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Distanciamiento gallego del angelismo contemporáneo (I)

miércoles, 12 de marzo de 2008

Una especie de Ángel
estaba sentado sobre
el borde de una fuente,
se miraba y se veía hombre,
y en lágrimas...
preso de una tristeza infinita.
(Valery)


La contemporaneidad, con la revoltosa sociedad norteamericana como bandera, nos ha traído en los años 90 el renacimiento de los ángeles: la angelmanía. Un fenómeno sociológico aventado por los traficantes que todo lo comercializan y sitúan lo angélico figurativo en los zocos, en Internet, en las revistas y en las asociaciones de aficionados, y lo abstracto y teórico en las consultas y talleres de liberación espiritual dónde lo administran como manantial de energía.

Se trata, por supuesto, de ángeles benéficos (nunca de los malignos) y los reseñan como ángeles débiles, indecisos, incompletos, que muchos estiman ambiguos (pero no asexuados) y seductores: una suerte de golosina para las mujeres, a las que proporcionan el mayor placer erótico, la exquisitez lasciva sin ninguna reserva, ni exigencia. No portan alas, ni blancos vestidos, quizá sean calvos u obesos, y se les distingue por una mirada benévola y el aura de bienestar que su compañía provoca. (Y a la memoria me vienen, al respecto, unas palabras de Cela: “Vivimos en el revuelto tiempo en que los alfareros tratan de tú a los ángeles”. Tan es así, que nos hacen pensar en ángeles terrestres y no en ángeles verdaderos, en el “ángel ángel” de Alberti).

Pero sigamos con el desparpajo de esta moda: esa visión ingenua, de blanda morbosidad, es muy propia de la laicidad postmoderna y se sitúa a mil leguas de la religiosidad neotestamentaria; identifica a los ángeles como mensajeros esotéricos y adivinatorios, amantes puros o consejeros sentimentales. Según las crónicas, en Norteamérica aumenta el número de individuos que han gozado de experiencias angélicas personales.

No es nada nuevo. Ya en la Edad Media los escolásticos se enzarzaron en disputas sin fin a cerca de si los ángeles tenían o no tenían sexo. Tan espectacular debió de ser la polémica que el sexo de los ángeles se convirtió en paradigma de toda discusión estéril (Y no olvidamos a Milton con su Paraíso Perdido, un inusitado tratado de ángeles heterodoxos).

La posibilidad -catastrófica- de que el Angel lejos de guiarnos pueda ser seducido, corre cual corriente obscura y amenazante en el itinerario de la Angelología (Cacciari); resulta pagana y engolosina a los vanguardistas laicos de hoy: que el Angel pierda su firmeza, su omnisciencia, y se muestre perplejo ante el hombre, y tan confuso que puede ceder a su seducción.

En esta línea, no está de más recordar en la literatura apocalíptica -de dominio angélico- un texto importante para la Iglesia Primitiva, del Libro de los Vigilantes (Enoc), el referido a la gran crisis que sufrieron algunos Angeles que por unirse a las hijas de los hombres renunciaron a su estado, y decidieron libremente abandonar el cielo y asegurar su descendencia engendrando a “los gigantes”.

Los Padres de la Iglesia abundaron sobre esta debilidad del ángel, sobre su primariedad, y ya San Pablo advertía en contra del peligro de una Religión de los Angeles, así como del excesivo deseo angélico de una corporeidad femenina. Después, mucho después, el ángel se antropoformiza, se convierte en un ser melancólico que se refleja en un río ó en una fuente, se trivializa: “Las alas rotas fueron el precio de la libertad de un instante”.

Claro es que por estos pagos también se habla de ángeles benignos, pero, por lo que observo, las mujeres gallegas no se obsesionan, hasta hoy al menos, por esta sociología del angelismo: por esos amantes lúdicos y promiscuos, complacientes, con una sexualidad ambigua, propios de esta época insulsa de lo moderno: ángeles andróginos, de débil masculinidad. Cuando ellas los requieren, voluntariamente, procuran quedarse embarazadas, aprovechando la eficacia genésica de estos ángeles domésticos (no tan equívocos, como pretenden hacernos creer): muy alejadas, pues, de las abstracciones espiritistas de las damas yanquis.

