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Distanciamiento gallego del angelismo (II)

viernes, 28 de marzo de 2008
DISTANCIAMIENTO GALLEGO DEL ANGELISMO CONTEMPORÁNEO (II)

LOS ÁNGELES Y EL ARTE

El magisterio tradicional de la Iglesia, desde los primeros Padres, pasando por Sto. Tomás de Aquino -el Doctor Angélico- y hasta nuestros días afirma que los ángeles pertenecen al cuerpo místico de Cristo, y son servidores de la Iglesia militante. Los ángeles ocuparían, según eso, un lugar intermedio entre Dios y los hombres.

Es cierto que la razón no nos lleva a la certidumbre de su existencia, sabiendo, como sabemos, que son inteligencias puras, celestiales y, en consecuencia, espíritus imperceptibles para nuestros sentidos: no se les puede ver ni oír, ni oler, ni tocar. Para entendernos, el ángel es un hombre sin cuerpo, sólo intelecto. Como manifestación divina es abarcable, únicamente, en una alegoría ó una metáfora; un ente imaginario que puede traducirse con dificultad en una representación asequible; “difusos en los textos bíblicos, emergen con más fuerza en el período posbíblico y abundan en esa época turbulenta que fué la matriz del cristianismo” (Bloom). De origen oriental, los persas los habían antroporfomizado en mensajeros de un Rey Supremo.

La figura del ángel, para Jiménez, nace cuando un viejo mundo se hunde, y su imagen germina en momentos de gran dificultad cultural, cuando el monoteísmo hebreo lucha por imponerse frente a su entorno religioso. Se renueva cuando el cristianismo aspira a lo universal en el desgarramiento del mundo greco-romano.

Su habitual expresión alada está al alcance de la imaginación actual, que llena así nuestra necesidad de símbolos cuando traspasamos los límites de la razón. Son las alas característica esencial del ángel, atributo del mensajero celeste. De ahí su nombre griego, luego latinizado. Pero no siempre han llevado alas. El Antiguo Testamento no las menciona, y en el sueño de Jacob, los ángeles necesitan una escalera para subir o bajar del cielo.

La idea de ángeles volando sólo es reconocida en el judaísmo tardío. Y por primera vez se observa un ángel alado en Italia, en el siglo IV, en el ábside de la iglesia de Sta Prudencia (según leo en Louis Rean, a quién debo esta información).

Las alas angélicas están inspiradas en los querubines babilónicos, en las victorias griegas y en los genios grecorromanos. Representan un signo de velocidad, de inteligencia, de traslación, más que un órgano para volar. Hasta el siglo XVI, son las alas rígidas, en guadaña ó en tijera, y desde entonces, con los escorzos se sugiere la capacidad ó la ilusión del vuelo. El número de alas corresponde a la jerarquía de los ángeles. Los serafines de Isaías, por ejemplo, poseían seis alas cada uno.

Ya hemos hablado del sexo de los ángeles y de las representaciones comunes como jóvenes bellos e imberbes, y a partir del siglo XV de ángeles femeninos y aún de mórbidas y sensuales formas (Goya).

Es claro, que desde el punto de vista antropológico la doctrina cristiana de los ángeles y los demonios no puede analizarse partiendo exclusivamente de los textos sagrados. Existe por medio un largo proceso de integración cultural, un sincretismo oriental, hebreo, heleno, romano, y el cristianismo emergente.

Los ángeles niños aparecen en Francia, en la Edad Media, y el cuatrocento italiano los populariza a la manera de cabecitas aladas (a partir de geniecillos romanos, marcadamente paganos); Bellini, Rafael, Correggio, los popularizan en los retablos de las iglesias (Eros niños, “cupidos bautizados” y, con más ornamento en Durero, Leonardo, Miguel Angel, Rubens, Donatello, Rembrandt, Doré).

