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Adriano, Emperador de Roma (II)

jueves, 03 de enero de 2008
ESCENA X
(En los aposentos privados)

127 d. de C.
Adriano, Antinoo
Los dos muy arrimados, a veces sentados, a veces acostándose, explotando melosos.
ADRIANO. Soñé que mi amor era un espíritu errabundo que volvió a su cueva, a mi cuerpo. Desde que te conocí fue como si volviera a nacer. Cuando mi espíritu llegó me despertó sobresaltado. Oh, allá en Claudiopolis, cuando te he visto me pareció que llegaba al final de un país encantado, al final de un camino.
ANTINOO. Señor. ¿Qué te ocurre? Parece que vienes a mí con temor. Nos someteremos a una ceremonia purificadora, a una ceremonia de amor. Expulsaremos a los demonios que nuestros espíritus pudieron encontrar por el camino de vuelta a sus hogares, a sus cuevas, a sus nidos de amor. Yo también soñé que mi espíritu volvía a mi poblado y que los míos le cerraban las puertas. Tal vez también se infectó.
ADRIANO. Oh, cuando paso las manos por tu cuerpo siento que caminan como si fueran los pasos de un extranjero.
ANTINOO. Pues déjalas caminar y pregúntales si les gustan todos los paisajes. Pregúntales qué ven ahí debajo.
ADRIANO. Oh, ellas ven vestirse los árboles de flores y las frutas verdes y duras desparramadas por la huerta.
ANTINOO. Tu cuerpo suda y tus aguas soy frías.
ADRIANO. Pues sumérgete en ellas.
ANTINOO. Si me sumerjo no podré mantener mi fuego encendido, mi cuerpo permanecerá frío y sobrevivirá para mí el desastre. Mi ánimo se enfriará, se extinguirá mi fuego y me vencerá ese enemigo que todos llevamos dentro.
ADRIANO. Oh, no te preocupes, mi amor. En las aguas de mi cuerpo hay ciudades enterradas y en ellas hay leña seca en la que prendo fuego para darte calor.
ANTINOO. Me enroscaré entre los cabellos que tienes desparramados por tu cuerpo que ondulan empujados por la corriente. Es verdad que dentro de ti hay ciudades, pues las siento latir.
ADRIANO. En esas ciudades encontrarás esmeraldas, oro, perlas, pepitas y un lugar florido que será tuyo, si tú lo quieres. En ese lugar tú serás el soberano y si lo eres ahí, también lo serás en Roma. Cógelo, está a tu alcance.
ANTINOO. Mi señor, hace unos días soñé que compartía contigo el Imperio y he visto una multitud de nubes que parecían fantasmas, luciérnagas que se encendían y se apagaban. Era la gente de Roma convertida en una tribu férrea y matadora que me obligaba a huir, a refugiarme detrás de una muralla.
ADRIANO. ¡Bárbaros! ¿Y cómo acabó el sueño?
ANTINOO. Acabó viéndome montado en una barca sin gobierno que se desplazaba entre aquel mar de nubes perdida por los ríos de agua.
ADRIANO. Ibas sin rumbo por los sueños, pero estabas decidido a todo. Un viento favorable te arrastro a mí despejando la niebla y las burbujas.
ANTINOO. Tal vez tu amor que ardía y me esperaba fue quien me guió por las aguas conmovidas. Como si fuera el soplo de un volcán o un faro iluminando el camino. Oh, señor, pareces un brujo que conoce los reglas de cazar almas.
ADRIANO. Tú cazaste la mía.
ANTINOO. Fue un regalo de los dioses.
ADRIANO. Disparemos nuestras flechas por las profundidades de las heridas de nuestros cuerpos hasta que el sol se extinga y las estrellas palidezcan.
ANTINOO. Mi señor, no le dispares ni al sol ni las estrellas, sino a mi corazón. Y ahora duérmete y comparte mi almohada.
ADRIANO (tapándose con la sábana y hablando debajo de ella). Aunque a los romanos no les guste que me ausente, nos marcharemos de viaje a Grecia y en Egipto navegaremos por el Nilo. Por el camino, lejos de los ojos heridores de algunos que aquí me rodean, seguiremos con las ceremonias purificadoras de nuestro amor y nos bañaremos en los afluentes de agua caminando desnudos.

ESCENA XI
(En una sala decorada al estilo egipcio.)
(Personajes y acontecimientos pasan con la realidad histórica por escena)