Con las estadísticas en la mano, y sin ellas, reconocemos que algunas mujeres gallegas son madres solteras, muchas de las cuales al ser preguntadas han justificado su condición -cuando era inminente la declinación de su vida fértil- afirmando que necesitaban un hijo que les protegiera durante su vejez. Curiosamente, a las de cualquier edad no es infrecuente escucharles a la hora de explicar su embarazo, que no comprenden bien su origen ni sus circunstancias primeras. Y bastantes, abundando en tan enigmática justificación, nos señalan como coartada que sus hijos, angelitos, no se parecen a ningún muchacho del pueblo.

Un afamado ginecólogo, por más señas catedrático en la Universidad Compostelana, Don Arturo Villar, célebre entre los alumnos por lo divertido de sus anécdotas, nos contaba en una ocasión -con libérrima licencia- cómo atendió en su consulta a una joven veinteañera que habiendo notado un bulto en el vientre deseaba saber su naturaleza y sus consecuencias: si era un tumor ó un quiste, y si corría peligro su vida. Después de examinarla con rutinaria profesionalidad Don Arturo le dijo, tras meditada pausa, que estaba embarazada, de unos cinco meses. La chica, muy alterada, protestó el diagnóstico, y añadió que no podía creerlo, que no era posible -no conocía varón-; que sería, con más probabilidad, un quiste.

-Píenselo, señorita -insistió el profesor-. La muchacha, muy sofocada, pensaba, y pensaba. Al cabo de un buen rato, le dijo al ya impacientado doctor:
- ¿A no ser que fuera en los baños de mar, el último verano, en la Lanzada?...

- Sí, jovencita, se precipitó el médico: En el mar, en el río ó en el agua de su bañera, añadió sarcástico, pero fornicando con un hombre.

Don Arturo, escéptico, anticlerical y agnóstico, lo tenía claro, y no se le podía ocurrir entonces otra causalidad científica, ni muchísimo menos una intervención angelical como hubiera podido ser el caso. (El clandestino novio, llamado Angel, ¡qué casualidad!, resultó ser estéril, a consecuencia de unas paperas sufridas en la infancia).

Y un sucedido en nuestro Condado, con cierto paralelismo, me viene ahora a la mente. Una señora cincuentona, de lucida apariencia, cordial y de rebosantes curvas, le comenta un día a su párroco: “Ahora, los jóvenes se besan en todas partes: en la calle, en el parque, sin pudor, con verdadero escándalo“. Y a continuación, insiste la madre soltera sorprendentemente: “Eu que tiven tres fillos, nunca biquéi a un home" (Yo, que tuve tres hijos, nunca besé a un hombre). El bueno del cura quédase perplejo, sin saber qué comentar. Se hace un prolongadísimo silencio, un embarazoso silencio ¿Habría pasado, otra vez, un ángel?…

Otro suceso: en una esquina del mercado de una villa ribereña, según me cuentan, una sombra (un perfil) de hombre empuja a una mujer contra la pared, y nueve meses más tarde, a ésta le nace un niño. El sacerdote lo bautiza, a petición de la madre, con el nombre de Angel de la Sombra.

Da la impresión de que por aquí, sí se exige el débito conyugal y se anhela que los ángeles participen en una paternidad deseada. Por más que se cuenta que las mujeres son meros fragmentos, que exigen la complementariedad de otros fragmentos de disímil género, hasta de un marido; en Galicia, se nos dice, es posible pensar en mujeres completas, concluidas en sí mismas, cuyo aislamiento genésico sólo puede ser perturbado por instancias extranaturales.

Para concluir, manifestando la amplitud del asunto que nos ocupa, traigo a capítulo la antigua tradición, según Ben Maimón, que reconoce estos grados angélicos: los puros y los santos, los veloces, los fuertes, los ardientes, los centelleantes (serafines), los mensajeros, los divinos y juzgantes, los hijos de los dioses, los figurantes (querubines) y los ishim, o sea, los animados.

Y un caso similar al de Ishi ocurrido en el ataque a Roma (1940) descrito por A. Savinio, es el contado por un combatiente gallego de nuestra guerra civil, cuando recogieron, junto a una casa bombardeada, a un joven que apenas respiraba -emitía de su pecho un extraño rumor rítmico-, de cuerpo muy ligero y casi transparente, con una especie de joroba, junto a un montón de blancas plumas destrozadas, que no sangraba por parte alguna y como aturdido por la explosión que le había sorprendido deambulando o, quizá, en vuelo bajo.

