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Cervantes (I)

viernes, 04 de abril de 2008
CERVANTES Y EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
(VIDA, MUERTE Y OTRAS MELANCOLÍAS)
I.

Siempre es buena hora aquella que nos invita a la lectura del Quijote, y más cuando se acerca el cuarto centenario de su primera edición -en 2005- conmemoración que todos deseamos celebrar con provechoso beneplácito.

Se dice que los niños lo leen como una suerte de historias de risa, humorísticas y descabelladas; a veces, por desgracia, en fragmentos que les resultan difíciles y que los maestros, poco proclives a convertirlos en una fiesta, transforman en incómodos deberes ó en la memorización de algún pasaje; en el mejor de los casos, les aconsejan su lectura en voz alta, como en su origen requería la obra.

Los jóvenes tampoco suelen advertir la grandiosidad de la novela; tal vez, los más lectores, queden fascinados por la fluidez de las frases de un castellano poético y sonoro, arcaico aunque admirable, que convierte en sencillo lo más complicado; tal vez porque no comprenden su admiración por un héroe tan disparatado, y casto, a la búsqueda de una Dulcinea ideal. Y porque a las pocas páginas, con reticencia, lo dan por leído.

Es ya en la madurez cuando el adulto, si tiene la inspiración de releerlo, tropieza en los áridos caminos manchegos y en sus ventas con variopintos personajes, valora sus quehaceres y diálogos, y a pesar de ciertas humillaciones y alguna crueldad se deja seducir por la sublime ficción de la caballeresca vida de Don Quijote, y la amistosa atracción de un Sancho Panza no menos apaleado y sufridor.

Sin referencias históricas ni casi religiosas, por más que se vislumbren indicios erasmistas que su irónica habilidad debe disimular -en una época en que existía la Inquisición y sus hogueras estaban a la vuelta de la esquina- se suceden las aventuras del Caballero Hidalgo y de Sancho, su escudero, los cuales entre vicisitudes, coloquios y discursos rompen los moldes de la abstracción para crear la más increíble realidad; y así ocurre que los más diversos aspectos de la vida (incluso los escatológicos) van quedando nítidos, en su castellano maravilloso, a la mirada y reflexión de cualquier lector.

Se suele decir, por último, que es a los ancianos, a mí por tanto con setenta y pico de años y a punto de ser viejo, según las sutiles directivas de los geriatras actuales, a los que nos corresponde, en la feliz hora de la discreción y la prudencia, entender las excelencias de la Gran Novela, del Libro Español por antonomasia: alcanzar su emotividad, sus múltiples registros e infinita tristeza.

Aunque el mismo libro sea de distinta lectura en cada época, y para cada uno a lo largo de su vida, y aún para cada profesión (a mí me anima a caminar por los caminos de la Medicina, a los que dedicaré atención en próximas páginas), válganos lo dicho por el propio Cervantes, en boca de Sansón Carrasco: “Procurad que leyendo vuestra historia el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.

La lección del Quijote nada aborrecible ni repelente, como algunos pretenden, “es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen y los viejos la celebran” (II, III), y a todos ilumina y nos conmueve, y es por ello por lo que, conocido el protagonismo universal y hasta familiar de sus personajes, sería injusto el olvido de su eximio autor tan tradicionalmente postergado. Obligado es, en esta hora y en todo momento, reivindicar con el mayor énfasis la figura del artífice de tan poderoso e inagotable mundo literario, restituir, sin el menor desmayo y en toda efemérides, el mérito de la magna obra a su creador: Don Miguel de Cervantes.

RECORDATORIO DEL PERFIL BIOGRÁFICO DE CERVANTES
La vida de Miguel de Cervantes fue complicada pero fecunda, más cercana a las desdichas que a los gozos, más a la pobreza que a la abundancia de bienes: una trayectoria irregular, zigzagueante, a golpes de azar y, casi siempre, de infortunios.

Sus datos biográficos, poco abundantes, pueden encontrarse en los archivos administrativos y eclesiásticos, en sedes judiciales y militares, también en los escritos de sus colegas contemporáneos y, con buena intención y mayormente, en la letra de sus publicaciones.

