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El Medulio (I)

jueves, 17 de abril de 2008
Desde Bergidum Flavium a la tierra de los coporos
(25 a de. C.)

El plan de los astures hubiera sido perfecto implicando a los cántabros por el norte si no fuera por la traición de los brigaecinos. La guerra contra los cántabros se había encendido mucho antes de lo previsto y después de haber sido rechazados por las legiones se hicieron fuertes en Bergida hasta que, siguiendo el curso del río Sil, resistirían en la montaña del Vindio. Pero la montaña fue rodeada por las tropas romanas y aconteció la primera gran tragedia de este pueblo.

Las legiones romanas después de derrotar a los astures retrocedieron sobre sus pasos y habiendo descansado unos días en Bergida, se aproximaron a las tierras de los galaicos, a las tierras de los árboles, de las montañas, de los ríos y de los vientos veloces venciendo por el camino toda posible resistencia. Antes de llegar al bosque sagrado de de la diosa Lug emprendieron combates y eliminaron los asientos guerreros de las tribus de la zona que, conocedores a la perfección del terreno que pisaban y parapetados entre las rocas o subidos a los árboles, impedían el avance de las legiones.

Una procesión de misterios desfilaba por la cabeza de Antistio.

-Había oído decir que para entrar en estas tierras podíamos ser interrogados por sus guardianes gigantescos.

Y así, sin perder de vista las sombras continuaron la marcha. Ahora sabían que dos enormes piedras o dos enormes montañas hacían guardia. Antistio no sabía si aquellas montañas también podían hablar. Si eran tan grandes podían tener muchas almas y espíritus que formularían preguntas. Imaginaba cuál sería la prueba que tendrían que pasar. Esperaba averiguarlo muy pronto.

-Estas montañas son inacabables -decía el tribuno ecuestre al legado-. Dicen que aquí los reptiles encienden el fuego de la tierra y algún río de brasas puede cortarnos el camino.

-Los nativos dicen que a esta tierra nunca se le ve la cara. Que al otro lado de las montañas los árboles cuelgan del cielo y hay que levantar mucho los ojos para ver su cúpula.

Los romanos no disponían de vías fáciles para avanzar, pero los caminos de la tierra no les eran vedados. A los romanos no los detenía ni el sueño, ni la fatiga y a veces todos los caminos se les aparecían iguales. A veces era necesario acondicionar la ruta para conseguir un máximo de seguridad. Cuando los exploradores encontraban un obstáculo natural por el camino, ríos, árboles, roquedos, ciénagas, charcas, la infantería talaba los bosques, despejaba los roquedos o desecaba las ciénagas. Uno de los problemas del general al mando antes de atravesar las escarpadas montañas, los espesos bosques galaicos, los acantilados y los numerosos ríos era en que orden disponer a la infantería, la caballería, los legionarios y los auxiliares, y, por encima de todo, dónde colocar los bagajes.

Un grupo de soldados enviados a forrajear hacían de exploradores y o especuladores proporcionando información a la legión que marchaba detrás. Con la legión iban soldados especializados que informaban de las fuerzas reunidas del enemigo, exploradores que recibían órdenes de un prefecto del pretorio o de un tribuno ecuestre y sólo informaban al general.

Siguiendo la táctica de César contra los belgas, la caballería y las tropas auxiliares, honderos y arqueros, iban en vanguardia seguidos del grueso del ejército y los bagajes, cerrando la columna las tropas de reclutas. Pero el ejército romano por tierras galaicas hubo de improvisar y a veces tenían que modificar el orden de marcha. En las montañas había desfiladeros y los árboles a veces estrechaban los caminos obligando a las tropas a estirarse en un largo cordón, así era difícil asegurar con eficacia la cobertura de los flancos poniendo en peligro los bagajes o el elemento más vulnerable de la legión. Su pérdida a veces era la causante de la desorganización del ejército en marcha, pues los soldados, al ver como el enemigo se apoderaba de sus pertenencias, abandonaban las filas para tratar de recuperarlas. Los ingenieros de la legión, que casi siempre acompañaban a las tropas auxiliares acarreaban sus talleres y su industria. Con las tropas iba un arúspice que al llegar a los lugares en los que había que levantar un campamento leía los presagios en las entrañas de los animales y realizaba el sacrificio de purificación que precedía a la ocupación del nuevo campamento, aunque sólo fuera para pasar la noche o para esperar que se abriera el camino aplanando el suelo o con la construcción de obras de ingeniería. El objetivo del cuerpo de ingenieros era ordenar los cuarteles, distribuir las unidades y levantar un campamento por la tarde.