Adriano (atormentado por la muerte de su amante) y Flegón.
Después del viaje a África, Grecia (Atenas), Imperio Oriental (Antioquia, Jerusalén, Asia Menor y Egipto), donde muere Antinoo (130) al caer al Nilo.
Desde la muerte de Antinoo, Adriano anduvo durante cuatro meses por Egipto y apareció en Grecia después de pasar unos días en Judea.
ADRIANO. Oh, eres tú, Flegón.
FLEGÓN. Señor, te saluda aquel a quien has dado la libertad.
ADRIANO. No vendrás adularme, pues sólo mi Adulador está autorizado. A veces le dejo que me adule porque también juego con él a las palabras, por eso todavía no le he cortado la lengua como casi siempre le prometo.
FLEGÓN. Señor, yo no he venido a adularte aunque me hayas provisto de libertad. Vengo a compadecerte por tu pérdida y a presentarte mis respetos a ti y al cadáver de Antinoo que sé que lo llevas embalsamado camino de Roma, talvez para darle sepultura en tu villa.
ADRIANO. Agradezco tus palabras, Flegón, pero las palabras de conuelo ya no me consuelan, ahora sólo me consolaría morir, acabar pronto con este sufrimiento. Tengo que entretenerme para olvidar.
FLEGÓN. Tal vez debas de entretenerte con fantasías.
ADRIANO. Antinoo no era una fantasía y nuestro amor ha adquirido fama que habrá de lucir para siempre con todo su esplendor. Construiré un obelisco en su honor donde quedarán gravadas las cosas más importantes de su vida. Con las obras de la ciudad de Antinoopolis culminaré su ornato. Antinoo muy pronto será un dios en Roma.
FLEGÓN. Mi Señor, pero Antinoo será un dios al que allí en aquella parte del Imperio solo tú adorarás: Pues será un nuevo dios desconocido para los romanos y ya sabes lo que piensan los romanos de ti y de él, pues he sabido que en las calles y en las casas de Roma no se habla de otra cosa.
ADRIANO. Oh, calla, Flegón, ya sé que en Roma no soy muy popular.
FLEGÓN. Roma te necesita, mi señor. Estás fuera de ti desacostumbrándote a Antinoo, absorto en su pensamiento, obsesionado en fabricar un mundo de piedra, un molde de piedra para encerrar a un dios, un molde perfecto para encerrarte tú con él al final del día más duro.
ADRIANO. Los egipcios dicen que Antinoo está con Osiris, que también cayó al Nilo y se han adelantado a deificarlo antes que yo. Él ha entrado por la puerta grande en el Panteón de los dioses del Nilo.
FLEGÓN. ¿Tal vez mi visita te ha molestado cuándo estabas absorto en cavilaciones y sueños?
ADRIANO. ¿Sueños? Oh, si mi dolor no es un sueño me matará.
FLEGÓN. Tú no puedes morir, mi Señor. Antinoo se ha arrojado al Nilo para sacrificarse por ti, para favorecerte a ti. Alargando tu vida regalándote los años que a él le quedaban por vivir. Tú le has salvado la vida matando al león y él se ha sacrificado en tu honor, beneficiando a la persona querida. No quieras morir porque si tú te suicidas no alargarás la vida de nadie, no beneficiarás a nadie. No podrás acabar de construir la ciudad de Antinoopolis. No podrás ser su arquitecto. Antinoo ya está muerto.
ADRIANO. Y Apolodoro se fue detrás de Pompeya Plotina al más allá.
FLEGÓN. Pareces piadoso acordándote de Plotina, pero a Apolodoro dicen que lo mandaste matar para ajustarle cuentas pasadas y porque era muy amigo de tu cuñado al que por lo visto no tragas.
ADRIANO. Piadoso fui, Flegón, pero ya no lo soy. Ahora he de ser cruel, esquivo y tacaño. Ser afable y generoso es cosa de otros tiempos. Mira que piadoso soy que según las malas lenguas maté a mi amigo Apolodoro que tanto hizo por el Imperio con su genialidad artística. Bueno, pero si me sigues adulando, tal vez seas el segundo hombre de la tierra al que se lo he consentido.
FLEGÓN. Señor, te acusan de desidioso para con la capital y de querer deificar a tu amante como si fuera un emperador muerto o un miembro de la familia imperial. Ni en Roma, ni en las provincias entienden que el amante del César sea deificado antes que él. Roma no es Grecia, César. Aquello que para todos los griegos es natural, como educar a los jóvenes en la barbarie y en el desorden del mundo confundiendo a los niños con hombres y hombres y sexos, para muchos romanos es motivo de censura, sobre todo cuando se le quiere dar rango religioso o político.
ADRIANO. Flegón, tú no me adulas. Tú filosofas y tal vez si cambiaras las palabras podría descansar un poco en ellas. Mi Adulador no me anda con líos morales. Tú eres listo de lengua y una lengua lista no se debe cortar, pero no te pases, pues ya sabes que hace mucho tiempo que no ando de buen humor.
FLEGÓN. Mi Señor, yo claro que te adulo, y no es adulare decirte que Antinoo era un chorro de luz, que tenía unos ojos en los que reflejaban las colinas verdes y en su sonrisa la blancura de las cascadas.
ADRIANO. Era hermoso. Es verdad que me sabes adular. Ya me gustaría despertarlo.
FLEGÓN. Pero no puedes, nadie puede. Ni los dioses pueden.
ADRIANO. Si pudiera forjar un sueño para seguir con él la historia que me falta y no despertar jamás.
FLEGÓN. Señor, entre soñar y recordar, ruégales a los dioses que no pierdas los recuerdos y deja de llorar, pues la memoria a veces aborta echando fuera de su seno los recuerdos en los chorros de las lágrimas.
ADRIANO. Éramos un espíritu que habitaba dos cuerpos, dos mendrugos de un mismo pan.
FLEGÓN. Tal vez, y una misma necesidad.

ESCENA XII
(En un recinto de palacio)

