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Cervantes (III)

lunes, 28 de abril de 2008
5.- LA MELANCOLIA
¿Qué es, y hasta dónde alcanza, la tan nombrada melancolía? Nos suena como algo anacrónico, a palabra arrinconada en los desvanes literarios ó extraída del argot médico arcaico. Sin embargo, ahora mismo, me llega en correo un trabajo de la doctora A. Parés, sobre la depresión, en el que bajo un epígrafe de subtipos depresivos puedo leer: Melancolía. “En los últimos años se ha realizado un importante esfuerzo para validar la categoría nosológica de la melancolía por parte de muchos clínicos. Dentro de este diagnóstico englobaríamos lo que pasó a llamarse depresión endógena, psicosis maníaco-depresiva, trastorno bipolar o depresión psicótica”.

Pero esto, aunque actual, es patología psiquiátrica, y el concepto cervantino de la melancolía al que deseo referirme, es más genérico, cultural y psicológico, aunque no menos relevante.

Por ello, sin pretensiones cultistas o eruditas, es preciso sin más espera situar, en sus justos términos, esta singular cuestión todavía preocupante y objeto de no pocas reflexiones sociológicas y científicas.

La melancolía decía Roger Bartra, en 2001, “es una fascinante constelación de antiguos problemas y angustias que a lo largo de siglos de historia, Occidente ha guardado en su memoria”.

Y resulta procedente estudiarla durante el Siglo de Oro español, como ejemplar muestra de trascendente paso hacia la Modernidad, y discernir, a la vez, si la tristeza de Don Quijote es una pieza clave, como parece, en la tradición de la melancolía y en su eclosión barroca. Es decir, comprenderla como un fenómeno cultural que va mucho más allá de su valoración estrictamente psiquiátrica.

Sería, sigue Bartra “una pequeña faceta de un canon cultural de mayor envergadura que recorre toda la historia occidental. Un problema vivo que permea la cultura contemporánea y que se instaura ya con profundidad en la cultura renacentista”.

Más allá de consideraciones psiquiátricas y neurológicas que han tratado de confinarla en lo que se ha llamado depresión “enfermedad definida técnicamente como un desorden afectivo asociado a déficits en las aminas neurotransmisoras en el cerebro”, en cuya etiología participan factores aberrantes bioquímicas, genéticos y del comportamiento que hacen muy ardua su delimitación. Una disgregación de la mente, dice Styron, que lleva impresa un sufrimiento grave.

Un padecer que sufren millones de personas en el mundo, expresado por tal palabra, depresión “de tonalidad blanda, un comodín léxico”, que ante las gentes del común aparece como algo abstracto y poco digno de ser tenido en cuenta, y que mientras no se dé otra palabra más precisa y definitoria permite la persistencia de su designación tradicional: la melancolía.

Es necesario recordar, de nuevo, que la Medicina en el siglo XVI dependía de modo casi absoluto de fuentes hipocráticas, matizada con retoques galénicos y posteriores interpretaciones de los médicos árabes del medioevo. Dominaba todavía la teoría humoral de los temperamentos que iba a persistir, de manera increíble, hasta los inicios de la Edad Moderna.

Los cuatro humores -sangre, flema, cólera o bilis amarilla y bilis negra- eran el origen de los cuatro temperamentos: los sanguíneos, los flemático, los coléricos y los melancólicos (en relación con los cuatro elementos naturales y bajo el influjo de los astros).

El sistema de fluidos, de jugos, que desde el corazón y por la sangre, tras su purificación en otros órganos -bazo e hígado- llegan al cerebro, bien como vapores o como espíritus y corrientes vitales, fundamentaba esa teoría humoral que se ha demostrado fértil y creativa en el curso de los siglos -por más que nos parezca encontrarnos como en el túnel del tiempo- constituyendo, por si misma, una intuición genial, coherente y útil que, en cierto modo, alcanza nuestros días.