De los pintores españoles del siglo de Oro y posteriores, maestros de la pintura religiosa mencionaría -siendo interminable la relación- a Murillo, por su popularidad en la imaginería angelical, y al Greco, con el que los ángeles estando en el suelo, vuelan. Y a Zurbarán que los pinta más humanos, a ras de tierra.

De los contemporáneos, citaré a Maruja Mallo, y más recientes a Urculo, Arroyo, las formas lúdicas y mediterráneas de Alfaro, y a Ginés Liébana, con sus atractivos ángeles ensortijados de pelo y estilizados trazos en las alas. Y a Gregorio Prieto, con su serie de arcángeles. No menciono aquí a otros muchos, porque sería prolija su enumeración. (Y no es desdeñable una visita al Museo del Ángel, en Turégano -promovido por Lucía Bosé- dentro de la corriente angélica actual, laicista y mundana, que llena el mundo de luz y de belleza en el imaginario colectivo que significa un ángel, cual señala Staffoni).

Según San Bernardo, los ángeles pueden tener cuerpo (como se creyó hasta la Edad Media, ángeles sexuados) ó no tenerlo, su espíritu no lo reclama. Pero ya desde el Concilio de Nicea, la Iglesia autorizó la representación del ángel en las pinturas y esculturas, siempre vestido, quedando la desnudez como propia de los ángeles malignos.

Ningún ser, recuerda Calvo Serraller, ha sido tan amorosamente pintado como los ángeles. (Los especialistas en esta materia, los “volandistas“, afirmaban que aquéllos solían terminar los cuadros de los pintores cuando éstos, vencidos por el sueño, echaban una cabezadita). Encantadores ángeles músicos de Gazzolli, los graves y elegantes de Leonardo, los alambicados y neuróticos de Lotto; viriles y heroicos, delicados y líricos, otras veces; o los bailarines de Donatello (de advertir, que en el mundo italiano del arte, no hay demonios).

Los pintores belgas (así van Eick) fueron más respetuosos y los vestían litúrgicamente, de diáconos: bellamente formales irrumpieron en Alemania (Durero) y se expresaron exquisitos en Francia. En Inglaterra les apasionaban (“Engel-Land”). El Bosco, mientras, alucinaba con sus diablos. Por fin, Chagall, el pintor ruso obsesionado por los ángeles, mezclaba la mitología hebrea y los iconos, lo judío y lo cristiano; nos mostraba, por ejemplo, un ángel en caída libre sujetando en sus brazos un reloj de pared.

Y para no hacer este enumerado interminable, citemos la visión iberoamericana, naif, la sencilla representación de celestes danzarines, adornados con emblemas vegetales (rosas, azucenas, hojas de olivo); así un Angel con Espiga; Angeles que cargan sus arcabuces con beatífica sonrisa, y otros, vestidos con sayas y oropeles, de opereta.

La confusión estética de la sociedad actual lleva a la diversidad por dónde transita nuestra imagen de lo angélico (Jiménez), y emociona la visión del Ángel pobre, de Klee, como un fantasma desvalido ; y el Ángel caído, por confuso, en que nos reflejamos: nosotros, todos. ”Así, el Ángel exterminador, y el horroroso Ángel del pantano, saliendo de las profundidades abisales, de Max Ernst. Y qué decir del desvencijado Ángel Caído, en bronce, de Rodin.

Terminemos, ya. No tenemos la menor duda de que “El cuerpo del ángel ha dejado una estela de siglos en el cielo de la cultura occidental”, y que serán ellos, los ángeles, los únicos espíritus admitidos permanentemente en la mensajería, presencia y adoración de Dios.