134 d. de C.
Regreso de Adriano a Roma viudo de Antinoo.
Adriano, Dioniso, Hera, ninfas, sátiros.
ADRIANO (afectado). Aquí estoy otra vez preso en el mismo laberinto. Maldita sea la fuerza encantada que me hizo caer en aquella desgracia de amor que me arrastró hacia Antinoo como si fuera lava de un volcán que cae por las cuatro extremidades de la tierra, arrasándolo todo, desanudando los caminos. Oh, fuerza. Oh, crepúsculo. Oh, tierra sin huesos, mis sentidos empiezan a burlarse de mí.
Adriano llora desconsolado.
Entran los dioses.
DIONISO. Todavía se escuchan tus lloros de mujer por tu amante, Adriano, y siento pena. Él pronto se iba a hacer mayor y podría casarse o buscar amantes de otro sexo.
ADRIANO. Pero no puedo vivir sin él. ¿Qué hacer? ¿Cómo sosegar este llanto inconsolable y eterno?
HERA. Ven conmigo y yo te presentaré mujeres, tal vez a la que debas amar, a la que te haga olvidar. La que alivie tu mente enferma de ese apetito físico, de esa perversión sexual que tienes por los niños.
ADRIANO. Calumnias, diosa: porque mis desenfrenos sexuales no son una enfermedad. Sólo los cristianos no lo comprenden y creen que las personas como yo viven desniveladas. Con las mujeres fracasé: No pude vivir con Sabina. Fui un mal amante de Plotina, mujer de gran nobleza. Pobre, y ahora está muerta. Ni siquiera estuve aquí en sus últimos días (pausa, piensa y dice.) Ordenaré que se le rindan honores divinos. Las amé a las dos, pero jamás soporté una orgía con ellas.
HERA. Oh, pobre Adriano, tristemente desgraciado Adriano, yo nada te reprocho. Yo sólo quiero que seas feliz. Tú no te aprovechas del poder para conseguir favores sexuales, no cobras caras tus gracias, ni abusas de los esclavos en las pocilgas.
ADRIANO. Mis hombres han de ser libres, voluntarios, amadores. Antinoo era un ciudadano libre, inexperto e intelectualmente inferior; aprendía mucho de mí y nada me tenía que pagar. Antinoo nunca fue mi esclavo. Ni ha sido para mí un objeto de placer.
DIONISO. Pero Antinoo te daba placer, ¿verdad?
ADRIANO. Cierto, pero con actos dulces, jamás con un acto agresivo. Pues si mi conducta sexual con Antinoo hubiese sido alguna vez violenta, su formación moral e intelectual de futuro ciudadano de Roma no sería la adecuada. Antinoo era como una obra de arte viviente, una bella estatua que maravillaba sólo con mirarla.
DIONISO. Pero Antinoo era de carne y hueso, ¿verdad? Las estatuas no andan, no van de caza, no hablan y no fornican.
HERA. Adriano, temo que ahora seas cruel, que quieras vengarte de los dioses. Así jamás volverás a enamorarte. Ven conmigo a purificarte de amor, te llevaré a peinar los cabellos de las ninfas y de las sirenas que son como cascadas de agua limpia que cuelgan del cielo.
ADRIANO. Oh, pero no puedo ir. Quita esas palabras tentadoras de tu boca, diosa, pues no me dejaré convencer. Estoy aquí desterrado por voluntad propia, escondido en Típoli entre los jardines de mi villa.
HERA. Piénsalo bien, Adriano, tal vez este encierro te lleve a la locura. ¿Pero acaso no puedes salir por un nuevo amor? Déjate convencer, Adriano, no dejes que un viejo amor detenga tu camino hacia el futuro que te mereces. Recuerda que Apolo por amores desgraciados con las mujeres llegó a aborrecer el sexo femenino e inició relaciones homosexuales, pero cuando su efebo Cipariso mato a un ciervo que Apolo apreciaba mucho, el dios se puso muy triste causándole gran tristeza a Cipariso que deseo la muerte. Apolo, como tú también sufrió de tristeza, pero se desengañó de los efebos y reanudó sus relaciones con el género femenino.
ADRIANO. Tus voces me conquistan, diosa, me encienden una luz aventurera y mueven mis piernas hacia ti, pero no me dejaré convencer, pues lo que me ofreces, a la fiesta que me invitas no puedo ir, pues ante las mujeres actuaría como un viejo en la oscuridad que en vez de caminar hacia delante camina hacia detrás.
DIONISO. La oscuridad no existirá para ti si me acompañas a mí, Adriano. Yo te proporcionaré entretenimientos y alegrías, la belleza del mundo y el deleite de los machos.
ADRIANO. Oh, un fuego me alumbra por delante y por detrás, por la izquierda y por la derecha. Ya veo otra vez los colores de mis ojos que ya no son negros y mis ojeras se retiran y mi vida ya no tiene fin. Comencemos a viajar, diosa, y ven conmigo para que los caminos del cielo y de la tierra no me sean vedados, ni me detenga la fatiga, ni el sueño o las imágenes fantásticas que a veces se enroscan en ellos.
HERA. Anda, Adriano, echa a andar sólo y si encuentras un camino que te diga que por el no marches porque más adelante se partirá en dos, hazle caso. Y si otro camino te dice que más adelante se partirá con otros cuatro, tampoco andes por el; y si otro camino más te dice que por el no vayas porque va a desaparecer por infinitos senderos, déjalo ir.
ADRIANO. Pero entonces, ¿cómo sabré?
Entran los sátiros y las ninfas.
Adriano se yergue.
Una música pegadiza sonará, incluso de discoteca.
En escena aparece un cortejo de sátiros embriagados de vino y ninfas honrando a Dioniso: el dios afeminado. Un cortejo de mujeres desnudas, o vestidas con ligeros velos, danzan agitando en las manos el tirso, símbolo del dios.
Con la danza de las mujeres ardorosas se crea la imagen de una atmósfera dionisíaca que, como en el soneto nº 15 de los Sonetos a Orfeo de Rilke, estas, muerden voluptuosamente las ramas enroladas del tirso, al igual que aquellas muerden las naranjas ahogando en el exceso de su propio zumo.
Para representar esta escena, sería maravilloso que los que danzan, interpretaran junto con comer la naranja, ser invadidos por el cálido paisaje que la naranja trae desde su lugar de origen, mientras que Dioniso les pide, como el poeta hace en el poema, que enriquezcan la atmósfera y repartan esa madurez y ese calor, embriagándola de aromas.
Los sátiros Sileno y Marsias, desvestidos como el sátiro Anapauomenos en descanso (museo del Louvre, atribuido a Praxíteles) tocan el aulos o flauta doble.
DIONISO. He ahí, Adriano, la belleza que te ofrezco: mira los atributos sexuales de mis sátiros lascivos, ardientes, insaciables... Ven conmigo a nuestra comunidad homosexual para emborracharte con las ninfas y con mi cortejo, con mis mujeres posesas y con sus amantes: los sátiros; asistirás al culto de sus símbolos fálicos y podrás acariciar mi cuerpo perfecto de dimensiones divinas.
HERA. No escuches a ese dios borracho, consulta a tu corazón y encontrarás otro camino que aunque no te diga nada, camina por el y busca la claridad en las distancias. Ahora ya sabes.

