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La juventud bancaria en el siglo XX (10)

martes, 23 de julio de 2019
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Oposiciones

Fachada austera y grandiosa. Enrejados artísticos a la vez que consistentes en las ventanas de los bajos. Portada inmensa con armazón de hierro y entrepaños de cristal; sobre esta, con caracteres de bronce, el lema social de aquella empresa que palpitaba dentro de aquellos muros tan sólidos, con seguridades de castillo y con la elegancia de un palacio principesco: BANCO DE CRÉDITO Y AHORRO.

Madrugada serena en el despertar de la ciudad. Aún había poca gente en la calle y ésta, casi toda, formada por chicos sonrientes y esperanzados que se paseaban por las inmediaciones del Banco. No llevaban libros, pero tenían aspecto de estudiantes: esa mirada vivaracha, ávida de observarlo todo, de los intelectuales jóvenes; una estilográfica o un bolígrafo en el bolsillo superior de la americana, y, de vez en cuando, miradas de acecho a las puertas del Banco, pendientes de que sonase la hora de aquellos exámenes de ingreso para la escala administrativa.

Minutos antes de la hora fijada, un conserje abrió las puertas, y los concursantes fueron pasando al patio de operaciones. Este era amplio, severo y elegante: mármoles de Carrara; escritorios de caoba para el público; mostrador circundante de madera tallada, con ventanillas de plástico en una mampara del mismo material, sostenidas por columnitas afiligranadas, de bronce; en cada ventanilla un cartelito indicador de la clase de operaciones a que estaba dedicada la parte de oficina interior a ella correspondiente, leyéndose las denominaciones de Caja, Giros, Cuentas Corrientes, Cartera, Cambios, y Créditos. En el interior, y en varios pisos, funcionaban las secciones de Contabilidad, Secretaría, Correspondencia, Caja de efectos y Cupones, Operaciones de Crédito, y otras subdivisiones de las anteriores, que se encargaban de cuantos trámites no tenían un contacto tan directo con el público y que, por consiguiente, no precisaban ocupar un espacio en torno al patio de operaciones.

Los opositores, evocando el artículo 175 del Código de Comercio, que tal vez les iba a ser preguntado como materia legislativa fundamental para la existencia y funcionamiento de un Banco, fueron dándose cuenta de la misión de cada ventanilla denominada, y asociando esta con los diez puntos del artículo generador, se explicaron prácticamente diversidad de lecciones del cuestionario de legislación mercantil. En consecuencia de estas atribuciones que da el Código, y de ampliaciones modificativas posteriores, surgieron las ventanillas bancarias como enlace y vínculo entre el negocio y el cliente, como conjunción financiera entre el capital estable –ahorro o depósito circunstancial- y el capital operante de las masas industriales. Las ventanillas complicaron y extendieron su radio de influencia y originaron derivaciones que en los tiempos modernos necesitaron alzarse a buen número de pisos buscando espacios higiénicos y cómodos para el personal oficinista, y también descender tierra adentro para edificar sótanos seguros y resguardados a la curiosidad malsana, para instalar las La juventud bancaria en el siglo XX (10)cajas de seguridad de efectivo, valores y depósitos varios, en las que custodiar los capitales de movilidad relativa.

¡Qué lejos quedaban los cambistas de Egipto, de Babilonia, de Fenicia, de Grecia, de Roma, y de todos los pueblos cultos de la antigüedad; y tampoco estaban próximos, en orden de perfeccionamiento, los banqueros particulares de la Edad Media!

Basándose en la necesidad de conocer la evolución de la cosa, para comprender el alcance de su estado actual, y para apreciar la garantía de perfeccionamiento que da la raigambre de los principios transformativos, el programa de aquellas oposiciones comprendía una reseña histórica de las organizaciones bancarias, y ese retazo de historia se hacía estadística al considerarlo a través de la contemplación del aparato bancario moderno.

En los escasos minutos de espera de aquellos opositores, paseándose por la sala de operaciones, pudiera muy bien ocurrírseles paralelizar entre la función de aquellas oficinas modernas y las de otros tiempos pretéritos. En la nebulosidad histórica del pasado, hartos los hombres de trasegar mercancías para permuta de bienes imprescindibles o convenientes, se les ocurrió crear un nuevo dios; en la generalidad de los pueblos paganos una divinidad nueva no eclipsaba a las anteriores, y así nació “poderoso”, como rezan sus mitos, el ídolo deslumbrante de todas las gentes: nació la moneda como instrumento portátil de adquisición genérica, como ensambladura entre la producción y el consumo, facilitando y estimulando ambas actividades y, por consiguiente, dando vida activa a la relación de utilidad común entre los individuos, pero también entre las naciones. Por entonces surgieron, también, los precursores de la leyenda negra de los Bancos, aquellos cambistas trapicheros que sólo tienen de común con las organizaciones financieras actuales, legal y moralmente establecidas, el traficar con un mismo artículo de comercio cual es la especie monetaria. Fulleros y cuanto se quiera, aquellos cambistas dieron vida insustituible al comercio interior y exterior de los pueblos, facilitando la circulación fiduciaria de las monedas nacionales, así como la permuta de las extranjeras por otras de necesidad preferente. Será muy rudimentario el préstamo, pero ya estaba en vigor otra finalidad primaria de la Banca cual es la de facilitar la circulación y subdivisión de la moneda.

