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La juventud bancaria en el siglo XX (6)

martes, 25 de junio de 2019
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En esto estaban al sucederse episodios imprevistos; mas no en el negocio, donde todo marchaba con ritmo acelerado de prosperidad.

Chelo Rancaño era joven, demasiado joven para que perdurase en su mente la idea de que son incomparables la laboriosidad e ingenio de ciertas personas con la arrogancia, galantería y abolengo de otras. Esto presionaba bastante, y su complemento lo halló en el medio social frecuentado: exceso de vitalidad mal dirigida, abundancia de dinero para permitirse cualquier capricho, formación incompleta y libre, amparada por los postulados de la nueva libertad juvenil.

Queimadelos había traspasado, demasiado bruscamente, su período de juventud, ignorante de las diversiones y de las actividades que le son inherentes aún en su forma más metódica, para abismarse en circunstancias propias de la madurez, en abnegada concentración hacia las finanzas, hacia todo lo que fuese práctico, productivo y durable.

El paralelismo se inició cuando Ernesto empezaba a comprender la paz interior que da el trabajo, el provecho material de este, y su imprescindibilidad para hacer frente a las necesidades del individuo; cuando se impuso en el conocimiento de que trabajar honradamente en la profesión de cada uno no es más que cumplir una ley de Dios, al propio tiempo que se beneficia el actuante, la patria y el orbe en general. Los dos llegaron a profesar verdadero fanatismo por su inclinación respectiva, y esta divergencia, acentuándose paulatinamente, los llevó al rompimiento inevitable.

Ocurrió una noche de febrero. En el Círculo de las Artes se celebraba el tradicional baile de disfraces, en conmemoración carnavalesca. Chelo había decidido asistir, y como quiera que Ernesto, acercándose ya la hora, no acababa de llegar para ir a la fiesta, ella bajó a las oficinas:

-Oye, ¿es que no se te ocurre pensar que te estaba esperando? Ya es tarde, y no quiero que seamos los últimos en llegar; ya sabes que estreno, y cuando más se fija la gente es al entrar, en los saludos.

-Sí, querida; lo sé. Pensaba subir ahora mismo; mejor dicho, hace un instante, pero se presentó una diferencia en balance, y como es fin de mes no debe quedar descuadrado; tal vez aparezca pronto porque debe estar en las comisiones de los delegados, últimos documentos que se registraron, y como este mes tiene pocos días no hubo tiempo de hacerlo con orden. Vete subiendo, que ya voy enseguida.

Latía el deseo de enfadarse, así que Chelo no quiso, o no supo, desaprovechar la oportunidad:

-¡Que te crees tú eso! A mí no se me hacer esperar como a un paleto que venga a cobrar unos terneros… Si prefieres los papelotes a tu novia, quédate con ellos, que a mí no me faltará quien me acompañe en el baile.

Y no bien hubo terminado de hablar cogió el teléfono para llamar a Ferreiro, un chico con el que antaño había salido algunas veces, precisamente al que más temía Queimadelos como rival por constarle que Chelo lo mentaba con harta frecuencia; le preguntó si iba al Círculo, y el tal Ferreiro, viendo la oportunidad que se le presentaba La juventud bancaria en el siglo XX (6)de proseguir su flirteo, no vaciló en contestar afirmativamente, pidiéndole a Chelo que le reservase algún baile.

Queimadelos escuchaba desconcertado la conferencia de su prometida; su faz estaba gris y ceñuda. Tan pronto colgó ella el auricular la miró frente a frente, con un gesto retador, con intenciones de abofetearla; pero se dio cuenta de que era una infamia maltratar a una mujer, así que se limitó a decirle:

-Chelo, no está bien lo que hiciste; pero yo te prometo olvidarlo desde este instante. Hazte cargo de que tu padre me tiene encomendados unos intereses que son precisamente los que permiten que tú estrenes, ¡hoy, y tantos otros días! Mi deber es que esos intereses aparezcan claros cuando tu padre coja el balance, signo evidente de mi fidelidad y de la de todos los que aquí trabajan. Si me quedé solo con esta tarea es porque me incumben estas operaciones para evitar que los demás empleados se enteren de ciertas cosas cuya divulgación pudiera favorecer la competencia de los otros ganaderos.