-Señor estos caminos son muy verdes, parece que caminamos sobre un mar de hierba -dijo un soldado.

-Las hierbas y las ramas de los árboles se enroscan a voluntad –dijo el centurión Gallus.

-Tal vez nos quieren indicar la dirección a seguir –dijo Tuscus, un soldado corniculario que presidía el estado mayor particular del oficial.

-Mirad este sendero, más adelante parece que se quiebra en dos –dijo otro soldado.

El centurión Gallus y algunos exploradores montados se adelantaron al grueso de la legión para forrajear, al mismo tiempo que hacían la función de espías y proporcionaban información sobre la presencia o ausencia de fuerzas enemigas por el camino. Con ellos se había adelantado Cloutius, un soldurio que pertenecía a la tribu de los susarros y que a veces hacía de guía.

-Llegaremos al final. Allí veremos si podemos seguir por él –dijo Gallus.

-Centurión, parece que este camino quiere engañarnos o es una ilusión. Más allá parece que se convierte en cuatro –dijo el soldado Tullius.

-Alto soldados –dijo Gallus levantando una mano-. Tendría mucho gusto en seguir, pero si hacemos caso a todos los caminos que se nos presentan en medio de estos bosques, nos perderemos. Marcaremos este lugar para que lo despeje la caballería. Pronto se verá el portaáguila y todavía no está libre el camino. La legión no se debe detener nada más que para acampamentar.

-Este es un buen sitio para forrajear, centurión. ¿Qué os parece? –dijo Tuscus.

-Era hora de encontrar un lugar cómodo.

-Sigamos la dirección hacia el norte que nos indican los árboles. Más allá de las selvas hay llanuras. Cuando salgamos de estos bosques tienen que aparecer –dijo Cloutius.
-Os advierto extraños, o tal vez despistados –dijo el centurión.

-Señor, tal vez es el bosque. En este lugar parece que las plantas trepan, se mueven como las legiones y como los ríos –dijo Tullius.

-Si es necesario talaremos nosotros los árboles para atravesar el bosque, así descubriremos los peñascos elevados en los desfiladeros, podando y aplanando el suelo dejaremos marcas con la dirección a seguir –dijo el centurión.

-Esa dirección traza un camino, señor, una ruta por si alguna vez tenemos que dar la vuelta -dijo el soldado Tullius.

-De momento servirá para que se guíen los que vienen detrás de nosotros –dijo el centurión.

-He ahí otra dificultad para atravesar ese río –dijo el metator encargado de encontrar un emplazamiento adecuado.

-En este lugar la infantería tendrá que construir un puente –dijo Gallus.

-Tal vez hagan unas barcas con la madera de estos árboles que colocándolas borda con borda y atándolas fuertemente unas a otras construirán un puente montando una pasarela de troncos por encima –dijo el centurión.

-Sería bueno contar con la marina –pensó el metator en voz baja.

-No, nada de marina –dijo el centurión-. Construirán un puente de madera o de piedra.

Antes de llegar a su incierto destino, el camino no sería fácil y a veces, sobre todo en las pausas se entretenían contando historias, como si fueran una gran familia. Muchos soldados eran mercenarios o soldurios que, aunque habían nacido en aquellas tierras, trabajaban para los romanos. A veces habían sido jefes de bandas guerreras, cántabras o astures, o jefes de tribus que con sus cuentos y fabulaciones les hacían pensar a los soldados que en las malezas los rayos del sol tejían enormes telarañas que se confundían con las hierbas y que el sol convertido en araña gigante bajaba por sus rayos a la tierra para comerse a los que quedaban atrapados en ellas, mientras otros, aterrorizados, asomaban sus cabezas detrás de los árboles. Espíritus cubiertos de hojas y de musgo, enanos de ojos verdes; murciélagos que volaban curiosos; aves de mal agüero graznando y que todavía llevaban en sus ojos el esplendor del sol ocupaban las mentes de los soldados.
-No les llenes la cabeza de cuentos a estos supersticiosos, Cloutius, pues así no podrán descansar por la noche y morirán en el combate –decía el centurión.
-No os preocupéis, señor, me callaré.

Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


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