La labor de los cambistas, aún con las deficiencias del reducido monto económico de sus La juventud bancaria en el siglo XX (10)capitales individuales, se hizo tan útil a la sociedad que ésta, lejos de aniquilarla, le facilitó medios para su amplitud y perfeccionamiento; y no hay razón más obvia para defenderla puesto que las creaciones nulas o negativas al progreso de la civilización resultan destruirse en un breve lapso por la fuerza misma de la cultura, que avasalla y aísla los obstáculos que no cumplen a su función benefactora de la Humanidad. De los cambistas fueron tan solicitados sus servicios y su capital que necesitaron organizarse para mejorar el lucro de sus actividades a través de la oportunidad que se les ofrecía; así dieron lugar a una continuación técnica de su negocio en los banqueros de la Edad Media.

Tomó seriedad el cambio y el préstamo al establecerse los banqueros con domicilio fijo y público, al contraer obligaciones documentarias con los proveedores de numerario, al asegurarse por igual procedimiento sus derechos crediticios, y alboreó el gran movimiento mercantil de la Era moderna. Para facilitar aquella expansión financiera los escribanos estudiaron la exigua aplicación de los clásicos recibos, y a fuerza de introducir en ellos modificaciones adaptadas al tipo de cada operación nueva, surgen los documentos fundamentales del crédito y del giro: albalaes, pagarés, letras cambiarias y varios otros de aplicación determinada a operaciones definidas; estos documentos, aunque relacionados jurídicamente con los originarios de operaciones tipo, se van multiplicando en el orden geométricamente progresivo con que aparecen todos los descubrimientos y todas las transacciones mercantiles, de modo que para cada idealización nueva la Banca se encarga de proporcionar documentos específicos, simplificadores. Así como de cada invento surgen derivados, y cada aplicación de éstos motiva otros inventos divisionarios, así se extiende la organización burocrática acudiendo a todos los llamamientos del progreso; mas no se complica por su numerosidad ya que la ingencia de asuntos que competen a la Banca se simplifica asociándose por concreción de materias, para desembocar en orden por las ventanillas del patio de operaciones como ademán íntimo, de abrazo, entre la especialización correspondiente y los deseos del factor público que la precise.

Para no entorpecer el funcionamiento de locales con servicio directo, las mesas de los exámenes se instalaron en una sala de cajas de alquiler todavía desocupadas. Un ordenanza rogó a los opositores que bajasen al primer sótano, enclave del aula improvisada. En la mesa de cabecera esperaba el tribunal, constituido por altos mandos de la empresa, de amplia formación moral y técnica, seleccionados para tan delicada misión por su reconocida imparcialidad, preparación técnica y rectitud de juicio. Las paredes del local aparecían materialmente tapizadas por armarios metálicos, salpicados de cajetines clasificados por series y números de orden. En aquella especie de ficheros, bajo un llavín que se entregaría al cliente, y otro de tipo uniforme que se reservaba el cajero de valores, obrando en delegación del Banco para aquellas funciones, se depositarían, igual que ocurría ya en los departamentos contiguos, con seguridad plena frente a las eventualidades de hurto, incendio, extravío y tantas otras, valores, joyas, planos, documentos importantes y cuantos objeto tuviese a bien confiar el cliente a la organización bancaria, satisfaciendo por ello unos derechos de custodia mínimos.

Los opositores encontraron en sus mesas el material adecuado a los ejercicios que se precisaban; escribieron su nombre en cada carpetilla para personificar y responsabilizarse de sus trabajos y para la confronta caligráfica con la instancia de oposición que obraba en el Banco, a fin de identificar la personalidad del examinado; en las mismas carpetillas tenían el cuestionario de las materias a tratar en aquel ejercicio, eliminatorio, de cultura general.

Con intervalos de varios días, que permitiesen a los opositores despejar el nerviosismo del examen anterior, se celebraron los restantes ejercicios de mecanografía y de materias mercantiles, contables y legislativas, de operaciones matemáticas de precisión y rapidez, así como el oral acerca de operaciones bancarias.

El examen de cultura general había depurado la masa opositora haciéndose con él un verdadero “test” que demostrase la capacidad intelectiva de los aspirantes a ingreso y obrando de verdadero tamiz que sólo dejase libre acceso a aquellos que prometiesen convertirse en empleados cultos y competentes para las tareas de relación y de responsabilidad a las que se iban dedicar; quedaba, pues, para los ejercicios definitivos, un grupo de opositores selectos, de los que sólo pudieron aprobar aquellos que por orden de puntuación ocuparon los puestos correspondientes al número de plazas; entre estos estaba Queimadelos y, un poco más abajo en la lista, Mauro Aldegunde.