Si enigmas o secretos hubiere en su vida, encuéntranse, con probabilidad, en las susodichas fuentes. Otra cosa es no querer mentarlos. Irregularidades de conducta personales o familiares, desviación licenciosa de costumbres, juegos de envite, ascendencia judía o morisca, indicios de erasmismo, todo resulta aparente a la consideración de quiénes deseen tropezar con heterodoxias clandestinas y vergonzantes o, por el contrario, la de aquellos que prefieran referirse sólo a la integridad de su genio literario.

Pero vayamos con su vida. Quizá la parte más desconocida sea su infancia. Nacido en Alcalá de Henares, en 1587, de casa hidalga y pobre, se suceden sus primeras jornadas infantiles cerca de las murallas y del río, en la bella ciudad renacentista y universitaria.

Enseguida, huyendo con su familia de estrecheces pecuniarias, será Valladolid su destino: incursiones hasta el Pisuerga, y por sus calles y plazas, ante San Pablo o San Gregorio o La Antigua, contempla con asombro algún Auto de Fe y aprende el castellano más sonoro y prestigioso de la Península; destaca ya por su talento, mientras en el hogar persisten miserias y sobresaltos (Recordemos, para situarnos en el tiempo, que a los 9 años de Miguel abdica Carlos V -se retira a Yuste- y empieza a reinar Felipe II).

De más mozo, es su residencia Sevilla, ciudad espléndida, cuando la riqueza de las Indias caía benéfica sobre las aguas del Guadalquivir, centro de las expediciones ultramarinas, meta de aventureros, pícaros y tahúres, pero también sede de excelentes colegios; Miguel tiene la suerte de asentarse en los Jesuitas que le descubren y ajustan en el latín de Cicerón.

Es digno de resaltar, que si el padre, el sangrador Rodrigo, fue un desastre de ciudadano, sordo, manso y propicio a las deudas, a las huidas y a las itinerancias, buen cuidado tuvo de propiciar a su vástago la mejor educación posible y eso a pesar de vivir en un hogar menesteroso, de prole numerosa, teñido, eso sí, de disfrazado orgullo y defendido siempre por su amorosa madre, doña Leonor Cortinas (la que le insistía: Miguel los libros, los libros: la sabiduría entra por los codos).

Vuelve con su familia a Madrid, que ya es Corte y quizá con ocasión de la venta de una finca de los Cortina, en Arganda, que mejora por momentos la situación económica de la familia e incluso permite algunos pinitos financieros a Rodrigo, Miguel con 20 años, ojos alegres, flaco y apuesto, se presenta en la capital sin oficio ni beneficio. Por fortuna, en esa encrucijada decisiva de la vida, se ubica en la academia del profesor López de Hoyos, costeada por el Cabildo de la Villa, y pronto es premiado por una elegía a la muerte de la reina Doña Isabel de Valois y, cuando, coincidentemente por el mismo acontecimiento, llega a Madrid el Legado del Papa, Monseñor Acquaviva, que conoce su galardón y tiene a bien acoger a su autor y llevárselo a Roma, con su séquito.

(Con mayor rigor biográfico parece confirmado que la causa de la huída hacia Italia se debió a la amenaza judicial que pesaba sobre él, a raíz de un duelo con resultado de heridas graves, o muerte, de su adversario).

Parece cambiar su suerte, y es, sin duda, la gran ocasión de su vida, pero no tarda en advertir que no es fácil medrar por caminos burocráticos ni tropezarse con laureles literarios y, tras mucho cavilar, da un giro decisivo a su destino y emprende la carrera de las Armas, una de sus grandes devociones y un honor para los jóvenes de entonces: estandartes, tambores y clarines, picas y mosquetes; se alista con el capitán Don Alvaro de Sande, en los Tercios Españoles que, por entonces, hacían Historia. Largas marchas y escaramuzas (Génova, Milán, Nápoles...) y prolongadas demoras invernales, que hacen pensar en disposición de mucho tiempo para la lectura y el aprendizaje del italiano.

En octubre de 1571 participa en la gran gesta -la mayor ocasión que vieron los siglos- de la batalla naval de Lepanto, contra los turcos (cuando, por la amenaza de éstos, Pío V y los Príncipes Venecianos arrastran a Felipe II a tan notable aventura). Interviene Miguel en la lucha, a pesar de estar exento por sufrir unas fiebres que algunos atribuyen al miedo y los más a las tercianas palúdicas que padecía. En el fragor de la batalla -fuegos, choques y abordajes- recibe tres heridas por disparos de arcabuz que le dejan lesionado el pecho y una mano inválida para el resto de sus días, y el apelativo de Manco de Lepanto que reforzará su identidad de valentía para todo su futuro.