Debiendo admitir, en confluente sentido, que el síndrome melancólico (depresivo) se mantiene idéntico desde la antigüedad hasta nuestros días, con descripciones modélicas en textos literarios, médicos y filosóficos, que apenas se apartan de los expuestos en los manuales médicos de hoy mismo: ansiedad, pánico, pesadumbre, fragilidad y torpeza física, hipocondría, inhibición mental, insomnio, radical soledad.

6.- EL DOCTOR ANDRES VELÁSQUEZ
Un humilde médico andaluz del siglo XVI, Andrés Velásquez, de Arcos de la Frontera, escribe en castellano su “Libro de la Melancolía”, editado en Sevilla, en 1585. Como él dice, a favor de la salud pública general y con objeto de refutar aquellas ideas sobre la melancolía que se alejan del canon galénico establecido (por lo que se ve, inmutable y casi divino), como las del Dr. Huarte de San Juan; también, para que los exorcistas de la Iglesia Católica aprendieran a distinguirla de la posesión diabólica con la que con frecuencia se confundía, en el contexto de sospechas y tensiones religiosas sucedidas entre cristianos, judíos y conversos; y, por último, para negar la premoniciones o adivinaciones del futuro de los enfermos melancólicos, entonces muy en boga.

Este médico provinciano se sitúa con su libro en la antesala del Siglo de Oro y en plena cultura renacentista, yendo más adelante que la Medicina y la política social, por más que su único interés declarado radicase en el alivio de sus vecinos melancólicos (lejos de polémicas con los teólogos, o de entrar en los monasterios y en la consideración de los misticismos religiosos).

Sería más tarde, en 1621, cuando se publicaría en Oxford el famoso tratado “La Anatomía de la Melancolía) del vicario Robert Burton, que trataba con mayor amplitud este tema y alcanzó una enorme difusión: era una verdadera enciclopedia, muy documentada, de minuciosas citas griegas y latinas, apoyada en su propia experiencia melancólica.

El “bueno” de Burton, como le llamaba Rof Carballo, intuyó la importancia del “no ser querido” en la infancia, de la carencia afectiva del niño como fundamento de la melancolía del adulto.

Naturalmente que Rof insistió en esa quiebra de las estructuras maternales por cuyo hueco de insuficiente urdimbre afectiva se deslizaría el morbo oscuro, se derramaría la bilis negra que determina la aparición del demonio terrible de la depresión vital: el hombre antes vivaz, quedaba preso de la tristeza esencial, “pierde carnes” y se convierte en un ser melancólico, enfermo de una afección compleja y aún sin resolver por la Psiquiatría moderna.

Es hora, tras estas disquisiciones, de diferenciar, en lo posible, lo que es la melancolía como temperamento, cualidad o disposición, hado o necesidad, de la melancolía enfermedad mental, con no menor ingrediente de destino genético y de azar.

En el caso de Don Quijote, motivo mayor de estas consideraciones, muchos de sus lectores le tienen por melancólico, y otros por colérico, y aún otros, por melancólico y colérico a la vez; y es que entre estas eventualidades, el Dr. Huarte describía angustiosas oscilaciones: bien, la melancolía encendida, “quemada”, bien, cuando se enfriaba el humor, melancolía de castidad, de temor de Dios, de caridades y misericordias.

Don Quijote representa el prototipo del melancólico del citado doctor, cuyos escritos conoció Cervantes y que luego transcribiría con tanta justeza que al Ingenioso Hidalgo se le llama el Señor de los Tristes ó el Caballero de la Triste Figura. Como el autor se mueve en su gran novela por registros variables, de ironías y sutilezas, de paradojas y alegorías, en ocasiones, es difícil la concreción psicopatológica del personaje.

En general, las aventuras, tropiezos, desatinos y broncas de Don Quijote corresponden a su temperamento seco y colérico -en ese lenguaje hipocrático-galénico de los humores- y se identifica con el Don Quijote preso de su locura (más evidenciable cuando le mencionan los libros de Caballería): entonces es antimelancólico, maníaco, vehemente y exaltado.

Cuando Don Quijote vive sus fases cuerdas, de sabiduría y piadosa moral, las propias del hidalgo Alonso Quijano, pertenece al temperamento melancólico (a veces tierno y humorístico), típico de enamorados, místicos, saudosos, emigrantes, judíos o conversos marginados.

