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Reflexiones paseando

lunes, 11 de noviembre de 2019
Cuando contemplo las cosas que hacían reflexionar a los antiguos, pienso que tampoco es que sean tan distintas de las que nos hacen reflexionar a nosotros. El ser humano, en su natural intento de explicar su entorno, ha ido construyendo un edificio conceptual de preguntas y respuestas con las que, en cada momento, ha calmado su curiosidad Naturalmente, para buscar esas respuestas se utilizaron los conceptos de que se disponía, por eso siempre hemos estado en procesos de revalidación de las interpretaciones previas si aparecen nuevas técnicas de estudio.

Preguntas del tipo ¿Cómo…? ¿Cuándo…? ¿Por qué…? o ¿Para qué…? han sido los alicientes del progreso científico cuando se han formulado de manera correcta por quienes estaban capacitados para hacerlo.

Reflexiones paseandoSi pienso en las grandes dudas que acerca de la naturaleza tenían los sabios de la antigüedad, veo cómo hoy en día siguen siendo prácticamente las mismas, si bien planteadas de modos diferentes y desde posturas científicas más sólidamente establecidas. O al menos, eso es lo que pensamos.

Es curioso, pero siempre han existido referencias intangibles y no científicas, que han sido suficientes para que la mayoría de las personas concediesen credibilidad total a todo cuanto se le dijese en su nombre. Y eso ocurrió, ocurre y ocurrirá. Claro que los referentes han ido cambiando.

En la Grecia clásica, sus referentes eran los mitos con los que construyeron todo un sistema explicativo de las cosas naturales. El viento aparecía siempre que el dios Eolo soplaba, la tormenta surgía cuando Zeus se enfadaba con los mortales y, en tales ocasiones, lanzaba sobre la tierra su ira en forma de rayos. A veces, pasada la tempestad, enviaba a su mensajero, Ares, a pactar con los hombres y el enviado bajaba a la tierra utilizando para ello un arco que se ponía a modo de pasarela entre el cielo y la tierra, el arco Iris. Según los mismos mitos, los meses de invierno, sin flores en los campos, eran aquellos en los que Perséfone se iba al fondo marino a estar con Poseidón mientras su apenada madre, Démeter, descuidaba su ocupación de jardinera que embellecía los campos. Luego, la hija regresaría en abril, la jardinera se alegraría retomando su oficio, y los campos volverían a lucir sus flores.

Naturalmente, hoy existen explicaciones científicas para todos esos fenómenos. Sabemos los componentes atmosféricos que, cuando están juntos, determinan que se desencadenen tormentas, lo mismo que sabemos las circunstancias en las que se forma el arco iris o qué factores son los desencadenantes de los bioritmos en los vegetales que hacen que en invierno casi no haya flores y que en el mes de abril las haya en gran profusión. Pero puede ser que para quienes no disponen de muchos conocimientos, las explicaciones míticas resulten más atractivas que las científicas, tal vez demasiado frías. O puede ser que el mito atraiga más que la verdad comprobada.

Después de la época clásica y de sus correspondientes mitos, apareció el tiempo en que la verdad revelada, contenida en la Biblia, constituyó todo referente de interpretación de Reflexiones paseandola naturaleza. Ocurrió desde la Roma de Constantino en adelante. En aquellos tiempos, decir de algún concepto que tenía su base en los libros sagrados, era consagrarlo como incuestionable. A lo largo de la Edad Media y, más intensamente, en el Renacimiento, se llegó al conocimiento de hechos científicos que estaban en desacuerdo con postulados bíblicos. Fue cuando tomó cuerpo la teología natural entre los científicos e investigadores del momento. Según ella, Dios se manifestaba a través de cuanto dijera de sí mismo, en la Biblia, y a través de su obra, la naturaleza. Entre ambas manifestaciones no podía existir contradicción alguna y, si acaso aparecía, el error estaba en nuestra forma de interpretarlas.

El científico del Renacimiento no quería abandonar la idea de Dios. Es más, los sistemas filosóficos que fueron apareciendo tenían un apartado muy concreto para explicar su existencia y cómo era posible llegar a su conocimiento utilizando el raciocinio. Indudablemente, conforme fueron descubriéndose las leyes que regulaban los procesos físicos y mecánicos de los objetos, fueron apareciendo teorías acerca del modo en que Dios los regulaba y as¡, mientras para unos científicos Dios estaba en todo momento detrás de todos y de cada uno de los procesos, para otros hombres de ciencia resultaba más sabio y poderoso un Dios que en el mismo acto de la creación hubiese promulgado las leyes por las que se regirían los cuerpos, de la misma manera que un rey promulgaría sus leyes en su reino. Una vez hecho esto, Dios habría dejado de mantener un cuidado constante del Universo, pues para eso estaban actuando sus leyes que, como reflejo de su sabiduría, eran perfectas. Buscar esas leyes era buscar la acción creadora, la sabiduría y el poder de Dios.

De todas formas, muchas veces me pregunto si nuestras explicaciones actuales, si las interpretaciones que cotidianamente manejamos como armas conceptuales en nuestros enjuiciamientos, son correctos en todos los sentidos. Naturalmente, la respuesta que me doy a m¡ mismo es negativa por muchas razones. Por una parte, hemos de suponer que es mucho más lo desconocido que lo que conocemos. En este sentido, nuestras interpretaciones, al no disponer de todos los datos precisos para hacerlas correctamente, serán necesariamente incompletas, y quiero indicar que, a veces, incompletas suele ser sinónimo de erróneas. Hay procesos en los que está clara nuestra total o parcial ignorancia de algunos detalles de los mismos. Lo malo es cuando creemos disponer de todos los datos para alcanzar una interpretación correcta y estamos equivocados.

Por otra parte, a veces actuamos como si nuestra interpretación de los datos previos fuese la única correcta, pudiendo ocurrir que no sea así. Por eso no está mal una postura de escepticismo con relación al cuerpo de conocimientos que utilizamos como herramientas para seguir incrementándolo. Más bien es una postura recomendable, y tal vez la única recomendable.
Valadé del Río, Emilio
Valadé del Río, Emilio


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