Pero por qué seguir, para qué más ejemplos. En el Noroeste los ángeles son muy tradicionales (custodios, mensajeros), casi siempre rústicos, y a los campesinos que protegen se les nota muy complacidos con todos ellos, incluso con los ángeles malos. Es ejemplar en este sentido, que las mujeres digan, a veces, a sus novios ó amantes, con cariño, demo de home (demonio de hombre). Y no termino -aviso a los gallegos- sin el cauto recordatorio de un amigo sacerdote sobre una certidumbre: “que por el misterio de la Cruz, la especie humana ha sido liberada de los poderes del diablo”. No estaría de más otra advertencia: que procuremos mantenernos alejados de algunas angelicales inocentadas que nos vienen de Norteamérica.


REIVINDICACIÓN DEL ÁNGEL (GALLEGO)
Digamos que los ángeles aparecen con mayor naturalidad dentro de una concepción religiosa del mundo (judaísmo, cristianismo, Islam) y, con singularidad, en ciertas épocas, pero siempre ocupan un lugar preferente en el imaginario colectivo hasta el extremo de que en las estadísticas pertinentes un 65% de los ciudadanos cree en ellos.

Me pregunto, al mismo tiempo, el porqué en Galicia se habla tan poco de los ángeles, de los ángeles buenos. Y más, desde que conozco de buena fuente que el maestro Cunqueiro tenía catalogadas en su angelario 11.000 fichas, ángeles gallegos en su mayoría. Por lo que escucho, se menciona en cambio a los ángeles malévolos, a los diablos, con inusitada familiaridad.

Las mujeres gallegas, por otra parte, no parecen obsesionarse en estos asépticos tiempos de la postmodernidad -como otras amas de casa de todo el mundo- con los ángeles compañeros sexuales, en una consideración laica tan en boga, promiscuos e ideales, que se dice aman y complacen, y que nada exigen y a nada comprometen. Las gallegas no pretenden, por lo visto y ya citado, al ángel andrógino que simboliza una masculinidad sin machismo, una sexualidad neutra y ambigua, es más: se sospecha que procuran quedarse embarazadas (y tener hijos que les cuiden en su vejez).

Por lo que sé, las jóvenes madres en Galicia, y ésto ya es peor, no interceden cada noche, como siempre hacían, al Angel de la Guarda, antes de que su niño se les duerma: “dulce compañía, no nos desampares ni de noche, ni de día, que sin ti me moriría...” Pero no por ello puedo creer, que el ángel de nuestra infancia nos haya abandonado o, lo que es más penoso, como algunos afirman, esté muerto. El ángel que nos guiaba no puede haberse ido, y no es preciso recurrir a la Biblia cuando sentencia, en el Génesis, que los ángeles permanecen para guardar el camino de la vida, ni atender a la doctrina tradicional de la Iglesia que los incluye en su cuerpo místico, como mensajeros y valedores. (Aunque la teología cristiana, y perdónenme esta digresión, no confirme si existe un ángel para cada hombre, pues es sabido que acepta mejor un ángel para varios hombres, mientras la visión angélica del Islam estima que cada persona posee 5, 60 ó 100 ángeles custodios).

Sí puedo comprender que los ángeles gallegos se alejen de las grandes ciudades y de las multitudes, que se estremezcan al paso de los coches, al tráfico perverso de ruidos y amenazas, y que se refugien en los relanzos de los ríos, en los molinos y hasta en las ruinas, pero me dolería su inhibición o ceguera, más aún, su negligente ausencia.

Ante este temor, que era y es el de muchos, fueron los poetas y los aldeanos los que sacudieron las fronteras de lo sagrado con su angelismo arcádico y rural. La generación del 27 ya lo poetizó, con Lorca, y Juan Ramón Jiménez y Alberti elogiaban a los vagos ángeles malvas y a los translúcidos marineros. Y en la línea tradicional de la lírica española (Quevedo, Calderón, Lope de Vega) nos admiraron también otros poetas. Así, Larrea, con sus versos celestes, hacedores de ángeles, reclamando “tierra para el ángel cuanto antes“, y describiendo ángeles obesos en el fondo de lo cotidiano. A la vez, Cernuda, Guillén, Aleixandre, centran con sus ángeles la estela literaria de la época, como bien nos recuerda José Jiménez, a quién acudo para pergeñar estos comentarios.