Si nos alejáramos de esta terminología, perdida la vetusta realidad humoral de la melancolía, situados en el siglo XXI, entendemos hoy la locura explícita de Don Quijote, desde el punto de vista médico, como una depresión, ya sea delirante y más o menos grave, o la rebajemos a mera disposición temperamental, sólo en potencia patológica, que cabe ubicar dentro del amplio contexto de la cultura occidental en al ambiguo, pero sorprendentemente válido, concepto de la tradicional melancolía, como venimos señalando.

7. UN PARÉNTESIS DEDICADO AL DOCTOR HUARTE DE SAN JUAN Y A SU INFLUENCIA SOBRE CERVANTES Y SU OBRA
No es casualidad el parentesco de la doctrina de este doctor y algunos pasajes del Quijote. Al P. Iriarte, en 1939, le llamó la atención que los cervantistas no mencionaran esta correlación, ni siquiera constara en los fértiles glosarios de Rodríguez Marín. (Más tarde –nos dice- descubriría el opúsculo de Salillas, de 1905; y referencias en Unamuno y en otros autores).

Advierte Iriarte sobre la importancia de esta obra, en su época, con diez ediciones en castellano y otras tantas en distintos idiomas, y de cómo Cervantes “se complacía en el arrojo mental con que Huarte señalaba nuevos rumbos a la psicología y a la pedagogía, encontrándose con un alma que, aunque trabajaba en campo muy diverso, era muy afín a la suya”.

El jesuita compara, en paralelo y con detalle, diversos textos de Huarte y de Cervantes, en los que se aprecian simetrías y consonancias evidentes. Y apunta en que si el Quijote es ante todo la manifestación de un modo de ser, del temperamento, índole o ingenio o como quiera llamarse, del héroe de la novela, el buen conocimiento de la caracterología tenía para don Miguel un notable interés.

Incluso el apelativo ingenioso seguido de hidalgo, establece una cadena eufónica que, es de suponer, le habría gustado a Cervantes. Y no será preciso mencionar otros paralelismos, pues son abundantes, para deducir una clara influencia del doctos Huarte en la obra cervantina.

El P. Iriarte resume así la fisonomía general de Don Quijote: “Un hombre alto de talla, largo de miembros, flaco pero recio, seco de carnes, huesudo y musculoso, rostro estirado y enjuto, el color moreno y amarillo, la nariz aguileña, lacio el cabello que antes fue negro y ahora entrecano, abundante vellosidad, venas abultadas, voz ronca y, en conjunto, feo y mal entallado”.

Y al referirse a la doctrina sobre las complexiones, sobre qué temperamento e ingenio debía atribuirse a una constitución como la descrita, escribe: “Era Don Quijote de temperamento caliente y seco. A los tales, ¿qué ingenio debe corresponderles en el “Examen”? En cuanto al talento, los hace ricos en inteligencia y en imaginación, en cuanto al carácter, coléricos y melancólicos; y, además, en su modo de ser, picando en manías.”

Así pues, a Don Quijote le correspondían cólera y melancolía. Se extiende el P. Iriarte en la exposición de la locura de Don Quijote y en las dos claves de la enfermedad, que corresponden a la psicopatología del Examen de Ingenios: la destemplanza humoral del resecamiento del cerebro y la lesión imaginativa consiguiente (“del mucho leer se le secó el cerebro” y llegó a sí a las extravagancias que todos conocemos. La destemplanza psicológica era irremediable).

Nos parece suficiente esta redundante y sucinta información sobre Huarte y su célebre libro, editado en 1575. Los estudiosos pueden acudir a sus múltiples curiosidades, notas y analogías: fisiología de las pasiones, referencias a sangre y nobleza, a la eugenesia y a otras muchas intuiciones en el campo de la psicología y la enseñanza que alcanzan, en su acierto, hasta nuestros días.