Después, tras recuperarse de sus lesiones en Mesina reanuda sus destinos militares; decide, sin embargo, su regreso a España y ya en la travesía hacia la Patria su embarcación es abordada por piratas berberiscos que, tras secuestrarlo, le llevan a Argel, y lo venden al rey Hassán Bajá.

Cinco años permanece en el cautiverio (algo más que su hermano Rodrigo); descubiertas sus cartas y certificaciones de sobresaliente soldado, le exigen un fuerte rescate como prisionero de guerra, que difícilmente va a ser asumido por su empobrecida familia.

Responsable de cuatro intentos de fuga, no es castigado -mutilado o ejecutado- como corresponde a tales delitos. Tal vez por cobrar el rescate, que no llega, o por razones más ambiguas relacionadas con sospechosas simpatías o desviaciones sexuales (Rossi).

Finalmente, y de manera inesperada, es liberado -previo rescate- por el trinitario Fray Gil, el 24 de octubre de 1580, y se embarca con destino a las costas españolas, con las esperanzas intactas: seguir con su carrera militar (si acaso, volver a Italia). Llega a Madrid, al hogar de los Cervantes, que encuentra con las penurias acostumbradas.

Intenta hacer valer sus recomendaciones (de Don Juan de Austria y del Duque de Sessa) en las instancias pertinentes, pero le responden siempre con la misma declaración: “Su Majestad hará providencia a sus méritos..”

Mientras, y a la espera de tal providencia, el Rey Felipe II entra soberano en Lisboa, pero la Corte -por más que la persigue- continúa cerrada para él que no logra más que humillaciones; para el mendigo de Lepanto sólo hay promesas. Le quedan los dados y los naipes y, a Dios gracias, la Literatura, su segunda gran vocación.

Por entonces, conoce a doña Catalina de Salazar, una joven -20 años- de buen ver, natural de Esquivias (un pueblo toledano de huertas, vides y olivos, en la comarca de La Sagra), la cual, turbada por las palabras de Miguel, su fama y su buena facha, y a pesar de la oposición familiar y de su manquera, se casa con el alcalaíno que si al principio tomó la cosa como pasatiempo, después le dio buen acomodo.

Sus días, en lo sucesivo, transcurrirán entre Madrid, Toledo y Esquivias, villa agrícola que no tarda en cansarle, como la misma Catalina pueblerina, tosca y muy apegada a los bienes y a su terruño.

En Madrid, en círculos literarios coincide con Lope de Vega, el máximo exponente literario de la época, que como de costumbre lo desprecia. En 1585 muere su padre, modelo de desdichado, en Toledo, dónde es enterrado, y con el dolor a cuestas Miguel comienza, una vez más, a rehacer su vida y a dirigirse por la senda, nunca olvidada, de la pasión literaria.

Sin embargo, acepta una sinecura que por fin llega a sus manos: recaudador de contribuciones en Andalucía. Se sitúa en Sevilla. Desde allí, y por diversas ciudades, recauda a los morosos “busca, embarga, arranca a viva fuerza el trigo y el aceite escondidos.”

Por tales fechas, Felipe II harto de las piraterías del Reino de Inglaterra se decide por invadir las Islas; la flota se repliega en Lisboa, y Cervantes contribuye a su avituallamiento (La artillería anglicana y las tempestades terminan con las naves y los sueños de la Invencible... y con la provisión cervantina de víveres).

No consigue un cargo para irse a las Indias, por más méritos militares que presenta, pero escribe unas cuantas novelas y se compromete para escribir seis comedias.

Sufre varias denuncias por impagos e ingresa en la cárcel un par de veces, dónde, sin duda, nace y crece su máximo texto y madura su redacción. Total, que pasa 13 años en Andalucía (1587-1600) cruciales en su vida y en la elaboración de su obra.

