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La antigua normalidad

martes, 23 de junio de 2020
Solía medir sus palabras, lo hacía de forma natural, como parte de un ritual que le ayudaba a mantener el rumbo. Recordaba a esos músicos que antes de producir una sola nota afinan con esmero su instrumento, cuerda a cuerda, sonido a sonido. Esa prudencia le hacía respetar los silencios y escuchar con mayúsculas, como si no se atreviese a interrumpir al resto de la orquesta aun teniendo algo meritorio que aportar. Miraba el espejo con frecuencia, como si éste reflejase algo más que el proceder de un peluquero experimentado que manejaba sus manos con una destreza asombrosa. Quizás le devolviese otro tipo de reflejo, un interlocutor, una posibilidad de diálogo consigo mismo.

Se movía despacio alrededor del cliente, con pasos cortos y medidos en aquella suerte de vals sin música que tan bien sabía bailar. A veces interrumpía el corte durante un instante, las manos sobre la cintura, para observar tranquilo antes de continuar. Su entrega no daba lugar a dudas: hacía aquello para lo que había nacido. Todo su cuerpo, desde el movimiento de sus pies a la inclinación de su cabeza, participaba de aquella tarea con una seguridad que no se aprende en ninguna escuela.

Por momentos, uno tenía la sensación de que aquellos cortes, la meticulosidad de su proceder, el orden que parecía buscar en cada cabello, en cada mechón, no eran más que una forma de ordenar sus propias ideas, de hacerles sitio en una mente amante del equilibrio. Quizás ese orden le ayudara a progresar en el corte o peinado, como lo hacía la conversación, la cual, en ocasiones, avanzaba sostenida por una confianza que parecía convertir el asiento en una especie de diván. En ocasiones, el diálogo se extendía más allá de los límites del corte, como si la hora de cierre pudiese esperar, como si el resto del mundo tuviese que esperar. Podría decirse que cuando Confucio pronunció aquello de “Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida” lo hizo pensando en él.

El confinamiento fue para él, como para tanta gente, un golpe seco, inesperado, que terminó por aceptar con resignación. Le sobraba tiempo para pensar y le faltaba su espejo, aquel que guiaba algo más que sus peinados y cortes. Por eso, cuando recibió la noticia, cuando supo que podía volver a abrir su lugar de trabajo, supo también por qué normalidad rima con felicidad.
Riera, Martiño
Riera, Martiño


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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