No se debe olvidar, en tal sentido que la auto-reflexión literaria en el Quijote surge de contextos filosóficos, psicológicos y estéticos cuyo concepto vector es el ingenio y que Huarte constituye una fuente para la teoría de la invención quijotesca, así como en la caracterización de la novela y de los personajes literarios, proporcionándoles una subjetividad perceptiva e intelectual que coincide con el cuestionamiento de la ortodoxia religiosa, además de las teorías sobre la influencia recíproca entre escritor, texto y lector (Héctor Calderón).

SOBRE OTRAS COMPLICIDADES
Cervantes también conoció a Pinciano, médico como Huarte, y las ideas y propuestas de su “Poética”, y no menor recuerdo debía tener sobre Juan Luis Vives, humanista preclaro, trasplantado a Brujas, en cuyas obras parece estar el origen del libro del Dr. Huarte. Ambos eran miembros de una grupo judío converso (según A. Castro) y de herencia cultural e ideológica similar, como otros médicos de la época; Servet, Francisco Vallés y F. Sánchez, alejados ideológicamente del pensamiento ortodoxo.

Padre de la psicología pedagógica, Vives representa todo un modelo para el pensamiento humanista a principios del siglo XVI y se considera que sentó las bases para la obra futura de Montaigne, Bacon y Descartes.

Y es el momento de comentar, aunque sea con brevedad, las cuestiones ideológicas del erasmismo y de su influencia sobre Cervantes y su obra mayor “El Quijote”; las observaciones de Américo Castro y de M. Bataillon (“sin Erasmo no hubiera existido el Quijote”), y las aportaciones de Juan de Valdés y del Dr. Laguna, entre otros muchos. A sabiendas de que en aquella época española prevalecía la Inquisición y que tal desviación religiosa -de gran predicamento en España- era duramente castigada.

Recordemos el parentesco de Don Quijote con el personaje cuerdo-loco del “Elogio de la Locura” de Erasmo (que hace presumir su conocimiento), y la caracterización de la doctrina erasmista como una corriente religiosa y un humanista modo de vida: tolerancia, universalidad, naturaleza, exaltación de la caridad, religión íntima y personal alejada de ritos y liturgias y monacatos, y de formalismos teológicos.

No cabe duda de que el pensamiento profundo de Cervantes estaba enraizado en este erasmismo pero, por razones obvias, en su obra no podía ser muy explícito; si bien sus rasgos e indicios salpican muchas de sus páginas.

No podemos prologar esta recensión. Terminemos mencionando la idea erasmista del europeísmo, tan actual y su probable “proximidad” al aggiornamiento del Concilio Vaticano II que algunos en tal tiempo propusieron.

LA MELANCOLA EN LA LITERATURA ESPAÑOLA (Y EN LA SOCIOLOGÍA EUROPEA)
No me resisto a entrar, brevemente, en un campo paralelo, fértil de significados y abierto a la investigación: el escenario literario de las melancolías en nuestro país, que aquí apenas podemos enumerar.

Si dejamos atrás las melancolías medievales reflejadas en los mester de clerecía (“la melancolía como tempero de todas las declinaciones”), del disgusto de vivir de los monjes y anacoretas, con su acedia-tristeza y, en el plano profano expuestas en la excelsa poesía lírica galaico-portuguesa, con Macías el Enamorado y Rodríguez de Padrón, y en la no menos brillante escuela castellana del cuatrocientos: las Coplas de Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, el Arcipreste de Hita y el máximo ejemplo de Francisco de Rojas, con la Celestina; si también posponemos la melancolía renacentista liderada, entre nosotros, por Gutierre de Cetina, con sus madrigales y elegías o el doloroso sentir de Gracilazo, nos situamos ya en la época barroca cuando se racionaliza y se toma conciencia de la melancolía y, en aras de la autenticidad, se poetiza el desengaño amoroso y se ofrece Quevedo como muestra mayor, o Góngora, con la expresión del amor amargo -la melancolía como reverso de la sensualidad barroca-, ó el tema del tiempo fugitivo no menos característico y tópico central de la Epístola Moral a Fabio, como recordaba G. Díaz Plaja en el “Tratado de las Melancolías Españolas” de 1975.

