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Cervantes (II)

lunes, 14 de abril de 2008
IV. QUE SE REFIERE A LA MUERTE Y A LAS ENFERMEDADES
Quisiera detenerme, en las páginas que siguen, sobre los condicionantes patológicos y muerte en Don Quijote, bajo un permisible contexto de virtualidad, y en la muerte real del propio Cervantes (pues, vano es decirlo, de cosas distintas hablamos), y estudiar, más en concreto, la parcela nosográfica de sus vidas y la del finamiento. Sería superfluo intento profundizar prolijamente en cada una de las aventuras y leyendas, ó en las interpretaciones seculares sobre el libro del Caballero de la Triste Figura, ó acerca de las evidencias y los claroscuros de la biografía de Don Miguel.

ANTECEDENTES TRADICIONALES
Permítanme antes, en estas consideraciones cervantinas, referirme a lo que entonces venía llamándose concepto español de la muerte, por más que pueda parecer excesivo, en estos albores del siglo XXI, tal memoria.

Nos decía Ramón de Garcíasol, hace tan sólo cuarenta años “que a los españoles se nos ha dado el don de la muerte, quizá porque se nos ha negado la vida, el gozo del aquí y el ahora. A diario pensamos en la muerte, cuya familiaridad nos da nuestra más acusada virtud y nuestro más doloroso defecto: no sabemos vivir para las cosas de la tierra”. Y proseguía recordando que apenas acababa de nacer el castellano, cuando Jorge Manrique dejó dicho para el asombro inacabable:

Recuerde el alma dormida
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando.


El autor insistía -y es lo que a nuestro propósito interesa- cómo en el Quijote se recoge ese sentir español de la muerte: “El peor de todos los sucesos adversos es la muerte y como ésta sea buena, el mejor de todos es el morir”. Y añadía: honra es que embellece la vida.

Don Quijote nos instruye en una muerte previa desposada con la vida como móvil de nuestras acciones. Nos enseña que vivir por vivir es absoluta necedad. Hasta afirmar en memorable ocasión: ”Yo nací para vivir muriendo” (II, 59).

No han pasado tantos años y los españoles ya no pensamos ni sentimos lo mismo que nuestros antecesores: es más, escondidos de nosotros mismos, presumimos por doquier del traído y llevado carpe diem, el superficial y pagano gozar aquí y ahora, cuánto más mejor, aunque fuere libertino o dañe a terceros; ¿quiénes satisfechos de andar por la vida en confortable yermo amoral recuerdan ya el obligado paso? Vida y muerte son ahora compartimentos ajenos, separados. Aunque la muerte fundamente un decisivo sistema económico de seguros, funerarias, pensiones, queda a nivel personal como una mera abstracción.

Olvidados quedan el romancero, los parámetros esenciales de la literatura española desde los primeros siglos, Jorge Manrique, Sta. Teresa, e incluso los estoicos españoles, Bécquer, A. Machado…

En el discurrir de las gentes de hoy al muerto se le oculta en un tanatorio, se le incinera con precipitación y sus cenizas son aventadas con singular premura. Apenas en los pequeños pueblos persisten los ritos religiosos tradicionales y los duelos compartidos por el vecindario.

Frente a esta moderna percepción cultural quizá no estaría de más, personalmente, sin hacer apología de la muerte ni desprecio a la vida y a sus goces, al menos por previsión médica y social, y religiosa, volver a Cervantes, aquel vividor ávido de variadas experiencias que en su constante dialéctica mística: vida/muerte, sabiendo que el tiempo es breve, por boca de Sancho, advertía: ”Todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy sanos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de las que Dios quisiera darle; porque la muerte es sorda y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa y no la harán detener ni ruegos ni fuerzas, ni cetros ni mitras, según es pública voz y fama…”

Así era el morir del hombre cristiano en el acervo cultural hispano que Cervantes propala y enaltece

2. LA MUERTE DE ALONSO QUIJANO
Ya contamos como estando en Barcelona, tras una entrada triunfal y ser recibido con todos los honores, Don Quijote es vencido en dura lid por el Caballero de la Blanca Luna (el bachiller Sansón Carrasco) y al quedar inhabilitado como Caballero Andante depone las armas, y toma el camino de retorno hacia su casa en la Mancha, abatido y derrotado, como “la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma tristeza” (al no poder ya intentar nuevas proezas en pos de la libertad y la justicia).