¿Qué ocurre en Galicia? Que los escritores se manifiestan en parecidos y deliciosos términos. Pero me atrevo a significar, sin embargo, a un poeta orensano de la generación (para entendernos) de los 50, José Angel Valente, por su peculiar atención angélica: como ejemplo, una de sus Enunciaciones, publicada en 1978, se titula Variación sobre el ángel, y no me resisto a transcribirla. “Había en mi pueblo, de cuyo nombre no quiero acordarme, un poeta que escribía tragedias. Luego las leía a los señores del casino que se las celebraban con aplauso, pero que, previamente aunados en un común sentir, le aseguraban que eran óperas. Cada vez que el poeta escribía una tragedia le salía una ópera. Como el suceso parecía bastante extraordinario, el poeta fue objeto de fingidos exámenes gracias a los cuales pudo descubrirse que en el cielo de la boca tenía un ángel. En su paso a través del ángel, la materia trágica emitida se transformaba para los oyentes en materia musical y cantada. El poeta fue expuesto, con la boca abierta, en el escaparate de un comercio de tejidos para que el común de las gentes pudiera ver al ángel.

Conocí después a un poeta de aquel mismo lugar que, acometido de inocencia, quería componer himnos. Y siempre que escribía un himno le salía un plañido o una rota palabra amarga o melancólica. Alcanzó este segundo poeta celebridad menor o nula, y nunca fue públicamente expuesto. De haberlo sido, habrían podido contemplar sus sórdidos paisanos cómo aún aguardaba en el cielo de la boca el abrasado rastro de otro ángel caído.

Años atrás y en otra perspectiva, alejándose con desdén del cielo cristiano, Rilke decía que todo ángel es horrible, pero reconociendo su necesidad en la zozobra de lo moderno nos mostraba tal precariedad reivindicando con su angelismo desolado protección ante la miseria, y requería la tutela de la infancia y de la juventud (elegías 3ª y 9ª, escritas cuando residía en Ronda, y en Toledo, ciudad de ángeles).

Y a muchos nos gustaría que también el hombre adulto, rústico ó urbano, reclamase la necesaria custodia angélica que le corresponde, para que no sea verdad que el hombre representa al niño desheredado de su ángel; y ya sólo vuelva a solicitar su asistencia en la menesterosidad de la vejez.

Pero volviendo al hilo inicial, nos dicen que en esta tierra finistérrica, dónde lo sacro continúa asombrando, los ángeles mismos dudan, estando en camino (ó en vuelo), si deambulan entre vivos ó entre muertos, debiendo resolver sus crisis frecuentes y sus desmemorias: si deben alabar a Dios o perderse en la nada.

Es claro que cuando emperezan o se adormecen en la duda sólo cabe despertarlos, y estoy seguro que acudirán solícitos a nuestra invocación, cómo siempre han hecho, de mensajeros o de cooperadores, a lo largo de los años. Decía Orígenes, que los hombres proceden de los ángeles indecisos, que en el momento crucial de la suprema elección dudaron si enrolarse con Dios ó abismarse en la soberbia de la rebeldía. Con probabilidad, los descendientes de estos ángeles inconclusos son los que habitan Galicia. De ahí, su propio angelismo servicial y bien intencionado, escéptico y equilibrado entre ángel custodio y ángel caído. Pues sabemos que este pueblo apegado a la tierra, cuasi pagano por naturaleza, estima que “Dios é bó, mais ó demo non é malo“, y que añade, con retranca, que entre Dios y el Diablo no puede haber más que un malentendido, abundando con increíble naturalidad en la existencia de demonios buenos y hasta en demonios de guardia.

Lo expresa un conocido cuento gallego: “Dios y el Diablo pedían limosna en un camino. Pasó un paisano y le dio cien pesetas a Dios. Siguió andando, pero tras un momento de duda volvió sobre sus pasos, y le dio cincuenta pesetas al Diablo, porque -se dijo- a veces no es tan malo, e incluso resulta simpático. “De forma tal que los campesinos no pueden entender que los ángeles ordinarios lleguen a ser destructores o vengativos, belicosos o porten una espada encendida (ni siquiera el San Miguel Arcángel, relegado a la obscura entrada de la Catedral de Tuy). Piensan que se unen a las ánimas en su procesión por bosques y veredas, y, a la vez, que están próximos en las tareas del campo (aunque no tengan tan cercano el consuelo de un Santo Labrador como San Isidro, al que los ángeles permitían rezar y sestear, mientras ellos seguían arando la tierra). Creen que los ayudan a sobrellevar tanto la existencia mundana como, si fuera necesario, la sobremundana, también parroquial y nocturna.