Una melancolía, añadimos, hondamente inmersa en la cultura cristiana, con Juan de la Cruz, Tirso de Molina y Baltasar Gracián.

Díaz Plaja no sitúa, a estas alturas, en la filosofía de Calderón, nos recuerda su “porque el delito mayor del hombre es haber nacido”, y en la referencia del vacío y del nihilismo interior del hombre e incluso -nos dice- en las soluciones calderonianas de equilibrio para las depresiones de ánimo, apoyadas en una seguridad teológica incontrovertible.

Dejemos, por mor del espacio, aparcada la novela picaresca, como repertorio de melancolías, y a estos eximios autores (Quevedo, Calderón, Góngora) que exigirían cada uno extenso estudio, para colocarnos en el siglo XIX cuando la melancolía, menos religiosa, se vuelve laica y se identifica con el tedio, la displicencia o la congoja en los escritos de Torres Villarroel, Feijoo, Jovellanos o con el patetismo de Cadalso, que nos llevan, sin solución de continuidad, al dolor romántico de la melancolía, incluso a la desesperación (el Duque de Rivas, Espronceda, Larra) y a tropezar con el egocentrismo, con la intimidad reflexiva que conducen al hombre melancólico, satánico, teóricamente revolucionario.

Tras esta rápida visión de las nostalgias españolas en los últimos siglos (del exilio, del tedio, del vacío interior, del misticismo religioso, de la lejanía saudosa, del sentimiento amoroso, del desarraigo) expresado de modo clarividente en su Literatura, demos un paso más, aunque lateral, europeo, para enfrentarnos a un nuevos retorno o resurrección de la melancolía en la cultura occidental: la condición postmoderna -la Sociología de la Modernidad– cuando el hombre melancólico, a partir de cierta inclinación innata, desposeído o maltratado busca la comodidad del aislamiento, la soledad, se refugia en sí mismo, huye del mundo y en ese camino hacia la nada se aliena, se exilia de la Sociedad y se refugia, dolorido, en su propio ser, agobiado por las frustraciones.

Nos encontramos así con el hombre posmoderno, con su melancolía, con quien vive en total indiferencia social y política, inactivo, pasota, indiferente.

Los continuos escarceos de fiesta, de placentera vida, su insensato goce presente horaciano, concluyen en el cansancio y en el vació melancólico, en un sombrío descontento, en el nihilismo esterilizador (Lyotard, Baudrillard, Vatimo).

El esplín, el cansancio voluptuoso que deja el placer por momentos, casi una moda noble, es un estado autocomplaciente de melancolía, como lo es la náusea existencial ante la incertidumbre del hombre frente a la vida que, en no pocas ocasiones, conduce peligrosamente a una depresión patológica, de abandono y marginalidad.

Cierto es que la melancolía cervantina aunque participe de las formas convencionales antes citadas no puede identificarse, por completo, con ellas, va mucho más allá, es más trascendente, más fértil y sustancial, “aunque se trate sin duda alguna de una enfermedad del espíritu, no puede, en rigor, calificarse como enfermiza” (García Gibert, en “Cervantes y la Melancolía”, de 1997).

No puede olvidarse, por otra parte, que el Quijote fue percibido, en su primera parte, como lo que es: una obra cómica y paródica de los libros de Caballería, jocosa, abierta a la carcajada, y en la segunda, como un texto aunque serio, delicadamente humorístico que trasciende aquella comicidad simple e ingenua. Ese tono, entre triste y alegre, permeabiliza todo el libro, convirtiéndolo en un ejemplo maestro del humorismo universal: el singular humor cervantino. (Sancho saca a plaza varias veces “la risa de la profunda melancolía del amo” y, del mismo modo, Cervantes se preocupa de no hurtarnos sus risas y entusiasmos en la segunda y melancolizada parte del Quijote).

Asimismo es preciso recordar aquí, que cuanto tiene la ironía de burla tierna y compasiva, se suele decir cervantina y, también, como en tales burlas la ironía no es más que un discurso melancólico.

