin duda, utilizaron alguna vez este procedimiento. El ejército romano poseía un alto nivel técnico y disponían de una gran variedad de tortugas para proteger a los soldados y a los obreros durante las obras.

Tal vez durante las obras de la empalizada de tierra y de madera se siguió el modelo de la fortificación elemental. No se sabe cual era la frontera de la primera empalizada o si se construyó una nueva más allá de las obras para trabajar a su abrigo. El espesor de la nueva fortificación variaría en anchos diversos. Las puertas serían construidas cuidadosamente, pocas, tal vez dos, no más de tres, pues representaban un punto débil en caso de asalto.

El campamento romano instalado en el solar de los coporos se había convertido en cuartel general desde el que se tomaban las decisiones de la conquista y del nuevo territorio. Se buscaron caminos seguros para bajar hasta el río protegiéndose por brazos, o defensas lineales. A los coporos se les había ocupado su solar sin permiso.

Constantemente los romanos cavaban la tierra, cortaban los árboles y explanaban el terreno, se marcaban los caminos y se había trazado una ruta hasta más allá de las montañas del Cebreiro. Las miradas de los coporos, de los arrotreba, de los sevrri, de los addovi y de otras tribus observaban los movimientos de la maquinaria romana. Los habitantes indígenas de la zona eran pocos. Casi todos vivían en castros de forma circular u ovalada situados en ladera y rodeados de un completo sistema defensivo formado por parapetos y fosos de dimensiones pequeñas. Estas gentes debido a la fertilidad agrícola de la tierra vivían dedicadas al cultivo. Pero la legión no podía asentarse sin conocer ampliamente a sus vecinos y muy pronto empezaron a recorrer el territorio promoviendo grandes y graves conflictos. Es verdad que los romanos evitaban el combate si podían. Primero intentaban acuerdos por las buenas. Pero los habitantes de los castros no les recibían bien porque para ellos era un ejército invasor y la desconfianza no les permitía ser buenos anfitriones. Así las tropas de la legión fueron acercándose a los treinta y nueve castros más cercanos al nuevo campamento.

-No es fácil someter a estos indígenas, algunos son duros como las rocas. Por las buenas no podemos conseguir nada de ellos.
-Nosotros somos un ejército de conquista, si no es por las buenas, será por las malas.
-Algunos castros están vacíos. Han abandonado sus casas, sus aperos de labranza y todo lo que es pesado e incómodo.
-Tal vez se organicen en algún lugar en medio de los árboles. Este territorio es amplio y ellos conocen perfectamente cualquier rincón de estas tierras. Les es fácil esconderse. Pero aparecerán, tened cuidado cuando os adentréis en el bosque.
-Señor, lo harán en grupos pequeños, pues aquí no se conoce caudillo que los guíe.
-Los grupos pequeños son más difíciles de localizar y se camuflan mejor. So pocos, pero letales y conocen a la perfección la guerra de guerrillas.
-Habrá que enviar tropas a vigilar los caminos. Sería bueno cavar otro foso más allá de este y rodearlo de estacas puntiagudas. Si vienen aquí no serán pocos y tal vez lo hagan cuando reúnan a sus vecinos desde aquí hasta la costa.
-Los cántabros todavía se resisten. Dicen los mercaderes que buscan apoyo sublevando a los galaicos que viven en las montañas. Que los intentan mantener en constante indisciplina y que quieren atraer a familias enteras, formar otro gran ejército y cerrar el paso.
-No les será tarea fácil. Tal vez lo consigan, pero les llevará algún tiempo.

NOTAS
(1) Al principio del reinado de Vespasiano se encontraron planos de campamentos cuadrados, romboidales y de formas indefinidas...
(2) Existen muchos relatos históricos llenos de esta clase de descripciones. En la Columna Trajana se revela la técnica del ejército romano para atacar la ciudad de los dacios, la amplia variedad de máquinas para llegar hasta los muros más resistentes y la labor de los soldados efectuando tareas de ingeniería.
Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


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