Retorna a Valladolid, a Esquivias y a Madrid, y en enero de 1605, se edita felizmente la primera parte del “Quijote” (en la imprenta de Juan de la Cuesta, calle de Atocha), que significa el fruto de su efervescencia creativa de varios años, la fama, y “la gloria a los pies del alcabalero”. Cierto pesimismo del libro hace presentir, junto a las tribulaciones familiares y su decepción militar y funcionarial, la decadencia moral y económica de España, presa de hambrunas y epidemias sucesivas, de requisas e impuestos abusivos, por más que si la acción del “Quijote” corresponde a 1580, el cenit del Imperio Español se suele situar en el 1581; y no cabe olvidar que estamos en pleno Siglo de Oro, cuando España dominaba en todas partes y gozaba de una máxima floración artística y literaria, y de magnificencias en todos los órdenes, pero a costa todo ello de una población desengañada y exhausta (nos recuerda Amando de Miguel).

Su hija Isabel -de su relación incierta y decepcionante con la cómica Ana Franca- le da un nieto que alegra su estoica vejez. “Volvió sus ojos a sí mismo, se encontró viejo, muy ido de las cosas de este mundo. Es el tiempo de llamar a Dios y poner en orden la conciencia”.

MENCIÓN A CERVANTES COMO AUTOR DEL INGENIOSO HIDALGO
Cervantes nos dice de sí mismo “que propone algo y no concluye nada”, y en su Quijote, propone y el lector, el gran beneficiado, dispone: un libro escrito con técnica irónica, de sutiles espacios e intenciones, de penas y alegrías, que al principio fue considerado como una obra exclusivamente para la risa, cómica, una parodia de los Libros de Caballerías, y que sólo al despertar del Romanticismo adquirió una interpretación simbólica, de alcance universal: la lucha de lo real, con lo irreal, con la ficción, y un significado inabarcable.

Habrá pues que leer más “El Quijote”, un gozo para el lector, tanto si se lee con el ritmo propio de una novela, como propone J. Marías, para apreciar su temple y su estructura dramática, y vivir en ese mundo cervantino, como si se lee (y es mi preferencia) fraccionadamente, por cualquier página o capítulo. Habrá que procurar su entendimiento, disfrutar con sus insinuaciones, con sus máximas y aforismos, con sus cuentos y cuentecillos, saborear su humanísimo estilo, la dignificación de lo popular, su nuevo talante narrativo en el que confluyen lo trágico y lo humorístico, la alegría y la tristeza, la connivencia del lector, el entrar y salir de la realidad, los viajes…, y celebrar su lectura en todo tiempo y circunstancia como uno de los libros más bellos de la Literatura Universal (clave, tal vez, para explicar el ser y la historia de España, su símbolo máximo, como pretenden los extranjeros más ilustres y muchos españoles). Se considera hoy la primera novela, y a Cervantes el primer teorizador de la novelística, cuyas innovaciones y su repercusión estética y social llegan hasta nuestros días.

Cervantes no es un escritor a la deriva, en desviado camino, sí es un creador tardío, que comienza retrasadamente su obra y que no es aceptado en los círculos literarios del momento, a pesar del dominio prodigioso de la lengua. “Pero no tiene sentido un Cervantes pacato, cívicamente sumiso, que sería incapaz del esfuerzo titánico que exige la invención de un género literario” (Américo Castro).

Dejamos apartado, en esta hora, el quijotismo como religión o biblia nacional, que en la época de una España maltrecha servía de revulsivo moral y regenerador, y eludamos, sin cautelas, el anticervantismo unamuniano -su injusta desconsideración cervantina- para decantarnos por un cervantismo idealista, ironizante y melancólico. En pocas palabras: por la magistral obra de Cervantes y, en concreto, ”por el consuelo y la grandeza del Quijote, que nos hará unas veces reír entre lágrimas y otras llorar entre las risas” (Maeztu).

II. CONNOTACIONES MÉDICAS
Nos contaba Leopoldo Cortejoso, en un hermoso libro, que después de escarbar con denuedo en la obra narrativa y teatral de Don Miguel de Cervantes, se tomó la libertad de calificarle, consciente de lo que decía, de “médico de su tiempo”, naturalmente no porque cursara estudios académicos o visitara enfermos a lomos de la consabida mula. Si no porque nadie como él acertó a adelantarse al curso de los tiempos vaticinando lo que habría de ser un día la Psiquiatría e, incluso, la Medicina Preventiva.
No se trataba pues de un lego o un iletrado, como se ha pretendido, si no de un humanista al tanto de los saberes y la Ciencia de su época, con unas dotes de observación fuera de lo común que le acercaron con mucho fruto al oficio de curar, a un peculiar entendimiento de la Medicina.