ESCENA XIII
(En un recinto de palacio)

Un coloquio de sombras confidentes y consejeras danzan trazando un camino en la tempestad pareciendo las ondas que azotan el barco de Agamemnón que se dirige a Troya.
Antinoo, Coro.
ANTINOO (dispuesto a monologar con un discurso corto, pues él no es agudo en oratoria, después de pedirles a los guardianes del Olimpo que todos lo puedan ver para acompañar sus palabras con ademanes idóneos). Oh, cadenas de la incomprensión que aterrorizan y sorprenden a quien se siente diferente. Oh, qué choque impetuoso. Qué lucha entre Titanes y Olímpicos. Oh, Adriano, el más dulce de los hombres que me temía como se teme lo que más se codicia. Pero, ¿por qué sufrir? Tal vez somos ignorantes como Edipo que tardó en descubrir que él era el matador de su padre y el marido de su propia madre. Adriano, el dulce amor, que me arrebató de Claudiopolis como a la Ifigenia, hija de Agamemnón y de Clitemnestra, la arrebató de Áulide la diosa Artemisa a las manos de Calcas el sacrificador. Tal vez los poetas del tiempo canten este destino trágico, este conflicto trágico de nuestras vidas. Enseguida voy a formar parte de los dioses de Roma, pero yo soy griego y quizás me persigan las Erinies y las Furias de mis antepasados. Que final de vida en este retiro plácido del Olimpo donde he de redimirme de la maldición de Helena de Melenao que propagó la maldición de los hijos de Atreo por toda la humanidad. Pronto me presentaré al Consejo de Ancianos que tiene poder sobre todas las cosas del cielo y redimiré mi pecado por la expiación. Adriano, mi amor, está triste y me busca por todas partes, pero los dioses pidieron mi sacrificio y navego por el Nilo hacia el Olimpo en las naves de Agamemnón azotadas por el viento. (Pausa) Oigo un coro que pide la sumisión de los dioses. (Sonará música y cantos del coro) En él, el primero es Adriano; un coro de testigos de nuestras caricias que nos abre y nos cierra libros para aprendernos esa lección ética.
Qué me pasa que estoy a solas con un gran dolor que me parece que sólo yo siento, y sin embargo, es fruto de un mal general de la raza humana que viene a existir sólo para perturbar aquello que pertenece a las leyes naturales del universo. No estoy alegre porque me siento sólo con mi dolor, un dolor que no es exclusivamente mío y que no sé la manera de desahogarlo y comunicárselo al mundo. Pero le diré al coro que lo comunique al mundo ya que me rodea y me acompaña sabiéndolo todo de mí participando de mis secretos, porque en sus sátiros alucinados veo a los dioses, veo mi amor y veo la tragedia.
Coro. (Se inicia una danza erótica en la que están presentes los acontecimientos de la vida sexual de los héroes dando a conocer todas las intimidades, sus contactos y desahogos que requieran los ánimos de los espectadores. Las danzas, los cantos y los movimientos serán acumulaciones de escenas erótico dramáticas. La purificación de las pasiones por la danza y los gritos y las mimesis artísticas).

ESCENA XIV
(En un recinto del Senado)

Cuatro senadores hablan sentados en unos bancos de madera.
SENADOR 1. Hemos librado a Roma de las manos de un mocosuelo, pero he ahí que vamos a tener otro dios.
SENADOR 2. Ha caído al Nilo y se murió ahogado, parece que se hundió en un pozo muy profundo y las aguas de la fuerte crecida lo querían arrastrar al mar.
SENADOR 3. Cuando se cayó al río nadie lo ha podido socorrer. Ese día sólo se veían millares de ranas verdes y el río estaba enlodado.
SENADOR 2. O hambriento.
SENADOR 1. El cielo del río estaba oscuro y no se veía por debajo de las aguas ni por encima tampoco. Fue un día bien acertado.
SENADOR 2 (irguiéndose inquieto). Cuidado con los Espías.
SENADOR 3. Yo nunca quise conocer a Antinoo. Siempre ponía disculpas para no ir. No podía mirarle mientras planeábamos una vil acción contra él.
SENADOR 1. Por ahí dicen que Adriano anda furioso. Que ha intentado suicidarse varias veces y sus ojos parecen corredores de sombras. Todos intentaremos hacerlo feliz. La multitud le canta haciendo sonar instrumentos musicales. Él es culto y poeta, pero no está en su cuerpo e inhala y exhala un viento frío que hace palidecer.
SENADOR 2. Nosotros no podíamos arriesgar a Roma en las manos de un niño caprichoso con un culo bonito para los placeres del Emperador que dejó de ser un guerrero para convertirse en un pedófilo.
SENADOR 3. Cierto, Roma está por encima de los dioses y de los emperadores. A lo largo da su historia se prescindió de muchos locos y Roma sigue ahí y siempre seguirá.
SENADOR 2. Cuidado, Adriano no es un loco.
SENADOR 1. Estoy deseando que se calme y que duerma tranquilo.
SENADOR 4. En reposo como los viejos guerreros.
SENADOR 3. Para eso tendría que morir.
SENADOR 2. (vuelve a erguirse y anda de una banda a la otra del escenario). Estoy sintiendo temblor en mis piernas. Lo que hicimos fue muy arriesgado. Si el emperador se entera, nos sería mejor morir o volvernos locos.
SENADOR 4. O desear ser un bárbaro para que la magia de los druidas sustituyera al mal.
SENADOR 3. Pues que todo sea por Roma y no me lamentaré del sacrificio.