LA MELANCOLIA EN LA ESPAÑA ACTUAL
Permítanme, llegados a este punto, un desvío coincidente con el discurso que nos ocupa, con visos de aclaración y discreta publicidad. ¿En qué lugar de esta España moderna se encuentra soterrada la España melancólica?

Roger Bartra, al que acudimos en su lúcida tesis, se sumerge primero en el dorado pasado de las melancolías españolas, en el Siglo de Oro en concreto, y lo convierte en uno de sus ejes culturales más trascendentes. Procura interpretar la larga historia y la permanencia durante siglos de un canon cultural y mítico que asume la melancolía. Explica como un ingrediente pagano entra en el acervo cristiano y favorece la modernización del cristianismo, y cómo este canon de la melancolía se aloja en el corazón de Occidente, en una línea evolutiva que une a Hildegard von Bingen con Kierkegaard, y de otros, como Ficino o R. Burton, y cómo “en la tradición cultural española, los grandes momentos de la melancolía pasan por el médico Arnau de Vilanova, por Cervantes y Calderón de la Barca, hasta llegar a Antonio Machado” y, con seguridad, a Rosalía de Castro.

España fue el gran difusor de la melancolía en Europa, y sin examinar el proceso español es difícil comprender la eclosión de su mito en todos los países europeos en el siglo XVII, cuyos ejemplos más destacados, además de Cervantes, serían Shakespeare y Montaigne.

Insisto en que esta supervivencia de la melancolía en el contexto renacentista y barroco español se explicaría por una transvaloración de su sentido negativo -de los estragos del morbo melancólico, del tedio y la tristeza- por los aspectos favorables de la bilis negra, descritos por Aristóteles y recuperados por el Dr. Huarte de San Juan.

El Quijote, como libro para divertir melancólicos, revaloriza la melancolía, le otorga nuevas funciones: no es ya demoníaca ni pecaminosa, sino un modo de ser moderno, una moda, imitando a los antiguos; es una mimesis de la locura, un artificio imitativo (Cervantes juega irónicamente entre una melancolía artificial, imaginada y una melancolía de verdad que, incluso, puede llegar a matar).

Este sentimiento melancólico es una prolongada corriente leve o subterránea a lo largo del libro cuyo secreto sólo se revela de modo evidente en la Segunda Parte, cuando ya el personaje está dotado de una hondura y una complejidad notorias: según D’Ors, de modo concreto en el capítulo XLIV, cuando Sancho se marcha a la Insula Barataria y Don Quijote, alejado de cualquier ambigüedad, de declara muy triste.

Y continúa Bartra analizando el eje conceptual que une el Examen de Ingenios de Huarte, con el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, como sintomático y revelador del polifacético proceso mediante el cual la cultura cristiana renacentista y barroca absorbe la profusa melancolía.

Reafirma, para concluir, que la melancolía fue la causa de la muerte de Don Quijote, creado como personaje melancólico, maníaco, exuberante, vital e imaginativo, pero también -y ésta es la novedad- insistimos, que “el Quijote está inmerso en una nueva textura intelectual que reivindica el carácter positivo aunque riesgoso del humor negro”.

Terminamos: si las desviaciones y flujos de la tensión sexual, las explicaciones freudianas o los desequilibrios de las sustancias neurotransmisoras, la utilización de fármacos en vez de las tradicionales hierbas, no son suficientes por sí mismas para explicar ahora el síndrome melancólico, podemos comprender que siga persistiendo el concepto alegórico de la vieja melancolía.

Y así ocurrirá, en tanto la neurología más moderna y las investigaciones cerebrales de última hora no permitan descubrir una etiología precisa de cada una de las enfermedades mentales englobadas en el melancólico morbo. Es decir, que más allá de una apariencia clínica reconocida desde hace milenios, se aclare su causalidad específica, pormenorizada, y su acomodo en la Sociedad (ya percibida por algunos como dolencia honorable, y soporte, para otros, del advenimiento de la burguesía y la Modernidad).