Le sorprende entonces una grave enfermedad, con unas calenturas que postrándole en el lecho agravan su depresivo estado. Y en estas subsiguientes horas malvivía cuando surge la milagrosa revelación: recobra el entendimiento. Se da cuenta y reconoce entre familiares y amigos su desvarío, su equivocación al haber creído en los héroes caballerescos. Y tan es así, que reniega de su azarosa y sin sentido vida pretérita.

Es el momento estelar en que revierte a su verdadera personalidad, la de Alonso Quijano el Bueno. Al parecer, el síndrome febril que padece (cuya causa desconocemos y tampoco importa demasiado) le ha curado. Esta circunstancia era conocida en la Medicina antigua: la curación de la locura por el efecto salvador de unas fiebres coincidentes, y por la Medicina Experimental (el recurso de la impaludización en enfermedades mentales graves).

Aunque recobra el juicio “melancolías y desabrimientos lo acababan”, diagnostica el médico, y tan mal lo encuentra que le invita a arreglarse con Dios y con los suyos.

Preguntóle la sobrina qué le pasaba, y respondió: “Yo tengo juicio ya libre y claro, por las misericordias de Dios ya conozco los detestables libros de Caballerías, sus disparates y embelesos”.

Desahuciado, durmió más de seis horas de un tirón y al despertar, dando una gran voz dijo: “Bendito sea el poder de Dios, que tanto bien me ha hecho. En fin, las misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

Llamó Don Quijote a su buen amigo el cura, al bachiller Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, y pidió confesarse y hacer testamento. Y apenas vió a los tres, dijo: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quién mis costumbres me dieron renombre de bueno”.

Y continúo con la transcripción de Unamuno (en esa Guía y Confesión, más de angustiados que de perplejos, que es su “Vida de Don Quijote y Sancho”: “Hizo salir la gente el cura y quedóse sólo con él y confesóle. Acabóse la confesión y salió el cura, diciendo: verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento”. Rompieron a llorar Sancho, el ama y la sobrina.

“Fue siempre bueno, añade Unamuno (cuyas visiones del Quijote son admirables, por más que discutibles) bueno sobre todo y ante todo, bueno con bondad nativa, y esta bondad que sirvió de cimiento a la cordura de Alonso Quijano y a su muerte ejemplar, esta misma bondad sirvió de cimiento a la locura de Don Quijote cuya raíz era su inmortalidad (“El bueno no se resigna a disiparse”).

Hizo Don Alonso su testamento ante notario: manda toda su hacienda a puerta cerrada para Antonia Quijada, su sobrina, y una mención a Sancho que éste merecía. (Sancho es “el otro” de don Quijote, y con éste representan el diálogo del pueblo español, es el coro de este cervantismo teatral. María Zambrano).

Debió ser, entonces, cuando Sancho responde: “Ay, no se me muera vuestra merced, señor mío, sino tome ni consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre, en esta vida, es dejarse morir sin más ni más, de melancolía”.

Acabó de dictar sus últimas voluntades Alonso Quijano, recibió los sacramentos, abominó de nuevo de los libros de Caballerías “y entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban dio su espíritu: quiero decir que se murió”, agrega su historiador Cid Hamete.

Es uno de los capítulos, el LXXIV, el que describe la muerte de Don Quijote, de los más simples, pero de los más gloriosos de la novela, de un realismo tan profundo que no parece ficción, y que lleva a la inmortalidad del personaje, al mito español por excelencia, el del Quijote (aunque haya quien califique, temerariamente, esta “desquijotización” de rápida chapuza literaria).

3. LA ENFERMEDAD DE DON QUIJOTE
Por más que no deje de ser un juego especulativo, de Medicina virtual, recordemos que durante muchos años los médicos han pretendido calificar la locura de Don Quijote dentro de unas categorías psiquiátricas definidas, sabiendo que, si era un proceder lícito, tal catalogación exigía el debido distanciamiento al trato de un personaje de ficción como si fuera una realidad biológica y humana.