A los opositores declarados aptos para el examen eliminatorio pero que no alcanzaron en el técnico una puntuación del orden de plazas a cubrir, les reservaba su destino continuar preparándose para una nueva convocatoria, en aquel o en otro Banco, o especializarse en otra clase de conocimientos que se diese mejor a sus aptitudes y a sus inclinaciones.

Abrazos gozosos y exclamaciones de júbilo entre los aprobados el día en que se publicaron las calificaciones del examen final; miradas huidizas y hurañas de cuantos no alcanzaron puntuación suficiente, cobardía frente a la vida, dispersión callada y doliente, con el ánimo herido, vacilante y vencido, iluminado tan sólo por la esperanza de triunfar en otra ocasión. Así es el paralelo de reacciones entre aprobados y suspensos, entre victoriosos y vencidos.

Algunos ojos no acababan de creerse la realidad de las listas pues a los afortunados les parecía imposible haber aprobado, y a los eliminados les decía el instinto de propia defensa, de justificación moral, que también merecieron figurar en aquel cuadro honorífico. Mas lo cierto es que un tribunal numeroso y competente contrarresta en sus miembros toda inclinación personal, resultando decisiones de alta rectitud e imparcialidad; queda tan sólo la coincidencia, bastante improbable en exámenes de amplio temario, de que al examinando le correspondan ejercicios poco comprensibles u olvidados, mientras que su formación sea profunda en otro orden de cosas, y también la de que al examinarse atraviese un momento síquico de perturbación intelectual motivado por problemas presentes de índole familiar o personal, e incluso complicaciones eróticas tan delicadas en la edad estudiantil, pero cuando estas situaciones conducen al fracaso no pueden imputarse al tribunal, ni tampoco al individuo, sino a una fatídica concurrencia en momentos necesitados del máximo despeje y concentración.

Tantas como individuos fueron las emociones personales que siguieron en continuidad a las comunes experimentadas por la lectura de la relación de aprobados; cada opositor asociaba el éxito con sus necesidades o con sus ambiciones, con sus esperanzas realizadas y con otras nuevas que nacían al amparo de aquella realización.

En Mauro Aldegunde florecía la certeza de una venganza terrible contra el profesorado de la Facultad de Santiago; ya tenía trabajo para subsistir, así que seguiría estudiando el alcance y solidez de sus teorías; pediría traslado si le adjudicaban una plaza alejada de Santiago ya que pensaba volver a los estudios universitarios; luego publicaría libros sensacionales divulgando su doctrina; alcanzaría la fama y sería un verdadero pedagogo para la sociedad ignorante de la filosofía panacéfica que él creía representar. Quién sabe si algún día aquellos catedráticos que le suspendieran en Filosofía y Letras no se postrarían a sus pies confesándose ignorantes e incultos. Aquel aprobado obró de verdadero combustible de su pira anárquica y reformadora, sobre cuyas cenizas esperaba ser el fénix de un progreso universal e infalible.

En Queimadelos, por su parte, había una liberación de la infinidad de problemas que traía consigo su situación de parado; se le terminaban aquellos ahorros de cuando trabajara para Rancaño, el negocio de los anuncios luminosos apenas compensara, otro tipo de empleo no aparecía, y sólo quedaba la cruel alternativa de regresar a Lugo, a la casa paterna, en la que esperar la oportunidad de una nueva colocación; por consiguiente, soportar la humillación de que Chelo le viese en su infortunio. Respiró con entusiasmo y con alivio al ver su nombre en las listas; explotó en su ánimo una emoción desbordante que le hizo vibrar físicamente, sintiéndose fuerte y vacilante a un mismo tiempo; fuerte ante los azares de la vida creyéndolos dominados al conjuro de aquella consecución laboral, y vacilante en sus determinaciones del momento, por estupor emotivo, incapaz de saber cómo conducirse íntima y socialmente. Vio a Mauro Aldegunde, con otros aprobados, deshaciéndose en algarabía, abrazándose y celebrando el éxito con gran alborozo; mas no quiso acercarse a ellos para que no le privasen de la soledad que le apetecía en aquellos momentos a falta de alguien íntimo a quien confidenciar su satisfacción.

Salió del Banco y vagó un buen rato por las calles céntricas de la ciudad, sin detenerse en nada y sin saber a dónde ir; su estado anímico era de una concentración optimista que le aislaba por completo del mundo exterior, en el que caminaba como un autómata. De pronto se trocó su desconcierto en avidez religiosa, se acordó de Dios inspirado por su formación católica, de que el Sumo Hacedor le había permitido aquel bien, al que aún no había correspondido con el oportuno agradecimiento, y mientras se dirigía a la iglesia de los Jesuitas, para postrarse en acción de gracias, fue considerando cuán interesante le era a él lo que fue maldición y castigo en Adán: el trabajo, que es sedante de las pasiones y medio insustituible de subsistencia humana. Al salir de la iglesia puso un telegrama a su familia comunicándoles la nueva de su admisión en el Banco de Crédito y Ahorro.

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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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