LOS ÁNGELES EN EL ARTE GALLEGO
Lejos San Pedro de Roca y Vilar de Donas, con sus pinturas angélicas del máximo interés, o la merecida cita de los ángeles del retablo pétreo de San Martín de Mondoñedo con sus ojos sorprendidos y admirables en románico primitivo, me voy a referir con alguna amplitud a la Catedral de Santiago y, en concreto, a su Pórtico de la Gloria, una de las maravillas del arte cristiano de la Edad Media que como señaló en su día Vidal Rodríguez (a quien sigo, y perdonen las reiteradas citas) constituye con la Summa Teológica del Doctor Angélico y la Divina Comedia de Dante, la gran trilogía Católica Medieval: un poema en piedra, construido por el Maestro Mateo a finales del siglo XII, que trata, en esencia, de la Glorificación de Jesucristo y dónde todo, hasta los menores detalles, corresponde a textos bíblicos. Sus estatuas son perfectas: arte que suscita una honda emoción estética y, a la vez, religiosa, asequible no sólo a teólogos y sacerdotes sino a cualquier campesino o vulgar peregrino.

Aunque no es excesiva aquí la presencia de los ángeles -el motivo que nos ocupa- resulta elocuente. Veamos, de qué manera:
En una observación inicial del conjunto, llaman la atención los cuatro ángeles, con trompetas, colocados en los ángulos del Pórtico. Expresan un requerimiento a las gentes para entrar en la Iglesia Católica, representada con gran énfasis en el Arco Central del mismo. Si bien es una invocación universal a los pueblos, invita por su inmediatez a la participación en el Reino de Cristo de los pobladores gallegos, entonces y casi siempre, de ambigua credulidad. En los arcos laterales, a izquierda y derecha, hay ángeles que conducen niños -las almas de los justos que han conocido la luz del Evangelio- hacia el Redentor. “Resaltan la placidez y la alegría que parecen sentir los infantes bajo esta tutela celeste”. Asimismo en la arquivolta inferior se distinguen cuatro ángeles alados que custodian varios niños. Aluden con insistencia al éxodo del pueblo judío y de las gentes paganas (romanos, griegos) hacia el Salvador del linaje humano.

En el gran tímpano Central preside el Cristo-Redentor, una estatua de vastas proporciones -máxima expresión iconográfica de este monumento- que está rodeada de ocho ángeles, de prodigiosas facciones y ropajes, cuatro a cada lado, que portan los instrumentos de la Pasión (corona de espinas, clavos, cruz, lanza) en un eficaz resumen plástico de la tragedia del Gólgota. Por fin, en el tímpano superior que escenifica la Gloria, Cristo en su trono recibe la alabanza de ángeles, de bienaventurados y de los ancianos músicos. Frente a su figura se ven dos serafines de seis alas mirándole con profunda reverencia. En torno a estos serafines hay dos ángeles: “Ví también y oí la voz de muchos ángeles alrededor del Trono y su número era de millares de millares” (Apocalipsis, de Juan).

Parece cierto, tal dicen los santiagueses, que un ángel vuela permanentemente sobre el Pórtico de la Gloria, y cómo nos recordó el poeta Gerardo Diego, otros muchos ángeles vuelan sobre Compostela: ángeles que salen de ronda por la ciudad, ángeles benevolentes que transportan el fervor religioso por el entorno mientras otros apresados en la piedra se quedan tristes, pues más les gustaría clamar a los paisanos para que procuren alcanzar la resurrección.

Quizá sean los mismos ángeles humanos del Camino Jacobeo, ángeles gallegos que Aleixandre vió tiñendo sus alas del verde de la tierra: ángeles nada terribles, casi terrestres, pero inevitables por su abundancia.

Mas, volvamos al arte: “La extraordinaria obra del Maestro Mateo será el paradigma plástico que impregne la creatividad gallega de ese siglo y del siguiente” (Bango), con más o menos acierto (Catedral de Orense). Otras representaciones más modernas, corresponden a ángeles acampesinados, con doble, triples o cuádruples alas, que coinciden con el gusto popular. Así, Felipe Castro, de Noya (en el siglo XVIII), muestra en una de sus esculturas sobre la Asunción de la Virgen a dos angelotes, con alas, y otros dos sin ellas, en una formulación ingenuista.