Mientras, podemos seguir pensando con R. Bartra que la sobrevivencia del canon melancólico inscrito en las tradiciones científicas es, también, una estructura simbólica que tiene todas las características de un mito: poder metafórico, transmisión cultural, etc…

LAS ENFERMEDADES Y MUERTE DE CERVANTES
Disponemos de pocos datos y escasas certidumbres sobre la historia clínica de Don Miguel. Referencias hay sobre las faringoamigdalitis de repetición que sufrió desde niño, en Alcalá de Henares ó en Valladolid.

No menos importancia debieron tener sus reiteradas fiebres palúdicas, las tercianas, iniciadas al fondo del Mediterráneo, de tórpida y persistente evolución.

Y caben serias sospechas de haber sufrido gastroenteritis y disenterías en las campañas militares y travesías marítimas, y alteraciones nutricionales graves en sus años de cautiverio en Argel; sería especulación no desdeñable pensar en la posibilidad de enfermedades venéreas (la sífilis, en particular), tan Frecuentes en aquellos tiempos y pensando en su alborotada vida de viajero, preso soldado, cautivo y de ser sexualmente ambiguo (R. Rossi).

Resultan indudables las lesiones inhabilitadoras de su mano izquierda, padecidas en la Batalla de Lepanto, “fea herida”, cuyas secuelas físicas (cicatriz patológica y rígida, inmovilidad de las pequeñas articulaciones) sumadas al siguiente período del cautiverio en Argel dieron al traste con su carrera militar.

Decepción profunda que unida a problemas familiares importantes (la vida licenciosa de sus hermanas, “las Cervantas”), la falta de un porvenir claro, y el mazazo que supuso la aparición del Quijote de Avellaneda, le llevaron a padecer frecuentes alteraciones de su estado de ánimo. Situaciones que, tal vez, le hicieron exclamar “yo nací para vivir muriendo”. La melancolía de que venimos hablando y que tan hondamente conoció. (Válganos el Quijote como su extensa y delicada “autobiografía espiritual”.)

Hay quien afirma, como V. Escrivá, que sufrió de gota, “que fue minándole sañudamente día y noche hasta verle arrinconado y preso en el sillón; dolencia de reyes que le llevó al sepulcro”.

Es muy probable que las horas cercanas a la muerte de Cervantes coincidan con las expresadas en el maravilloso prólogo de Persiles y Segismunda, “sin la menor duda una de las muestras más admirables de entereza de un escritor ante la muerte, que sabía próxima, ni páginas más emocionantes de un moribundo en las que alguien ante la inminencia de la muerte sabe arrancar con sentimiento de contento y verdadera alegría no sólo para sí, sino deseándoles también uno y otra para los apenados amigos que han de verle partir en breve” (Trapiello).

Cuando Cervantes cuenta que “viniendo con unos amigos desde Esquivias a Madrid emparejaron en el camino con un estudiante pardal que se le declaró gran admirador suyo y que al momento le desahucia: “Esta enfermedad es la hidropesía”, y responde: “Eso me han dicho muchos... Mi vida se va acabando, y al paso de las efemérides de mis pulsos; que a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida”, y pocos días después: “A Dios gracias; a Dios donaires; a Dios regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida”.

Es, pues, la hidropesía -la ascitis- es decir, la enfermedad que la origina, que bien puede ser cardíaca, renal o hepática (ó endocrino-metabólica), la condición que le conduce a la muerte.

Y aquí divergen los estudiosos de esta patobiografía, en diagnóstico retrospectivo: unos se inclinan por el fin de una cirrosis hepática (por más que no era alcohólico, ni ictérico, ni sufrió hemorragias digestivas terminales), mientras otros se decantan, de modo más verosímil, por una lesión cardíaca (consecutiva a infecciones amigdalares iniciadas en su juventud), insuficiencia cardíaca y fracaso renal, que le producirían el fallecimiento. (La hipótesis de una diabetes previa, o de la gota, parecen menos convincentes.)

Tras una agonía, para unos dolorosa y torturante, “con el resuello estancado en la garganta”, según otros, en apariencia lúcida y resignado, con sencillez y tranquilidad, Don Miguel se muere.