No renunciemos a la tradición de la ironía y a que este pueblo siga sonriendo ante el Angel Malo y utilice como expresiones comunes: “é cousa do demo” (es cosa del demonio), pero que no olvide, en modo alguno, al Angel Bueno. (Que cuando perciba cerca un respirar profundo y dificultoso, ó un olor a incienso ó el roce de unas alas, reconozca en el compañero ó en el aparecido al Angel Benévolo). Es claro que el clima de Galicia dónde tanto llueve y ventea, y vuelve a llover y a orballar, no es propicio para que los ángeles caminen por las calles ó entre las brétemas, y quizá esto explique las aparentes ausencias o dejadeces -la negligente vigía- y su habitual cobijo en las gándaras, en los libros ó en los retablos barrocos. Por eso, repito, si junto al río uno guarda silencio y afina el oído tal vez note el cuchicheo de una rítmica respiración, un rumor de alas ó un aliento frío en el cogote, y observe junto a los pies una enigmática huella en la arena húmeda; es preciso que, más sensibles, aprendamos a reconocer lo que pueda ser un ángel.

Nada mejor que este principio de milenio para que retornen con claridad los ángeles, como ya está ocurriendo, y que si Sto. Tomás racionalizó la doctrina católica de estos entes en su tiempo (“menos imaginativa que las visiones de gnósticos, sufíes y cabalistas“), a lo largo de los siglos se ha producido un proceso popular de domesticación de la misma, que le ha despojado de su sublimidad y se ha traducido en la imagen artística de humanizados angelotes, llegando hoy, por desgracia, a muy desviados límites en la versión laica, estadounidense, blanda aunque fervorosa. Que retornen los ángeles, pero que vuelvan los tradicionales ángeles del cristianismo. Que en Galicia, aprendamos a separar los trasgos y demonios y hablemos de ángeles benignos que residan, comunicativos, en el próximo ambiente ó en nuestro interior (Vivir es gestar un ángel para alumbrarlo en la eternidad, ansiaba E. D´Ors).

No es fácil. Como venimos diciendo el mundo demoníaco goza en Galicia, en el alma popular, de un prestigio en el que “el temor no excluye una cierta estima”. Ya mencionamos la creencia habitual de que el diablo hace, a veces, maldades, pero que también puede ser festivo y hasta razonable. Y más si piensas cual Tolstoi, que si uno da gusto al mismísimo diablo, éste se hace bueno; en uno de sus cuentos, por falta de maldad, un diablo jefe amenaza a su enviado con rociarle con agua bendita si continúa siendo tan benevolente con los hombres. (Y Voland, el diablo descrito por Bulgakov, siempre hacía el bien y el mal, a partes iguales).

Risco, entre nosotros, conocía a un demonio que al asomarse a un microscopio para mirar el mundo, le dijo con mucha sorna: “¿Y éste es el mundo que hizo Dios? Te conozco bien diablo repolludo y bien alimentado, divertido y risueño, eres el demonio de la Torre de Babel, un diablo gallego, que no por ser gallego dejas de ser diablo”.

Sigamos tirando del hilo, y a pesar de que a los demonios no les gusta que se hable de ellos y mucho menos que pretendamos explicarlos, es de citar que existe una especie de dianchiños, muy conocidos en Galicia, los trasnos, encargados de hacer respetar secretos y consignas de la grey diabólica y que gozan de muy favorable literatura local (Castelao, Fdez. Flórez, Fole). Diablos menores a los que enfada, desde Freud, que se les juzgue como “fuerzas subconscientes“, tensiones de la libido, represiones sociales o como un simple sector de sombra, poco explicable.

Rimbaud, en quién muchos sitúan las raíces poéticas del Ángel de la Modernidad, invoca a Satán, y parece ser el primero en descubrir la soledad del hombre moderno. Y sabido es que el gallego odia esta soledad, la desolación de la Nada, que prefiere incluso vivir con el demonio a estar sólo. ¿Porqué no volver a congraciarse con el Angel Bueno? ¿Porqué sufrir el desconsuelo de la mortífera distancia angélica? ¿Porqué no recuperar al Angel aparentemente indiferente que desdeña destruirnos?....

Dejemos los gallegos de ser paganos, y teluristas, e invoquemos la esperanza en una convivencia angélica con el espíritu hermano que viaja con nosotros, que los señuelos del horizonte gnóstico no nos vuelvan a alejar de nuestros vecinos del sagrado Valle. Y si lo hacemos por una precariedad circunstancial, regresemos, aunque sea convertidos ya en cenizas, a nuestra tierra, con nuestros ángeles buenos, que son verdaderos ángeles de la infancia y de la vejez, y no meras fantasías eróticas, ambiguas o sentimentales.
Fuertes Bello, Antonio
Fuertes Bello, Antonio


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