Y así, en paralelo con las nosografías psiquiátricas propias de cada época se habló primero de una monomanía, después, durante años tras la revolución kraepeliniana, de una paranoia. Y sabido que Don Quijote muere cuerdo, haciendo autocrítica de sus ideas disparatadas, e insistiendo en la claridad de su conciencia, es más firmando un testamento ante notario y con testigos que avalan su cordura, últimamente se le sitúa en la senda de los criterios americanos, como un trastorno delirante (DSM-IV) o, bien, se identifica con un trastorno por ideas delirantes persistentes (con episodios depresivos añadidos).

Lo cierto es que nunca la locura quijotesca correspondió a un síndrome patognomónico en absoluto preciso: buen cuidado tuvo Cervantes con su calculada ambigüedad para que así fuese.

Don Miguel elige la locura del personaje, la consiente y cuando parece convenirle la exagera; o si le interesa la vuelve discreta, deseable. Se puede llegar a pensar que la locura haya sido una simple alegoría utilizada ad libitum por el autor para ampliar la variedad de su discurso: incluso, una excusa oportunista para comentar el espectáculo de la vida humana.

Los psiquiatras no caen en ninguna trampa al inclinarse con no poco juego y divertimento -la obra de por sí ya suena a representación y artificioso retablo- en proponer un apellido psicopatológico a la dislocación delirante y melancólica de Don Quijote, mientras insisten algunos en los paréntesis de lucidez del Triste Caballero, tal como con toda probabilidad, pretendía el mismo Cervantes en su buscada indefinición: una obra abierta dónde cabe todo, la vida, la belleza del lenguaje, “el festín verbal”, el goce y placer de lo narrado.

El dilema que ha estado siempre sobre la mesa especulativa de esta locura es si se trata de un trastorno mental patológico, destructivo o, tan sólo, de una disposición enfermiza. Disyuntiva que vuelve a la actualidad y que el afán moderno de desacralización inclina hacia una locura benigna o discreta, frente a una alienación patológica que era la preponderante hasta hace bien poco. En este sentido, la tesis reciente -2005- del doctor Gracia Guillén, entre otros, expresa que Don Quijote “más que un loco es un alocado”.

Sabemos que Cervantes se mueve, con afirmaciones y dudas, entre la discreción y la locura del hidalgo, y ahí reside una de las claves del gran texto. No se enfatiza hoy en que se trate de una novela psicopatológica, pues no se quiere ver en ella la biografía de un enfermo sino algo mucho más ambicioso y universal.

En resumen, más preocupado parecía estar Cervantes por manifestarse sobre el modo de ser y de vivir de un hidalgo al que quijotiza en la búsqueda de un mundo benéfico y perfecto, que por diseñar un caso concreto de locura clínica, de un delirante Alonso Quijano. Abunda en una locura de libertad, solidaria, utópica, razonadora: la propia de aquellos locos que designaba entreverados, no infrecuentes en las desoladas llanuras manchegas, que le permite el discurso enciclopédico de su novela, una reflexión sobre la vida y entorno de sus conciudadanos, cargando, entre bromas y veras, con la tradicional cultura de todo un pueblo. Y hasta tal punto que cuando genialidad y locura (cierta o imaginaria) se encuentran hacen pensar en el Quijote como un libro inspirado, fuera de lo común.

4. ¿DE QUE MUERE EL HIDALGO?
En esa reconocida disposición artificiosa en el diagnóstico que antes mencionamos existe una teoría tradicional, en la línea expuesta por el Dr. J. Goyanes, ya en 1932. “Parece manifiesto que fue la melancolía la causa de su muerte, porque los estados de ánimo intensos, ya de alegría, ya de tristeza, puede llevar a la pérdida de la vida. La tristeza de Don Quijote le vino de hallarse derrotado y, por tanto, de perder su personalidad. De no ser ya el héroe caballeresco y haberse convertido en el triste hidalgo. Unas veces la intensa y profunda emoción del ánimo mata enseguida, como acredita profusamente la historia médica; otras, lleva al melancólico a un estado de ánimo depreso y paso a paso a la muerte”.

En tal consideración, aunque suene rancia, abundan otros muchos autores. Así Fernando Rielo escribe: “La causa de la muerte que Cervantes atribuye a Don Quijote fue, en verdad, la melancolía”. Y Lo Ré, en 1989, se expresa en parecidos términos: la pena y la tristeza acaban con el Caballero Hidalgo.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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