Tiene un entierro de pobre, sin pompas ni ceremonias, amortajado con el hábito de San Francisco, se fue “con el sol amigo batiendo sobre el rostro descubierto.” Nosotros, 400 años después, podemos afirmar: Cervantes sigue vivo; nacemos con Cervantes, vivimos ideal y dignamente, moriremos rememorando las sabias obras cervantinas.

COMENTARIO FINAL
A la hora última de recapitular sobre este trabajo, me siento conminado por las palabras de Cervantes, cuando reprende a quienes se apoyan en demasiadas consultas eruditas y en libros ajenos. Le debo disculpas, pues, en este acercamiento a su figura y a su genio literario, sustentado en los conocimientos de los autores que cito, pero sin la ayuda de todos ellos me hubiera sido difícil (sino imposible), hilvanar este divertimento cuyos preparativos y redacción final, por otra parte, me han enriquecido y alegrado sobremanera.
Si a algún posible lector estas páginas le inclinara a interesarse por la obra cervantina, como a mí me ha ocurrido, me sentiría todavía más satisfecho.

NOTA BIBLIOGRAFICA
Siendo este trabajo un ensayo de jubilado y a favor de las fiestas cervantinas que se avecinan, sin maneras y objetivos académicos o de investigación, me limito a reseñar aquellos libros que más he utilizado y que me han servido para pergeñarlo, y por si pudieran interesar a algún curioso lector. Las citas del Quijote van entrecomilladas.
José Luis Abellán. “El erasmismo español”. Espasa Calpe.1982.
Roger Bartra. “Cultura y melancolía. Las enfermedades del alma en la España del Siglo de Oro”. Anagrama, Barcelona, 2001.
Marcel Bataillon. “Erasmo y el erasmismo”. Ed. Crítica. 1977.
F. Benítez Reyes, y otros. “Nuevas visiones del Quijote”. Ed. Nobel, 1999.
R. Burton. “Anatomía de la Melancolía”. Espasa Calpe.
Héctor Calderón. “Conciencia y lenguaje en el Quijote y El obsceno pájaro de la noche”. Ed. Pliegos. Madrid, 1987.
Jean Canavaggio. “Cervantes”, Ed. Fayard, 1997.
Américo Castro. “Hacia Cervantes”. Taurus, Madrid. 1957.
Miguel de Cervantes. “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”. Clásicos Castalia. 1979.
“Don Quijote de la Mancha”. Espasa. 1958.
“El Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha”. Edición facsimilar de Olimpo S.A. 1994.
G. Díaz Plaja. “Tratado de las Melancolías españolas”. Sala ed. Madrid, 1975.
V. Escrivá “Jornadas de Miguel de Cervantes”. Ed. Magisterio Español, 1948.
V. Gaos. “Cervantes. Novelista, dramaturgo, poeta”. Planeta. 1979. Barcelona.
J. Goyanes. “Tipología del Quijote”. Ed. Aguirre, Madrid. 1932.
Gurméndez. “La Melancolía”. Espasa Calpe. Madrid, 1990.
Huarte. “Examen de Ingenios”. Imprenta Rafa. Madrid 1930.
P. Iriarte. “El doctor Huarte de San Juan y su Examen de Ingenios". Ed. Jerarquía. Santander. 1939.
Ramiro de Maeztu. “Don Quijote, Don Juan y La Celestina”. Espasa Calpe. Madrid, 1957.
Amando de Miguel. “Sancho Panza lee el Quijote”. Ed AM3. Madrid, 2004.
Rof Carballo. “Entre el silencio y la palabra”. Aguilar, 1960.
Rosa Rossi. “Tras las huellas de Cervantes”. Trotta ed 2001.
W.Styron. “Esa visible obscuridad”. Grijalbo-Mondadori. 1996.
A,Trapiello. “Miguel de Cervantes”. Biblioteca ABC, 2004.
Miguel de Unamuno. “Vida de Don Quijote y Sancho”. Espasa Calpe. 1958

Madrid, noviembre 2004
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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