ESCENA XV
(En un recinto del senado)

134 d. de C.
Adriano, con la barba muy descuidada, después de estar ausente de Roma durante casi siete años.
Crescencio, Marcio Turbo, Lucio.
ADRIANO. (con un aquel de indiferencia). ¿Qué noticias me trae el fiel lacayo de Serviano? ¿Has venido con algún mensaje de mi cuñado, o con algún engaño?
CRESCENCIO. Señor, lo que te traigo son las noticias de una conspiración.
ADRIANO. Sin duda has tenido un bueno maestro.
CRESCENCIO. Debes escuchar mis palabras, pueden salvarte la vida a ti y a tu futuro hijo adoptivo Lucio.
ADRIANO. ¿Y qué esperas a cambio?
CRESCENCIO. La satisfacción de una venganza.
LUCIO. ¡Por los dioses! Ya estoy deseando escuchar esas noticias.
CRESCENCIO. (misterioso). Regresan los tiempos de Nigrino y Quieto. ¡Bueno!, ya sabes.
ADRIANO. ¡No, no sé! ¿Qué he de saber?
CRESCENCIO. Que no debéis ir al Capitolio a la ceremonia religiosa a la que estáis invitados. Serviano y su nieto os quieren asesinar a ti y a tu hijo adoptivo para heredar el Imperio
ADRIANO. (fríamente) Oh, ese traidor...
CRESCENCIO. Debes actuar rápido, César, como el viento vengativo que seca los pozos y las charcas.
ADRIANO. (con un grito). Llamad a la Guardia Pretoriana (Se mueve ágil hacia el público hasta el borde del escenario echado un casi nada hacia delante) Que mis poderosas manos convertidas en rachadas de viento arrasen a mis enemigos.
MARCIO TURBO (moviéndose unos pasos hacia el César) Yo iré a buscar alguna otra ayuda, César. (Se va)
ADRIANO. Que venga la noche y envuelto en su sombra tomaré las decisiones pertinentes.

ESCENA XVI
(En un recinto privado)

Adriano, Adulador.
ADRIANO. Tengo miedo, Adulador. Estoy rodeado de traidores, de acusadores y de envidiosos. Serviano quiere asesinarme para hacerse con el poder de Roma. Hace mucho tiempo planea un golpe de estado.
ADULADOR. Tú eres culto e inteligente, Señor. Hacedle una visita como cuando fuisteis a Britania con vuestra Guardia Pretoriana y con vuestras legiones, quizá les pongas respeto a todos los conspiradores de una puta vez.
ADRIANO (un poco desorientado). Lo que dices es cosa de sentido, pero, ¿qué he de hacer con mi cuñado Serviano? Cuanto siento tener que dar la orden de matarlo. Antes me llenaba de consternación pero ahora estoy menos afligido, pues Sabina ya se murió y no se ha de enterar. Oh, pobre Sabina, nunca le toqué. Ella se fue virgen al más allá.
ADULADOR. Señor, no sé para que me cuentas a mí esas cosas si yo no soy nadie.
ADRIANO. ¿Es qué no te das cuenta, Adulador? Tú nunca me llevarás la contraria.
ADULADOR. Merecería que me cortaran la lengua si tal cosa hiciera.
ADRIANO. Te la cortaría, Adulador, no lo dudes. Sin embargo...
ADULADOR. ¿Sin embargo, qué?, Señor.
ADRIANO. Sin embargo, ya me la llevaste y tus palabras no fueron al aire, pues me han dado en la cara como estas que me acabas de decir.
ADULADOR (resueltamente). Señor, si las palabras sólo dan en la cara y no llegan al pecho es como quien secretea y calla.
ADRIANO. La gente de Roma dice que soy cruel y malo de tratar.
ADULADOR. Y también que eres rencoroso y vengativo. Cayó muy mal que mataras a los…, (pausa), ya sabes..., a aquellos..., (pausa.) El Senado no te mira con buenos ojos y si el Senado no te mira bien, la gente tampoco te mira. Además, casi nunca estás en Roma ni siquiera cuando estás.
ADRIANO. No te entiendo, Adulador. ¿Qué es eso de que no estoy en Roma ni siquiera cuándo estoy?
ADULADOR. Quise decir que ni siquiera cuando no andas de viaje te paras en la ciudad, pues siempre escapas para tu Villa. El César que llega cansado se retira a descansar, pero cuando ha descansado tampoco aguanta a los vecinos.
ADRIANO (con el mismo tono). Oh, pues ahora que lo dices: es verdad. En Roma me ven como un extranjero. La ciudad me llama a voces y yo no las oigo.
ADULADOR. Pues avecínate a las calles y para a ver como las mariposas asean el polvo de sus alas. Las aves con las patas de colores anidando en los tejados de las casas. Las heridas de las aguas y de las fuentes. Los techos abiertos como el del templo que andas a restaurar. Acércate a ver las gracias de los mimos como los espectadores estúpidos; imita a la humanidad y pártele los oídos con tus charlas; entra en el escenario del teatro de la vida sin imitar a los actores, sin exagerar tus interpretaciones; acomoda tu personalidad a las palabras y las promesas a los cumplimientos, habla con los jornaleros y deja que las mujeres pavoneen a tu alrededor y te muestren a sus hijos. El Emperador no puede ver Roma sólo metido en su villa, mirando por una ventana.
ADRIANO. Adulador tú me arreglas, a veces no sé si eres un loco o un sabio, o un actor que sabe alabar. Que no se sepa pero he de seguir tu consejo e intentaré ser readmitido.
ADULADOR. Ah, mi querido César, ni soy un loco, ni soy un sabio, tan sólo te aprecio.