Pero ella sintiéndose en la cúspide de la empresa familiar:

-¡Cuento y más cuento! ¡Eso es lo que tienes tú! Simular un celo extraordinario por los asuntos de la casa, que ignoro si realmente existe, pero en el cual yo no creo. ¡Que procedimiento más infalible para camelarse a la familia, y luego te importan un comino mis cosas, mis ilusiones! Si te importase el negocio porque es nuestro, también yo te importaría, y me dedicarías más atención; pero sólo te importa por ti mismo, por tu beneficio, por…

Queimadelos no pudo contenerse por más tiempo:

-¡Calla, por favor te lo pido! Estás diciendo necedades que contradicen la honradez de mis actos, pero éstos ya te lo demostrarán cuando pienses en ellos sin ofuscaciones.

Se lo dijo presionándola ligeramente en un brazo.

-¡Suéltame, hipócrita redomado, chupatintas! –Se enfureció ella.

Queimadelos, soltándola:

-Aquí te dejo para que medites a solas en lo que acabas de injuriarme, y puedes quedarte así todo el tiempo que desees porque mi presencia te estorbará escasos minutos.

Pero ella se marchó presurosa, escaleras arriba.

Queimadelos buscó afanosamente la diferencia del balance, y una vez que la hubo localizado y corregido, se puso a mecanografiar unas líneas en las que le decía a don Porfirio Rancaño que había tenido una pequeña discusión con Chelo, y que, sin perjuicio del agradecimiento que conservaría siempre por haberle proporcionado aquel trabajo, y otras muchas atenciones y confianzas recibidas, le presentaba la dimisión irrevocable en su empleo. Retiró de la máquina la cuartilla mecanografiada con un nerviosismo que la hacía vibrar en sus manos y, junto a las llaves de la oficina, la cerró en un sobre; llamó con el timbre del servicio y entregó el sobre y las llaves a la muchacha que acudió a su llamada.

Ya desde la calle se volvió para mirar la puerta de las oficinas de Rancaño, en ademán de despedida, y no alzó los ojos por miedo a divisar a alguien en las ventanillas del piso, que pudiera llamarle. Murmuró quedamente:

-Por ella me dieron lo que no esperaba, y por ella lo dejo. Don Porfirio no podrá recordarme con enojo ya que siempre cumplí con mi deber. Buen escarmiento me llevo; como para fiarme jamás de una mujer egocéntrica y caprichosa.
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Reemprendiendo

En casa de Queimadelos tardaron en saber lo ocurrido pues Ernesto, al día siguiente, primero de marzo, se marchó para Coruña con el pretexto de tener que pasar allí unos días para hacer unas gestiones de la empresa Rancaño. En realidad lo que pretendía con este viaje era borrar de su mente el recuerdo atormentado del rompimiento de sus relaciones y de su dimisión, así como buscar algún trabajo productivo lejos de la mujer que amó inútilmente, y de la empresa que hubo de abandonar porque su amor propio no le permitía exponerse a que después de la rotura de sus relaciones con la hija del patrono éste pudiera considerarle como un aprovechado que se había elevado en parte por su noviazgo y que continuaba disfrutando su posición una vez roto aquel.

Deza se mostró vacilante en aconsejar a su amigo y compañero, que le llamó ya desde la herculina. Su mentalidad misógina le hacía invulnerable a los problemas amorosos, y por tanto no daba a éstos más que una importancia relativa, considerando que la atracción de dos sexos nunca puede ser tal que suponga otros trastornos el rompimiento de unas relaciones; creía más bien que sólo era de lamentar el enamoramiento, y que todo lo que ocurriese posteriormente era una consecuencia de aquél sin valor propio, puesto que el acto fundamental y fatídico lo constituía el iniciamiento de las relaciones.