La exaltación angélica que acompañó a la Reforma, coincidió con una gran penuria cultural y artística en toda Galicia, siendo la pintura religiosa la única que puede salvarse, pero a buen precio: cánones de los Cabildos y Ordenes Religiosas imponen representaciones italianizantes en Epifanías y Asunciones, y prefieren esplendores hagiográficos en alegorías almibaradas propias de copistas y artesanos. Mencionemos a Manuel Landeira, a Gregorio Ferro, a García de Bouzas.

Ciertamente curiosa es la escultura que se puede contemplar en San Martín Pinario, de Sta. Escolástica, sobre una nube, y un ángel joven detrás, de parecida estatura, asomándose. Obra de José A. Ferreiro (1738-1830), de la escuela del también gallego, Gregorio Fernández.

Nos empujan todos estos artistas a una visión popular y campechana de los ángeles, que es fruto habitual de los escultores del barroco, como los citados, que llenaron los retablos y las sacristías de nuestras iglesias de ángeles niños y mancebos alados en maderas bellamente policromadas.

Nuestros ángeles ribereños están a infinita distancia del Maestro Mateo, y de la arquitectura berniniana del Tíber, y de las bellas pinturas de Donatello. Pero no dejan de sorprendernos con sus plumas multicoloreadas y las facciones pacíficas y risueñas, familiarmente aldeanas.

Mantengámonos a prudente alejamiento de Serafines, Querubines y Tronos, de Dominaciones, Virtudes y Potestades, de Principados y aún de los Arcángeles (con excepción de Rafael, el médico que curó a Tobías, según el Tratado de Angelogía que resulta ser el Libro de Tobías), para volcarnos con los anónimos ángeles del común, que son los que nos interesan, propicios a cobijarse in eternum en las ruinas de los molinos y bajo los puentes romanos, pero no inactivos: siempre dispuestos -con tal de que se les reclame- a ayudar a un peregrino, al ignorante ó al perdido en una encrucijada. Aquí nos cuesta admitir cementerios para ángeles en las rutas galácticas e, insistimos, siguiendo a Dante, un ilustrísimo experto, en que sólo existen dos tipos de ángeles: activos y contemplativos, y en que no caben ángeles inertes en aparcamientos siderales ó extrasiderales. Los ángeles gallegos sí, se retiran a los remansos de los ríos, a las lagunas solitarias y a los sombríos bosques, y aún transitan por el interior de los bloques de granito a lo largo de los siglos (como un murmullo molecular). Es más, protegen a los mozos al regreso nocturno de las romerías y les gusta cruzar las plazas de los pueblos en fiestas, en el sobresalto de tracas y alardes pirotécnicos. Nuestros ángeles, para resumir, se encuentran más próximos a Murillo y a Zurbarán, que en las místicas levitaciones del Greco.

Si los pintores de hoy, por lo que veo, no se inclinan a pintar ángeles con alas, yo los vislumbro en muchos paisanos de Sevillano, o de Laxeiro, con su aura de placidez y bonhomía... y sus seráficas sonrisas.

En todo caso, que nuestros pintores nos alejen del Angel Nuevo de Klee, de sus ángeles sarcásticos y apocalípticos, de aterradora belleza, inquietantes y angustiados; que no permitan que nos alejemos de nuestros ángeles custodios, campechanos y domésticos, tan propicios a probar el vino nuevo ó el aguardiente de una potada y, por supuesto, a guardar a los niños que acuden a la escuela ó a los que sufren en un hospital.

Es hora de encontrarnos a nosotros mismos, con nuestro ángel (en estado de gracia, alejados de cualquier reidora demencia). Y así, quizá un día, seamos como esos hombres insignificantes, portadores de una vieja melancolía que con su condición benévola, como los agüistas de sonreir enigmático en los balnearios, escapan o vuelan hacia un recóndito bosque, el relanzo de un río ó hacia el Paraíso, que todo viene a ser la misma cosa.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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