ESCENA XVII
(En un recinto privado)

Adriano, Tribuno, Espía, Marcio Turbo.
ADRIANO (sentado, dirigiéndose al Espía). ¿Qué comentarios se oyen por las calles de lo que anda a decir el necio de mi cuñado?
ESPÍA (de pie casi como recitando las palabras con fuerza y precisión.) La gente, bueno, muchos dicen que tu cuñado dice que nunca fuiste un hombre, pues jamás has fornicado con tu mujer y que siempre andas detrás de los niños griegos porque allí puedes practicar la pedofilia que es tu enfermedad y quien tiene que sujetar el Imperio es un hombre con un par. (Pausa y piensa) Ya sabes y que eres un...
ADRIANO (irguiéndose). ¿Un qué? ¡Habla, te lo ordeno!, o mando que te corten la lengua, como se la haré cortar al Adulador si no me adula.
ESPÍA (más preciso). No te incomodes conmigo, César, pero la palabra es maricón.
ADRIANO. Así que dice que soy maricón.
ESPÍA (con el mismo tono.) Es lo que se dice, César y que no tienes cojones.
ADRIANO. ¿Qué yo no tengo cojones? Oh, mis enemigos no estaban en Britania, ni en Judea, no. Mis enemigos siempre estuvieron en Roma. Andan a mí alrededor. Quieto, Celso, Nigrino y Palma, enemigos poderosos que formaban el Consejo y dominaban el Estado Mayor, ya me querían desplazar de los favores de Trajano y también Apolodoro, uno de los hombres que más he admirado.
TRIBUNO. No te disgustes, César. Estás bien protegido y cuentas con el favor de los dioses y de los amigos, que no del pueblo, aunque el pueblo no hace caso a las malas lenguas de los envidiosos, ni ven las manchas negras de las calumnias porque son eso: calumnias y pronto pierden el color.
ADRIANO (destapa el pecho con las dos manos para enseñar una marca que su médico le hizo en el sitio exacto del corazón.) ¡Mira, Tribuno, mirad todos!; esta marca la tengo en el pecho en el lugar exacto donde está mi corazón. Me clavaría ahí mismo un puñal antes de caer en poder de mis enemigos.
MARCIO TURBO (muy tranquilo.) No te disgustes, Adriano, todos los enemigos que has tenido ya no son peligrosos porque están muertos y tu cuñado Serviano muy pronto lo estará.
ADRIANO. Oh, pero los muertos dejaron escuela en la que aprenden los traidores.
TRIBUNO (al César). He venido para recibir órdenes. Aguardo por ellas, César.
ADRIANO. ¿Mis órdenes? ¿Queréis matar? Pues id, matad a Serviano y a su nieto y no tengáis piedad.
TRIBUNO. ¿Pero no sería mejor que ellos mismos se mataran como Apolodoro, aquel arquitecto que era amigo de tu enemigo?
ADRIANO. A Apolodoro le ordené que se suicidara, aunque hoy lo aprovecharía de buena gana para acabar alguna de mis obras. Pero a Serviano hay que asesinarlo; ese es mi deseo, pues él nunca cumpliría una orden mía para quitarse la vida.
TRIBUNO. Señor, matarlos es un crimen de estado. Tal vez deberíamos prenderlos, hacerles un juicio justo y conocer a sus cómplices obligándolos a hablar.
ADRIANO. Nadie tiene que saber que ha sido el César quien ordenó matarlos y si nadie lo sabe, no hay crimen de estado.
TRIBUNO. Cumpliré tus órdenes, César y por mí no se sabrá.
ADRIANO. Cuento que no se sepa por nadie.
Todos asintieron en la fidelidad al César.
Se va el Tribuno.

ESCENA XVIII
(En un recinto privado)

Adriano, Tribuno, Soldados, Marcio Turbo, Adulador, Espía.
TRIBUNO (entrando en el recinto con las manos manchadas de sangre). Tus deseos han sido cumplidos, César. Serviano, su hijo y muchos de sus sirvientes están todos muertos. Fue una masacre.
ADRIANO. Mereces un ascenso, Tribuno, te lo has ganado por haberme servido bien. Pero ya sabes que no te puedo recomendar, pues esto ha de ser un secreto de estado.
TRIBUNO. Ha sido un placer servirte, César, y no deseo nada a cambio. Mi boca siempre estará sellada.
ADULADOR. Más te vale, Tribuno, sino te cortará la lengua.
ADRIANO. ¿Qué haces aquí Adulador? ¡Sal afuera, fuera, pronto!
Desaparece
MARCIO TURBO. Sólo es un Adulador, él no es nadie, César.
ADRIANO. Pero nació en Roma y es un romano como nosotros. (Dirigiéndose a los que venían de la matanza) Venís todos manchados de sangre, alguna tal vez de Serviano. (Un poco emocionado) Decidme si ha suplicado; si me ha maldecido, quiero saber con detalle cómo ocurrió. Puedes decírmelo en voz alta, Tribuno, aquí estamos entre amigos.
TRIBUNO. Si ese es tu deseo, César, pero casi prefería decírtelo al oído.
ADRIANO. Eso es lo que prefiero, siéntate. Que venga un Criado y que nos sirva un buen vino de España.
Entra un Criado.
Silencio mientras el Criado sirve vino.
MARCIO TURBO (sordamente mientras va desapareciendo el Criado). Brindaremos a tu salud, Adriano.
ADRIANO. Sería mejor dedicárselo a estos valientes que tan bien han cumplido mis órdenes.
MARCIO TURBO. El César no ha ordenada nada.
ADRIANO. No penséis que soy feliz. No me gusta el asesinato; yo soy un Soldado. Esta noticia, además de la alegría de quitarme un peso de encima, también me causa tristeza y ando entre las dos sensaciones como si fuera un borracho.
MARCIO TURBO. La borrachera pasa si uno se queda dormido; luego es mejor que te retires a descansar y sueñes con las batallas que Apolodoro grabó en la Columna de Trajano.