A finales del siglo XVI predominaba la medicina popular, aquella que siguiendo normas tradicionales procuraba aliviar las enfermedades con hierbas, palabras y rituales mágicos; con frecuencia estaba en manos de los curanderos, cuando no de intervenciones religiosas por parte de clérigos capaces de alejar los espíritus malignos y las profusas supersticiones. Mientras, sobrevivía con dificultades la Medicina galénica, más preocupada por la salud de la población que por los enfermos, a pesar del creciente prestigio de las nuevas Escuelas Médicas (Alcalá, Salamanca, Valladolid, Valencia) y de las asociaciones colegiales, hermandades de socorro y cofradías, y del saber y prestigio de los protomédicos, los profesionales más expertos vinculados a la Corte: los llamados médicos de cámara.

Ha comentado recientemente, con desparpajo, J.J. Millas, que en el mundo médico el prospecto equivale a la poesía, la autopsia al cuento y la historia clínica a la novela; y que “La Metamorfosis” de Kafka, “La muerte de Iván Illich”, de Tolstoi y, lo que ahora nos concierne, “El Quijote”, de Cervantes, son verdaderas historias clínicas.

Quizá sea así, y hasta el afamado clínico anglosajón Syndenham recomendaba a sus alumnos el Quijote como libro de cabecera, por virtuoso y didáctico. Y, entre nosotros, Vallejo Nágera, se refería a la novela cervantina como el relato clínico de una paranoia.

Pese a lo dicho, la mayoría de sus biógrafos niegan a Cervantes especiales conocimientos médicos, todo lo más los propios de un hombre culto de su tiempo.

No puede olvidarse, sin embargo, que su padre era cirujano menor, un sangrador-barbero, un componedor de huesos (carente de estudios médicos universitarios). Su familia hidalga, venida a menos, era tan pobre que no pudieron enviarle a la Universidad, situada junto a la puerta de su casa, en Alcalá de Henares. Pero el joven Miguel convivió de cerca, en su entorno familiar, con los enfermos y muchas clases de dolencias: “viendo sacar la sangre, emplastando y bizmando”; ayudando en los entablillados de las fracturas y en el cuidado y restañamiento de las heridas. Cervantes cree en el origen natural de las enfermedades y de los remedios, y se refiere en el Quijote, profusamente, a la comida, a las bebidas, al sueño, al descanso, a la higiene. “Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”. “Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra" le dice a su escudero en el capítulo XLIII.

Harold López Méndez, nos dejó dicho en “La Medicina en el Quijote”, 1969, que “Miguel de Cervantes considera el cuerpo humano no como un fin en sí mismo, sino como un medio a través del cual va a actuar el espíritu en la continua aventura de la vida. Este concepto del cuerpo, tan elevado, llega en algunos casos a ser sagrado, convirtiendo al hombre en una especie de santuario, donde reside su parte más noble que es el alma. El cuerpo humano es una fuente de trabajo que colabora con el espíritu, una máquina que pone en práctica la vida interior, y no una fuente de placer al estilo de los antiguos filósofos hedonistas… En el Quijote los instintos quedan casi siempre sometidos a la razón: no hay erotismo ni el acto sexual está considerado como una necesidad fisiológica. No hay rastros de morbosidad ni retorcimiento”.

En la gran novela quedan reseñadas, a la consideración de cualquier lector, muchas enfermedades, algunas descritas de modo magistral: el reuma, la pulmonía, las gastroenteritis, la litiasis renal, las cataratas, la sordera; también las fracturas y ciertas heridas, las contusiones y los hematomas; así como las curas con ungüentos, y los bálsamos y muchas variedades de hierbas.

No abundan las descripciones anatómicas, pues no era conocida entonces la anatomía -que estaba surgiendo con las publicaciones de Vesalio- en cambio eran muy precisas las peculiaridades de fisonomías y temperamentos y, más aún, la terminología psicológica, hasta el punto que muchos especialistas le presentan hoy a Cervantes como el primer psicólogo.

Parece ser que Don Miguel conocía, de primera mano, los manicomios (de Sevilla, en particular), y sus conocimientos sobre los enfermos mentales nos resultan todavía convincentes y precisos: así, sus menciones a histéricos, melancólicos, oligofrénicos, paranoicos, epilépticos.. Baste recordar “El Licenciado Vidriera” ó “El Celoso Extremeño”, como ilustraciones clínicas modélicas.