Para Deza era un disparate enojarse por una ofensa de mujer, y, por consiguiente, otro aún mayor alejarse de ella, pero consideraba que era de honor renunciar a los privilegios obtenidos por un noviazgo que tocaba a su fin. Por otra parte le asustaba el provenir de Queimadelos al dejar la empresa Rancaño pues necesitaba buscar nuevo empleo y empezar a ganar categorías, en lo que perdería varios años para ponerse a una altura similar, remunerativamente, de la ocupación que dejaba.

Le envió a Queimadelos una carta de presentación para un amigo suyo de Coruña, establecido con una agencia marítima; en la carta más se recomendaba que se presentaba, pero no cabe llamarle de recomendación porque las cartas de esta índole han dejado de surtir el oportuno efecto al tornarse impopulares por su abundancia, pasando a ser simples presentaciones que sólo dan una referencia de conducta a favor de aquel que espera ser seleccionado para cualquier cometido.

Queimadelos se hospedó en el hotel Palmeiro, un figón con trazas de taberna barriobajera, que de confortable alojamiento no tenía más que el rótulo de “Hotel”, pero económico, y esto es lo que le interesaba pues quería que sus ahorros le permitiesen subsistir indefinidamente, hasta que encontrase un trabajo satisfactorio, al propio tiempo que pasaba a sus padres la acostumbrada aportación mensual.

El día que llegó a la herculina, y también el siguiente, no salió del hotel; se le fueron las horas en ordenar un poco su equipaje y en meditar profundamente acerca del paso que terminaba de dar; final de una etapa y principio de otra; desengaño amoroso y vacío en un corazón sentimental y noble, que no sabía vivir sin darse plenamente a aquellos en quienes cifrase su simpatía; derrumbamiento de una situación económica de amplias perspectivas, para levantar en sus ruinas un conjunto de esperanzas nebulosas e inciertas.

No tenía otro aliciente para conformarse que su fe en la Providencia, y las posibilidades de la carta recomendatoria del Deza; en cambio le atormentaba imaginarse el desencanto de su familia cuando se enterasen de que había perdido una colocación sumamente productiva, así como el malogre de un matrimonio de plena conveniencia, y también el regresar a Lugo si no conseguía emplearse, o en vacaciones, sin ostentar una categoría social y una situación económica que pudiera semejarse a la de la familia Rancaño.

Al tercer día fue hasta la playa. Era la primera vez que veía el mar, y el impresionante espectáculo de la líquida llanura, el misterio nebuloso del horizonte lejano e impreciso, el jugueteo de las olas en la arena, absorbió toda su atención. No le extrañaba la visión porque se la había imaginado en mil ocasiones, pero si le resultaba más grandiosa en su presencia y realismo. Mediando en esto comprendió el porqué de la gesticulación al hablar cuando no hay palabras o cuando no se domina el léxico para decir infinidad de cosas representativas de ideas profundas o de maravillas de la creación; pero no siempre basta la gesticulación ya que, por mucho que se abran los brazos no es posible expresar la inmensidad del mar, ni por mucho desencajar los ojos se exterioriza la sensación de impenetrabilidad, de recato, de ocultación de lejanías, que se percibe al La juventud bancaria en el siglo XX (6)mirar fijamente un horizonte marino, al intentar descubrir el más allá a unas líneas borrosas que figuran un apretado besarse del cielo y la tierra.