ESCENA XIX
(En los aposentos privados del César)

136 d. de C.
Adriano con 62 años de edad entre la nostalgia de los recuerdos y la fantasía. El escenario puede estar apesadumbrado y sonar música de Mussorsgky.
ADRIANO. Oh, ¿qué sed me va aniquilando? Ni las piedras jamás me han bebido la sombra por los caminos. Sabina ya hace un año que se murió y tengo prohibidas las lágrimas. ¿Qué noches nos ocultan a todos? Apolodoro, que casi me arrepiento de ordenarle que se suicidara. Oh, y mi Antinoo, Plotina, incluso mi Adulador que ya no está conmigo para verme morir. Una enorme piedra se yergue imponente delante de mí. A su lado, otras más pequeñas se esparcen. Oh, los obeliscos, la columna de Trajano. Guerras y piedras, guerras y guerras... Todo eso parece de lejos y una niebla casi transparente deforma las imágenes: Guerreros tallados que bailan o pelean, que confunden las armas, pues las armas parecen trompetas y las trompetas parecen armas. Por eso aquellas armas no hieren. Por eso las flores parecen flechas y las flechas parecen flores. Una guerra sin tambores y sin trompetas. Una guerra en un lugar florido. Una pelea sin sangre, una pelea de abrazos. Los que pelean llevan máscaras y las caras pintadas. A su alrededor se forma una sortija, un círculo dentro del que la tierra gira. Otro mundo. Pero eso es por efecto de la niebla, de esa niebla mágica que flota a la deriva trasladando las imágenes como en un mar de nubes que suben y bajan flotando sin cesar; una niebla que como si fuera una araña teje finísimos hilos, cristalinos hilos que se tienden entrelazando una cortina que trepa por mi cuerpo desde el suelo y se suspende delante de mis ojos. Ah, percibo el respirar pesado de los extraños y eso me preocupa, pues aquí en Roma yo casi soy un extraño. Las gentes de Roma también son extrañas para mí. Si llegaran los bárbaros, muchos romanos huirían abandonado los tesoros: oro en polvo y oro trabajado, esmeraldas y diamantes quedarían desperdigados por el suelo. Los bárbaros cruzarían la muralla sin permiso, la cortina de niebla y al cruzarla comprobarían que la niebla era una pared detrás de la que ardía el sol. Oh, no veo nada.
Pausa
El emperador queda en silencio y en el silencio empieza a escuchar. Y todo eso pasaba detrás de los hilos de la niebla que estaban en su imaginación, entre aquella cabellera de las nubes que le nublaba la vista. Él quería huir del destino que venía, pero permanecía erguido y comenzó a escuchar algo que no sabía muy bien si era lo que quería oír.
Mitología. Teseo besa las manos de Ariadna. Están unidos por el secreto de un amor y de una traición. Lejos de la sospecha de su padre, la chica Ariadna le entregó a su amado un ovillo de hilo, que, orientándose con el, el Laberinto ya perdió su secreto para el héroe. En brazos de Ariadna, Teseo revive los momentos de la lucha contra el Minotauro: Los caminos del Laberinto eran oscuros y tortuosos. Teseo caminaba recorriendo corredores vacíos, donde la sorpresa podía surgir a cada momento. En sus manos llevaba el ovillo que iba desenrollando poco a poco para deshacer lo andado o reconocer el camino de retorno a la salida: Según la Odisea, Ariadna huyó con Teseo, pero según Homero «no pudo lograrla, porque Artemisa la mató en Día, Naxos, situada en el medio de las olas por la acusación de Dioniso» Homero no explica la naturaleza de la acusación de Dioniso. Aparentemente, el dios tenía un papel que lo relacionaba con la Señora del Laberinto, que había abandonado su lugar.
Aparece la voz de Ariadna, reina mitológica, hija de Mimos. La voz de Ariadna puede ser la de Plotina, que igual que aquella le ayudó a Teseo, Plotina le ayudó a Adriano tejiendo y destejiendo el hilo de su destino. Más cerca de la muerte, Adriano, escucha la voz de Ariadna. El escenario sigue apesadumbrado y suena la música.
ADRIANO. Sí, he de huir por ese camino, pero no veo el final y tengo miedo. Ese camino no lo conozco y el a mí tampoco me conoce. Pero si me arriesgara. ¿Quién sabe si al final me está esperando Antinoo? Sí, está allí, lo sé. Oh, pero Antinoo ahora es un dios y yo no puedo ir al lugar en el que moran los dioses.
ARIADNA. ¿Cómo?, los ciegos pueden ver en los caminos. Tú ves un camino, pero ese camino a ti nunca te ha visto. ¿Cómo sabes lo que hay al final de el? ¿Cómo sabrás que allí está Antinoo, aquel que se fue al Olimpo sino te arriesgas a caminar por el? Ahora nunca lo alcanzarás porque tú quisiste que Antinoo fuera un dios. ¿Acaso te crees con tanto poder para decidir quién va a entrar o a salir del Olimpo? ¡Tú, que has fabricado un dios particular de amores homosexuales para que todos lo adoren y después matas a los judíos y a los cristianos! El viejo Adriano mató sin piedad a los judíos supervivientes de las batallas de Judea que fueron ejecutados y vendidos por nada. Pero, oh, el hambre y los incendios también hicieron su matanza: Mataste a Barkokhba, el Mesías de los judíos y dejaste a Judea vacía prohibiéndoles el paso a su ciudad sagrada condenándolos para la eternidad a no tener una nación. ¡Tú, que hiciste un dios, no has respetado el lugar de crucifixión del hijo del dios de los cristianos irguiendo allí mismo un templo a Júpiter y a Venus! ¡Tú, que eres hombre culto y leído, amigo de las artes! ¡Tú, que viviste en Grecia y absorbiste más su cultura y sus costumbres que las del pueblo romano sólo porque allí podías manifestar con más libertad tus inclinaciones sexuales invertidas!