Desconocemos a este respecto si había leído a Lulio ó a Arnaldo de Vilanova, y a los médicos clásicos. A quién conoció fue al Dr Huarte de San Juan, al que me referiré, con amplitud, más adelante.

III. CONOCIMIENTOS DE CERVANTES
A propósito de si Cervantes era un iletrado, quiero detenerme en la opinión reciente del poeta Antonio Colinas cuando estima que la escritura cervantina es fruto de una amplia sabiduría manifestada a lo largo de toda su obra, si bien en el Quijote, por ser su texto de máxima madurez, es mucho más explícita y contundente.

Este vasto saber -partiendo de su talento personal- sería consecuencia, según sus biógrafos, en parte de su formación educativa en manos de maestros excelentes de latines y clásicos griegos en Alcalá, Valladolid o Sevilla, y de haber contado con la cordial acogida y solicitud del profesor López de Hoyos, en Madrid, que encaminó sus pasos hacia la poesía, su primera devoción.

En otro aspecto, será determinante su continua pasión por la lectura (leía cualquier papel impreso, incluso los que encontraba por la calle), y su dominio sobre la obra de los autores españoles, antiguos y contemporáneos, la oralidad y la escritura, la Retórica, la poesía y el teatro (sorprende que tuviera tanto tiempo para leer y estudiar, dada su ajetreada trayectoria).

Sin olvidar, en otro orden de cosas, su inusitada experiencia vital: viajero, soldado en Italia y héroe en Lepanto, cautivo en Argel, comisionado del gobierno, recaudador de impuestos, excomulgado, duelista, tahur, poeta, servidor del Nuncio en Roma, cristiano nuevo versado en desdichas y variopintos aconteceres familiares y sociales, encarcelado por deudas, rico en alguna ocasión, pobre las más de las veces.

Y no cabe tampoco olvidar su decisiva estancia en Italia: cercano a la Curia y a las intrigas vaticanas y, sobre todo, a la Milicia, su segunda gran vocación (o tal vez, la primera, recordemos su discurso sobre Las Letras y las Armas): soldado “aventajado” -más soldado que poeta, le decían- desde Palermo a Milán, presumiendo de su lealtad al Rey. Gozador de la vida refinada, de aventuras personales en la Italia de obras artísticas excelsas, maravilla del mundo. Disfrutó sobremanera -pese a cierta hostilidad de los nativos- de Nápoles, la capital de la Italia española, que le entusiasmaba. Y lo más esencial: aprovechó su estancia y el conocimiento del idioma para profundizar en la literatura de Virgilio, Tasso, Ariosto, Bocaccio, y en el reconocimiento de los autores teatrales que favorecieron “la eclosión de su vocación dramática”.

Las peripecias múltiples de su vida y sus saberes de literatura e historia, de los clásicos, de lo popular y lo humanístico le llevaron a las excelencias de su lenguaje, una prosa majestuosa, cálida, lúcida, de singular ritmo, sonora y musical, que impregna la belleza de sus narraciones, su atinada labor poética y teatral: “al retrato del alma española, de sus expresiones comunes; corolario de una cultura bien asimilada y una piedad de raigambre estoica, de hondo cristianismo, que para muchos se traduce en textos de edificante moralidad”.

Mencionemos, por último, el despertar y auge de la Ciencia en aquella época (Carlos I, Felipe II, Felipe III), con lentos pero notorios progresos en la Física, la Química, la Astronomía, la Medicina, de una Ciencia que, distanciándose de la Teología, se torna naturalista y antropocéntrica. Lo cual explicaría la creciente curiosidad científica de Cervantes, su amor por la Naturaleza y sus misterios, y en torno al hombre, y sus intenciones didácticas… El minucioso trato que da en sus escritos a las plantas y animales, sugiere -se nos dice- su lectura de la Historia Natural, de Plinio. Sus conocimientos médicos, como ya apuntamos líneas atrás, hablan de su acercamiento a los textos hipocráticos, y a los doctores españoles: Huarte, Laguna, Vallés.

Antonio Colinas, por su parte, concluye: “Cervantes fija su concepción de la sabiduría en un punto de raíz evangélica y en otro de raíz griega, valiendo el Quijote -comenta- más allá de tópicos y vaguedades, por un tratado de sabiduría popular y, a la vez, profundamente filosófico. Esta sabiduría aparente o subterránea es la que a todos nos conmueve y a Cervantes encumbra y enaltece.”
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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