Queimadelos bordeó la milenaria torre de Hércules y unos metros más allá se sentó en un pedrusco acariciado suavemente por el vaivén de la última ola; el agua mordía la suela de sus zapatos trayendo y llevándose una aureola de posos con la que los ceñía en variable zócalo; unos metros mar adentro avanzadillas de agua iban elevándose, elevándose, hasta formar una barrera que amenazaba dominar las arenas de la playa, que parecía envolverlo todo, y cuando más perfilada era su cúspide, empezando por un extremo –el más vulnerable- se deshacía en espumarajos de impotencia, de rabia incontenible, al verse abandonada de la fuerzas que la incitaban en su avance. Queimadelos se creyó ante una lección práctica de filosofía en el aula de la Naturaleza: la última ola, la agonizante, la que evolucionaba pegada al suelo, del propio fango de su composición ceñía a sus pies una diadema de arenas y de pompas; se la ceñía porque estaba sentado en su campo de acción, en una roca firme a la lucha constante del mar, a sus cambios de situación, a su babilonia de deseos, y porque era más fuerte que el impulso de aquellas olas periféricas. Un poco más adentro, más hacia lo infinito, un golpe de agua pretendía encumbrarse, pero se desintegraba porque su impulso era finito, vacilante, débil para tamaña empresa; mas no por su fracaso quedaba el mar en calma pues detrás venían nuevas generaciones, que es lo mismo que decir un nuevo oleaje dispuesto a recuperar todo lo perdido, a superar aquello o aquellos que se sentían decadentes. Más lejos ya apenas se percibía un suave rizo de la superficie, una serie de sustituciones que empezaban a acunarse, a ensayar el ritmo de las grandezas pasajeras.

Traduciendo de la Naturaleza, que es la escuela de la ilustración porque es la obra perfecta del Gran Autor, Queimadelos vio y evocó algunos casos que él conocía, de familias que se levantaban de la nada en uno de sus vástagos, que en sus hijos amenazaban imperar, pero que en los nietos se deshacían ruidosamente como las olas quebradas, que en nuevas generaciones iban besar la tierra –avanzadillas del mar de la vida- para retornar luego mar adentro en espera de oportunidad para salir a la superficie e iniciar un nuevo avance. Tenía la certeza de que en él había de obrarse un engrandecimiento de su apellido; lo presentía fanáticamente, pero, razonándolo, comprendía también que su grandeza había de medirse por el esfuerzo que le costase, y por la iniciativa que pusiese en su obrar; recordaba que las últimas generaciones de antepasados suyos habían sido relativamente pobres, y en él era presumible que se lograse cierta resaca; si no toda la recuperación, al menos una parte, y el resto quedaría para su descendencia. Bueno, esto de la descendencia no lo veía muy claro una vez fallidas sus relaciones con Chelo Rancaño pues no deseaba volver a las lides amorosas, problema que consideraba el más complejo de todos los tiempos. Había leído en alguna parte –lo de menos era el texto y el autor, lo que más el fruto de las obras puesto que, de publicadas, pasan, salen, del autor y pasan al lector- que para el hombre, rey de la creación, máquina capaz de encauzar el trabajo al mejor fin, no existen dificultades absolutas sino escollos más o menos frágiles a su fuerza y a su talento, que siempre resultan vencibles, sea por una generación o por varias. Se decía, pensativo frente al mar aleccionador:

“Yo, como todo el mundo, como las olas lejanas, tengo posibilidades de triunfo, de ser lo que quiera dentro de las limitaciones humanas y circunstanciales, dentro del campo de la vida. Para ello necesito dos cosas: saber prepararme y saber actuar; y antes que eso, o al mismo tiempo, encauzar mis actividades a un fin concreto, pero sin pretender abarcarlo todo, porque a los lados del camino hay rocas y abrojos que desde el centro no puedo vislumbrar para esquivarlos. Es bien poco lo que debo hacer, pero muy delicado porque no me conozco a mí mismo lo suficiente, ni sé que obstáculos habrá a lo largo de cada uno de los caminos a seguir; si me conociese bien, si supiese qué actividad me iría mejor, si conociese los caminos de la vida, con sólo especializarme adecuadamente y actuar con oportunidad, todo estaría resuelto”.
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Gómez Vilabella, Xosé M.
Gómez Vilabella, Xosé M.


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