ADRIANO. Ah, ¿pero por qué los judíos no acataron mis órdenes cuando prohibí la circuncisión?
ARIADNA. Sin embargo, los árabes y los egipcios también practican la circuncisión y con ellos has sido más flexible.
ADRIANO. Pero para ellos no tiene el mismo peso religioso, y ya sabes...
ARIADNA. Tú has luchado con numerosos ejércitos que a veces te superaban en número, pero siempre tenían que buscar refugios por el suelo para escapar de tus tropas. Era igual que atacaran en tromba o enfurecidos. Siempre rompías los pucheros en el momento justo.
ADRIANO. Oh, todavía me acuerdo de los gritos que aturdían, fuertes y recios de aquellos bárbaros que morían en la batalla. Sus espíritus seguían a sus voces por el camino de vuelta a sus hogares.
ARIADNA. Enseguida vas a morir, Adriano, y al final de tu vida has sido como un viento derrotado que para vengarse cuando se iba, secaba los pozos y las lagunas de todos aquellos lugares que no le fueron fieles. Ese viento llevaba consigo la encarnación del mal. Por donde pasó dejó los campos estériles y faltaron las cosechas, como en Judea, y de ahí vino el hambre para los judíos, las enfermedades y los incendios. El viejo Adriano es cruel, antisemita, nada que ver con el joven Adriano capaz de perdonar.
ADRIANO (colérico). ¡Palabras! ¡Palabras! ¡Palabras! Hablas como si fuera a morir ya mismo, pero yo no voy a morir, tan sólo voy a una cita, (pausa y pregunta). ¿Quién eres tú, esa voz que me habla desde la oscuridad?
ARIADNA. No te hagas el valiente conmigo, César. No chilles. Yo sé cómo pensabas hace unos momentos. Enseguida va a comenzar tu segundo movimiento por la eternidad. Mientras ese momento no llegue, acuérdate con dulzura de la ternura fraternal de tus primeros días, de la dulzura de las memorias juveniles y de los efectos maternales para que tu espíritu endurecido y cruel viaje con serenidad momentánea librándose de ese follaje podrido de la rama maldita de la que procedes. Alégrate, pues tal vez con un poco de suerte pronto me verás, porque a mí sólo me pueden ver los que mueren.
ADRIANO. Pero si te veo a ti, oh, diosa mitológica, entonces también podré ver a Antinoo, ya que él también es un dios.
ARIADNA. Antinoo todavía no ha sido admitido entre los dioses y anda perdido por el Olimpo. No, a él nunca lo verás. Tú te lo has buscado por querer que tu amante fuese un dios antes que tú, pues tú no puedes hacer dioses.
ADRIANO. Oh, me persiguen los dioses de Roma y los rencores morales y políticos de mi patria hasta el más allá. Tal vez Apolodoro, la arisca Sabina, o mi cuñado y aquellos a los que les destruí su vida se junten en ruedas hostiles para hacerme daño si intento acercarme. Oh, pero allí también estarán muchos Soldados de mis legiones para protegerme.
ARIADNA. No, Adriano. En ese lugar al que irás existe una cosa grande y feroz, una cosa que los poderosos desconocen que se llama igualdad. Allí no hay lanzas ni puñales que causen heridas. Allí se va a aprender, a descansar, a rehacerse humildemente. Allí no hay torneos ni disputas, ni sacrificios…
ADRIANO. Una tragedia. No sabremos quienes somos.
ARIADNA. Tú, como en las tragedias griegas, ahora estás llegando a la segunda parte del poema.

Cierra y abre el telón
Aparece en el escenario un coro representando danzas de sátiros alucinados estallando en cantos y en gritos desahogando la plétora de los sentimientos del César. Purificando sus pasiones a través de la danza con desahogos líricos, llantos y cantos, para con ellos mantenerle la vida. La conciencia del drama, el dios que todo lo ve. Un coro convertido en actor que anda escapando a nuestro pensamiento, que nos conduce arrastro. Un desahogo de la acción dramática, ese adorno alrededor de los acontecimientos. Un coro fiel y contemplativo con el dolor y con el desastre. El centro geométrico del escenario se convierte en el centro cósmico, en el espacio sagrado de renovación y de inmortalidad. El coro danza desde la circunferencia hacia el centro recorriendo un largo camino empleando cintas y cuerdas doradas del hilo de Ariadna que representan el alma de Adriano, el conocimiento secreto del camino que permite llegar al centro desde la circunferencia, sorteando obstáculos, resolviendo el laberinto. Antinoo está en el centro, ocupa el centro. Las danzas asumirán el sueño, el desvarío en el lecho de muerte de Adriano. El simbolismo de la busca de ese ser especial.
Piñeiro González, Vicente
Piñeiro González, Vicente


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